El club de la lucha (20 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Intriga

Tyler estaba sacando del agua troncos a la deriva y los arrastraba hasta la playa.

Tyler había creado la sombra de una mano gigantesca y Tyler estaba sentado sobre la palma de la perfección que él mismo había creado.

Un instante era lo máximo que se podía esperar de la perfección.

Quizá nunca llegué a despertarme en aquella playa.

Tal vez todo esto comenzó cuando meé en la piedra de Blarney.

Cuando me quedo dormido, en realidad, no duermo.

En el resto de las mesas de Planet Denny's cuento uno, dos, tres, cuatro, cinco tíos con los pómulos morados o las narices estropeadas, que me sonríen.

—No —dice Marla—, tú no duermes.

Tyler Durden es una personalidad desdoblada que he creado y ahora amenaza con apoderarse de mi vida real.

—Igual que la madre de Tony Perkins en
Psicosis
—dice Marla—. Es alucinante. Todo el mundo tiene alguna rareza. Una vez salí con un tío al que nunca le parecían bastantes los
body piercings
que tenía.

Lo que quiero decir es que me quedo dormido y Tyler se larga con mi cuerpo y mi cara agujereada y comete algún crimen. Al día siguiente, me despierto hecho polvo, apaleado y estoy seguro de no haber dormido nada.

La noche siguiente me voy a la cama más temprano.

Esa noche Tyler está en posesión de mi cuerpo un poco más de tiempo.

Cada noche que me vaya más y más temprano a la cama, Tyler poseerá mi cuerpo más y más tiempo.

—Pero si tú eres Tyler —dice Marla.

No.

No, no lo soy.

Me gusta todo lo referente a Tyler Durden: su valor y sus recursos. Su temple. Tyler es divertido, encantador, enérgico e independiente, y los hombres lo admiran y esperan que cambie el mundo. Tyler es hábil y generoso, y yo no lo soy.

Yo no soy Tyler Durden.

—Sí lo eres —dice Marla.

Tyler y yo compartimos el mismo cuerpo y hasta ahora no lo sabía. Siempre que Tyler hacía el amor con Marla, yo estaba durmiendo. Tyler andaba por ahí y hablaba mientras yo creía estar durmiendo.

Todos los miembros del club de lucha y del Proyecto Estragos me conocen como Tyler Durden.

Y si cada noche me fuera a la cama más temprano y durmiera hasta más tarde al día siguiente, al final desaparecería por completo.

Me echaría a dormir y nunca volvería a despertar.

—Igual que los animales del Centro de Control de Animales —dice Marla.

El valle de los perros
. Donde a pesar de que no te matan y de que alguien te quiere lo suficiente como para llevarte a su casa, aun así te castran.

No volvería a despertarme y Tyler se apoderaría de mí.

El camarero trae el café, entrechoca los tacones y se va.

Huelo mi café. Huele a café.

—Entonces —dice Marla—, incluso en el caso de que me crea todo esto, ¿qué quieres de mí?

Para que Tyler no me controle totalmente necesito que Marla me mantenga despierto. Todo el tiempo.

Un círculo cerrado.

La noche en que Tyler le salvó la vida, Marla le pidió que la mantuviese despierta toda la noche.

En cuanto me quedo dormido, Tyler se apodera de mí y sucede algo terrible.

Si me llego a quedar dormido, Marla tiene que seguirle la pista a Tyler. A dónde va. Qué hace. Para que así, quizá, durante el día, pueda correr de un lado para otro a reparar los daños.

Veinticuatro

Se llama Robert Paulson y tiene cuarenta y ocho años. Se llama Robert Paulson y ya siempre tendrá cuarenta y ocho años.

Con un plazo suficientemente largo, las expectativas de vida de cualquier persona se reducen a cero.

Bob el grandullón.

Ese pedazo de pan. El gran oso tenía asignada una misión de congelación y fractura. Así es como entró Tyler en mi apartamento y lo voló con dinamita casera. Coges un bote de pulverizador refrigerante R-12 —si todavía encuentras uno, con la historia esa del agujero de ozono y demás— o R-134a, y rocías el cilindro del cerrojo hasta que el mecanismo se haya congelado.

En una misión de congelación y fractura, se rocía la ranura de un teléfono público, o de un parquímetro o de una máquina de venta de periódicos. Luego, con un martillo y un cincel frío se rompe en pedazos el cilindro congelado del cerrojo.

En una misión de taladro y relleno, se agujerea un teléfono público o un cajero automático, se atornilla una pistola engrasadora en el agujero y se rellenan los orificios de grasa, pastel de vainilla o cemento plástico.

No es que se necesite robar un puñado de dólares para el Proyecto Estragos; la Compañía Jabonera de Paper Street estaba saturada de pedidos. Dios nos asista cuando se acerquen las vacaciones. Estas misiones son para templar tus nervios. Se precisa algo de astucia. Invierte en el Proyecto Estragos.

