El comodoro (29 page)

Read El comodoro Online

Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

—Oh, Stephen —dijo Jack—, no tengo más ánimo para la música del que tengo para la comida. No he tocado el violín desde que largamos amarras. Pero, volviendo a Hinksey ¿qué opinión te merece?

—La suya es una compañía de lo más agradable: es un erudito y un caballero con gran educación, y la verdad es que se comportó muy amablemente con Sophie cuando estuvimos fuera.

—Oh, no creas, le estoy muy agradecido por ello —dijo Jack, y en voz baja, con un gruñido, añadió—: Ya me gustaría a mí no tener tanto que agradecerle; sin ir más lejos, preferiría no tener que agradecerle el par de cuernos que llevo.

Stephen no pareció haber oído lo dicho, tenía la cabeza en otra parte.

—Recuerdo —dijo finalmente— que jugaban al críquet y que alguien golpeó o atrapó la pelota con tal destreza que se produjo un murmullo de aprobación. El caballero que estaba a mi lado comentó: «¿Quién ha sido? ¿Quién ha sido?», al tiempo que saltaba arriba y abajo.

«Ha sido ese caballero tan agraciado», respondió su acompañante. «El señor Hinksey.» Según parece se le tiene por hombre atractivo.

—Obras son amores, que no buenas razones —dijo Jack—. Me pregunto qué verán en él.

—Oh, supongo que su figura atlética, no me lo negarás, y su amabilidad. Me parece que reúne todas esas cualidades capaces de complacer a una joven mujer. O a una mujer de cierta edad, para el caso.

—Me pregunto qué verán en él —repitió Jack.

—Quizá mi imaginación vuele con otras alas, amigo mío. Sin embargo, sea como fuere, al parecer esa señorita Smith, Lucy Smith, ve lo suficiente en él como para haber aceptado su propuesta de matrimonio. Él mismo me lo explicó, no sin cierto triunfalismo modesto, al concluir la comida. Antes de separarnos me confesó que el padre de la dama, uno de los principales de la Compañía de Indias Orientales, aprueba el enlace tan decididamente que ha recurrido a toda su influencia para que se nombre obispo de Bombay al señor Hinksey, un obispo anglicano, por supuesto. Puede que Bombay, puede que Madrás o Calcuta, aunque puede que me dijera obispo sufragáneo, no lo sé porque tenía la mente un poco enturbiada después de tanto brindis. De cualquier modo, un noble puesto en las Indias para él y su esposa. Jack, ¿seguimos en la región de la cerveza, verdad?

—¿Cerveza? Oh, claro que sí, vamos, eso creo… Stephen, no puedo decirte cuánto me alegra que me lo hayas contado. ¿De modo que va a casarse? He pasado tanto miedo… Stephen, ahí tienes el oporto… He estado a un tris de despampanarme… estúpidamente, menudas ideas más deshonrosas.

—Me alegro de que no lo hicieras, hermano. Ni la amistad más entrañable soportaría semejante tensión: los resultados siempre son desastrosos.

—Estoy tan contento —observó Jack al cabo de poco; y era obvio que se desinflaba por momentos—. Pero, ¿qué me decías de la cerveza?

—Te preguntaba si seguíamos en la región de la cerveza, en el dominio, en esa parte del océano en que la cerveza que estibamos en puerto y que servimos al ritmo diario, absurdo, criminal, de un galón (¡ocho pintas!) por cabeza, sigue estando disponible. ¿O acaso ha cedido la cerveza su puesto al grog, brebaje pernicioso donde los haya?

—Creo que seguimos con la cerveza. No acostumbramos a quedarnos sin ella hasta divisar la cumbre de Tenerife. ¿Te apetece?

—Si eres tan amable. Hoy en particular necesito disfrutar de un buen descanso; la cerveza, la respetable cerveza de un barco, es el mejor remedio conocido para procurar sueño.

Al cabo de poco, Jack regresó con un recipiente de cuarto de galón, del que tomaron tragos alternativamente mientras permanecían sentados con la mirada vuelta a popa, observando la larga estela iluminada por la luz de la luna.

—¿Sabes? —dijo Jack—. No hice ninguna acusación directa.

—Hermano —dijo Stephen—, podrías darle un patadón de órdago al trasero de una mujer, y después sostener a pies juntillas que no abofeteaste su rostro.

—Aun así —siguió Jack media pinta después—, ella no debió decir aquello de «tu furcia», cuando resulta que, como bien sabes, soy totalmente inocente al respecto.

—En ese caso… Pero ¿en cuántos otros no fuiste tan culpable como te permitieron serlo tus flaquezas? Qué bochorno buscar evasivas de ese modo. Fue desafortunado; pero eso no te concede la superioridad moral. Ni la más mínima superioridad moral. Tú único rumbo de acción consiste en arrastrarte panza abajo entre bramidos de
Peccavi
mientras te golpeas el pecho. Y voy a decirte algo. Jack, tanto Sophie como tú estáis dolidos, profundamente dolidos, debido a esos condenados celos, a esa falla perniciosa que malea la vida tanto interior como exterior; y si no ciñes al viento puede que acabes por arrepentirte de veras.

