El códice Maya (42 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga

—¿Un pequeño desafío? —repitió Philip con escepticismo.

—Quería hacerlos reaccionar para que hicieran algo más importante con sus vidas. Lo que no comprendí es que ya están haciendo algo importante, es decir, están llevando la vida que quieren. ¿Quién soy yo para juzgar? —Hizo una pausa, se aclaró la voz, sacudió la cabeza—. Aquí estaba yo, encerrado con lo que creía que era mi tesoro, la obra de toda mi vida, y era una porquería. No servía para nada. De pronto nada tenía sentido. En la oscuridad ni siquiera podía mirarlo. Estar enterrado vivo me afectó profundamente. Me encontré a mí mismo recordando toda mi vida con una especie de odio. Había sido un mal padre para ustedes, un mal marido, avaricioso, egoísta… y de pronto me sorprendí a mí mismo rezando.

—No —dijo Philip.

Broadbent asintió.

—¿Qué otra cosa podía hacer? Y entonces oí voces, un golpe, y de repente algo retumbó y entró la luz, ¡y allí estaban ustedes! Mis plegarias habían sido atendidas.

—¿Quieres decir que has descubierto la religión? —preguntó Vernon—. ¿Ahora tienes fe?

—¡Ya lo creo que he encontrado la religión! —Broadbent hizo una pausa, mirando hacia el vasto paisaje que se extendía a sus pies, las interminables montañas y selvas. Cambió de postura y tosió—. Es curioso, tengo la sensación de que he resucitado.

69

Desde su escondite, Hauser oía el murmullo de voces que traía el viento. No entendía las palabras, pero no tenía ninguna duda de que ocurría algo: estaban pasándolo en grande saqueando la tumba de su padre. Sin duda tenían previsto llevarse consigo los objetos pequeños, entre ellos el códice. La mujer, Colorado, sabía lo que valía. Sería lo primero que rescatarían.

Repasó mentalmente la lista de los demás tesoros de la tumba. Una buena parte de la colección de Maxwell Broadbent era fácil de llevar, incluidas algunas de las piezas más valiosas. Había unas piedras preciosas poco comunes del subcontinente indio. Había una gran colección de artefactos de oro aztecas e incas, la mayoría de los cuales eran pequeños, al igual que las antiguas monedas de oro griegas. Había dos figurillas etruscas de bronce de un valor enorme, cada una de veinticinco centímetros de altura, que pesaban menos de diez kilos cada una. Todo eso lo podría llevar a la espalda un hombre solo. Su valor, entre diez y veinte millones.

Podrían llevarse el Lippi y el Monet. Esos dos cuadros eran relativamente pequeños —el Lippi medía setenta centímetros por cuarenta y cinco, y el Monet, noventa por sesenta y cinco. Los dos habían sido embalados sin marco. El Lippi, pintado en madera enyesada, pesaba menos de cinco kilos, y el Monet, casi tres. Las dos cajas en las que se encontraban no pesaban más de quince kilos cada una. Podían atarlas juntas, sujetarlas a una mochila y llevarlas a la espalda. Su valor, por encima de cien millones.

Había, por supuesto, muchos tesoros que no podrían llevarse. El Pontormo, que valía unos treinta o cuarenta millones, era demasiado grande. Lo mismo que el retrato de Bronzino. La estela maya y los bronces Soderini pesaban demasiado. Pero los dos Braques eran manejables. El más pequeño era una de las obras maestras cubistas de la primera época de Braque y podía valer entre cinco y diez millones. Había una estatua de bronce de finales del Imperio romano, de mitad del tamaño natural, que pesaba unos cincuenta kilos, probablemente demasiado para llevarla. Había unas figurillas de piedra de un templo camboyano, un par de urnas de bronce chinas de la primera época, unas placas mayas con incrustaciones turquesa… Max había tenido buen ojo y se había inclinado por la calidad antes que por la cantidad. Con los años había pasado mucho arte por sus manos y se había reservado para él solo lo mejor.

