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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga

El códice Maya (29 page)

Philip volvió su cara demacrada hacia él.

—Lo estoy.

—¿Te ves con fuerzas para contarnos qué ha ocurrido?

Philip se puso serio, perdiendo toda su expresión maliciosa.

—Es una historia salida del corazón de las tinieblas, con Mistah Kurtz y todo. ¿Están seguros de que quieren oírla?

—Sí —dijo Tom—. Queremos oírla.

42

Philip llenó con cuidado su pipa con una lata de Dunhill Early Morning y la encendió, con movimientos lentos y parsimoniosos.

—Lo único que no me quitaron fue el tabaco y la pipa, gracias a Dios. —Dio una calada despacio con los ojos entrecerrados, ordenando sus pensamientos.

Tom aprovechó la oportunidad para examinarle la cara. Ahora que lo habían lavado podía por fin reconocer las facciones alargadas y aristocráticas de su hermano. La barba le confería un aspecto de tunante que le hacía parecerse curiosamente a su padre. Pero su cara había cambiado: algo había ocurrido a su hermano, algo tan horrible que había alterado sus facciones básicas.

Con la pipa encendida, Philip abrió los ojos y empezó a hablar.

—Cuando los dejé a los dos, volví en avión a Nueva York y localicé al viejo socio de padre, Marcus Aurelius Hauser. Supuse que él sabría mejor que nadie adonde había ido padre. Era detective privado, nada menos. Me encontré con un tipo rollizo y perfumado. Con dos rápidas llamadas telefónicas fue capaz de averiguar que padre había ido a Honduras, de modo que supuse que era competente y lo contraté. Volamos a Honduras; él organizó una expedición y contratamos a doce soldados con cuatro canoas. Él lo financió todo obligándome a vender la bonita acuarela de Paul Klee que padre me regaló…

—Oh, Philip —dijo Vernon—. ¿Cómo pudiste?

Philip cerró los ojos cansinamente. Vernon guardó silencio.

—De modo que fuimos en avión a Brus —continuó Philip— y llenamos las canoas para ir alegremente río arriba. Recogimos a un guía en una aldea atrasada y procedimos a cruzar el pantano Meambar. Y entonces Hauser dio un golpe. El cabrón engominado lo había planeado todo de antemano; es uno de esos tipos nazis perversos que controlan hasta el último detalle. Me encadenaron como un perro. Hauser arrojó al guía a las pirañas y a continuación organizó una emboscada para matarlos.

Llegado a ese punto le falló la voz, y dio varias caladas a la pipa, su mano huesuda temblorosa. Contaba la historia con cierta fanfarronería humorística que Tom conocía bien en su hermano.

—Después de encadenarme, Hauser dejó atrás a cinco soldados en la Laguna Negra para que les tendieran una emboscada. Me llevó con los demás soldados por el río Macaturi hasta las Cascadas. Nunca olvidaré el momento en que volvieron los soldados. Solo eran tres, y uno tenía una flecha de un metro clavada en el muslo. No oí todo lo que dijeron. Hauser se puso furioso, se llevó al hombre del campamento y le disparó a bocajarro en la cabeza. Yo sabía que habían matado a dos personas y estaba convencido de que uno o los dos estaban muertos. Tengo que decirles, hermanos, que cuando los he visto aparecer he pensado que había muerto e ido al infierno…, y eran el comité de recepción. —Soltó una risotada seca—. Dejamos las canoas en las Cascadas y seguimos a pie el sendero que había tomado padre. Hauser sería capaz de seguir el rastro de un ratón en la selva si se lo propusiera. Si no se deshizo de mí es porque quería utilizarme como una baza para negociar. Se encontró con un grupo de indios de las montañas, mató a varios y siguió al resto hasta el pueblo. Una vez allí, lo atacó y logró capturar al jefe. Yo no vi nada, me dejaron atrás sujeto con cadenas, pero pude contemplar los resultados.

Se estremeció.

—Una vez que tuvo al jefe de rehén, subimos las montañas hacia la Ciudad Blanca.

—¿Hauser sabe que es la Ciudad Blanca?

—Se enteró por un prisionero indio. Pero no sabe dónde está la tumba dentro de la Ciudad Blanca. Al parecer solo el jefe y un puñado de ancianos sabe con exactitud dónde se encuentra la tumba de padre.

—¿Cómo escapaste? —preguntó Tom.

Philip cerró los ojos.

—El rapto del jefe hizo que los indios declararan la guerra. Atacaron a Hauser mientras se dirigía a la Ciudad Blanca. Pese a sus armas pesadas, Hauser y sus hombres estuvieron ocupadísimos. Me habían quitado las cadenas para ponérselas al jefe. En pleno ataque logré huir. He pasado los últimos diez días caminando, gateando en realidad, hasta llegar aquí, alimentándome a base de insectos y lagartos. Hace tres días llegué a este río. De modo que me senté bajo un árbol para esperar el final.

—¿Llevabas tres días sentado debajo de ese árbol?

—Tres, cuatro días…, quién sabe. He perdido la cuenta.

—Dios mío, Philip, qué horrible.

