El códice Maya (43 page)

Read El códice Maya Online

Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga

Musitó una maldición. ¿En qué había estado pensando? Broadbent estaba vivo y en ese preciso momento escapaba. Hauser sacudió la cabeza con repentina furia, tratando de despejarse. ¿Qué demonios le pasaba? Había permitido que lo cegaran de un lado y ahora, sentado allí, les había dado al menos tres minutos de ventaja.

Volvió a colgarse la Steyr del hombro, dio un paso adelante y se detuvo.

En el suelo había una mancha de sangre: una atractiva mancha del tamaño de una moneda de medio dólar. Y un poco más adelante había otra. Volvió a serenarse. Por si no tenía suficientes pruebas, el supuesto fantasma de Broadbent sangraba de verdad. Había logrado alcanzarle, después de todo, y tal vez a alguno más, y el mero roce de una bala de la Steyr AUG no era cosa de broma. Tardó un momento en analizar la forma, la cantidad y la trayectoria de la mancha.

La herida no era insignificante. Seguía en situación ventajosa.

Levantó la vista hacia la escalera de piedra y echó a correr, subiendo los peldaños de dos en dos. Les seguiría la pista, daría con ellos y los mataría.

73

Subieron corriendo la escalera excavada en la roca, el ruido de los disparos todavía resonando en las lejanas montañas. Llegaron al sendero de lo alto del precipicio y corrieron hasta las verdes alfombras de lianas y trepadoras que cubrían las murallas en ruinas de la Ciudad Blanca. Al llegar a estas, Tom vio a su padre tambalearse. Le corría sangre por una de las piernas.

—¡Esperad! ¡Han herido a padre!

—No es nada. —El anciano volvió a tambalearse y gruñó.

Se detuvieron brevemente al pie de la muralla.

—¡Déjenme en paz! —bramó el anciano.

Ignorándolo, Tom examinó la herida, limpió la sangre y localizó por dónde había entrado y salido la bala. Le había atravesado en ángulo la parte inferior derecha del abdomen, traspasado los músculos rectos del abdomen y salido por detrás, esquivando el riñón. Era imposible saber si había alcanzado la cavidad peritonea. Apartó de la mente esa posibilidad y palpó la zona; su padre gimió. Era una herida grave y perdía mucha sangre, pero al menos ninguna arteria o vena importante había sido afectada.

—¡Deprisa! —gritó Borabay.

Tom se quitó la camisa y con un fuerte tirón rasgó un par de trozos de tela. Vendó como pudo el estómago de su padre, tratando de detener la hemorragia.

—Pásame el brazo alrededor del hombro —dijo.

—Yo te sujetaré por el otro lado —se ofreció Vernon.

Tom sintió cómo lo rodeaba el brazo, huesudo y duro como un cable de acero. Se inclinó hacia delante para soportar parte del peso. Sintió cómo la tibia sangre de su padre le caía por la pierna.

—Vamos.

—Ay —dijo Broadbent, tambaleándose un poco cuando echaron a andar.

Corrieron a lo largo de la muralla, buscando alguna entrada. Borabay se arrojó a través de una puerta cubierta de lianas y cruzaron corriendo un patio, otra puerta y una galería en ruinas. Sostenido por Tom y Vernon, Maxwell Broadbent era capaz de moverse bastante deprisa, jadeando y gruñendo de dolor.

Borabay se adentró en la parte más espesa y profunda de la ciudad en ruinas. Cruzaron corriendo galerías oscuras y cámaras subterráneas medio derruidas con enormes raíces que habían resquebrajado sus techos artesonados de piedra. Mientras corrían, Tom pensó en el códice y todo lo que dejaban atrás.

Se turnaron para sostener a Broadbent mientras avanzaban, recorriendo una serie de túneles en penumbra. Borabay los conducía dando bruscos giros y volviendo sobre sus pasos en un intento de despistar a su perseguidor. Salieron a un bosquecillo de árboles gigantes rodeados por ambos lados de enormes muros de piedra. Solo se filtraba una tenue luz verde. Había estelas de piedra, adornadas con jeroglíficos mayas, desperdigadas por el bosquecillo como centinelas.

