El coleccionista (35 page)

Read El coleccionista Online

Authors: Paul Cleave

Tags: #Intriga

Apoya las manos en la pared. La textura es de lona y el acolchado parece grueso, probablemente de espuma. Emma Green podría estar en la habitación contigua. Intenta tirar de nuevo de la tela, pero está demasiado tensada y lo único que consigue es hacerse daño en las puntas de los dedos. Se pone a andar, pero lo deja enseguida al ver que empieza a sudar. Intenta golpear las paredes, pero apenas consigue hacer ruido. Lo único que puede hacer es esperar. Se sienta en la esquina y no pasa mucho rato hasta que la ranura se abre. La luz que entra a través de la abertura casi lo ciega y tiene que apartar la mirada, pero el resplandor desaparece cuando Adrian mira a través de la ranura.

—¿Cómo estás? —pregunta Adrian.

—Aquí dentro hace mucho calor, Adrian. Muchísimo.

—Lo sé. Lo siento. Pero como tú ya dijiste, es algo temporal. Aunque… me gusta este lugar. Al principio no, pero ahora… cada vez me gusta más.

—A mí también me gustaría si no hiciera tanto calor —dice Cooper.

—Lo siento.

—¿Dónde estamos? ¿En Sunnyview?

—Algo parecido.

—¿Eastlake?

—No —responde Adrian negando con la cabeza.

—Entonces es Sunnyview.

—Tal vez —repite Adrian.

—De acuerdo, Adrian, ¿por qué no me dejas salir? Necesito estar en un lugar más fresco. Hace demasiado calor aquí dentro.

—No hay ningún otro lugar para ti —dice Adrian.

—Bueno, ¿qué te parece entonces si dejas esa ranura abierta? Y voy a necesitar agua. Mucha.

—Eso podré hacerlo, supongo. Además… bueno, quería… ya sabes, agradecerte que me contaras que la policía nos encontraría. Fue muy amable por tu parte y, y… lo que quiero saber es si es verdad lo que dicen acerca de que los asesinos en serie quieren matar a sus madres.

«¿Como tú mataste a Pamela Deans?» ¿Es posible que después de todos esos años en Grover Hills Adrian hubiera establecido una relación que le hiciera ver en la enfermera Deans a una figura materna? No tarda más de un segundo en decidir que sí, que es absolutamente posible.

—En la mayoría de los casos —responde Cooper—. ¿Por qué?

—Si matas a tu madre, ¿eso te convierte en asesino en serie? —pregunta Adrian.

—¿Crees que eres un asesino en serie?

—No —responde Adrian, y desvía la mirada—. Solo tengo… ya sabes, curiosidad.

—No lo sé —dice Cooper—. Depende de si también matas a otras personas.

—¿Qué pasa con tu madre? —pregunta Adrian.

—¿Qué?

—He leído montones y montones de libros y todos dicen que los asesinos en serie crecen odiando a sus madres. Dicen que la persona a quien un asesino en serie desea matar por encima de todo es a la madre denigrante, pero que en lugar de eso matan a otras mujeres que le sirven de suic… sui-cedáneo —dice Adrian.

—Sucedáneo.

—Sucidanio. ¿Esa es la razón por la que mataste a todas esas personas?

La respuesta es no. Y además no «existen todas esas personas». Solo hay dos.

—Mi madre es una buena persona —dice Cooper. Y además es cierto, quiere a su madre. Ahora mismo estará sentada en su salón, con fotos de Cooper y de su hermana contemplándola desde las paredes. Su hermana probablemente está volviendo a Nueva Zelanda en un vuelo de larga distancia para poder estar junto a ella. Debe de tener a los amigos y al resto de familiares intentando consolarla, un pañuelo húmedo sobre el regazo, la mirada absolutamente perdida, esperando que su hijo siga vivo pero creyendo lo contrario. Cuando la gente desaparece en este país no vuelve a aparecer. Al menos, no con vida.

—Tu madre es la que te ha hecho como eres —dice Adrian—. Ella es el motivo por el que te convertiste en asesino.

—Eso no es cierto.

