Apartaste la cabeza del cañón y dijiste «Sí». Sí, dijiste, vivías en un sótano.
También llevabas fotografías en la cartera. Una de tu madre. Aquello era duro para ti; tuviste que abrir los ojos y mirar al mismo tiempo la pistola y la foto de mamá y papá sonriéndote; pero lo hiciste y luego cerraste los ojos y te echaste a llorar.
Te iba a enfriar; el asombroso milagro de la muerte. Eres un ser vivo y, al minuto siguiente, un ser inerte, y tu mamá y papá llamarían al viejo médico de la familia —como quiera que se llame— para recoger tu historial de la clínica dental, pues no iba a quedar mucho de tu cara. Y tu mamá y papá, que siempre habían esperado tantas cosas de ti; y no, la vida no era justa, y encima, ahora esto.
Catorce dólares.
«¿Es ésta tu mamá?», dije.
Sí. Llorabas, gimoteabas, llorabas. Tragaste saliva. Sí.
Llevabas el carné de la biblioteca y un carné de un videoclub. La cartilla de la seguridad social. Catorce dólares. Quería llevarme el pase del autobús, pero el mecánico dijo que cogiera sólo el carné de conducir. Y un carné universitario caducado. Tú antes estudiabas algo.
Como llorabas cada vez más te encañoné con la pistola en la mejilla con más fuerza, y comenzaste a retroceder hasta que te dije: «No te muevas o te mato aquí mismo». Ahora dime qué estudiabas.
¿Dónde?
En la universidad, dije. Llevas un carné de estudiante.
Oh, no lo sabías... Sollozos. Hipo. Gimoteos. Biología.
Escucha, vas a morir esta noche, Raymond K. K. K. Hessel. Tal vez mueras dentro de un segundo, tal vez dentro de una hora; tú decides. Así que miénteme. Dime lo primero que se te pase por la cabeza. Invéntalo. Me importa una mierda. Tengo la pistola.
Por fin me escuchaste y olvidaste la mezquina tragedia que gestabas en tu cabeza.
Rellene el formulario. ¿Qué desea Raymond Hessell ser de mayor?
«Irme a casa —dijiste—, sólo quiero ir a casa, por favor.»
«Déjate de mierdas», dije yo. ¿Cómo deseabas pasar el resto de tu vida? Si es que podías hacer algo en el mundo.
Invéntalo.
No sabías.
«Pues vas a morir ahora mismo —te dije—. Gira la cabeza.»
La muerte empezará dentro de diez segundos, nueve, ocho.
«Veterinario», dijiste. Querías ser veterinario.
Eso va de animales. Hay que ir a la facultad para ser eso.
«La facultad es demasiado para mí», dijiste.
Podrías estar en la universidad dejándote el culo allí, Raymond Hessel, o podrías estar muerto. Tú eliges. Te metí la cartera en el bolsillo trasero de los téjanos. Así que lo que realmente te gustaba era ser médico de animales. Alivié la presión del cañón salado sobre una mejilla y te la puse en la otra. Doctor Raymond K. K. K. K. Hessel, ¿es eso lo que siempre has querido ser?, ¿veterinario?
Sí.
¿No mientes?
No, no, lo decías en serio. Sí; no mentías. Sí.
Vale, te dije, y te incrusté el cañón húmedo de la pistola en el mentón, y luego en la punta de la nariz, y dondequiera que hiciese presión con el cañón, quedaba la huella redonda y húmeda de tus lágrimas.
«Bueno —te dije—, vuelve a la facultad. Cuando te despiertes mañana por la mañana encontrarás un medio de volver a la facultad.»
Te incrusté el cañón húmedo de la pistola en las mejillas, luego en el mentón y finalmente en la frente. «Podrías estar muerto», dije.
Tengo tu carné de conducir.
Sé quién eres. Sé dónde vives. Me quedaré tu carné de conducir y te vigilaré, señor Raymond K. Hessel. Me cercioraré dentro de tres meses, y luego dentro de seis y luego dentro de un año, y si no has vuelto a la facultad a convertirte en veterinario, morirás.
No abriste la boca.
Lárgate y vive tu vida insignificante, pero recuerda que te vigilo, Raymond Hessell, y que preferiría matarte a que siguieras en ese trabajo de mierda ganando únicamente dinero para comprarte queso y ver la televisión.
Ahora me voy a ir, así que no te des la vuelta.
Esto es lo que Tyler quiere que haga.
Son las palabras de Tyler las que salen de mi boca.
Soy la boca de Tyler.
Soy las manos de Tyler.
Todos los miembros del Proyecto Estragos forman parte de Tyler Durden y viceversa.
Raymond K. K. Hessel, la cena te va a saber mejor que nunca y mañana será el día más hermoso de toda tu vida.
Te despiertas en la terminal internacional del aeropuerto de Sky Harbor.
Retrasa el reloj dos horas.