Tom oyó a su padre respirar entrecortadamente y soltar una maldición ahogada.

—Siento que te duela.

—No te preocupes por mí.

Avanzaron otros veinte minutos y llegaron a un lugar donde la selva era exuberante y espesa. Las trepadoras y las lianas cubrían los árboles, dándoles el aspecto de enormes fantasmas verdes. De la copa de cada árbol asfixiado salían disparados tentáculos de lianas en busca de un nuevo asidero. Por todas partes colgaban flores pesadas. Se oía el continuo gotear del agua.

Borabay hizo una pausa para mirar alrededor.

—Por aquí —dijo señalando la parte más densa.

—¿Cómo? —dijo Philip, mirando el muro de vegetación impenetrable.

Borabay se arrodilló y gateó hasta un pequeño claro. Los demás lo siguieron, Max gimiendo de dolor. Tom vio que, bajo la maraña de lianas, había escondida una red de senderos hechos por animales, túneles que se adentraban en todas direcciones en la vegetación. Se adentraron en el más denso de todos. Estaba oscuro y apestaba. Gatearon durante los que le pareció una eternidad, pero probablemente no fueron más de veinte minutos, a través de un fantástico laberinto de senderos que se bifurcaban y volvían a bifurcarse, hasta que llegaron a una zona abierta, una cueva en la vegetación bajo un árbol asfixiado por lianas cuyas ramas inferiores formaban una especie de tienda, impenetrable por todos los lados.

—Nos quedamos aquí —dijo Borabay—. Esperamos hasta la noche.

Broadbent se sentó con un gemido contra el tronco del árbol. Tom se arrodilló junto a él, le arrancó los ensangrentados vendajes y examinó la herida. Tenía mal aspecto. Borabay se arrodilló a su lado y la examinó detenidamente. Luego cogió unas hojas que había arrancado en alguna parte durante su huida, las estrujó y frotó entre las palmas, e hizo dos cataplasmas.

—¿Para qué es eso? —susurró Tom.

—Detiene sangre, calma dolor.

Extendieron las cataplasmas por donde había entrado y salido la bala. Vernon ofreció su camisa, y Tom la rasgó y utilizó las tiras para sujetar las cataplasmas.

—Ay —dijo Broadbent.

—Lo siento, padre.

—Dejen de decir que lo sienten. Quiero quejarme sin tener que escuchar disculpas.

—Padre, nos has salvado la vida allá —dijo Philip.

—Vidas que yo mismo he puesto en peligro.

—Estaríamos muertos si no hubieras saltado sobre Hauser.

—Los pecados de mi juventud vuelven para atormentarme. —Broadbent hizo una mueca.

Borabay se acuclilló y los miró a todos.

—Yo marcho ahora. Vuelvo en media hora. Si no vuelvo, cuando llegue noche esperan lluvia y cruzan puente sin mí. ¿De acuerdo?

—¿Adonde vas? —preguntó Vernon.

—A coger a Hauser.

Se puso en pie de un salto y desapareció.

Tom titubeó. Si tenía que regresar a buscar el códice, era entonces o nunca.

—Hay algo que yo también tengo que hacer.

—¿Cómo? —Philip y Vernon lo miraron con incredulidad.

Tom sacudió la cabeza. No tenía palabras ni tiempo para defender su decisión. Tal vez era hasta indefendible.

—No me esperen. Me reuniré con ustedes esta noche en el puente, cuando empiece la tormenta.

—¿Te has vuelto loco, Tom? —bramó Max.

Tom no respondió. Se volvió y se adentró en la selva.

