El comodoro (10 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El carruaje se acercó a la imponente puerta que había en mitad de la finca, en cuyo interior no había luces encendidas. Las niñas se despertaron inquietas, cansadas; Padeen procedió a desatar el equipaje; Stephen hizo sonar la campana y llamó con los nudillos a la puerta, mientras su corazón latía con fuerza.

No hubo respuesta, pero un perro empezó a ladrar en la parte trasera de la casa, quizás en la cocina. Volvió a llamar a la puerta con la sensación de que algo raro pasaba ahí dentro. Tiró de la cuerda de la campana, y pudo oírla reverberar dentro de la casa, muy adentro.

Una luz se filtró por las grietas de la puerta, que se abrió todo lo que daba la cadena.

—¿Quién es? —preguntó la voz de Clarissa.

—Stephen Maturin, querida. Lamento haber llegado tan tarde.

La cadena se deslizó con un golpeteo y la puerta se abrió de par en par. Ahí estaba Clarissa con una linterna en la mesa que había a su lado y una pistola en la mano.

—Oh, cuánto me alegro de verle —exclamó con cierto reparo a pesar de su alegría. Desamartilló la pistola, que obviamente estaba cargada, la dejó encima de la mesa y extendió su mano.

—Tonterías —dijo Stephen—, a mis brazos. —Y la besó.

—No ha cambiado usted nada —dijo ella sonriendo antes de retroceder un paso e invitarle a entrar.

—¿De veras está usted sola? —preguntó sin moverse, pese a que su mirada auscultaba la honda oscuridad que cubría el recibidor, y con el oído atento al menor ruido.

—Sí… sí —respondió tras titubear—. Bueno, aparte de Brigid.

Stephen se acercó para arreglar el pago con el mozo de la posta y volvió acompañado por las niñas. Padeen le seguía con el equipaje a cuestas.

—Aquí le traigo a unos viejos compañeros de tripulación —dijo llevándolas de la mano—. Sarah y Emily, haced la debida reverencia ante la señora Oakes, y preguntadle cómo está.

—¿Cómo está, señora? —preguntaron al unísono.

—Muy bien, gracias, queridas —respondió besándolas. Estrechó la mano de Padeen, y aunque no se habían llevado del todo bien cuando navegaron juntos a bordo de la
Nutmeg
, los viajeros ansiaban oír una voz amiga en aquellos parajes tan extraños y tan ajenos a su existencia en la mar. No sólo les parecía extraño el paisaje, el campo, pues carecía de cualquiera de las cosas que uno encontraba a bordo de un barco y los placeres de un puerto, lleno de gente extraña que en cualquier momento podía abalanzarse sobre uno, sino que esta casa en particular se encontraba fuera de los límites de su experiencia. De hecho, era un edificio peculiar, elevado, frío y adusto, uno de los pocos caserones antiguos que no habían sufrido alteraciones a lo largo de los últimos dos siglos, de modo que el salón discurría hasta el techo, mucho más sombrío, si cabe, gracias a la hora que era y a la insuficiente luz que despedía la linterna.

Clarissa los condujo lentamente a lo largo del piso, casi como si temiera hacerlo, hasta que dobló un recodo a la derecha y se encontraron en una sala cubierta por una alfombra que disponía de candelabros y un fuego. Una niña construía un castillo de naipes en una mesa, junto a la chimenea.

—No se preocupe usted si no habla —murmuró Clarissa, y Stephen se percató de la angustia controlada e implícita en su voz.

La niña de la mesa estaba iluminada por el fuego y por dos candelabros: estaba medio vuelta hacia Stephen, quien vio que se trataba de una niña rubia, delgada y extraordinariamente bella, aunque la suya era una belleza inquietante, propia de un duende. A medida que colocaba las cartas sus movimientos se revelaban perfectamente coordinados; miró a Stephen y a los demás por un momento sin mostrar el menor interés, casi sin dejar las cartas, y después siguió construyendo el quinto piso.

