El códice Maya (25 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga

Hauser se levantó.

—Disculpe,
teniente,
pero este hombre necesita atención inmediata.

—Sí, señor.

Con el rifle en una mano, Hauser se levantó y rodeó con el brazo libre al hombre herido, apartándolo del soldado que había estado sosteniéndolo.

—Venga conmigo —dijo con suavidad inclinándose—. Deje que me ocupe de usted.

El teniente esperó junto a la hoguera, consternado.

Hauser asió al hombre y lo llevó lejos del fuego. El hombre gimió al cojear. Tenía la piel caliente y reseca; estaba febril.

—Tranquilo —dijo Hauser—. Le llevaremos allí y le atenderemos. —Lo condujo unos cincuenta pasos en la oscuridad más allá del campamento y lo sentó en un tronco. El hombre se tambaleó y gimió, pero con la ayuda de Hauser logró sentarse. Este le quitó el machete.


Señor,
antes de arrancar la flecha, déme whisky —gimió el hombre, aterrorizado por el dolor.

—No será ni un segundo. —Hauser dio al hombre unas palmaditas en el hombro—. Nos habremos ocupado de usted en un abrir y cerrar de ojos. Se lo prometo, será una operación sin dolor.

—No,
señor,
por favor, déme whisky antes…

Hauser se inclinó con el machete sobre la flecha. El hombre se puso rígido, apretó los dientes y clavó la mirada en el machete aterrado, sin ver nada más. Mientras tanto Hauser levantó el cañón del Steyr AUG a un centímetro de la nuca del hombre. Apretó el gatillo hasta colocarlo en posición de fuego automático y disparó una breve ráfaga. El fuego alcanzó al hombre oblicuamente y su fuerza lo arrojó hacia atrás derribándolo del tronco, donde yació boca abajo e inmóvil. Todo quedó en silencio.

Hauser regresó al campamento, se lavó las manos y se instaló de nuevo junto al fuego. Cogió el Churchill que había dejado a medio fumar y volvió a encenderlo con una ramita. Los dos soldados no lo miraban, pero varios de los otros, al oír el fuego, habían salido de las tiendas con sus armas y miraban alrededor, confundidos y sobresaltados.

—No ha sido nada —dijo Hauser, despidiéndolos con un ademán—. El hombre necesitaba una intervención quirúrgica. Ha sido rápida, indolora y satisfactoria.

Se sacó el puro de la boca, bebió otro trago de la petaca que llevaba en la cadera y volvió a deslizarse el extremo del puro entre los dientes y a dar una chupada. Se sentía solo en parte renovado. No era la primera vez que cometía el error de confiar una misión sencilla a esos soldados hondureños y los veía fracasar. Por desgracia, él solo era uno y no podía hacerlo todo. Siempre era el mismo problema…, siempre.

Se volvió y sonrió al teniente.

—Soy un gran cirujano,
teniente,
por si alguna vez me necesita.

35

Pasaron el día siguiente en el campamento. Don Alfonso cortó un montón enorme de hojas de palmera y permaneció la mayor parte del día sentado con las piernas cruzadas, arrancando de ellas tiras fibrosas y tejiendo mochilas y más hamacas. Sally salió a cazar y volvió con un pequeño antílope que Tom preparó y ahumó al fuego. Vernon recogió frutos y raíces de yuca. Al final del día tenían una pequeña provisión de comida para el viaje.

Hicieron un inventario de sus suministros. Entre todos tenían varias cajas de cerillas resistentes al agua, un paquete de treinta cartuchos, la mochila de Tom en la que había un minúsculo hornillo de camping Svea con un juego de cazuelas y sartenes de aluminio, dos botes de gasolina sin plomo y un repelente. Vernon había escapado con unos prismáticos colgados al cuello. Don Alfonso tenía un puñado de caramelos, tres pipas, dos paquetes de tabaco para pipa, una pequeña piedra de afilar y un rollo de hilo de pescar con anzuelos. Era todo lo que había en la grasienta bolsa de cuero que había rescatado de la canoa. Todos tenían consigo sus machetes, que habían llevado metidos en el cinturón en el momento del ataque.

Salieron a la mañana siguiente. Tom despejaba el camino blandiendo un machete recién afilado mientras don Alfonso cerraba la marcha, murmurando por dónde ir. Al cabo de varios kilómetros abriéndose paso por la selva salieron a lo que parecía ser una vieja senda hecha por algún animal que atravesaba un bosque fresco de árboles de corteza lisa. La luz era escasa y casi no había maleza. La selva estaba envuelta en un manto de silencio. Era como caminar entre las columnas del interior de una gran catedral verde.

A primera hora de la tarde la senda llegó al pie de una cordillera. El terreno se elevaba por encima del suelo de la selva convirtiéndose en una enmarañada cuesta de rocas cubiertas de musgo, y el sendero ascendía bruscamente. Don Alfonso lo subió a una velocidad asombrosa, y Tom y los demás lo siguieron con esfuerzo, sorprendidos por su vigor. A medida que ganaban altitud el aire se hizo más fresco. Los majestuosos árboles de la selva dieron paso a sus primos enanos y retorcidos de las montañas, con las ramas cubiertas de musgo. Al final de la tarde salieron a una cresta llana que terminaba en un afloramiento de rocas en forma de hoja. Por primera vez tenían una vista panorámica de la selva que acababan de atravesar.