Sí, pensó Hauser, si no fuera por él, entre los cuatro podrían llevarse a la espalda obras de arte por valor tal vez de doscientos millones de dólares. Casi la mitad del valor de toda la colección.

Cambió de postura y extendió sus piernas acalambradas. El sol pegaba fuerte. Consultó su reloj. Las diez menos cinco. Había decidido actuar a las diez. El tiempo significaba poco allí, pero los hábitos de la disciplina le daban satisfacción. Era más bien una filosofía de vida, pensó. Se levantó, extendió los brazos y respiró hondo vanas veces. Comprobó rápidamente su Steyr AUG. Como siempre, estaba en perfecto estado. Volvió a alisarse el pelo, luego se examinó las cutículas y las uñas. Había un cerco de porquería debajo de ellas; lo sacó con el extremo de su lima. Luego se examinó el dorso de las manos, que eran tersas, blancas y sin vello, y en las que apenas se marcaban las venas; eran las manos de un treintañero, no de un hombre de sesenta años. Siempre se había cuidado las manos. El sol se reflejó en la colección de pesados anillos de oro y diamantes de sus dedos. Abrió y cerró las manos cinco veces, luego sacudió las rayas de su pantalón caqui, flexionó las rodillas y giró la cabeza cinco veces, extendió los brazos y volvió a inhalar. Exhaló. Inhaló. Se examinó su camisa blanca almidonada. Consideraría la operación un éxito si cuando terminara seguía inmaculada. Costaba tanto mantener la ropa limpia en la selva.

Se llevó la Steyr AUG al hombro y empezó a bajar el sendero.

70

Los cuatro hermanos y su padre descansaban a la sombra de un saliente de piedra que había a un lado de la puerta de la tumba. Habían dado cuenta de casi toda la comida, y Tom pasó la cantimplora de agua. Quería decir tantas cosas a su padre, y estaba seguro de que sus hermanos se sentían como él…, y sin embargo, después del inicial arrebato de hablar, todos habían guardado silencio. Por alguna razón les bastaba con estar juntos. La cantimplora circuló con un gorgoteo a medida que bebían y terminó de nuevo en las manos de Tom. Enroscó el tapón y se la guardó en su pequeña mochila.

Maxwell Broadbent habló por fin.

—De modo que Marcus Hauser está ahí fuera, buscando mi tumba para saquearla. —Sacudió la cabeza—. Qué mundo este.

—Lo siento —volvió a decir Philip.

—La culpa es mía —dijo Broadbent—. No te disculpes más. Yo tengo la culpa de todo.

Eso era una novedad, pensó Tom. Maxwell Broadbent admitiendo que se había equivocado. Parecía el mismo anciano de maneras bruscas, pero había cambiado. Era evidente que había cambiado.

—Ahora mismo solo quiero una cosa y es que mis cuatro hijos salgan de aquí con vida. Voy a ser una carga para ustedes. Déjenme aquí y cuidaré de mí mismo. Recibiré a Hauser de una forma que nunca olvidará.

—¿Cómo? —exclamó Philip—. ¿Después de todo lo que hemos hecho para rescatarte? —Estaba sinceramente indignado.

—Vamos. Voy a morir dentro de un par de meses de todos modos. Dejen que me encargue de Hauser mientras ustedes escapan.

Philip se levantó furioso.

—Padre, no hemos venido hasta aquí para abandonarte a la merced de Hauser.

—No soy un motivo de peso para poner en peligro sus vidas.

—No vamos sin ti —dijo Borabay—. Viento sopla del este, trae tormenta esta noche. Esperamos aquí hasta la noche, luego marchamos. Cruzaremos puente durante tormenta.

Broadbent exhaló y se secó la cara.

Philip carraspeó.

—¿Padre?

—Sí, hijo.

