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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga

El códice Maya (31 page)

Tom sabía en el fondo que ninguno de ellos iba a salir de ese miserable y pequeño claro.

La lánguida apatía de la inanición incipiente se apoderó de todos ellos. Tom estuvo despierto la mayor parte de la noche, incapaz de conciliar el sueño. Durante la noche escampó, y a la mañana siguiente salió el sol sobre las copas de los árboles. Por primera vez en semanas vio cielo azul… un cielo azul perfecto. La luz del sol entraba a raudales por la abertura entre las copas de los árboles. Los rayos iluminaban las columnas de insectos, convirtiéndolas en tornados de luz que se arremolinaban. Del tronco gigantesco se elevaba vaho.

Era irónico: el hueco entre los árboles enmarcaba una vista perfecta de la Sierra Azul. Llevaban una semana luchando por avanzar en sentido contrario y las montañas parecían sin embargo más cercanas que nunca: las cimas se elevaban en medio de jirones de nubes, tan azules como zafiros tallados. Tom ya no tenía hambre. «Esto es lo que ocurre cuando estás famélico», pensó.

Sintió una mano en el hombro. Era Sally.

—Ven aquí —dijo con voz grave.

Tom se asustó de pronto.

—¿Philip?

—No. Don Alfonso.

Tom se levantó y siguió a Sally a lo largo del tronco hasta donde don Alfonso había extendido su hamaca directamente sobre el suelo húmedo. Yacía de costado, mirando fijamente la Sierra Azul. Tom se arrodilló y cogió su vieja mano arrugada. Estaba caliente.

—Lo siento, Tomasito, pero soy un anciano inútil. Soy tan inútil que me estoy muriendo.

—No hable así, don Alfonso. —Puso una mano en la frente de don Alfonso y se sorprendió de lo caliente que estaba.

—La Muerte ha llamado a mi puerta y uno no puede decirle: «Ven la semana que viene, estoy ocupado».

—¿Volvió a soñar de nuevo con san Pedro o algo así anoche? —preguntó Sally.

—A uno no le hace falta soñar con san Pedro para saber cuándo le llega la hora.

Sally miró a Tom.

—¿Tienes idea de lo que le pasa?

—Sin pruebas de diagnóstico, ni análisis de sangre, ni un microscopio… —Tom soltó una maldición y se levantó, combatiendo una oleada de cansancio. «Se acabó», pensó. Eso le hizo enfurecer de una forma vaga. No era justo.

Apartó de sí esos pensamientos inútiles y echó un vistazo a Philip. Dormía. Al igual que don Alfonso tenía mucha fiebre, y Tom ni siquiera estaba seguro de si despertaría. Vernon había encendido un fuego a pesar de los ruegos que había murmurado don Alfonso de que no encendiera ninguno, y Sally preparó una infusión medicinal. Don Alfonso tenía la cara demacrada, chupada, la piel perdía color y adquiría un tono ceroso. Su respiración era laboriosa, pero seguía consciente.

—Beberé su infusión,
curandera
—dijo—, pero ni siquiera su medicina me salvará.

Ella se arrodilló.

—Don Alfonso, se está convenciendo de que se muere. No debe hacerlo.

Él le tomó la mano.

—No,
curandera,
ha llegado mi hora.

—No puede saberlo.

—Mi muerte fue anunciada.

—No quiero oír más tonterías. No puede adivinar el futuro.

—Cuando era niño tuve una fiebre muy mala y mi madre me llevó a una
bruja.
La
bruja
me dijo que aún no me había llegado la hora, pero que moriría lejos de casa, entre extraños, contemplando unas montañas azules. —Levantó la mirada hacia la Sierra Azul, enmarcada en la abertura entre las copas de los árboles.

—Podría haberse referido a otras montañas azules.


Curandera,
hablaba de esas montañas, que son tan azules como el mismísimo océano.

Ella parpadeó para contener una lágrima.

—Deje de decir tonterías, don Alfonso.