—Al contrario. Ha sido reconfortante. Porque ya no me importaba nada. Nada. En toda mi vida me he sentido más libre que sentado bajo ese árbol. Puede que hasta haya sido feliz un par de momentos.

El fuego se había apagado. Tom arrojó unas ramas para avivarlo.

—¿Has visto la Ciudad Blanca? —preguntó Vernon.

—Escapé antes de que llegaran allí.

—¿Cuánto hay de aquí a la Sierra Azul?

—Unos quince kilómetros tal vez hasta las estribaciones, y otros quince o veinte hasta la ciudad.

Se produjo un silencio. El fuego crepitó. En un árbol cercano cantó un pájaro melancólico. Philip cerró los ojos y murmuró con una voz cargada de sarcasmo:

—Querido padre, qué magnífico legado has dejado a tus hijos que te adoran.

43

El templo estaba sepultado bajo lianas, y la arcada delantera se apoyaba en seis columnas cuadradas de piedra caliza veteadas de musgo verde que sostenían parte del techo de piedra. Hauser se quedó fuera examinando los curiosos jeroglíficos grabados en los pilares, las caras extrañas, animales, puntos y líneas. Le recordó el códice.

—Esperen fuera —dijo a sus hombres y abrió una brecha en el muro de vegetación. Estaba oscuro. Apuntó la linterna alrededor. No había serpientes ni jaguares, solo una maraña de telarañas en una esquina y varios ratones que se escabullían. Era un lugar protegido y resguardado de la lluvia, idóneo para montar su cuartel general.

Se adentró más en el templo. En la parte trasera había otra hilera de columnas cuadradas de piedra enmarcando una puerta en ruinas que daba a un lúgubre patio. La franqueó. Había varias estatuas caídas, profundamente erosionadas por el tiempo y mojadas por la lluvia. Por las piedras reptaban, como gruesas anacondas, grandes raíces de árboles que resquebrajaban paredes y techos, hasta que los mismos árboles se convertían en parte integrante de lo que mantenía unida la estructura. En el otro extremo del patio una segunda puerta conducía a una pequeña cámara con un hombre esculpido en piedra, tumbado de espaldas con un recipiente en las manos.

Hauser salió para reunirse con sus soldados que lo esperaban. Dos de ellos sujetaban entre ambos al jefe capturado, un anciano encorvado y casi desnudo salvo por un taparrabos y un trozo de cuero anudado sobre el hombro y sujeto alrededor de la cintura. Tenía el cuerpo cubierto de arrugas. Debía de ser el hombre más viejo que Hauser había visto nunca; y sin embargo, sabía que no tenía más de sesenta años. La selva hacía envejecer deprisa.

Hauser hizo un ademán hacia el
teniente.

—Nos quedaremos aquí. Que los soldados limpien esta habitación para instalar mi cama y despacho. —Señaló al anciano con la cabeza—. Encadénenlo en la pequeña habitación que hay al otro lado del patio y monten guardia para vigilarlo.

Los soldados hicieron entrar al anciano indio en el templo. Hauser se sentó en un bloque de piedra y sacó del bolsillo de su camisa el tubo de un puro nuevo, desenroscó la tapa y sacó el puro. Seguía cubierto de un envoltorio de madera de cedro. Lo olió, lo apretó en la mano y volvió a olerlo, inhalando la exquisita fragancia, luego empezó el delicioso ritual de encender el puro.

Mientras fumaba, contempló la pirámide en ruinas que tenía justo enfrente. No era como Chichén Itzá o Copán, pero para lo que eran las pirámides mayas era bastante impresionante. A menudo se encontraban enterramientos importantes dentro de las pirámides. Hauser estaba convencido de que el viejo Max se había hecho enterrar en una tumba que había saqueado hacía tiempo. Si era así, tenía que ser una tumba importante, para que cupieran todas sus pertenencias.

Las escaleras del interior de la pirámide se habían resquebrajado a causa de las raíces de los árboles, que habían levantado muchos bloques de piedra y los habían hecho rodar hasta el suelo. En lo alto había una pequeña habitación soportada por cuatro pilares cuadrados, con cuatro puertas y un altar de piedra donde los mayas habían sacrificado sus víctimas. Hauser inhaló. Debió de ser un espectáculo digno de ver, el sacerdote rajando la víctima por el esternón, partiéndole el tórax, arrancando el corazón palpitante y sosteniéndolo en alto con un agudo grito de triunfo mientras el cuerpo caía rodando por las escaleras para que los nobles que aguardaban lo despedazaran y lo convirtieran en un guiso de maíz.

Qué bárbaros.

Hauser fumó con placer. La Ciudad Blanca era bastante impresionante aun cubierta como estaba de vegetación. Max apenas había arañado la superficie. Había muchas más cosas valiosas allí. Hasta un simple bloque con, digamos, la cabeza de un jaguar grabada en él podía suponer cien mil dólares. Tendría que cuidarse de mantener en secreto su situación.

