El comodoro (9 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

—Pero si usted misma me dijo que fue ella quien le proporcionó a usted una fuerte suma de dinero.

—Quizá fuera así. Pero el dinero no significaba nada para ella (aparte quizá de los enormes beneficios que podía rendir; pues el doctor Maturin dejó mucho, mucho dinero en sus manos, dinero que maneja de forma descontrolada, además de carecer de la debida supervisión). De todas formas Selina y yo le devolveremos la suma en cuanto nos sea posible. Sin embargo, la última vez que la vimos, la señora Morris estaba segura de que estaba encinta; y ahora nos enteramos de que han enviado a todos los caballos a Londres, que están despidiendo a los mozos, y que ella misma ya no está, sin duda porque ha huido con su mayoral. Explíqueselo tranquilamente a su amigo, o se volverá loco.

—No pienso hacer nada semejante.

El silencio de Jack había convencido a la señora Williams de que la suya era una decisión irrevocable.

—Palabra —exclamó indignada— de que en tal caso seré yo quien hable con él.

—Si se atreve a hablar con él a este respecto —advirtió Jack en voz baja pero cargada de convicción—, tanto usted como la señora Morris y su sirviente Briggs se encontrarán fuera de esta casa en menos de lo que canta un gallo.

La señora Williams había cambiado mucho durante su ausencia, pero no tanto como para estar dispuesta a renunciar por las buenas a alojarse en una casa confortable siempre que se terciara la posibilidad. Cerró con fuerza los labios y, pálida de ira, abandonó la habitación con más o menos los mismos gestos y zarandeos que su amiga.

Jack se recostó. Era demasiado feliz como para que el enfado perdurara demasiado: ya conocía la mayor parte de lo que la señora Williams acababa de contarle acerca de Diana. Durante el viaje, la correspondencia de Sophie, pese a ser tan espaciada, le había mantenido al corriente de la situación; y aunque sabía perfectamente que la opinión que tenía Diana acerca de la moral sexual era muy parecida a la suya, no creía ni una décima parte de todo aquel comadreo, y sobre todo no estaba dispuesto a creer que ella hubiera huido con el hombre que gestionaba su caballeriza. Aunque lamentaba de veras la terrible, la honda e inevitable decepción que supondría para Stephen la hija que tanto había ansiado, pensó que su matrimonio lo resistiría. Así había sido hasta el momento, pese a las tensiones extraordinarias a las que se había visto sometido.

La alegría y la pena rebullían de actividad en el interior de su cabeza, y en parte, tanto para huir de la confusión resultante, como de lo doloroso que era para él sentirse alegre en un momento así, reflexionó deliberadamente en los cambios experimentados por la señora Williams. Diana, como muchas de sus amigas, siempre había estado más que dispuesta a respaldar a un buen caballo mediante una apuesta, y después de apostar una fuerte suma a treinta y cinco a uno en el animal que ganó en Saint Leger hace dos años, se encontró con varios miles de libras a su disposición. Parte de su apuesta la repartió en pequeñas sumas, desde la media guinea del gallo hasta las veinticinco para la anciana lady West (cuyo marido, al igual que el padre de Diana, había servido como oficial de caballería), pero la mayor parte fue a parar a algunas apuestas de cinco guineas jugadas por señoras viudas de Bath, de buena posición, a quienes les encantaba jugar: sumas que las oficinas importantes y fiables de Londres ni siquiera se molestarían en gestionar, mientras que no tenía objeto siquiera confiarlas en manos de los del lugar, la triste chusma. Cuando hubo pagado a todas estas felices criaturas, sugirió a su tía —que en aquel momento estaba sin un penique y, oh, era mansa como un cordero— que se encargara de la empresa a cambio de un porcentaje, pues hacía las veces de agente de apuestas (he ahí el asunto), que Diana ya se ocuparía de enseñarle cómo llevar las cuentas. No acababa de entender qué papel representaba la señora Morris en todo esto, pero lo cierto es que su presencia daba respetabilidad al negocio. El sirviente de ésta, un hombre alto enfundado en una chaqueta negra que tenía aspecto de ser un pastor disidente y que exigía a los demás sirvientes que lo llamaran señor Briggs, había trabajado para un propietario de caballos de carreras y estaba familiarizado con el tema. La conversación de ambas damas hacía de ellas personas poco recomendables, pero eran miembros aceptados de ese mundo, y su respetabilidad combinada con su habilidad, discreción y conveniencia habían rendido fructíferos resultados. Jack no entendía cómo la señora Williams se las había apañado para conciliar esta ocupación con la rigidez de sus principios, claro que, cuando era rica, los principios nunca le habían impedido emprender la búsqueda activa de cualquier inversión que rindiera elevados beneficios (por cierto, que un apoderado que le ofreció una vez unos intereses del treinta y uno por ciento fue su perdición), y quizá todo ello formara parte de un todo. Fuera como fuese, era cada vez más rica y cada vez más insoportable. Jack daba a esto muchas vueltas, pensando en un aforismo que tenía en la punta de la lengua, cuando oyó el ruido de las ruedas en el camino, seguido por las puertas de un carruaje que se abrían y se cerraban, pasos en la grava, más voces elevadas, pasos en el corredor, hasta que vio a Stephen abrir la puerta de la habitación donde habían colocado su cama.