En vez de un cincel frío, se puede usar una taladradora eléctrica para el cilindro congelado del cerrojo. Funciona igual de bien y hace menos ruido.

Fue una taladradora eléctrica sin cable lo que la policía confundió con una pistola cuando acabó con Bob el grandullón.

No había nada que vinculara a Bob el grandullón con el Proyecto Estragos, ni con los clubes de lucha o el jabón.

En un bolsillo llevaba la cartera con una foto en la que aparecía su enorme cuerpo, desnudo, aunque con un tanga, en un concurso de culturismo. Es una forma estúpida de vivir, decía Bob. Te ves cegado por las luces y sordo por el ruido del sistema de sonido hasta que el juez te ordena que extiendas el cuadríceps derecho, lo flexiones y mantengas la postura.

Ponga las manos donde podamos verlas.

Extienda el brazo izquierdo, flexione el bíceps y mantenga la postura.

Quieto.

Tire el arma.

Era mejor que en la vida real.

En su mano llevaba una cicatriz de mi beso. Del beso de Tyler. El pelo esculpido de Bob el grandullón estaba rapado al cero y le habían quemado las huellas dactilares con lejía. Era mejor que te hirieran que ser arrestado, porque si te arrestaban quedabas fuera del Proyecto Estragos y no te asignaban más misiones.

Por un instante Robert Paulson fue el cálido centro a cuyo alrededor se congregaba el mundo y, un segundo después, Robert Paulson era un ser inerte tras los disparos de la policía, el asombroso milagro de la muerte.

Esta noche, en todos los clubes de lucha, el jefe de la junta se pasea en la oscuridad ante un grupo de hombres que se miran unos a otros a través del centro vacío de todos los clubes de lucha, y su voz grita:

—Se llama Robert Paulson.

Y la multitud grita:

—Se llama Robert Paulson.

El jefe grita:

—Tiene cuarenta y ocho años.

El jefe grita:

—Tiene cuarenta y ocho años.

Tiene cuarenta y ocho años y formaba parte del club de lucha.

Tiene cuarenta y ocho años y formaba parte del Proyecto Estragos.

Sólo muertos tenemos nuestros propios nombres; porque sólo muertos dejamos de formar parte de la lucha. Con la muerte nos convertimos en héroes.

Y la multitud grita: —Robert Paulson.

Y la multitud grita: —Robert Paulson.

Y la multitud grita: —Robert Paulson.

Voy esta noche al club de lucha para cerrarlo. Estoy bajo la luz solitaria en el centro de la habitación y el club me vitorea. Para todo el mundo soy Tyler Durden. Inteligente, fuerte, valiente. Levanto las manos para imponer silencio y sugiero:

—¿Por qué no suspendemos la sesión del club por esta noche? Id a casa y olvidaos del club de lucha.

»Creo que el club ya ha cumplido su propósito, ¿no?

»El Proyecto Estragos queda cancelado.

»He oído que hay un buen partido de fútbol americano en la televisión...

Cien hombres clavan su mirada en mí.

—Un hombre ha muerto —les digo—. El juego se ha acabado. Ya no tiene gracia.

Entonces, procedente de la oscuridad, más allá de la multitud, surge la voz anónima del jefe de la junta:

—La primera regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha.

Grito:

—Iros a casa.

—La segunda regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha.

—Se disuelve el club de lucha. Se cancela el Proyecto Estragos.

—La tercera regla es dos hombres por combate.

—¡Soy Tyler Durden —grito— y os ordeno que os vayáis!

Nadie me mira. Los hombres se miran unos a otros a través del centro de la habitación.

La voz del jefe de la junta se oye moviéndose con lentitud alrededor de la habitación. Dos hombres por combate, nada de camisas. Nada de zapatos.

—El combate dura lo que haga falta.

Imaginaos esta escena repetida en cien ciudades y en media docena de idiomas.

Se acaban las reglas y yo sigo en el centro de la luz.

—El combate registrado en primer lugar, a la palestra —grita la voz en la oscuridad—. Despejad el centro del club.

No me muevo.

—¡Despejad el centro del club!

No me muevo.

La luz solitaria se refleja en cien pares de ojos, todos clavados en mí, a la espera. Trato de mirarlos como los miraría Tyler. Escoge a los mejores luchadores para entrenarlos en el Proyecto Estragos. ¿A quiénes podría invitar Tyler a trabajar en la Compañía Jabonera de Paper?

—¡Despejad el centro del club!

Es un procedimiento establecido en el club de lucha. Después de tres avisos del jefe de la junta, me expulsarán del club.

Pero soy Tyler Durden. Yo inventé el club de lucha. El club de lucha es mío. Yo escribí esas reglas. Ninguno estaría aquí de no ser por mí. Y digo: ¡Se ha acabado!

—Preparados para expulsar al miembro del club dentro de tres segundos, dos, uno.

El círculo de hombres se echa sobre mí y doscientas manos atenazan cada centímetro de mis brazos y piernas y me alzan abierto en cruz hacia la luz.

