El comodoro (32 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

—Piense en el bien de la Armada —adujo Giffard.

—Muy cierto —dijo Stephen, que interrumpió su réplica para elevar el tono de voz—: Adelante.

—Por favor, señor —dijo un paje de escoba—. El señor Killick me encarga preguntarle si no piensa ponerse la camisa de volantes. Lleva con ella en la mano como media ampolleta o más.

—Jesús, María y José —exclamó Stephen, llevándose la mano al lugar donde debía encontrarse el reloj que había olvidado en el jardín de popa—. Señor Giffard, le ruego me perdone… ¿Le parece bien que le informe más adelante de mi decisión, cuando haya podido considerarla con más calma?

* * *

La capacidad de confeccionar con celeridad una camisa de batista a la medida y adornarla con una pechera de volantes, para después planchar esa misma pechera hasta conferirle una tensa perfección, parecía cosa harto improbable en alguien tan tosco como Killick; sin embargo, era un marinero, y más diestro con la aguja de lo que solía serlo un hombre de su profesión, de modo que ni él ni nadie lo consideraron fuera de lugar.

Por tanto, Stephen aguardó de pie en el alcázar del
Bellona
la llegada de los invitados, vestido con tan elegante camisa. Se anunciaron los nombres de las embarcaciones: la
Thames
, la
Aurora
, la
Camilla
, la
Laurel
, a medida que los capitanes de éstas llegaban en la falúa correspondiente, uno detrás de otro, saludados con el toque del silbato a modo de bienvenida. Estaban todos presentes cuando apareció la falúa del
Stately
, gobernada por el orgulloso timonel de Duff, acompañado por un guardiamarina tocado con un sombrero adornado por un lazo dorado y bogada por diez jóvenes remeros, ataviados hasta el paroxismo de la elegancia y el esplendor náuticos: apretados calzones blancos con galones en las costuras, camisas con bordados, pañuelos de cuello rojos, sombreros de paja de ala ancha y coletas serpenteantes. Con las palabras de Giffard en mente, Stephen los observó con atención. Por separado no había nada que llamara la atención en aquellos marineros, pero consideró algo recocido el hecho de que compartieran un mismo uniforme. Y no fue el único. Jack Aubrey echó un vistazo a la falúa después de saludar al capitán Duff, rió con ganas y dijo:

—Palabra, señor Duff, que tendrá usted que cuidar del aparejo de esas señoritas, antes de que cualquier zafio empiece a tener ideas cómicas al respecto. Ya me parece oírles decir: «sodomizadlos mañana» y citar después el Artículo vigésimo noveno. ¡Oh, ja, ja, ja!

La comida fue de maravilla, e incluso el Emperador Púrpura, consciente de su capacidad para meter la pata y fiel devoto de su estómago, se había propuesto mostrarse agradable. Una sesión de pesca a la cacea desde las aberturas de la cámara de oficiales había servido para hacerse con un espléndido ejemplar joven de pez espada; el ganado del comodoro, tres pares de aves y una oveja; su bodega, una cantidad considerable de clarete, forzosamente caliente pero con la calidad suficiente para hacer los honores; y la ternera de Jersey, un dulce frío hecho con nota, licor y zumo de limón; también se sirvió un queso aceptable y bizcochos de almendras, con los que los invitados pudieron capear la tormenta provocada por el oporto.

Stephen disfrutó mucho de la comida sentado, a un lado, junto a Howard —con quien pudo conversar sobre Safo y las alegrías que le había proporcionado la campana de inmersión—, y, por el otro, con un oficial de infantería de marina que conocía a un número sorprendente de miembros del mundillo literario londinense y quien, para su enorme placer, le habló de la novela del señor John Paulton, novela que todo el mundo alababa en ese momento, obra dedicada, curiosamente, a un caballero que tenía el mismo nombre que el doctor Maturin y que sin duda debía tratarse de algún familiar de Stephen.

El capitán Duff estaba sentado enfrente de él y tuvieron ocasión de cruzar algunas palabras amistosas; pero no más, ya que la mesa era demasiado espléndida y el rumor de la conversación no hacía honor a tal apelativo. Pese a todo, en ocasiones, cuando sus contertulios estaban empeñados en otro asunto, Stephen aprovechó para inspeccionar su rostro, su comportamiento y conversación: Duff era un hombre inusualmente atractivo y de aspecto viril, de unos treinta y cinco años y más corpulento que la mayoría, sin un solo atisbo de los rasgos que suelen asociarse a los afectos poco ortodoxos; la grosería del comodoro no pareció afectarle en lo más mínimo, y en ocasiones Stephen se preguntó si los oficiales del
Stately
no estarían completamente equivocados. Era obvio que se trataba de un hombre cordial, tanto como solían serlo los oficiales de guerra, dispuesto a complacer y a ser complacido. En definitiva, un buen contertulio. Stephen sabía que había combatido en uno de sus mandos, una fragata de treinta y dos cañones de doce libras, y que lo había hecho con distinción. Sin embargo, hubo algunos momentos en los que le pareció observar cierta ansiedad, cierto deseo de aprobación.