—Ven, querida, y presenta tus respetos a tu padre —dijo Clarissa, cogiéndola suavemente de la mano y llevándola, sin que hiciera nada por resistirse, hasta donde Stephen esperaba de pie. Al llegar, se inclinó envarada ante él, y pese a que hizo un amago de apartarse dejó que la besara. A continuación Clarissa la condujo hasta los demás; dijo sus nombres; ellos se inclinaron ante la niña y Brigid caminó grácilmente hasta el castillo de naipes, sin hacer caso de sus rostros negros y sonrientes, aunque sí levantó la mirada un momento para observar a Padeen.

—Padeen —dijo Clarissa—, vaya usted por ese corredor de ahí, y tras la primera puerta a su derecha —dijo levantando la mano derecha— encontrará la cocina; allí están la señora Warren y Nellie. Por favor, déles esta nota.

Stephen se sentó en un sillón esquinero apartado de la luz, desde donde observó a su hija. Clarissa preguntó a Sarah y Emily por el viaje, por Ashgrove y su ropa. Todas se sentaron en un sofá, y hablaron largo y tendido a medida que vencían la timidez; pero lo hicieron sin apartar la mirada de la frágil, absorbida e incluso poseída figura iluminada por el fuego de la chimenea.

La señora Warren y Nellie se tomaron su tiempo antes de aparecer, pues tuvieron que ponerse uniformes y cofias para estar a la altura de poder presentarse ante el doctor, que, después de todo, era el señor de la casa. Un perro de hocico blanco se mezcló entre ellas y el primer alivio del terrible, del extraordinario dolor que atenazaba a Stephen —un dolor tan intenso como no lo había sentido nunca, ni en intensidad ni en naturaleza— sobrevino cuando el viejo perro olisqueó la parte posterior del tobillo de Brigid, y ésta, sin dejar de mover suavemente la mano izquierda, extendió la otra para rascarle la frente mientras un destello de placer rompía su seriedad. Sin embargo, no hubo nada más que perturbara su indiferencia. Vio desplomarse el castillo de naipes, víctima tambaleante de una corriente de aire, con una compostura sin igual; masticó el pan y la leche junto a Emily y Sarah, sin que pareciera percatarse de su existencia; y después de que Stephen le deseara las buenas noches, se fue a la cama sin protestar ni quejarse. Observó con otra punzada en el pecho que, si por casualidad cruzaban sus miradas, los ojos de ella seguían moviéndose como lo hubieran hecho de tener delante un busto de mármol, como si careciera del menor interés, o perteneciera a otra especie.

—¿Puede hablar? —preguntó cuando se sentó en compañía de Clarissa ante la mesa del comedor, servido el pollo frío con jamón, queso, y un pastel de manzana, después de enviar a los sirvientes a dormir.

—No estoy segura —respondió Clarissa—. A veces la he oído articular algo parecido al habla; pero cuando entro se calla.

—¿Hasta qué punto entiende lo que se le dice?

—Creo que lo entiende prácticamente todo. Y a menos que sufra uno de sus malos días, es muy buena y obediente.

—¿Incluso afectuosa?

—Me gustaría pensar que sí. Por supuesto, es muy probable, aunque resulta difícil distinguir sus muestras de afecto.

—¿Querrá hablarme de Diana? —preguntó Stephen mientras se cortaba otro pedazo de queso, después de comer con hambre de lobo durante un rato—. Es decir, lo que usted crea conveniente decirme. —Clarissa le miró como si dudara qué hacer—. No me refiero a nada de amantes o detalles que no contaría usted de una amiga. Supongo que ustedes serán amigas.

