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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga

El códice Maya (39 page)

Dio una chupada al puro satisfecho, pensando de nuevo en Maxwell Broadbent. Había llevado hasta allí quinientos millones de dólares en obras de arte y antigüedades, por capricho. Por escandaloso que fuera, era típico de él. Max era el hombre de los grandes gestos, del espectáculo, del show. Había vivido a lo grande y muerto a lo grande.

Hauser recordó de nuevo esa determinante excursión de cincuenta días por la selva, esos días angustiosos que nunca olvidaría mientras viviera. Habían oído decir que en alguna parte de los Cerros Escondidos, en las tierras bajas guatemaltecas, había un templo maya. Durante cincuenta días y cincuenta noches se abrieron paso a hachazos a través de senderos cubiertos de vegetación, llenos de picaduras, mordeduras y arañazos, muertos de hambre y enfermos. Cuando encontraron ese pueblo, Lacadon, sus habitantes guardaron silencio. El templo estaba en alguna parte, era cierto. No había ninguna duda. Pero los habitantes callaron. Hauser se disponía a hacer hablar a una chica cuando Max lo detuvo. Le apuntó a la cabeza con un rifle, el cabrón, y lo desarmó. Esa fue la causa de su ruptura, la gota que colmó el vaso. Max había mangoneado a Hauser como si fuera un perro. Hauser no había tenido otra alternativa que renunciar a su búsqueda de ciudades perdidas y volver a casa… mientras Max continuaba hasta encontrar la Ciudad Blanca. Saqueó una opulenta tumba allá arriba, y en esa tumba, cuarenta años después, se había enterrado él.

Había vuelto al punto de partida, ¿no?

Hauser disfrutó de otra larga chupada al puro. En los años que había estado en la guerra había aprendido algo importante sobre la gente: cuando las cosas se ponían difíciles, nunca sabías quién iba a lograrlo y quién no. Los tipos corpulentos de las tropas de asalto, con su pelo cortado al rape, sus pectorales hinchados a lo Arnold Schwarzenegger y sus fanfarronadas, a veces se desmoronaban como un trozo de carne demasiado hecho, mientras que el cretino de la compañía, el intelectual o el genio en electrónica, resultaba ser un auténtico superviviente. De modo que nunca se sabía. Lo mismo ocurría con los tres Broadbent. Tenía que concedérselo. Lo habían hecho bien. Llevarían a cabo esa última misión y entonces su viaje terminaría.

Hizo una pausa y escuchó. Hubo un débil ululato, gritos, aullidos. Se llevó los prismáticos a los ojos. Muy a la izquierda del fuerte de piedra vio una lluvia de flechas procedente de la selva. Una de ellas alcanzó un foco, causando una explosión a lo lejos.

Los indios atacaban. Hauser sonrió. Era una maniobra de diversión, por supuesto, concebida para captar la atención de los soldados del puente. Vio a sus hombres acurrucados detrás de los muros de piedra, con las armas preparadas, cargando sus lanzagranadas. Confió en que tuvieran éxito. Al menos tenían una misión con la que enmascarar lo único para lo que eran buenos: el fracaso.

Salieron más flechas del bosque, seguidas de otra serie de gritos desgarradores. Los soldados respondieron con una nerviosa ráfaga de disparos, y otra. Cayó en el bosque una granada inútil, y hubo un destello y una explosión.

Por una vez los soldados estaban haciéndolo bien.

Ahora que los hermanos Broadbent habían dado el primer paso, Hauser sabía exactamente cómo iba a desarrollarse todo. Estaba tan predeterminado como una serie de jugadas obligadas de ajedrez.

Y allí estaban, tal como había previsto. Volvió a llevarse los prismáticos a los ojos. Los tres hermanos y su guía indio corrían agachados por el descampado detrás de los soldados en dirección al puente. ¡Qué listos que se creían, corriendo con toda su alma hacia una trampa!

Hauser no pudo contener la risa.

62

Sally había gateado hasta detenerse a doscientos metros de los soldados que vigilaban el puente. Estaba tumbada detrás del tronco de un árbol caído, con el Springfield apoyado en la madera lisa. Todo estaba silencioso. No se había despedido de Tom; solo se habían besado antes de separarse. Trató de no pensar en lo que iba a ocurrir. Era un plan descabellado y dudaba que lograran cruzar el puente. Aunque lo hicieran y consiguieran rescatar a su padre, nunca regresarían.

Eso era exactamente lo que no quería pensar. Se concentró en el rifle. El Springfield 1903 era de antes de la Primera Guerra Mundial, pero estaba en buen estado y su sistema óptico era excelente. Chori lo había cuidado bien. Ya había calculado que desde su escondite hasta donde los soldados se apiñaban en el fuerte de piedra en ruinas había unos doscientos diez metros, y había ajustado el visor en consecuencia. La munición que Chori le había dado era la clásica militar, calibre 30-06 con una bala de 150 gramos, de modo que no le hacía falta calcular nada más, aunque hubiera tenido a mano las tablas, que no las tenía. También había hecho ajustes de corrección de acuerdo con un cálculo aproximado del efecto del viento. El hecho era que doscientos diez metros no suponían un gran desafío para ella, y menos con un blanco inmóvil tan grande como un hombre.