—No quiero sacar un tema inoportuno, pero ¿qué vamos a hacer con las cosas de tu tumba?

Tom pensó inmediatamente en el códice. Tenía que rescatarlo también, no solo por él, sino por Sally y por el mundo.

Broadbent miró el suelo un momento antes de hablar.

—No había pensado en ello. Ya no me parece importante. Pero me alegro de que lo hayas sacado a colación, Philip. Supongo que deberíamos coger el Lippi y todo lo que sea fácil de llevar. Al menos arrebataremos unas pocas cosas de las manos de ese cabrón avaricioso. Me mata pensar que va a quedarse con casi todo, pero supongo que es inevitable.

—Cuando hayamos salido de aquí lo denunciaremos al FBI, a la Interpol…

—Hauser se saldrá con la suya, Philip, y lo sabes. Lo que me recuerda que hay algo extraño en las cajas de la tumba, algo que me ha tenido muy intrigado. Por mucho que aborrezco volver a entrar en ella, hay algo que debo comprobar.

—Te ayudaré —dijo Philip levantándose de un salto.

—No. Debo hacerlo solo. Dame una antorcha, Borabay.

Borabay encendió un puñado de cañas y se la dio a su padre.

El anciano desapareció por la puerta y Tom vio cómo el halo amarillo se movía por la tumba entre las cajas. Les llegó la voz retumbante de Maxwell Broadbent:

—Sabe Dios por qué toda esta basura era tan importante para mí.

La luz se adentró aún más en la oscuridad y desapareció.

Philip se levantó y caminó en círculo para estirar las piernas. Encendió su pipa.

—No soporto pensar en que el Lippi caiga en manos de Hauser.

Una voz fría y divertida llegó flotando hasta ellos:

—¡Eh! ¿Alguien ha mencionado mi nombre?

71

Hauser habló en voz baja y tranquilizadora, con el arma apuntada y lista para disparar al menor movimiento. Los tres hermanos y el indio, sentados en el otro extremo de la puerta abierta de la tumba, volvieron la cabeza hacia él con profundo terror en los ojos.

—No se molesten en levantarse. No se muevan si no es para parpadear. —Hizo una pausa—. Me alegro de verte recuperado, Philip. Poco te pareces al tipejo amanerado que entró en mi despacho hace dos meses con esa ridícula pipa de brezo.

Dio un pequeño paso hacia delante preparado, listo para liquidarlos al menor movimiento.

—Qué amables han sido trayéndome hasta la tumba. ¡Y me la han abierto! Qué considerados. Ahora escúchenme con atención. Si siguen mis instrucciones nadie saldrá mal parado.

Se detuvo para escudriñar las cuatro caras que tenía ante sí. Ninguno se estaba dejando llevar por el pánico y ninguno tenía previsto hacerse el héroe.

—Que alguien diga al indio que baje el arco. Despacio y con cuidado, sin movimientos bruscos, por favor.

Borabay se quitó la aljaba y el arco, y los dejó caer a sus pies.

—De modo que el indio entiende inglés. Estupendo. Y ahora les pediré que desenfunden y tiren los machetes, de uno en uno. Tú primero, Philip. Quédate sentado.

Philip cogió el cuchillo y lo dejó caer.

—¿Vernon?

Vernon lo imitó y a continuación Tom.

—Ahora, Philip, quiero que te acerques a donde han dejado las bolsas amontonadas, las cojas y me las traigas. Despacito. —Hizo un ademán con el morro del arma.

Philip cogió las mochilas y las dejó a los pies de Hauser.

—Estupendo. Ahora vacíense los bolsillos. Vuélvanlos del revés y déjenlos así. Dejen caer todo al suelo delante de ustedes.

Obedecieron. Hauser se sorprendió al ver que no habían estado cogiendo, como suponía, el tesoro de la tumba.