—Pero en los libros pone que…

—Los libros también se equivocan, Adrian. Son una generalización.

—¿Una qué?

—Significa que los libros explican cómo funciona la mayoría de la gente, pero no toda. Siempre hay excepciones.

—En los libros no ponía nada sobre excepciones.

—Pero las hay. Tú no sientes esa fascinación por los asesinos por culpa de tu madre, ¿verdad?

—Eso es distinto. Eso no es lo que te ha ocurrido a ti, lo que significa que debes de odiar a tu madre.

—No la odio. La quiero.

—¿Crees que podría coleccionarla?

Durante una fracción de segundo, las palabras dejan de tener sentido, al menos él no consigue encontrarlo, pero lo sabe, sabe qué ha querido decir Adrian.

—¿Qué?

—Si realmente la quieres tanto, traértela aquí es lo mejor que puedo hacer por ti. Si la odias y quieres que muera, entonces traerla aquí también será algo bueno para ti.

—No la traigas aquí —dice Cooper en voz baja.

—¿Qué?

—He dicho que no la traigas aquí —repite, esta vez más fuerte.

—¡Pero si será perfecta para la colección! —dice Adrian, casi sin aliento—. El asesino en serie y la mujer que lo hizo de ese modo.

—Ella no me hizo de ese modo.

—Podemos hablar de esto cuando vuelva con ella.

—Espera, espera —dice Cooper, abalanzándose sobre la ranura. Pero Adrian la cierra y vuelve la oscuridad—. ¡Espera! —grita, aunque es en vano. Golpea la puerta acolchada sin apenas conseguir hacer ruido—. ¡Adrian! ¡Adrian!

Pero Adrian ya se ha ido.

36

Me tomo un descanso para gozar de un placer mundano. Apenas he comido en todo el día y mi cuerpo empieza a reclamarlo. Paso por un
drive-in
y me llevo una hamburguesa, patatas fritas y una especie de sucedáneo de Coca-Cola que consiste en un jarabe y cuatro burbujas carbonatadas. Sabe exactamente igual a como yo recordaba, lo cual es una verdadera pena. Me quedo dentro del coche, aparcado a la sombra de unos olmos enormes mientras el jugo de la hamburguesa me chorrea por los dedos hasta la muñeca. Hay niños jugando a críquet, lo que significa que las clases han terminado por hoy y que es mucho más tarde de lo que creía. Pienso en mi hija mientras me como la hamburguesa. Pienso en sus amigos de la escuela y me pregunto cuántos de ellos todavía la recuerdan. Luego pienso en la sangre de los escalones para bajar al sótano de Grover Hills y en que lo más probable es que en ese lugar se haya cometido un crimen. El hielo de la Coca-Cola se derrite y convierte la bebida en algo un poco más soportable. Pienso en Jesse Cartman y en la Sala de los Gritos. Si hubiera algo de cierto en lo que Cartman me ha contado y la sala siguiera activa, y yo aún fuera policía y hubiera acabado de enterrar a mi hija, ¿tiraría de la manta acerca de esa sala y todas las cosas terribles que sucedieron allí? Me acabo la hamburguesa. En ese caso me gustaría vengarme del mismo modo que les gustaría hacerlo a muchos otros, pero después de ver a Jesse Cartman, después de ver que él nunca fue realmente responsable de su pasado, ¿cambia eso las cosas? No lo sé. Creo que debería cambiarlas. Me gusta pensar que cambiaría las cosas, lo suficiente para evitar que yo perdiera la cabeza, sobornara a un par de camilleros y bajara a un sótano con un bate de béisbol y ansias de venganza.

Hago una pelota con los envoltorios y los tiro a una papelera.

Si lo que Jesse Cartman me ha dicho es cierto, los Gemelos le hicieron un favor a la ciudad ocupándose de parte de la basura, entendiendo por basura a los que fingían ser enfermos mentales. Pero a la vez no le hicieron ningún favor si apaleaban a los que estaban enfermos, si les hacían daño a los que no podían defenderse por sí solos. No hay excusa para eso. Cuando haya encontrado a Emma Green, voy a buscar a esos gemelos.