—Sí. Fue muy amable cuando Oakes se hizo a la mar, y aún más amable cuando lo mataron; aunque para entonces estaba claro que Brigid no era como la gente normal, lo cual le causaba una angustia tremenda, y por ello bebía en exceso y podía hablar sin trabas e incluso mostrarse indiscreta. Pero lo cierto es que fue muy amable. Me enseñó a cabalgar, qué consuelo. Muy amable, y usted sabe que no soy una persona desagradecida —dijo Clarissa, apoyando la mano en el brazo de Stephen—. Aunque tenía sus reservas conmigo, probablemente porque en su fuero interno estaba convencida de que yo era o había sido su amante. Cuando alegué mi completa indiferencia en cuanto a estos asuntos se refiere, ella se limitó a sonreír educadamente y a repetir esa frase tópica:
Les hommes, c'est difficile de s'endormir sans
; no podía probarlo explicándole todas las confidencias que usted tan amablemente escuchó en aquella remota isla, cuando viajábamos a bordo de mi querida
Nutmeg
. Confidencias, si me permite decirlo, que no he hecho jamás a nadie más que a usted, cosa que me he propuesto continuar haciendo en el futuro, tal y como me recomendaron tanto usted como sir Joseph. Ante el mundo soy un ama de llaves que, agobiada por su empleo en Nueva Gales del Sur, huyó con un marinero.

—¿Cuándo supone usted que empezó a sentirse infeliz?

—Oh, muy pronto; bastante antes de conocerla. Creo que le echaba a usted mucho de menos. Y por lo que he oído el parto fue más difícil de lo habitual: un esfuerzo interminable, además acompañada del estúpido que hacía las veces de comadrona. El bebé quedó al cuidado de una nodriza, por supuesto. Cuando volvió, la niña parecía encantadora y Diana se dio cuenta de que iba a quererla con toda su alma. Pero enseguida dio muestras de esta total indiferencia por todo y por todos. La niña no quería cariño ni ser cariñosa. Diana no se había encontrado en la vida con nada parecido, no sabía qué hacer y sufría mucho por ello. Creo que cuando llegué le serví de cierto alivio, pero mi presencia no fue suficiente y cada vez se volvió más y más infeliz, e incluso difícil. Su tía, la señora Williams, no fue precisamente amable con ella, según creo. Y a medida que pasaba el tiempo Brigid no parecía experimentar ninguna mejora, más bien todo lo contrario. La indiferencia se convirtió en una clara aversión, e incluso en frío desprecio.

—¿Sabe si recibió alguna de mis cartas?

—Desde mi llegada no recibió ninguna, a excepción de la que le entregamos Oakes y yo. Hubieran supuesto una gran ayuda para ella. Empezó a perder la esperanza; ya sabe, se pierden tantos barcos. Aun así ansiaba su regreso. Obviamente. Entonces empezó a tomarla con la casa: no debió usted permitir que la comprara; es fría, solitaria e incómoda. Quiso a los caballos casi hasta el final, pero de pronto me dijo que iba a abandonar la caballeriza, aunque no le iba mal, y una semana después envió todos los caballos a Tattersalls con el señor Wilson, el mayoral; todos exceptuando un caballo y dos yeguas que fueron al norte… He olvidado el nombre de la casa a la que los enviaron. En cualquier caso, está cerca de Doncaster. Despidió a todos los mozos excepto al viejo Smith, que conservó el empleo para cuidar de mi pequeño caballo árabe, del poni y de la tartana. Sin embargo, sé que se carteó con sus amistades para procurarles trabajo en sus casas, y me rogó que me quedara aquí con Brigid hasta que pudiera disponer las cosas. Me dejó cierta suma de dinero y me aseguró que me escribiría. He sabido de ella en una ocasión, desde Harrogate, pero desde entonces, nada.

—Nunca fue muy amiga de las cartas.

—No. Sin embargo, escribió una que debía entregarle a usted personalmente, en caso de que la fragata le trajera de vuelta. ¿Querría leerla?

—Si es tan amable.

Cuando Clarissa se fue, Stephen enrolló una bola enorme de hoja de coca, que, sin embargo, arrojó al fuego antes de que Clarissa abriera la puerta.