Ante lo cual don Alfonso sonrió.

—Es maravilloso para un viejo tener a una joven guapa llorando en su lecho de muerte.

—Este no es su lecho de muerte y yo no estoy llorando.

—No se preocupe,
curandera.
No me ha cogido desprevenido. Emprendí este viaje sabiendo que sería el último. En Pito Solo era un viejo inútil. No quería morir en mi cabaña como un anciano débil y necio. Yo, don Alfonso Boswas, quería morir como un hombre. —Hizo una pausa, inhaló, se estremeció—. Solo que no imaginé que moriría bajo un tronco podrido sobre barro hediondo, dejándoles solos.

—Entonces no se muera, don Alfonso. Le queremos. A la porra esa
bruja.

Don Alfonso le cogió la mano y sonrió.


Curandera,
hay algo en lo que la
bruja
se equivocó. Dijo que moriría entre extraños. Eso no es cierto. Muero entre amigos.

Cerró los ojos y murmuró algo, y se murió.

45

Sally se echó a llorar. Tom se levantó y desvió la mirada, sintiendo cómo le invadía una cólera irrazonable. Se adentró en el bosque. Allí, en un tranquilo claro, se sentó en un tronco, abriendo y cerrando los puños. El anciano no tenía derecho a dejarlos. Se había abandonado a sus supersticiones. Se había convencido de que moría… solo porque había entrevisto unas montañas azules.

Recordó la primera vez que había visto a don Alfonso, sentado en un pequeño taburete en su cabaña, blandiendo su machete y bromeando. Le parecía que había transcurrido una eternidad.

Cavaron una tumba en el suelo embarrado. Fue un proceso lento y agotador, y estaban tan débiles que apenas podían levantar la pala. Tom no pudo evitar pensar: « ¿Cuándo estaré haciendo esto por Philip? ¿Mañana?». Hacia el mediodía terminaron la tumba, envolvieron el cuerpo de don Alfonso en su hamaca, lo dejaron caer en el foso inundado de agua y arrojaron flores húmedas encima. Luego llenaron el hoyo de barro. Tom hizo una tosca cruz con unas lianas y la clavó en la cabecera de la tumba. Se quedaron de pie alrededor, sintiéndose incómodos.

—Me gustaría decir unas palabras —dijo Vernon.

Estaba de pie, balanceándose un poco. La ropa le colgaba del cuerpo, y tenía la barba y el pelo enmarañados. Parecía un mendigo.

—Don Alfonso… —Se interrumpió. Tosió—. Si sigue cerca en alguna parte, antes de dirigirse a las Puertas del Paraíso, quédese unos momentos y ayúdenos, ¿quiere? Estamos en un verdadero apuro.

—Amén —dijo Sally.

Empezaban a concentrarse los nubarrones, poniendo fin a su breve respiro soleado. Retumbó un trueno y en el dosel sobre sus cabezas se oyó ruido de gotas.

Sally se acercó a Tom.

—Voy a salir otra vez a cazar.

Tom asintió. Cogió el hilo de pescar y decidió probar suerte en el río que habían cruzado un kilómetro y medio más atrás. Vernon se quedó cuidando a Philip.

Volvieron a primera hora de la tarde. Sally no había cazado nada y Tom volvió con un solo pez que pesaba menos de doscientos gramos. En su ausencia a Philip le había subido la temperatura y había empezado a delirar. Tenía los ojos abiertos y brillantes a causa del calor, y movía la cabeza de un lado para otro sin parar, murmurando palabras inconexas. Tom estaba seguro de que su hermano se estaba muriendo. Cuando trató de hacerle beber la infusión que Sally había hecho, empezó a gritar de forma incoherente y tiró la taza. Hirvieron el pez en una olla con un poco de raíz de yuca y dieron de comer a Philip, que, después de más gritos y sacudidas, al final se rindió. Se dividieron los restos entre ellos. Después de comer permanecieron debajo del tronco bajo la lluvia torrencial, esperando que llegara la noche.