Preparado para evacuar el alma dentro de cinco segundos, cuatro, tres, dos, uno.

Me llevan en volandas por encima de sus cabezas, de mano en mano. La multitud se abalanza hacia la puerta. Estoy flotando. Vuelo.

Chillo:

—El club de lucha es mío. El Proyecto Estragos fue idea mía. No podéis expulsarme. Yo tengo el mando. Volved a casa.

La voz del jefe de la junta grita:

—El combate registrado en primer lugar, a la palestra. ¡Ya!

No me iré; no voy a tirar la toalla. Ganaré la partida. Tengo el mando.

—Expulsad al miembro del club de lucha, ¡ya!

Evacuad el alma, ¡ya!

Y vuelo lentamente por la puerta hacia la noche con las estrellas allá en lo alto y el aire frío, y caigo sobre el hormigón del aparcamiento. Las manos desaparecen, una puerta se cierra detrás de mí y se oye el chirrido de un cerrojo. En cien ciudades distintas los clubes de lucha siguen sin mí.

Veinticinco

Durante años he querido dormir. Sentir esa especie de caída, abandono o pérdida que embarga al sueño. En estos momentos dormir es lo último que quiero hacer. Estoy con Marla en la habitación 8G del hotel Regent. Con todos los ancianos y yonquis encerrados en sus habitaciones, mi creciente desesperación parece normal y esperable.

—Oye —dice Marla, sentada con las piernas cruzadas en la cama mientras se esfuerza por sacar media docena de anfetaminas del envase plastificado—. Salí con un tío que tenía unas pesadillas horribles. Él también odiaba dormir.

¿Qué le pasó al tío con el que salías?

—¡Oh! Se murió. Un ataque al corazón. Sobredosis. Demasiadas anfetaminas —dice Marla—. Sólo tenía diecinueve años.

Gracias por contármelo.

Cuando entramos en el hotel, el tío de recepción llevaba la mitad de la cabeza rapada. El cuero cabelludo en carne viva y lleno de costras. Me saludó. Los ancianos que veían la televisión en el vestíbulo se giraron a ver quién era yo para que el tipo de recepción me llamara «señor».

—Buenas tardes, señor.

En este momento me lo imagino llamando al cuartel general del Proyecto Estragos para informarles sobre mi paradero. Deben de tener un mapa de la ciudad donde señalan mis movimientos con alfileres de colores. Me siento acechado como un ganso migratorio en el
Reino animal
.

Todos me espían, me pisan los talones.

—Tómate si quieres seis pastillas de éstas; no te harán daño al estómago —dice Marla—, pero tienes que metértelas por el culo.

Qué agradable.

Marla dice:

—No lo estoy inventando. Dentro de un rato conseguiremos algo más potente. Alguna droga de verdad: estrellas, bellezas negras, dragones.

No me voy a meter esas pastillas por el culo.

—Entonces tómate sólo dos.

¿A dónde vamos ir?

—A la bolera. Abre toda la noche y no dejarán que te duermas allí.

—A dondequiera que vaya —le digo—, los tíos se creen que soy Tyler Durden.

—¿Por eso el conductor del autobús nos dejó pasar sin pagar?

Sí. Y por eso los dos tíos del autobús nos cedieron sus asientos.

—Y bien; ¿qué te propones?

No creo que sea suficiente con escondernos. Tenemos que hacer algo para desembarazarnos de Tyler.

—Una vez salí con un tío al que le gustaba ponerse mi ropa —dice Marla—. Vestidos. Sombreros con velo y todo eso. ¿Y si te disfrazara para pasar inadvertido?

No me voy a travestir ni me voy a meter pastillas por el culo.

—Peor —dice Marla—. Una vez salí con un tío que quería que fingiera una escena lésbica con su muñeca hinchable.

Me imagino convertido en una de las historias de Marla.

Una vez salí con un tío con desdoblamiento de personalidad.

—También salí con ese otro tío que usaba uno de esos aparatos para alargar el pene.

Le pregunto: ¿Qué hora es?

—Las cuatro de la mañana.

Dentro de tres horas tengo que ir a trabajar.

—Tómate las pastillas —dice Marla—. Siendo Tyler Durden, seguramente nos dejarán jugar gratis en la bolera... ¡Oye! ¿Por qué no vamos de compras antes de deshacernos de Tyler? Podríamos hacernos con un buen coche. Algo de ropa, unos
CD
. Hay que verle el lado bueno a tanta cosa gratis.

Marla.

—Vale, olvídalo.

Veintiséis

Aquel antiguo refrán de que siempre que se mata lo que más se quiere funciona en ambas direcciones.

Y vaya que si funciona en ambas direcciones.

Esta mañana fui a trabajar y había un cordón policial rodeando el edificio y el aparcamiento, y la policía en las puertas de entrada tomando declaración a mis compañeros de trabajo. Todo el mundo se arremolinaba alrededor.

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