Al cabo de veinte minutos había vuelto a recorrer a gatas el laberinto de lianas. Se levantó para orientarse. La necrópolis de las tumbas quedaba al este. Eso era todo lo que sabía. Tan cerca del ecuador el sol de media mañana debía de estar aún al este y eso le orientó vagamente. No quería pensar en la decisión que acababa de tomar: si hacía bien o mal en dejar a su padre y sus hermanos, si era una locura, si era demasiado peligroso. Todo eso ya no venía al caso. Era su deber conseguir el códice.

Se encaminó al este.

74

Hauser examinó el suelo que tenía ante sí, leyéndolo como si fuera un libro: una vaina incrustada en la tierra; una brizna de hierba aplastada; gotas de rocío sacudidas de una hoja. Había aprendido a rastrear en Vietnam, y cada detalle le mostraba por dónde habían pasado los Broadbent con tanta claridad como si hubieran dejado migas de pan a su paso. Siguió su rastro deprisa pero metódicamente, con la Steyr AUG preparada. Se sentía mejor, más relajado, aunque no en paz. Siempre le había parecido extrañamente fascinante cazar. Y no había nada comparable a la sensación de cazar un animal humano. Era, de hecho, el más peligroso de los juegos.

Sus inútiles soldados seguían cavando y dinamitando el otro extremo de la ciudad. Estupendo. Eso los tendría ocupados. Rastrear y matar a Broadbent y a sus hijos era una misión para un cazador solitario que se moviera por la selva sin ser visto, y no para un ruidoso grupo de soldados incompetentes. Hauser jugaba con ventaja. Sabía que los Broadbent iban desarmados y que tenían que cruzar el puente. Solo era cuestión de tiempo que los alcanzara.

Si los dejaba marchar, podría saquear con calma la tumba y llevarse el códice y las obras de arte manejables, dejando lo demás para más tarde. Ahora que había ablandado a Skiba, estaba convencido de que podría sacarle más de cincuenta millones, tal vez mucho más. Suiza sería una buena base de operaciones. Así lo había hecho Broadbent, blanqueando antigüedades de dudosa procedencia a través de Suiza alegando que formaban parte de una «vieja colección suiza». No era posible vender las obras maestras en el mercado abierto —eran demasiado famosas y todo el mundo sabía que pertenecían a Broadbent—, pero podían colocarse discretamente aquí y allá. Siempre había un jeque saudí, un industrial japonés o un millonario norteamericano que quería tener un bonito cuadro y no le preocupaba demasiado de dónde salía.

Hauser apartó de su mente esas agradables fantasías y se concentró de nuevo en el suelo. Más rocío sacudido de una hoja; una mancha de sangre en la tierra. Los rastros lo condujeron a una galería en ruinas, donde apagó la linterna. Musgo arrancado de una piedra, una huella en el suelo blando…, cualquier idiota seguiría esas pistas.

Las seguía tan deprisa como podía, esforzándose al máximo. Al salir a un amplio bosque vio un rastro particularmente claro, donde los hermanos habían arrancado unas hojas podridas en su huida desesperada.

Demasiado claro. Se detuvo, escuchó y se agachó para examinar con detenimiento el suelo. Era de aficionados. Los vietcong se habrían reído de ese ardid: un árbol joven inclinado, un trozo de liana escondido debajo de unas hojas, una cuerda casi invisible. Retrocedió un paso con cuidado, cogió un palo que estaba cerca y golpeó con él la cuerda.

Se oyó un chasquido, el árbol joven se irguió de golpe, la liana se sacudió. Y sintió una repentina ráfaga de aire y un tirón en la pernera. Bajó la vista. En la raya de sus pantalones había clavado un pequeño dardo de cuyo extremo endurecido por el fuego goteaba un líquido oscuro.

El dardo envenenado no lo había alcanzado por los pelos.

Se quedó inmóvil unos minutos. Examinó cada centímetro cuadrado de suelo que lo rodeaba, cada árbol, cada rama. Cuando se hubo asegurado de que no había otra trampa, se inclinó hacia delante. Estaba a punto de arrancarse el dardo del pantalón cuando se detuvo una vez más, justo a tiempo. En los lados del dardo había dos púas incrustadas casi invisibles, también llenas de veneno, listas para clavarse en el dedo de quien intentara asirlo.