Tom fue el primer en despertarse, poco antes de que amaneciera. La fiebre de Philip había empeorado durante la noche. Se sacudía y murmuraba, tirándose en vano del cuello, con la cara chupada y demacrada. Tom estaba desesperado. No tenían medicinas ni herramientas de diagnóstico, ni siquiera un botiquín. Las medicinas de hierbas de Sally no surtían efecto frente a esa fiebre tan alta.

Vernon hizo un fuego, y se sentaron alrededor de él en un silencio devastador. Los oscuros helechos se alzaban alrededor de ellos como una multitud amenazadora, asintiendo con sus cabezas bajo el impacto de la lluvia, proyectando una penumbra verde sobre su refugio.

—Vamos a tener que quedarnos aquí hasta que Philip se recupere —dijo Tom por fin.

Sally y Vernon asintieron, aunque todos sabían que Philip no se iba a recuperar.

—Haremos un esfuerzo supremo por cazar, pescar y recoger plantas comestibles. Emplearemos este tiempo en recuperar nuestras fuerzas y prepararnos para el largo viaje a casa.

De nuevo todos asintieron.

—Muy bien —dijo Tom, levantándose—. Manos a la obra. Sally irá a cazar. Yo cogeré el hilo de pescar y el anzuelo. Vernon, tú quédate aquí y cuida de Philip. —Miró alrededor—. No nos rindamos.

Todos se levantaron temblorosos, y Tom se alegró de ver una oleada de energía entre ellos. Cogió el hilo y los anzuelos, y se adentró en la selva. Fue en línea recta en sentido contrario de la Sierra Azul, haciendo hendiduras en los lados de los helechos al pasar para señalar el camino y buscando con la mirada cualquier planta comestible. Seguía lloviendo de forma constante. Dos horas después llegó exhausto a una cascada embarrada, después de capturar un pequeño lagarto para utilizar de cebo. Clavó el reptil que forcejeaba en el anzuelo y lo arrojó al torrente que bullía.

Cinco horas después, con la luz justa para regresar al campamento, se rindió. Había perdido tres de los seis anzuelos y buena parte del hilo, y no había pescado nada. Volvió al campamento antes de que se hiciera de noche y encontró a Vernon atendiendo el fuego. Sally aún no había vuelto.

—¿Cómo está Philip?

—Mal.

Tom fue a ver a Philip y lo encontró sacudiéndose en un sueño agitado, entrando y saliendo de un estado de duermevela, murmurando fragmentos de conversación. La flacidez de su cara y de sus labios asustó a Tom: le recordó los últimos momentos de don Alfonso. Philip parecía mantener una conversación unilateral con su padre, una serie interrumpida de quejas y acusaciones. Mencionó el nombre de Tom y el de Vernon, y el de su madre, a quien no había visto en veinte años. Y luego pareció estar en una celebración de cumpleaños, una fiesta infantil. Cumplía cinco años, al parecer, y abría los regalos y exclamaba encantado.

Tom se alejó abatido y entristecido. Se sentó junto al fuego al lado de Vernon, quien lo rodeó con un brazo.

—Ha estado así todo el día. —Le ofreció una taza de infusión.

Tom cogió la taza y bebió. Su propia mano parecía la de un anciano, llena de venas y manchas. Sentía el estómago vacío, pero no tenía hambre.

—¿Todavía no ha vuelto Sally?

—No, pero he oído un par de disparos.

En ese preciso momento oyeron un movimiento en la vegetación y apareció Sally. No dijo nada, solo dejó el rifle y se sentó junto al fuego.

—¿No ha habido suerte? —preguntó Tom.

—He cazado un par de tocones.

Tom sonrió y le cogió la mano.

—Ningún tocón del bosque estará a salvo mientras la gran cazadora Sally esté al acecho.

Sally se limpió el barro de la cara.

—Lo siento.