El puente aéreo me lleva al centro de Phoenix y en todos los bares que entro hay tíos con puntos de sutura en torno a las cuencas de los ojos, donde un buen puñetazo les hizo la cara picadillo. Otros tíos tienen la nariz torcida; pero todos se convierten al instante en mi familia cuando ven mi agujero rugoso en la mejilla.
Tyler no ha pasado por casa desde hace tiempo. Cumplo mis pequeñas tareas. Voy de aeropuerto en aeropuerto para ver los coches en que otros perdieron la vida. La magia de viajar. Una vida diminuta. Jabones diminutos. Asientos diminutos en las líneas aéreas.
A dondequiera que voy pregunto por Tyler.
Por si lo encuentro, llevo en el bolsillo los carnés de conducir de mis doce sacrificios humanos.
En todos los bares que entro, en todos esos jodídos bares, veo tíos con la cara como un mapa. En todos los bares me echan un brazo sobre los hombros y me quieren invitar a una cerveza. Es como si supiera qué bares se convierten en clubes de lucha.
Pregunto si han visto a un tipo llamado Tyler Durden.
Es una estupidez preguntarles por el club de lucha.
La primera regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha.
Pero ¿habéis visto a Tyler Durden?
Nunca hemos oído ese nombre, señor —me contestan.
Pero tal vez lo encuentre en Chicago, señor.
Debe de ser el agujero en la mejilla; todos me llaman señor.
Y hacen un guiño.
Te despiertas en el aeropuerto de O'Hare y tomas el puente aéreo para Chicago.
Adelanta el reloj una hora.
Si te puedes despertar en un lugar distinto.
Si te puedes despertar en un huso horario diferente.
¿Por qué no te puedes despertar siendo otra persona?
En todos los bares a los que vas tíos hechos un Cristo quieren invitarte a una cerveza.
No, señor. Nunca han visto a ese Tyler Durden.
Y hacen un guiño.
Nunca han oído ese nombre antes, señor.
Pregunto por el club de lucha. ¿Hay esta noche club de lucha?
No, señor.
La segunda regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha.
Los tipos hechos un Cristo niegan con la cabeza.
Nunca lo hemos oído, señor. Pero tal vez encuentre ese tal club de lucha en Seattle, señor.
Te despiertas en el aeropuerto de Meigs Field y llamas a Marla para ver qué pasa por Paper Street. Marla te cuenta que ahora todos los monos espaciales se rapan el pelo. Las máquinas de afeitar eléctricas se recalientan y toda la casa huele a pelo chamuscado. Los monos espaciales emplean lejía para borrarse las huellas dactilares.
Te despiertas en el aeropuerto de SeaTac.
Retrasa el reloj dos horas.
El puente aéreo te lleva al centro de Seattle y en el primer bar donde entras el camarero lleva puesto un collarín que le echa la cabeza tan atrás que cuando te sonríe te tiene que mirar por encima de la berenjena aplastada y cárdena de su nariz.
El bar está vacío y el camarero dice:
—Bienvenido de nuevo, señor.
Nunca, nunca había estado antes en ese bar.
Le pregunto si conoce a Tyler Durden.
El camarero me sonríe con el mentón sobresaliendo por encima del collarín blanco y me pregunta:
—¿Me está poniendo a prueba?
—Sí —le digo—, es una prueba. ¿Conoce a Tyler Durden?
—La semana pasada estuvo usted aquí, señor Durden —me dice—. ¿No se acuerda?
Tyler estuvo aquí.
—Usted estuvo aquí, señor.
Nunca he estado aquí antes.
—Si usted lo dice, señor —responde el camarero—, pero el jueves por la noche entró aquí para preguntar cuándo planeaba la policía cerrar el club.
El jueves pasado me pasé toda la noche despierto con insomnio preguntándome si estaba despierto o dormido. El viernes por la mañana me desperté tarde, hecho polvo y con la sensación de no haber pegado ojo.
—Sí, señor —dice el camarero—. El jueves por la noche estuvo usted aquí, en ese mismo sitio, y me preguntó por la redada de la policía y luego me preguntó cuántos tíos habíamos rechazado en el club de lucha el miércoles por la noche.
El camarero gira los hombros y el collarín para echar un vistazo al bar vacío y dice:
—Nadie nos escucha, señor Durden. Anoche rechazamos a veintisiete. El bar siempre está vacío la noche después del club de lucha.
En todos los bares en los que he entrado esta semana la gente me ha llamado señor.
En todos los bares en los que entro, esos tíos con las caras hechas un Cristo comienzan a parecerse unos a otros. ¿Cómo puede saber un desconocido quién soy?
—Usted tiene una marca de nacimiento, señor Durden —dice el camarero—. En el pie, con la forma de Australia en rojo oscuro, y con Nueva Zelanda al lado.
Sólo Marla sabe esto. Marla y mi padre. Ni siquiera Tyler lo sabe. Cuando voy a la playa, me siento con el pie escondido debajo de la pierna.
El cáncer que no tengo se ha extendido por todas partes.
—Todos los miembros del Proyecto Estragos lo sabemos, señor Durden.
El camarero levanta la mano con el dorso hacia mí y con la quemadura de un beso.