«Si sus oficiales están en lo cierto —reflexionó Stephen cuando hubieron brindado a la salud del rey—, cuánto ansío que el comentario aparentemente cándido e inocente de Jack le sirva de advertencia.»

Todos los presentes tomaron el café en la toldilla, de pie con las tazas en la mano, disfrutando de la brisa. Antes de despedirse del comodoro, Duff se acercó a Stephen para decirle que esperaba poder verle en tierra, cuando arribaran a Sierra Leona.

—Yo también lo espero, de veras que sí —respondió Stephen—, aunque también espero poder observar algunas de las aves, bestias y flores de esta zona. Llevamos a bordo a un joven oficial buen conocedor del entorno, a quien he pedido que me hable de todo ello.

* * *

Pero pasó mucho, mucho tiempo antes de que el señor Whewell pudiera contar al doctor todo lo que sabía acerca de la fauna del África Occidental, ya que día tras día estuvo encerrado con el comodoro y sus oficiales en jefe mientras la escuadra singlaba lentamente hacia el sur. Por lo general, aquélla era la parte más agradable del viaje en un barco estanco, empujado por los alisios bajo un sol intenso que aún no merecía el calificativo de sofocante, pues no hacía falta tocar una escota o una braza y los marineros en cubierta confeccionaban de día la ropa de verano, mientras que de noche bailaban en el castillo de proa. Sin embargo, las cosas habían cambiado, habían cambiado mucho, habían cambiado más de lo que el más veterano de los marineros era capaz de recordar. El comodoro, secundado por la mayoría de sus capitanes, había empezado a preparar a la escuadra: «No hay un minuto que perder», observó después de ordenar que enarbolaran la señal correspondiente a la
Thames
, conforme largara más trapo; y estaba claro que tenía razón. Ni siquiera su propio barco, superior en capacidad artillera gracias a la presencia de un fuerte contingente de antiguos marineros de la
Surprise
, era tan rápido como la
Thames
llegada la hora de echar, dotar y armar todos los botes, y más de una palabra malsonante cruzó el capitán Pullings con sus tenientes, segundos del piloto y guardiamarinas, palabras que pasaron de unos a otros, a veces impregnadas de un acaloramiento excesivo. Todo el negocio de echar los botes al mar con prontitud, al igual que envergar los mastelerillos de juanete en trece minutos cincuenta y cinco segundos, o desenvergarlos en dos minutos veinticinco segundos, era uno de tantos ejercicios de puerto con que descollaba cualquier comandante del apostadero de Antillas. Aunque las gentes de la
Thames
no parecían conscientes de qué hacer en cuanto se encontraban en el agua embarcadas en los botes (aparte de bogar), su velocidad dejaba en ridículo al resto de componentes de la escuadra.

Día tras día sudaban la gota gorda con los ejercicios de artillería, con las prácticas de armas ligeras y con ese ejercicio de echar los botes, embarcar y bogar que, a menudo, incluía también el transbordo de carronadas en las embarcaciones auxiliares de mayor calado. Todas estas actividades, que no sólo debían ser, sino que eran adecuadamente cronometradas, se llevaron a cabo junto con el resto de faenas habituales, y aunque sumieron a los marineros en un estado parecido al letargo durante los primeros días, se produjo un descenso considerable en toda la escuadra del número de tripulantes que faltaban al deber, incluso en un barco desafortunado como la
Thames
: casi no hubo borrachos, ni peleones, ni murmullos (el peor crimen de todos).

Desde el principio entró en juego el afán de emulación, lo hizo con denuedo, y en una ocasión Stephen vio a Joe Plaice, su amigo templado, gordo y calvo, arrojar el sombrero en cubierta y saltar encima lanzando un juramento desmedido, cuando el guardiamarina del cúter azul, después de comparar las marcas, afirmó que la
Laurel
loshabía aventajado en seis segundos a la hora de cruzar las vergas superiores. Por supuesto, Jack Aubrey, testigo de las miradas pétreas con que los demás recibieron a bordo a la dotación de la falúa, a veces se preguntaba si la rivalidad no estaría alcanzando un punto de no retorno; sin embargo, no tenía tiempo para pensamientos abstractos, puesto que pasaba la mayor parte del día con Whewell, John Woodbine —piloto del
Bellona
y excelente navegante—, el señor Adams y, en ocasiones, el propio Tom Pullings, repasando las cartas, anotando los comentarios de Whewell, cotejándolos con la documentación del Almirantazgo, e intentando en su fuero interno planear una breve y sorprendente jugada de apertura para la campaña contra los negreros, campaña destinada a impresionar a la opinión pública. Breve, breve, por fuerza tenía que ser breve. Le obsesionaba el temor de faltar a su cita con los franceses, verdadero objetivo de la expedición, y sabía —¿quién mejor que él para saberlo?— que prácticamente toda la costa africana que le concernía era poco fiable desde el punto de vista del viento, en particular los temibles golfos. Si todo se desarrollaba como esperaba pero al poner rumbo norte la escuadra se veía atrapada en las calmas, flácidas las velas, sin hacer avante, mientras que los franceses marchaban al noroeste hacia Irlanda, procedentes de algún punto cercano a las Azores —puesto que fintarían en esa dirección, como si su intención fuera la de atacar las Antillas—, estaba dispuesto a colgarse del palo mayor. Por otro lado, tenía que hacer lo posible por cumplir con sus órdenes, y no sólo eso, sino que además tenía que dejarse ver y oír mientras cumplía con su deber.