—Lamento haber tardado tanto —se disculpó—. Por favor, si lo desea ábrala de inmediato. Traeré un poco de oporto, si puedo encontrarlo.

«Stephen —leyó—, sé que desprecias a las mujeres débiles, pero no tengo coraje suficiente para aguantarlo más. Si regresas, si regresas algún día, no me desprecies.»

Clarissa volvió con una jarra. Durante unos minutos no cruzaron una sola palabra. Se oía la lluvia caer del alero. Al cabo de un rato, Stephen se sirvió el vino, y al recuperar la conciencia de sí mismo, dijo:

—Clarissa, le estoy infinitamente agradecido por haberse quedado aquí para cuidar de mi hija. Mañana debo acercarme a la ciudad con Sarah y Emily, pero si puedo dejaré a Padeen aquí con usted. Con la casa vacía, no creo que sea muy adecuado que estén ustedes aquí con un criado anciano. He prometido estar de vuelta en Ashgrove una semana antes de que parta la escuadra, y para entonces espero que podamos disponerlo todo mejor. Estaba Bath, dijo como si hablara al azar, y la costa de Sussex. Por su parte Gosport ofrecía la comodidad de contar con un agradable entorno naval, puesto que estaba claro que un lugar tan aislado como Barham Down, con el tiempo, hubiera afectado incluso al ánimo de un ángel. Clarissa estuvo de acuerdo en que la casa era fría, oscura y triste, aunque disfrutaba de unos terrenos increíbles para montar. Se había aficionado mucho a montar.

—Claro, un caballo brioso puede convertirse en un compañero estupendo y comprensivo —opinó Stephen—. Pero ahora, querida, cuando hayamos bebido el oporto, buen vino éste, me gustaría retirarme si me lo permite. ¿Dónde voy a dormir? —Se oyó decir a sí mismo: casi de inmediato comprendió que aquélla era, que podía ser, una pregunta equívoca, y su mente empezó a dar vueltas y más vueltas.

Clarissa guardó silencio con expresión seria.

—Lo he estado pensado —dijo—. Nellie y yo limpiamos el viernes la habitación de Diana. Un ratón había apañado su madriguera entre uno de los postes de la cama y la cortina: parecía una madeja redonda y blanda con cinco criaturas rosadas en su interior. Echó a correr, por supuesto, pero dejamos la madriguera en una caja, y cuando volvió cerré la tapa y me los llevé al pajar. Hasta ahora no recordaba si habíamos vuelto a hacer la cama, pero ahora estoy segura. Sábanas nuevas y cortinas limpias.

CAPÍTULO 3

—¡Papá! —gritaba Fanny mientras corría en dirección a la caballeriza, de la que aún la separaban doscientas yardas—. ¡Papá, ha llegado tu uniforme!

—Fan —exclamó Charlotte, la más gorda de las gemelas, que corría tras ella—, no vocees tanto que aún te oirá la señorita O'Hara. ¿Por qué no me esperas? Espera, oh, espérame. —Sin embargo, su hermana siguió corriendo al mismo paso y, al ver que no podría alcanzarla, Charlotte se detuvo, se llevó la mano derecha a la mejilla, más o menos igual que hacía su viejo amigo Amos Dray cuando advertía de una galerna a los del trinquete, y rugió a voz en grito—: ¡Papá! ¡Hola papá, ha llegado tu uniforme de almirante! —Entonces, con la voz ronca debido al esfuerzo, añadió con un grito menos meritorio—: Oh, George, deberías avergonzarte. —En ese momento, su hermano pequeño apareció a la carrera por un lateral del patio del establo. Había hecho gala de una mejor comprensión del tiempo y la distancia, de modo que había atajado por el patio de la cocina a través de las grosellas espinosas, sin reparar en las espinas, y había saltado el muro para caer en la vereda posterior. En aquel momento se adentró a todo correr en el establo, donde logró explicarse a trompicones, entre jadeos.

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