—Diantre, mi pobre Jack-exclamó en poco más que un susurro—, cuánto lamento verte postrado, amigo mío. ¿Te duelen los oídos y los ojos? ¿Puedes hablar?

—Sí que puedo, Stephen —respondió Jack en voz alta—. Hoy estoy mucho mejor, y no sabes cuánto me alegra verte. Pero en cuanto a lo de estar postrado, sólo es la cabeza, que mi corazón da brincos igual que un cordero. El miércoles por la mañana recibí un billete que me trajo la posta, remitido por el almirante al mando del puerto, qué hombre tan valioso. Menudo billete…, pero dime, ¿qué tal el viaje? ¿Has encontrado todo en orden en la ciudad?

—Todo bien, gracias. Sir Joseph me pidió que trajera una estatua para entregársela a un amigo suyo en Weymouth, de modo que volví con Tom a bordo de la
Ringle
, recogí a Sarah y Emily en Shelmerston y nos vinimos todos en la silla de posta. Tom nos acompañó: órdenes. Puedes oírlo rugir en el jardín. Pretendo llevarme a las niñas a Barham para que traten con Diana un tiempo, y después me las llevaré al Grapes, donde vivirán con la señora Broad. Pero Jack, me parece a mí que tu casa anda un poco alborotada. ¿Quieres que le pida a Tom que ponga un poco de orden?

—Ni se te ocurra. Lamento el ruido; ese chirrido que oyes es cosa de Sophie. Creo que está arriba hablando con él, pero el hecho es que los niños se han puesto enfermos, los tres a la vez, y conmigo en este estado el lugar está hecho unos zorros. ¿Te gustaría saber qué decía el billete, Stephen?

—Si tienes la bondad.

—Bien, pues resulta que obtendré el mando del
Bellona
, de 74 cañones, con un gallardetón y Tom como capitán bajo mi mando; el
Terrible
, otro navío de 74 cañones, y tres fragatas, una de las cuales será seguramente la
Pyramus
, además de una media docena de corbetas, para cruzar frente a las costas de África de las que tanto me habló Heneage Dundas. ¿Asombrado? Palabra que me he llevado una buena sorpresa. Creía que era una de esas cosas que se dicen por ahí, demasiado buenas para ser ciertas.

—Te felicito de todo corazón por tu nuevo mando, amigo mío. Quiera Dios que sea largo y próspero.

—Vendrás conmigo, Stephen, ¿verdad? En principio tenemos que combatir el tráfico de esclavos, como bien recordarás; y para el 25 del mes que viene debería estar todo dispuesto, gobernado y pertrechado.