No tardo ni diez minutos en coche en llegar al centro de reinserción. La simpática costumbre de demoler los edificios viejos para reemplazarlos por nuevos en esta parte de la ciudad no ha llegado a este conjunto de viviendas de aspecto miserable, con jardines descuidados y coches medio desguazados frente a las casas, tablones de madera combados, vallas retorcidas y cacas de perro por doquier. El centro de reinserción es una casa de dos plantas que no presenta un estado de abandono tan acusado como el de las fincas vecinas, con la única diferencia de que le falta un tercio de la valla mientras que las demás se quedan en la mitad. Aparco frente a la casa y agradezco que aún queden cinco horas de luz. Este no es un barrio en el que me gustaría encontrarme cuando caiga la noche. La casa está pintada de un color verde bastante desafortunado, el tejado de un rojo desafortunado y la puerta de un negro desafortunado. El conjunto quedaría bien en tonos anaranjados: los de las llamas dando buena cuenta de él. Separo el resto del dinero que me dio Donovan Green en dos fajos de mil dólares y me los guardo doblados en diferentes bolsillos. Cruzo la calle, llamo a la puerta y espero no haber contraído la sífilis al hacerlo.

Un tipo de unos sesenta años abre la puerta. Lleva una camisa blanca de manga corta abrochada hasta arriba con corbata, pantalones y sombrero fedora negros. Parece como si estuviera a punto de ir al hipódromo en 1960. Tiene quemaduras de cigarrillo en la parte interior de los brazos que parecen tan antiguas como su vestimenta. Sus ojos azules destacan en un rostro sumamente bronceado e intuyo que hace cuarenta años este tipo debió de tener mucho éxito con las mujeres.

—¿Te has perdido, hijo? —pregunta en un tono de voz bajo y grave.

—No. Soy…

—¿Policía?

—Sí.

—¿Alguien ha hecho algo?

—Sí.

—¿Exactamente, qué?

—Necesito hablar con el responsable.

—Yo soy el responsable.

—¿De verdad?

—Todos somos responsables, hijo. Todos debemos tomar las riendas de nuestra propia vida y aceptar nuestras responsabilidades.

—Eso es admirable. ¿Hay alguien aquí que sea el responsable de todos además de serlo de su propia vida?

Empieza a rascarse una de las quemaduras del brazo, pero es tan vieja que no consigue levantar el tejido de la cicatriz. Vete a saber si se las hizo él mismo o si se las hizo alguien. Mi móvil empieza a sonar, me meto la mano en el bolsillo y lo silencio.

—El Predicador —dice.

—¿El Predicador?

—Ese no es su nombre real, hijo, así es como le llamamos.

—¿Seguro? ¿O así es como se hace llamar él?

—Las dos cosas —dice sonriendo—. Pero no sé qué fue antes. Creo que siempre ha sido el Predicador.

—¿Puedo hablar con él?

—Espera.

Me quedo en el umbral, expuesto al sol que sigue pegando fuerte. Oigo sirenas a lo lejos y una ambulancia pasa a toda prisa una manzana más allá, tal vez haya venido a este barrio para repartir vacunas contra la peste como si fuera una camioneta de venta ambulante de helados. De vez en cuando, cada pocos segundos, una gota de sudor me hace cosquillas en el cuerpo al deslizarse desde mi axila. A pesar del calor, un par de tipos que pasean a sus perros por la calle llevan grandes chaquetas de cuero negro con parches distintivos de bandas en la espalda. El perro es muy robusto, de pelo corto y negro y no tiene cola. No solo parece capaz de arrancarme la tráquea de un mordisco, sino que además me mira como si realmente tuviera intención de hacerlo. De la boca le cuelgan largos hilos de baba y cuando empieza a gruñir, lo único que lo retiene es una correa gruesa y un collar para perros decorado con puntas metálicas.

—¿Qué cojones miras, hijo de puta? —pregunta uno de ellos mientras clava sus ojos en mí y aminora el paso.