La muerte de Gray había abierto una vacante entre los tenientes del
Bellona
, y su modo de solucionarlo fue proporcionando una capacitación temporal a Whewell. Sabía que algunos de sus jóvenes caballeros se sentirían muy agraviados por ello, puesto que una capacitación temporal concedida por un comodoro tenía todos los visos de verse confirmada por el Almirantazgo; pero no podía pasar sin los excepcionales conocimientos y los contactos de Whewell, su comprensión de los asuntos tanto tribales como mercantiles en toda la costa, y su capacidad para las lenguas. Además, simpatizaba con Whewell antes de haberse acostumbrado a su desagradable sonrisa, y no sólo por tener las ideas claras, una inteligencia aguda y una comprensión del mar propia de un oficial, sino por su forma de ser. Aquellas reuniones de planificación a menudo solapaban las horas establecidas para la comida, así que Jack y sus colegas las celebraban ahí mismo sin interrupción, e incluso llegaron en ocasiones a prescindir por completo de la sacrosanta comida.

Todo esto devolvió a Stephen al lugar que por naturaleza debía ocupar en la economía doméstica de a bordo: el cirujano era un miembro más de la cámara de oficiales. Aunque la cámara del
Bellona
era un apartamento largo y atractivo, con una espléndida galería de popa propia, a menudo le parecía excesivamente concurrida. En calidad de buque insignia llevaba a un teniente y a un oficial de infantería de marina de más, de modo que cuando Stephen hacía acto de presencia, por lo general tarde, era el decimotercero en sentarse a la mesa, lo cual sacaba de sus casillas a sus compañeros de rancho y a los miembros del servicio. Rara vez había comido antes ahí, así que a duras penas sabían todos de qué pie calzaba. De todos era conocido el hecho de que era amigo íntimo tanto del capitán como del comodoro, y se decía que era más rico que ambos, lo cual constituía otro motivo de reserva, tanto más cuanto no parecía amigo de habladurías y a menudo parecía completamente ausente.

En resumidas cuentas, se sentía un tanto cohibido en compañía de los presentes, compañía que, curiosamente, o al menos eso le pareció, no incluía a ninguno de sus antiguos compañeros de tripulación. Puesto que también consideraba insoportable la cháchara y las anécdotas interminables de dos de los tenientes de infantería de marina, por no mencionar los trucos de magia que el contador se empeñaba en hacer, optó por presentarse al finalizar la comida, o llevarse algo en un pañuelo a la cabina del cirujano, situada abajo, bien lejos, en la enfermería del sollado.

Desde el viaje a La Coruña, Stephen se había sentido arrebatado por una profunda felicidad, tanto dormido como despierto. La suya era una felicidad subyacente, dispuesta a aflorar a la superficie en cualquier momento. Sin embargo, más que teñida se veía acompañada de cierta añoranza por la vida en el mar que había conocido hasta el presente, la vida de un pueblo donde uno conoce al resto de habitantes, donde, a fuerza de tratarlos continuamente, lo normal era hacer buenas migas prácticamente con todos ellos. Un pueblo cuya geografía, si bien compleja, seguía una lógica marina, propia, y que, con el tiempo, se volvía tan íntima como la de un hogar.

Sin embargo, un navío de dos puentes era una ciudad, y se necesitaría de un periodo de servicio extenso para vislumbrar una pálida sombra de la misma independencia y compañerismo entre sus seiscientos habitantes (incluidos los supernumerarios), si es que eso podía llegar a ser posible. Ahí estaba el caso del
Worcester
, cómo no, y del horrible y viejo
Leopard
; mas su paso por el primero había constituido una experiencia breve y variada, mientras que el segundo, poco más grande que una fragata pesada, había desembocado en tal riqueza de conocimientos en filosofía natural, tanto de las criaturas como de la escasa vegetación del Antártico, que apenas estaban a la altura de figurar como ejemplos de lo que sentía en el momento presente.

«No sólo la disparidad de tamaños es lo que marca la diferencia —reflexionó dejando su cabina para disfrutar de un poco de aire fresco antes de hacer la ronda—, también la marca la presencia de esta otra dimensión, este piso adicional, o cubierta.»

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