Cogió una rama y se arrancó el dardo de la pernera.

Muy hábil. Tres trampas multicapas en una sola. Sencillo y efectivo. Era obra de un indio, sin lugar a dudas.

Siguió avanzando, esta vez un poco más despacio y con renovado respeto.

75

Tom cruzó a todo correr el bosque, dando prioridad a la velocidad sobre el silencio y eludiendo el sendero que habían tomado poco antes para evitar tropezarse con Hauser. Sus pasos lo llevaron a través de un laberinto de templos en ruinas sepultados bajo gruesas marañas de lianas. No había luz, y a veces tenía que abrirse paso a tientas por oscuros pasadizos o gatear bajo piedras caídas.

No tardó en llegar al extremo oriental de la meseta. Se detuvo para recobrar el aliento, luego se acercó al borde del precipicio y bajó la vista, tratando de orientarse. Calculó que la necrópolis estaba al sur, de modo que giró hacia la derecha y tomó el sendero que bordeaba el precipicio. Al cabo de otros diez minutos reconoció la terraza y la muralla que había sobre la necrópolis y encontró el sendero oculto. Lo bajó corriendo, deteniéndose en cada curva a escuchar por si Hauser seguía allí, pero hacía rato que se había ido. Un momento después llegó a la oscura entrada de la tumba de su padre.

Las mochilas seguían amontonadas en el suelo donde las habían dejado caer. Recogió su machete y se lo enfundó, luego se arrodilló, revolvió en las mochilas y sacó varios juncos y una caja de cerillas. Encendió los juncos y entró en la tumba.

El aire era pestilente. Respirando por la nariz, se aventuró a adentrarse un poco más. Un escalofrío de horror le recorrió la espalda al caer en la cuenta de que su padre había permanecido allí el pasado mes, encerrado en la oscuridad total. La luz parpadeante iluminó una elevada losa funeraria de piedra negra con cráneos, monstruos y otros motivos extraños tallados, y rodeada de una pila de cajas y cajones con un precinto de acero inoxidable y cerrados con cerrojos. Esa no era la tumba del rey Tut. Era más bien como un almacén abarrotado y mugriento.

Se adentró más, venciendo su repugnancia. Su padre se había instalado detrás de las cajas. Parecía haber reunido paja seca y tierra para hacer una especie de cama. A lo largo de la pared del fondo había una hilera de vasijas de barro en las que saltaba a la vista que había habido agua y comida; de ellas se elevaba un olor a podrido. De las vasijas salieron de un salto unas ratas que se escabulleron ante la luz. Mareado de fascinación y compasión, examinó varios plátanos secos esparcidos en el fondo; de la comida salían unas grasientas cucarachas negras, que chocaron entre sí y chillaron de terror bajo la luz de la antorcha. En las jarras de agua flotaban ratas y ratones muertos. Junto a una pared había un montón de ratas en estado de descomposición, que su padre sin duda había matado en lo que debía de haber sido la pelea diaria por comer. Al fondo de la tumba Tom veía brillar los ojos de ratas vivas, que esperaban a que se marchara.

Lo que había soportado allí su padre, esperando en la oscuridad total a sus hijos que tal vez nunca llegarían… Era mucho más horrible de lo que era capaz de imaginar. Lo que Maxwell Broadbent había aguantado y vivido —e incluso esperado— allí dentro le decía algo de su padre que no había sabido antes.

Other books

Skin Deep by Megan D. Martin
Medusa Frequency by Russell Hoban
Heart Like Mine by Amy Hatvany
The Designated Drivers' Club by Shelley K. Wall
Wanted by Sara Shepard
Office Seduction by Lucia Jordan
The Bloodsworn by Erin Lindsey