Me vuelvo hacia la puerta con la esperanza de que eso les parezca suficiente, pero no es así. Oigo gruñir al perro unos metros por detrás de mí. Se han acercado hasta donde debería estar el trozo de valla que falta. Les echo un vistazo fugaz. Los dos tipos parecen pesar al menos cien kilos cada uno, grasa y músculo compactados bajo una piel cubierta de tatuajes. Me imagino que también deben de tener éxito con las mujeres, aunque probablemente no porque las mujeres tengan mucho que decir al respecto. Vuelvo a llamar a la puerta.

—¡Eh! ¡Eh, capullo! —grita uno de ellos.

Se trata de una de esas situaciones habituales en las que la gente se encuentra envuelta continuamente en esta ciudad justo antes de pasar a formar parte de una estadística. Este tipo de situaciones de mierda son las que me cabrean y me hacen venir ganas de sacar la pistola del bolsillo y hacer un poco de limpieza general en Christchurch.

—Eh,
joputa
, ¿tienes algún problema con nosotros? —pregunta el otro.

—¿Qué cojones te pasa? ¿Estás sordo o qué? —dice el primero.

Pruebo a abrir la puerta y no está cerrada con llave, por lo que entro en el centro de reinserción y cierro la puerta detrás de mí. Una botella de cristal impacta contra el porche y los dos tipos de fuera siguen gritándome, pero unos segundos después sus gritos se convierten en risas y luego las risas se van apagando a medida que los dos tipos y el perro siguen su camino.

En el vestíbulo, el olor a sudor y a humo de cigarrillo es tan intenso que pienso que a la casa entera no le vendría mal una ducha. Hay un par de dormitorios a derecha e izquierda, pero todas las puertas están cerradas y no entra mucha luz en el vestíbulo. Hay unas escaleras que suben hacia la derecha y, delante, una gran cocina abierta. No hay cuadros en las paredes, ni fotos, ni plantas. Voy hacia la cocina. El tipo de las quemaduras de cigarrillo en los brazos está hablando con un hombre que viste pantalones acampanados con agujeros en las rodillas y una camisa negra abotonada hasta arriba con un gran collar acabado en punta. Debe de ser el día de las camisas abotonadas en la casa. Parece que haya tomado su prenda favorita de cada década y haya elegido el día de hoy para probar la mezcla. Los dos se vuelven para mirarme.

—¿Usted es el Predicador? —pregunto.

—¿Usted es el poli? —pregunta él como respuesta.

—Inspector —digo.

—¿Y su placa?

—En el coche.

—¿Es la misma que no les ha mostrado a los tipos del perro?

—Podría haberles mostrado una espada y tampoco les habría importado. He venido a hablar sobre uno de los hombres que tiene aquí.

El Predicador ronda los cincuenta, tal vez más cerca de los sesenta. Tiene nariz de boxeador, orejas de coliflor y un ritmo de parpadeos tres veces más lento que el de cualquier otra persona que haya conocido. Eso me pone un poco nervioso: es como hablar con alguien que intenta hipnotizarte. Tiene el pelo oscuro y abundante y no solo en la cabeza, una generosa capa de vello rizado le sube por los brazos y le sobresale por los agujeros que hay entre los botones de la camisa. Le hace un gesto con la cabeza al tipo de las quemaduras de cigarrillo y este se marcha y nos deja solos en la cocina. Todos los utensilios son disparejos, probablemente proceden de donaciones de la misión de la ciudad que han acumulado a lo largo de los años. Las únicas cosas a juego son un par de agujeros que hay en una de las paredes, quién sabe si los hizo alguien con la cabeza. Aparte de eso, nada más está aparejado: hay diferentes tipos de tazas, todas las sillas son distintas, lo mismo que las lámparas, y los tiradores de cajón son de lo más variado.

Other books

Until Noon by Desiree Holt, Cerise DeLand
Murder on Ice by Ted Wood
Enemies and Playmates by Darcia Helle
A Charming Crime by Tonya Kappes
My Husband's Wife by Amanda Prowse
The Hazing Tower by Roys, Leland
Final Stroke by Michael Beres
The Book of Transformations by Newton, Mark Charan