Tom se secó la frente. La montaña descendía abruptamente en una asombrosa pendiente verde esmeralda de novecientos metros hasta el verde océano de vida que se extendía por debajo de ellos. Sobre sus cabezas se movían unas enormes nubes cúmulos.

—No tenía ni idea de que estábamos tan altos —dijo Sally.

—Gracias a la Virgen hemos avanzado mucho —dijo don Alfonso con voz apagada, dejando en el suelo su mochila hecha de hojas de palmera—. Este es un buen lugar para acampar. —Se sentó en un tronco, encendió la pipa y empezó a dar órdenes.

—Sally, irá a cazar con Tom. Vernon, usted hará un fuego y luego construirá la cabaña. Yo descansaré.

Se recostó, exhalando humo lánguidamente con los ojos semicerrados.

Sally se colgó el rifle al hombro y se marcharon siguiendo lo que parecía otro sendero hecho por algún animal.

—No he tenido ocasión de darte las gracias por disparar a esos soldados —dijo él—. Probablemente nos salvaste la vida. Tienes realmente agallas.

—Eres como don Alfonso…, pareces sorprendido de que una mujer pueda ser hábil con un rifle.

—Hablaba de tu aplomo, no de tu puntería, pero sí, tengo que reconocer que estoy sorprendido.

—Deja que te informe que estamos en el siglo veintiuno y que las mujeres estamos haciendo cosas asombrosas.

Tom sacudió la cabeza.

—¿Todo el mundo de New Haven es tan susceptible?

Ella lo miró fríamente con sus ojos verdes.

—¿Empezamos a cazar? Estás ahuyentado las presas con tu parloteo.

Tom se contuvo de decir nada más y en lugar de ello observó su esbelto cuerpo moverse a través de la selva. No, no se parecía en nada a Sarah. Franca, irritable, sin pelos en la lengua. Sarah en cambio era zalamera; nunca confesaba lo que realmente pensaba, nunca decía la verdad, y era agradable hasta con la gente que no soportaba. Para ella siempre era mucho más divertido engañar.

Siguieron andando con sigilo sobre las hojas mojadas y mullidas. El bosque era fresco y profundo. A través de los espacios que había entre los árboles Tom veía el río Macaturi brillar como un sable curvado a lo largo de la selva tropical.

Se oyó un rugido en la ladera boscosa por encima de ellos. Sonó como una tos humana, solo que más profunda, más gangosa.

—Eso parece felino —dijo Sally.

—¿Felino como un jaguar?

—Sí.

Avanzaron uno al lado del otro a través del follaje, apartando con las manos las hojas y los helechos camino. Las laderas de la montaña estaban curiosamente silenciosas. Hasta los pájaros habían dejado de cantar. Un lagarto subió por un tronco rozando apenas la superficie.

—Se tiene una sensación extraña aquí arriba —dijo Tom—. Como irreal.

—Es un bosque húmedo —dijo Sally—. Una selva tropical de gran altura. —Siguió avanzando con el rifle preparado. Tom se quedó atrás.

Se oyó otro rugido, profundo y atronador. De pronto era el único ruido en un bosque que se había sumido en un silencio antinatural.

—Ese ha sonado más cerca —dijo Tom.

—Los jaguares nos tienen mucho más miedo que nosotros a ellos —dijo Sally.

Subieron por la ladera cubierta de gigantes rocas caídas, pasando por entre las caras de las rocas revestidas de musgo y saliendo a un espeso grupo de cañas de bambú. Sally lo rodeó. Ya sentían la presión de las nubes sobre ellos y a través de los árboles flotaban zarcillos de niebla. El aire olía a musgo húmedo. La vista de debajo había desaparecido en una masa blanca.

Sally se detuvo, levantó el arma y esperó.

—¿Qué hay? —susurró Tom.

—Allá arriba.

Siguieron ascendiendo. Frente a ellos había un segundo grupo de rocas gigantes cubiertas de musgo que habían caído rodando y se habían amontonado formando un panal de oscuras cavidades y pasadizos.

Tom esperó detrás de Sally. Las brumas descendían deprisa, reduciendo los árboles a sus siluetas. La niebla absorbió el fantástico verde del paisaje, convirtiéndolo en un apagado gris azulado.

—Algo se mueve en esas rocas —susurró ella.

Esperaron, acuclillados. Tom sentía cómo se concentraba la niebla a su alrededor, empapándole la ropa.

Al cabo de diez largos minutos, en una cavidad entre las rocas apareció una cabeza con dos ojos negros brillantes, y salió olfateando un animal que parecía un conejillo de indias gigante.

El disparo sonó al instante, y el animal gritó fuerte y rodó boca arriba.

Sally se levantó, incapaz de contener una sonrisa.

—Buen tiro —dijo Tom.

—Gracias.