—Mañana —dijo Tom—, si salgo temprano, podría retroceder hasta el río donde encontramos a Philip. Pasaré la noche fuera, pero era un río grande y seguro que pesco un montón de peces.

—Buena idea, Tom —dijo Vernon con voz tensa.

—No vamos a rendirnos.

—No —dijo Sally.

Vernon sacudió la cabeza.

—Me pregunto qué pensaría padre si nos viera ahora.

Tom sacudió la cabeza. No servía de nada pensar en Maxwell Broadbent. Si supiera lo que había hecho, enviar a la muerte a sus tres hijos… No soportaba pensar en ello. Le habían fallado mientras vivía y habían vuelto a fallarle después de su muerte.

Se quedó mirando el fuego un rato, luego preguntó:

—¿Estás enfadado con padre?

Vernon titubeó.

—Sí.

Tom hizo un gesto de impotencia.

—¿Crees que seremos capaces de perdonarle?

—¿Acaso importa?

Tom se despertó antes del amanecer sintiendo una extraña presión en la nuca. Seguía estando oscuro y llovía. El ruido de la lluvia parecía penetrarle la cabeza. Se volvió un par de veces en el suelo mojado y la presión se convirtió en jaqueca. Movió la cabeza y se incorporó hasta sentarse, y descubrió, con gran sorpresa, que apenas podía mantenerse erguido. Se dejó caer de nuevo, con la cabeza dándole vueltas, mirando fijamente la oscuridad, que pareció llenarse de confusos remolinos rojos y marrones, y de voces susurrantes. Oyó a Mamón Peludo parlotear en tono bajo y preocupado cerca de él. Miró alrededor y por fin localizó en la oscuridad al pequeño mono sentado en el suelo, haciendo ruidos succionadores ansiosos. Sabía que pasaba algo.

Se trataba de algo más que los efectos del hambre. Comprendió que estaba enfermo. «Oh, Dios —pensó—, ahora no.» Volvió la cabeza y trató de buscar a Sally o a Vernon en la oscuridad que se arremolinaba, pero no veía nada. Notó que las fosas nasales se le llenaban del empalagoso olor a vegetación en descomposición, lluvia y marga. El golpeteo de la lluvia contra las hojas de los árboles que lo rodeaban le perforaba el cráneo. Sintió que se quedaba dormido, y entonces abrió los ojos y vio allí a Sally, mirándolo con una linterna en la oscuridad.

—Hoy voy a ir a pescar —dijo Tom.

—No vas a ir a ninguna parte —respondió ella. Le puso una mano en la frente y no fue capaz de disimular el miedo en su cara—. Te traeré un poco de infusión.

Volvió con una taza humeante y ayudó a Tom a bebería.

—Duerme —dijo.

Tom se durmió.

Cuando despertó, había más luz pero seguía lloviendo. Sally estaba acuclillada junto a él. Cuando le vio abrir los ojos, trató de sonreír.

A pesar del calor sofocante que hacía debajo del tronco, tiritaba.

—¿Philip? —logró decir él.

—Sigue igual.

—¿Vernon?

—También está enfermo.

—Maldita sea. —Tom la miró y se asustó. Parecía tener la cara colorada—. ¿Y tú? ¿Cómo estás? No estarás cayendo también enferma.

Sally le puso una mano en la mejilla.

—Sí, también estoy cayendo enferma.

—Me pondré bien —dijo Tom—. Y entonces cuidaré de ti. Saldremos de esta.

Ella sacudió la cabeza.

—No, Tom, no lo haremos.

Esa simple afirmación pareció despejar la cabeza palpitante de Tom. Cerró los ojos. Así pues, se había acabado. Morirían bajo la lluvia al amparo de un tronco podrido, y los animales salvajes los despedazarían. Y nadie sabría nunca qué les había ocurrido. Trató de decirse que era la fiebre la que le hablaba, que en realidad las cosas no estaban tan mal, pero en el fondo sabía que era cierto. La cabeza le daba vueltas. Iban a morir. Abrió los ojos.

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