En sus tiempos de apogeo la Ciudad Blanca debía de haber sido un lugar asombroso; Hauser casi la visualizaba: los templos nuevos de un blanco deslumbrante, los juegos de pelota (en los que el equipo perdedor perdía la cabeza), el clamor de la multitud de espectadores, las procesiones de los soldados engalanados con oro, plumas y jade. ¿Y qué había ocurrido? Ahora sus descendientes vivían en cabañas hechas de corteza y su sacerdote principal era un hombre harapiento. Era curioso cómo cambiaban las cosas.

Se llenó de nuevo los pulmones de humo. Era cierto que no todo había ido según lo previsto. No importaba. La experiencia le había enseñado que cualquier operación era un ejercicio de improvisación. Los que creían que podían planear una operación de antemano y llevarla a cabo a la perfección siempre morían siguiendo el guión. Ese era su principal punto fuerte: la improvisación. Los seres humanos eran intrínsicamente impredecibles.

Por ejemplo Philip. En ese primer encuentro le había parecido todo fachada, con su traje caro, sus gestos afectados y su falso acento de clase alta. Apenas podía creer que hubiera logrado escapar. Probablemente moriría en la selva —estaba en las últimas cuando huyó— pero aun así Hauser estaba preocupado. E impresionado. Tal vez se le había pegado algo de Max a ese capullo farsante, después de todo. Max. Menudo cabrón loco había resultado ser.

Lo más importante era no olvidar las prioridades. Lo primero era el códice y luego lo demás. Y, en tercer lugar, la Ciudad Blanca en sí misma. En los pasados años Hauser había seguido con interés el saqueo del Yacimiento Q. La Ciudad Blanca iba a ser su Yacimiento Q.

Examinó el final de su puro, sosteniéndolo en alto para que no le entrara el humo por las fosas nasales. Los puros habían aguantado bien el viaje por la selva; podía decirse que habían mejorado.

El teniente salió e hizo el saludo.

—Preparados, señor.

Hauser entró detrás de él en el templo en ruinas. Los soldados arreglaban la parte exterior, rastrillando los excrementos de animales, quemando las telarañas, arrojando agua para asentar el polvo y cubriendo el suelo con helechos cortados. Cruzó la puerta baja de piedra que llevaba al patio interior, pasó junto a las estatuas tumbadas y entró en la sala del fondo. El arrugado indio estaba encadenado a uno de los pilares de piedra. Hauser lo iluminó con la linterna. Era un cabrón, pero le sostuvo la mirada. En su cara no había rastro de miedo y eso no le gustó a Hauser. Le recordó la cara de Ocotal. Esos malditos indios eran como los vietcong.

—Gracias,
teniente
—dijo al soldado.

—¿Quién va a traducir? No habla español.

—Me haré entender.

El teniente se retiró. Hauser miró al indio y una vez más este le sostuvo la mirada. En ella no había desafío, ni cólera, ni miedo…, solo observaba.

Hauser se sentó en la esquina del altar de piedra, sacudió con cuidado la ceniza de su puro, que se había apagado, y volvió a encenderlo.

—Me llamo Marcus —dijo sonriendo. Presentía que iba a ser un caso difícil—. La situación es la siguiente, jefe. Quiero que me diga dónde enterraron usted y su gente a Maxwell Broadbent. Si lo hace, no habrá ningún problema, entraremos allí y cogeremos lo que queremos y a usted le dejaremos en paz. Si no lo hace, le ocurrirán cosas malas a usted y a su gente. Averiguaré dónde está la tumba y la saquearé de todos modos. ¿Qué escoge?

Levantó la vista hacia el hombre, dando vigorosas caladas al puro hasta que el extremo se puso incandescente. El hombre no había entendido una palabra. No importaba. No era estúpido: sabía qué quería de él.

—¿Maxwell Broadbent? —repitió despacio, pronunciando cada sílaba. Se encogió de hombros con las manos vueltas hacia arriba en un gesto universal que indicaba que era pregunta.

El indio no dijo nada. Hauser se levantó y se acercó a él, dando una profunda calada que dejó largo rato incandescente el extremo del puro. Luego se detuvo, se sacó el puro de la boca y lo sostuvo frente a la cara del hombre.

—¿Le apetece un puro?

44

Philip terminó de explicar su historia. Hacía rato que se había puesto el sol, y el fuego se había desmoronado en un montón de brasas rojas. Tom apenas podía creer todo lo que había soportado su hermano.

Sally fue la primera en hablar.

—Hauser está cometiendo un genocidio allá arriba.

—Tenemos que hacer algo.

—¿Como qué? —preguntó Vernon. Su voz sonaba cansada.

—Tenemos que ir hasta los indios de las montañas y ofrecerles nuestros servicios. Unidos a ellos podemos derrotar a Hauser.

Don Alfonso alargó las manos.


Curandera,
nos matarán antes de que podamos hablar.

—Entraré yo en el pueblo, sin armas. No matarán a una mujer desarmada.

—Sí que lo harán. ¿Y qué podemos hacer nosotros? Tenemos un solo rifle contra soldados profesionales con armas automáticas. Estamos débiles. Hambrientos. Ni siquiera tenemos una muda de ropa entre todos…, y uno de nosotros no puede andar.

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