¿Mi beso?
El beso de Tyler.
—Todo el mundo sabe lo de su marca de nacimiento —dice el camarero—. Forma parte de la leyenda. Se está convirtiendo usted en una verdadera leyenda.
Llamo a Marla desde un motel de Seattle para preguntarle si alguna vez lo hemos hecho. Ya sabes.
Al otro lado de la línea Marla pregunta:
—¿Qué dices?
Que si nos hemos acostado.
—¿Qué?
Ya sabes, ¿alguna vez nos hemos acostado?
—¡Santo Dios!
¿Y bien?
—Y bien, ¿qué? —dice ella.
¿Alguna vez nos hemos acostado?
—Eres un puto cabrón.
¿Nos hemos acostado?
—¡Te mataría!
¿Eso significa sí o no?
—Sabía que pasaría —dice Marla—. Estás chiflado. Me amas. Me desprecias. Me salvas la vida y luego conviertes a mi madre en jabón.
Me doy un pellizco.
Pregunto a Marla cómo nos conocimos.
—En el grupo aquel de cáncer testicular —dice Marla—. Luego me salvaste la vida.
¿Que le salvé la vida?
—Me salvaste la vida.
Tyler le salvó la vida.
—Tú me salvaste la vida.
Meto el dedo a través del agujero de la mejilla y lo muevo. El dolor debería ser suficiente para despertarme.
Marla dice:
—Me salvaste la vida en el hotel Regent cuando accidentalmente intenté suicidarme. ¿Te acuerdas?
¡Oh!
—Aquella noche —dice Marla— te dije que quería tener un aborto tuyo.
Acabamos de perder presión en la cabina.
Pregunto a Marla cómo me llamo.
Vamos a morir todos.
Marla dice:
—Tyler Durden. Te llamas Tyler la escoria humana Durden.
Vives en el número 5123 NE de Paper Street, que en este mismo instante está lleno a rebosar de discípulos tuyos, que se rapan el pelo y se queman la piel con lejía.
Tengo que dormir un rato.
—Tendrás que mover el culo y venirte para aquí —chilla Marla al otro lado del teléfono— antes de que esos espantajos hagan jabón conmigo.
Tengo que encontrar a Tyler.
La cicatriz de la mano, le pregunto, cómo se la hizo.
—Fuiste tú —me responde Marla—. Me besaste la mano.
Tengo que encontrar a Tyler.
Tengo que dormir un rato.
Tengo que dormir.
Tengo que irme a dormir.
Le doy a Marla las buenas noches y su voz chillona suena lejos, lejos, cada vez más lejos cuando me estiro y cuelgo el teléfono.
Paso toda la noche cavilando.
¿Estoy durmiendo? ¿He dormido algo? Así es el insomnio.
Intenta relajarte un poco más al expulsar el aire de los pulmones, pero tu corazón sigue al galope y tus ideas se arremolinan en la cabeza.
Nada funciona. Ni la meditación guiada.
Estás en Irlanda.
Ni contar ovejas.
Cuentas los días, las horas, los minutos desde que te dormiste por última vez. Tu médico se rió. Nadie se ha muerto por falta de sueño. Con la cara como fruta madura y magullada, cualquiera pensaría que estás muerto.
A las tres de la mañana en la cama de un motel de Seattle, es demasiado tarde para encontrar algún grupo de apoyo a enfermos de cáncer. Demasiado tarde para encontrar capsulitas azules de Amital Sodio o Seconals del color del carmín: todo el muestrario de
El Valle de las muñecas
. Más tarde de las tres de la mañana, no puedes entrar en un club de lucha.
Tienes que encontrar a Tyler.
Tienes que dormir un rato.
Entonces te despiertas y Tyler está de pie, a oscuras junto a la cama.
Te despiertas.
En cuanto te quedaste dormido, Tyler estaba ahí diciendo:
—Despierta. Despierta, hemos resuelto el problema con la policía de Seattle. Despierta.
El jefe de policía quería iniciar una campaña contra lo que él llamaba actividad mafiosa organizada y clubes de boxeo nocturnos.
—Pero no te preocupes —dice Tyler—. El señor jefe de policía ya no es un problema —dice Tyler—. Lo tenemos cogido por los huevos.
Pregunto si Tyler me ha estado siguiendo.
—¡Tiene gracia! —dice Tyler—. Lo mismo te quería preguntar yo. Le has hablado a otras personas de mí, cabrón. Has roto la promesa.
Tyler se estaba preguntando cuándo le descubriría.
—Cada vez que te duermes —dice Tyler— me escapo y hago alguna salvajada, alguna locura, algún disparate.
Tyler se arrodilla junto a la cama y me susurra:
—El jueves pasado te dormiste y cogí un avión a Seattle para echar un vistazo a un club de lucha. Para comprobar el número de personas rechazadas y cosas así. A la búsqueda de nuevos talentos. También tenemos el Proyecto Estragos en Seattle.
Las yemas de los dedos de Tyler recorren mis cejas hinchadas.