—Me gustaría mucho. Pero ahora, mi querido comodoro, debo ir a echar un vistazo a tus hijos. Se lo he prometido a la distraída de Sophie mientras tu médico los visitaba, porque así podremos contrastar nuestra sapiencia sobre medicina. También le prometí que no te fatigaría. Después partiré raudo a Barham; si no llego allí al anochecer, Diana podría pensar que estoy tendido en alguna zanja perdida del camino.

—Sophie hace un tiempo que no la ve… —dijo Jack tras titubear, pues de pronto sentía el corazón en un puño—. Creo que tiene algo que ver con una diferencia de opiniones con la tía de Diana. Pero Stephen, que no te decepcione no encontrarla. Ya sabes que nadie tenía la certeza de que volveríamos por estas fechas.

—Espero que dentro de unos días pueda volver con Diana para ver cómo andas —dijo Stephen con una sonrisa—; entretanto, pediré al doctor Gowers que te prescriba un poco de eléboro para calmar la agitación de tu estado de ánimo y allanar el terreno a la curación.

Encontró a Tom Pullings en el recibidor. Estaba completamente solo, brincaba como una cabra loca y parecía enfrascado en toda suerte de payasadas. Al oír los pasos de Stephen se volvió rápidamente, y su rostro traslucía tal felicidad, que ni siquiera el Diablo en persona hubiera podido evitar sonreír.

—¿Cree usted que podría ver al capitán? —preguntó.

—Puede usted, pero no hable alto y no haga nada que pueda agitarlo.

—Enarbolará un gallardetón a bordo del
Bellona
, y me ha nombrado para que sea su capitán —susurró Pullings después de apretar su hombro con mano de hierro—. ¡Me ha ascendido a capitán de navío! ¡Soy capitán de navío! Creí que no sucedería jamás.

—No sabe lo feliz que me siento —le felicitó Stephen, estrechándole la mano—. A este paso, Tom, viviré para felicitarle por enarbolar su insignia de almirante.

—Gracias, gracias, señor —dijo Tom mientras subía las escaleras de dos en dos—. Jamás había oído nada tan bien expuesto, ni con tanta elegancia e ingenio.

—Sophie, amor mío —dijo Stephen antes de besarla en ambas mejillas—, no podrías estar más radiante, querida, aunque percibo cierta tensión en ti; es más, yo diría que incluso tienes fiebre. Me parece, doctor Gowers, que podríamos aprovecharnos de la situación para recetar una dosis de eléboro tanto a la señora Aubrey como al comodoro.

—El comodoro —murmuró Sophie, apretándole el brazo.

—Coincido plenamente con mi colega-dijo Stephen después de que ambos observaran a los niños, que permanecieron atontados desde que entró—. Se trata de un estado avanzado de un principio de sarampión. Observe el aspecto hinchado y abotagado que tiene el rostro de la pobre Charlotte.

—No soy Charlotte. Soy Fanny; y mi rostro no está hinchado ni abotagado.

—Oh, Fanny, qué lástima —exclamó su madre muy preocupada, antes de echarse a llorar.

—Tan hinchada y abotagada que no tardará en manifestarse la erupción. Lamento mucho que sea el sarampión, porque no podré traer a las niñas a que conozcan a las pacientes. Como la mayoría de gente negra, no están protegidas contra la enfermedad, y puede resultar mortal para ellas. Y ahora, querida Sophie, debo ir a recogerlas. Te ruego que no te muevas. —Y, a su oído, añadió—: Me siento muy feliz por Jack.

—En breve veré el rostro de un pequeño que no está ni hinchado ni abotagado, una criatura que, además, es incapaz de responder de ese modo —murmuró para sí Stephen mientras bajaba por las escaleras.

En el salón encontró nada más y nada menos que a la señora Williams, que estaba a punto de estallar del mal genio que llevaba.

—¿Dónde están Sarah y Emily? —preguntó.