Tom desenvainó el machete y se acercó para examinar el animal.

—Voy a seguir avanzando.

Tom asintió y dio la vuelta al animal con el zapato. Era una especie de roedor gigante de incisivos amarillos, redondo, grueso y con mucho pelo. Empuñó el machete, sin muchas ganas de hacer la tarea que le esperaba. Abrió al animal, sacó las tripas y los órganos internos, le cortó las patas y la cabeza, y le arrancó la piel. El olor a sangre era tan intenso que, aun hambriento como estaba, empezó a perder el apetito. No era aprensivo; como veterinario había visto mucha sangre, pero no le gustaba formar parte de una matanza en vez de curar.

Oyó otro ruido, esta vez un gruñido muy débil. Se detuvo a escuchar. Lo siguieron una serie de pequeñas toses. Era difícil saber de dónde venían, de alguna parte ladera arriba, entre las rocas que tenían sobre sus cabezas. Buscó a Sally con la mirada y la localizó a unos veinte pasos de distancia, debajo del desprendimiento de rocas, una silueta esbelta que se movía con sigilo en la niebla. Desapareció.

Descuartizó el animal y lo envolvió en hojas de palmera. Era deprimente ver la poca carne que había sacado de él. No parecía valer mucho la pena. Tal vez Sally debería matar una pieza más grande, pensó, como un ciervo.

Cuando terminó de envolver la carne oyó otro sonido, un maullido débil y suave, tan cercano que se encogió. Esperó, escuchando con todo el cuerpo tenso. De pronto hendió el bosque un grito desgarrador que dio paso a un aullido hambriento. Se levantó de un salto, machete en mano, tratando de identificar de dónde venía, pero no se veía nada en las ramas de los árboles ni en las rocas. El jaguar estaba bien escondido.

Miró ladera abajo hacia donde Sally había desaparecido en la niebla. Le preocupaba que el jaguar no hubiera huido al oír el disparo de rifle. Empuñando el machete, dejó al roedor descuartizado y se dirigió hacia donde Sally había desaparecido.

—¿Sally?

El jaguar rugió de nuevo, esta vez por encima de él. Tom se arrodilló de forma instintiva, blandiendo el machete, pero todo lo que veía era rocas cubiertas de musgo y troncos incorpóreos.

—¡Sally! —gritó aún más fuerte—. ¿Estás bien?

Silencio.

Empezó a bajar corriendo la ladera, con el corazón en un puño.

—¡Sally!

—Estoy aquí abajo —respondió una voz débil.

Siguió bajando, resbalando una y otra vez en las hojas mojadas, haciendo rodar guijarros por la acusada pendiente. La niebla se hacía más densa por momentos. Oyó a su espalda otra serie de gruñidos, muy semejantes a sonidos humanos. El animal lo perseguía.

—¡Sally!

Sally salió de la niebla con el arma y el ceño fruncido.

—Tus gritos me han hecho fallar el disparo.

Él se detuvo en seco y enfundó el machete avergonzado.

—Estaba preocupado, eso es todo. No me gustan los rugidos de ese jaguar. Quiere cazarnos.

—Los jaguares no cazan a las personas.

—Ya oíste lo que pasó al guía de mi hermano.

—Con franqueza, no me lo creo. —Ella frunció el entrecejo—. Ya podemos volver. De todos modos no puedo cazar nada con esta niebla.

Subieron de nuevo hasta donde él había dejado al roedor. Este había desaparecido, dejando atrás unas cuantas hojas de palmera desgarradas y manchadas de sangre.

Sally se echó a reír.

—Eso era todo lo que hacía, ahuyentarte para quitarte la cena.

Tom se ruborizó avergonzado.

—No me ha ahuyentado, he ido a buscarte.

—No te preocupes —dijo Sally—. Yo también habría salido corriendo seguramente.

Tom reparó irritado en la palabra «seguramente», pero no dijo nada. Se calló una respuesta cortante. No iba a picar más el anzuelo. Emprendieron el regreso al campamento siguiendo el sendero por el que habían venido. Al llegar al primer montón de rocas, el jaguar volvió a rugir, un sonido extrañamente claro y nítido en el bosque brumoso. Sally se detuvo, con el arma lista. Esperaron. En las hojas se acumulaban gotas de agua que caían, llenando el bosque de un suave tamborileo.

—No ha sonado tan adelante antes, Sally.

—¿Crees que quiere cazarnos?

—Sí.

—Qué tontería. Si lo hiciera no metería tanto ruido. Además, acaba de comer. —Le sonrió con complicidad.

Avanzaron con cautela hacia las rocas, desnudas pero con un montón de grietas y agujeros negros.

—Vayamos a lo seguro y rodeemos ese desprendimiento de rocas —dijo Tom.

—De acuerdo.

Empezaron a ascender para rodearlo por arriba. La niebla se hacía más densa. Tom sentía la humedad a través de su única muda. Se detuvo. Se oyó un débil crujido.

Sally también se detuvo.

—Sally, ponte detrás de mí —dijo Tom.

—Yo llevo el arma. Debería ir delante.

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