Desde que había llegado al tronco había pensado en lo que significaría matar a otra persona, y si sería capaz o no de hacerlo.

Ahora que solo faltaban unos minutos para entrar en acción, sabía que era capaz. Para salvar la vida de Tom lo haría. Mamón Peludo estaba sentado en una pequeña jaula hecha de lianas entrelazadas. Se alegraba de que estuviera allí para hacerle compañía, aunque había estado nervioso y malhumorado por la ausencia de Tom y por su encierro. Sacó un puñado de frutos secos y le dio unos cuantos, y se comió el resto ella.

Estaba a punto de empezar.

Según lo previsto, oyó un grito lejano procedente del bosque al otro lado de los soldados, seguido de un coro de gritos, alaridos y aullidos que sonaron como cien hombres en lugar de diez. Del bosque oscuro salió una lluvia de flechas, apuntadas a lo alto para que cayeran sobre los soldados en un ángulo agudo.

Acercó el ojo rápidamente al visor para seguir mejor la acción. Los soldados se movían aterrados, cargando los lanzagranadas y ocupando sus posiciones detrás del muro de piedra. Abrieron fuego a su vez, disparando ráfagas desorganizadas y nerviosas apuntadas de cualquier modo hacia el muro de bosque a doscientos metros de distancia. Una granada salió inútilmente hacia el bosque, se quedó corta y estalló con un fogonazo y gran estruendo. Siguieron más granadas que estallaron en las copas de los árboles, arrancando las ramas. Era una demostración insólitamente incompetente de destreza militar.

A su izquierda Sally vio un ligero movimiento. Los cuatro Broadbent corrían agachados por campo abierto hacia la entrada del puente. Les quedaba por sortear doscientos metros de maleza y troncos caídos, pero avanzaban a buen ritmo. Los soldados parecían completamente absortos en el simulado ataque de su flanco. Sally siguió observando a través del visor, preparada para cubrirlos con su rifle.

Uno de los soldados se levantó y se volvió para ir a buscar más granadas. Sally le apuntó el pecho, con el dedo en el gatillo. Él sorteó la lluvia de flechas, cogió dos granadas más de la lata y regresó sin levantar en ningún momento la mirada.

Sally relajó el dedo. Los Broadbent acababan de llegar al puente. Este se extendía sobre una distancia de ciento ochenta metros; y desde el punto de vista técnico estaba bien diseñado, con cuatro cables de fibra retorcida, dos arriba y dos abajo, para soportar el peso. Entre la serie de cables superiores e inferiores había cuerdas verticales que servían de apoyo a la superficie del puente propiamente dicha, hecha de cañas de bambú atadas a medio camino entre las dos series de cables. Uno detrás de otro, los Broadbent se balancearon por debajo de ella, caminando de lado por uno de los cables inferiores y utilizando como asideros las cuerdas verticales. El momento no podía ser mejor: se levantaba la niebla y al cabo de cincuenta metros los cuatro hermanos desaparecieron. El ataque se prolongó otros diez minutos, con más gritos y lluvias de flechas, antes de cesar. Era un milagro. Habían cruzado. El plan descabellado había funcionado.

Lo único que tenían que hacer ahora era regresar.

63

El desvencijado puente de bambú se extendía ante Tom, balanceándose y vibrando en las corrientes ascendentes de aire, con lianas y pedazos colgando hacia el gran abismo que se abría por debajo de él. La bruma era cada vez más densa y Tom no veía nada veinte pasos más allá. El ruido de la cascada reverberaba hacia arriba como el lejano rugido de una bestia furiosa, y el puente se sacudía con cada paso.

Borabay iba el primero, seguido de Vernon y Philip. Tom se había quedado el último.

Caminaban de lado por el cable inferior, ocultándose bajo la superficie del puente. Tom seguía a sus hermanos, moviéndose tan deprisa como se lo permitía la prudencia. El cable principal estaba mojado y resbaladizo por la niebla, las fibras esponjosas y podridas, y muchos de las cuerdas verticales se habían roto, dejando huecos. Cada vez que llegaba de abajo una ráfaga de viento, el puente se balanceaba y se estremecía, y Tom tenía que detenerse y aferrarse hasta que cesaba. Trató de concentrarse en los pocos metros de puente que tenía ante sí y nada más. «Paso a paso —se dijo—. Paso a paso.»

Una cuerda, más podrida que el resto, se le quedó en la mano, y antes de que pudiera asirse a otra, se quedó suspendido unos segundos aterradores sobre el abismo. Esperó a que se le calmaran los latidos del corazón. Cuando continuó, empezó a tirar de cada cuerda para probarla antes de asirse a ella. Tenía la mirada clavada al frente. Sus hermanos eran formas indefinidas parcialmente ocultas por la bruma y envueltas en una especie de media luz cambiante procedente del poderoso foco que brillaba detrás de ellas en la niebla.