—¿Las negritas? Las envié a la cocina, que es donde deben estar —respondió la señora Williams—. Cuando entré no me saludaron ni se dirigieron a mí tratándome de señora. Y cuando les dije «¿No sabéis que no debéis limitaros a dar los buenos días sin más como si hablarais con el gato, y que ante una dama debéis hacer una reverencia?», pues ahí se quedaron, mirándose y sacudiendo la cabeza.

—Tenga usted en cuenta, señora —dijo Stephen—, que han pasado buena parte de su vida a bordo de una nave de guerra, donde no hay damas que valgan, y donde las reverencias, si existen, tan sólo se observan con la oficialidad.

—Entiendo que son de su propiedad —replicó la señora Williams, después de aspirar con fuerza—; si es así, debo informarle a usted de que en Inglaterra está prohibida la esclavitud, de modo que lo más probable es que pierda usted a sus niñas. En las colonias, sí; pero jamás debemos olvidar que Inglaterra es un país libre y que en cuanto los esclavos ponen un pie en suelo patrio también ellos son libres. Por supuesto que, como extranjero, no puede usted comprender nuestro amor por la libertad. Pero jamás debemos olvidar prestar atención a todos los aspectos de un negocio ventajoso, o podríamos descubrir que no hemos adquirido más que humo. —Su naturaleza retorcida y su mal temperamento le impelían a añadir algo acerca de que la caridad empezaba en casa de uno, puesto que al reflexionar un poco en sus ropas y desparpajo pensó que quizá fueran protegidas en lugar de esclavas, pero pese a lo enfadada que estaba no se atrevió a llegar más lejos.

—A sus pies, señora —dijo Stephen después de contemplarla largamente con sus ojos claros, recoger el sombrero e inclinarse. Se dirigió a la cocina, donde encontró a las niñas que describían a dos cocineros de barco retirados la belleza del hielo verde que habían visto frente al cabo de Hornos.

Estuvieron muy calladas durante el resto del viaje, y aprovecharon para observar la maravillosa y desconocida campiña inglesa bajo la luz del atardecer. Stephen hizo lo propio. Sus pensamientos, al igual que los de Jack, eran confusos dada la variedad de emociones fuertes que sentía: la ansiedad del reencuentro entremezclada con un miedo que temía nombrar siquiera; y, al igual que Jack, buscó refugio reflexionando acerca de la señora Williams. No sólo había pasado de ser la pariente pobre y desesperada —continuamente consciente de su dependencia—, a recuperar su anterior grado de seguridad en sí misma (aunque no de dominio, pues Sophie se había vuelto más fuerte que ella) y de indignante santurronería; también se había experimentado un cambio en ese ser anterior, una especie de disipación añadida, una tendencia a abandonarse en un diván, una grosería absurda, ocasional e inapropiada, o, cuando menos, una expresión totalmente incongruente e incivilizada, como si al manejar las apuestas hubiera absorbido parte de la tosquedad que reina en el ambiente de las carreras de caballos.

—No me sorprendería nada que haya adoptado la costumbre de echarse un chorrito de ginebra en el té —dijo en voz alta—, y que además esnife tabaco en polvo.

Poco después de pronunciar estas palabras empezó a llover. El paisaje se desvaneció, y Emily se quedó dormida en el regazo de Padeen. El postillón se avino a encender las lámparas que había en el interior del carruaje, pidió perdón, volvió a preguntarles la dirección, y condujo lentamente, clop, clop, clop. Recorrida una milla más o menos, después de intercambiar gritos con el granjero de un carro, el postillón volvió a detenerse, se acercó de nuevo a la puerta, rogó que le perdonaran y dijo que mucho se temía que habían tomado el camino equivocado. Podría girar cuando encontrara espacio para hacerlo. Esta escena se repitió una o dos veces más, pero no mucho después de ponerse el sol llegaron al pelado terreno elevado que conducía a Barham Down.

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