—Y ahora pónganse de pie. Todos a la vez, muy despacio. ¡Bien! Ahora retrocedan, moviendo las piernas de las rodillas para abajo y dando pasos pequeños, con los brazos
muy
quietos. Manténganse en grupo, eso es. Poco a poco.

Mientras se movían de esa forma tan ridícula, Hauser se adelantó. Se habían agrupado instintivamente, como solía hacer la gente cuando estaba en peligro, sobre todo los miembros de una familia conducidos a punta de pistola. Lo había visto antes y lo simplificaba todo mucho.

—Todo va bien —dijo en voz baja—. No quiero hacer daño a nadie…, solo quiero el tesoro de la tumba de Max. Soy un profesional y, como a la mayoría de profesionales, no me gusta matar.

Bien. Acarició con el dedo la lisa curva del gatillo, lo encajó en su sitio y empezó a echarlo hacia atrás hasta colocarlo en posición automática. Estaban a su merced. No podían hacer nada. Eran hombres muertos.

—Nadie va a resultar herido. —Y luego no pudo evitar añadir—: Nadie va a sentir nada. —Esta vez apretó de verdad, sintió cómo el gatillo
cedía
de esa forma imperceptible que tan bien conocía, esa milésima de segundo que seguía a la sensación de resistencia, y en su campo visual periférico vio simultáneamente una explosión de chispas y llamas. Cayó disparando al azar y las balas rebotaron en las paredes de piedra, y antes de aterrizar en el suelo de piedra vislumbró la aterradora criatura que lo había golpeado.

La criatura había salido disparada de la tumba, medio desnuda, con la cara blanca como un vampiro, los ojos hundidos, apestando a putrefacción, sus miembros huesudos grises y huecos como los de un muerto, sosteniendo en alto la antorcha encendida con la que lo había golpeado, y seguía acercándose a él gritando con una boca llena de dientes marrones.

¡Que lo colgaran si no era el fantasma del mismísimo Maxwell Broadbent!

72

Hauser rodó por el suelo, aferrando aún el arma. Se volvió y trató de incorporarse de nuevo para disparar, pero el harapiento espectro de Maxwell Broadbent ya había caído sobre él, bramando y golpeándole la cara con la antorcha encendida; le llovieron chispas y olió a pelo chamuscado mientras trataba de protegerse con una mano de los golpes, asiendo el arma con la otra. Era imposible disparar mientras el asaltante trataba de sacarle los ojos con la antorcha encendida. Logró zafarse y disparó a ciegas, tendido de espaldas, moviendo frenético la boca del rifle de un lado para otro esperando alcanzar algo, lo que fuera. Pero el espectro parecía haberse desvanecido.

Dejó de disparar y se incorporó con cautela. Sentía la cara y el ojo derecho ardiendo. Sacó la cantimplora de su mochila y se arrojó agua a la cara.

¡Dios, cómo le dolía!

Se secó la cara con cuidado. Las chispas y la ceniza caliente de la antorcha se le habían metido en la nariz, por debajo de un párpado, en el pelo y la mejilla. La monstruosa criatura que había salido de la tumba… ¿podía haber sido realmente
un fantasma
? Abrió dolorosamente el ojo derecho. Mientras se lo palpaba con cuidado con la yema del dedo, se dio cuenta de que todo el daño estaba en la ceja y el párpado. La córnea seguía intacta y no había perdido la visión. Mojó el pañuelo, lo escurrió y se lo pasó por la cara.

¿Qué demonios había ocurrido? Hauser, que siempre esperaba lo inesperado, nunca se había quedado más sorprendido en toda su vida. Conocía esa cara, aun después de cuarenta años; conocía cada detalle de ella, cada expresión, cada tic. No había duda: era Broadbent en persona quien había salido de esa tumba gritando como un mensajero de la muerte… Broadbent, que se suponía que estaba muerto y enterrado. Blanco como el papel, con el pelo enmarañado y barba, esquelético, enloquecido.

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