Cuanto más avanzaban por el puente, más se sacudía y balanceaba este, con el bambú crujiendo y los cables gimiendo y susurrando como si estuvieran vivos. Hacia la mitad del puente las corrientes ascendentes de aire se hicieron más intensas, zarandeándolos. De vez en cuando una ráfaga turbulenta hacía vibrar y retorcer el puente de la forma más aterradora. Tom no pudo evitar pensar en la historia de don Alfonso sobre el abismo insondable, los cuerpos que caían dando vueltas y vueltas sin parar hasta desintegrarse en polvo. Se estremeció y trató de no bajar la vista, pero para colocar el pie tenía que mirar hacia un vertiginoso espacio que se abría debajo de él en columnas de niebla que desaparecían en una oscuridad sin fin. Estaban casi en el centro: alcanzaba a ver dónde el puente llegaba al punto más bajo de su curva y empezaba a elevarse de nuevo hacia el otro extremo.

Sopló una ráfaga de viento excepcionalmente fuerte que sacudió el puente de forma repentina. Tom se asió con más fuerza, casi resbalando. Oyó un grito ahogado y vio, más adelante, cómo caían al abismo dos trozos de cuerda podrida, arremolinándose con violencia en la corriente ascendente; y de pronto Philip estaba suspendido, aferrado al cable por el pliegue del codo, retorciendo y agitando los pies en el vacío.

«Dios mío», pensó Tom. Se apresuró a adelantarse y casi resbaló él mismo. Era imposible que su hermano aguantara de ese modo más de unos minutos. Se situó justo encima de él. Philip permanecía suspendido en silencio, tratando de levantar la pierna, con la cara crispada, incapaz de hablar a causa del terror. Los demás habían desaparecido en la bruma.

Tom se agachó y, enrollándose el cable alrededor de un brazo, trató con el otro de sujetar a Philip por la axila. Los pies le salieron disparados por debajo y por un instante quedó suspendido sobre el abismo antes de que pudiera enderezarse. El corazón le palpitaba con fuerza en el pecho; se le nubló la visión de terror y apenas podía respirar.

—Tom —logró decir su hermano, con voz aguda como la de un niño.

Tom se tumbó sobre el cable por encima de él.

—Balancéate —dijo con calma—. Ayúdame. Balancéate para levantar el cuerpo y yo te sujetaré. —Bajó un brazo, listo para asir a Philip por el cinturón.

Philip trató de tomar impulso y colocar el pie en el cable, pero no consiguió agarrarse y el esfuerzo hizo que se le resbalara el brazo. Dejó escapar un grito. Tom vio sus nudillos blancos asidos al cable, los puños cerrados. De sus labios brotó un penetrante sonido de terror.

—Inténtalo otra vez —gritó—. Levanta el cuerpo. ¡Arriba!

Haciendo una mueca, Philip se balanceó, y Tom trató de sujetarlo por el cinturón, pero se le volvió a resbalar el pie y por un instante aterrador le colgó la pierna en el espacio y solo lo sostuvo una cuerda podrida. Volvió a izarse de nuevo, tratando de calmar los latidos de su corazón. Un trozo de bambú, desprendido con la actividad, cayó dando vueltas y más vueltas despacio hasta desaparecer.

«Le quedan unos cinco segundos», pensó Tom. Esa sería la última oportunidad de Philip.

—Balancéate hasta levantar el cuerpo. Da todo lo que tienes, aunque tengas que soltarte. Prepárate. ¡Uno, dos, tres!

Philip se balanceó, y esta vez Tom se soltó de un brazo mientras con el otro se agarraba a la cuerda podrida, lo que le permitió inclinarse lo bastante para sujetar a Philip por el cinturón. Durante un minuto quedaron suspendidos los dos allí, la mayor parte de su peso sostenido por la cuerda, luego, con un gran esfuerzo, Tom subió a Philip hasta el cable, y cayó sobre este, abrazándolo como si fuera un salvavidas.

Se quedaron allí, aferrados a los cables, los dos demasiado aterrados para hablar. Tom oía a Philip jadear con fuerza.

—¿Philip? —logró decir por fin—. ¿Estás bien?

Los jadeos empezaron a disminuir.

—Estás bien. —Tom trató de convertirlo en una afirmación—. Vamos. Ya está. Estás a salvo.

Hubo otra ráfaga de viento y el puente se sacudió. Un sonido gutural brotó de los labios de Philip y todo su cuerpo se tensó sobre el cable.

Transcurrió un minuto. Un minuto muy largo.

—Tenemos que continuar —dijo Tom—. Tienes que levantarte.

Sopló otra ráfaga, y el puente se balanceó y vibró.

—No puedo.

Tom comprendió lo que quería decir. Él mismo sentía la necesidad imperiosa de enrollarse el cable principal alrededor del cuerpo y quedarse allí para siempre.

La niebla se disipaba. Llegaron más ráfagas de viento de abajo, muy fuertes esta vez, y el puente se balanceó. No era un movimiento uniforme, sino una oscilación que terminaba con un giro brusco, un golpe seco por así decirlo, que cada vez amenazaba con arrojarlos a la oscuridad de debajo.

Los temblores cesaron.

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