—Siempre he tenido motivos para enorgullecerme de no ser celoso —dijo Jack.

—Durante mucho tiempo me enorgullecí de mi superior belleza, más o menos por iguales motivos; o incluso por motivos más sobrados que los tuyos —replicó Stephen, y apuraron la cerveza. Después, cuando regresó a la cabina procedente del jardín de popa, añadió—: Pero me alegro de que no te sinceraras. Después me lo habrías echado en cara y, de cualquier modo, no podría haberte obsequiado con toda la compasión de la que tú te creías merecedor. Por la mañana debo abrir a un paciente aquejado de piedra, y cualquier desacuerdo matrimonial, sobre todo si se fundamenta en una cadena de equivocaciones, me parece superfluo si lo comparo con el hecho de someter a alguien a una litotomía en alta mar, y a una muerte más que probable acompañada por un miedo terrible, un sufrimiento sin par y la aflicción… A una aflicción atroz.

CAPÍTULO 7

El señor Gray se sometió a la operación con una entereza sin par. Físicamente no tenía otra opción, puesto que estaba inmovilizado y atado a una espantosa silla, separadas sus piernas y desnuda la panza a merced del cuchillo. Su entereza parecía provenir de otro plano, y a pesar de que Stephen había abierto a más de un paciente —paciente en la acepción que entendemos por sufridor—, jamás en toda su vida había visto nada parecido al firme tono de voz de Gray, ni al agradecimiento tan coherente que le dio al librarlo de las correas de cuero, cuando su rostro conmocionado, pálido y sudoroso dio muestras de perder la conciencia, cosa que finalmente hizo.

A Stephen le dolía profesionalmente perder la vida de uno de sus pacientes; y a menudo también le pesaba desde un punto de vista personal, y lo hacía durante largo tiempo. No creyó que perdería a Gray por mucho que su caso fuera tan desesperado; no obstante, la infección que arraigó en lo más hondo de su organismo fue cobrando fuerzas pese a todo cuanto hizo el doctor Maturin, y lo enterraron a dos mil brazas de profundidad poco después de que la escuadra tomara los alisios del noreste. El viento, aunque entablado, sopló al principio con suavidad, y el comodoro obtuvo una prueba excelente de las cualidades marineras de sus barcos: cuando navegaban con brío sin descuidar las respectivas posiciones, el
Bellona
superaba al
Stately
cargado de sobrejuanetes, alas y rastreras inferiores; la
Aurora
podía marchar más que ambos buques de dos puentes, pero la
Thames
apenas lograba mantenerse a la altura. No le pareció a Jack que fuera debido a su casco, ni a la vagancia de los marineros que trepaban deprisa para acortar de vela, sino más bien a la ausencia de un oficial que comprendiera las sutilezas de la navegación. Escotas tesas a popa por la fuerza bruta, las amuras de las velas abajo y con brío, y las bolinas tesas como cuerda de violín siempre que el viento venía un poco a proa del través: ésas eran las máximas universales de sus oficiales, sus axiomas, aunque por supuesto superaban a todos los demás en lo referente al brillo del metal y a la pintura; uno no tenía más remedio que admitir que ya disparaban un poco más rápido, aunque su puntería no hubiera mejorado en lo más mínimo. Los barcos de menor porte, la
Camilla
de veinte cañones de Smith, y la
Laurel
de Dick Richards, de veintidós cañones, eran, no obstante, una delicia. Ambas contaban con un gobierno extraordinario, y ambas poseían muchas de las virtudes de su querida
Surprise
, pues eran buenas embarcaciones, veleras y tan carentes de abatimiento como era posible en un barco de aparejo redondo.

—Voy a decirte de qué se trata, Stephen —dijo Jack, estando ambos de pie en la galería de popa, rodeados de estatuillas doradas pertenecientes a otros tiempos, a cuando se lucían chaquetas largas—, el barómetro se ha disparado como una mujer caprichosa, y en estas aguas no recuerdo que sucediera tal cosa sin ir acompañada por una calma chicha o algo muy parecido. Durante la guardia del segundo cuartillo… Oh, Stephen, siempre que pronuncio esa palabra me acuerdo de cómo lo describiste una vez, creo recordar que, según tú, el cuartillo era una guardia pero cuarteada, claro, cuarteada en cuatro partes, oh, ¡ja, ja, ja, ja! No sabes la de veces que me habré reído solo. Bueno, si mis cálculos, los de Tom y los del piloto son acertados, a esas alturas tendríamos que haber cruzado el paralelo treinta y uno, momento en que romperé el sello de las órdenes secretas. Según la medición que hicimos al mediodía nos encontrábamos tan cerca que podría haberlo hecho en ese momento, pero siento un temor reverencial y supersticioso por tales asuntos. No sabes cómo ansío encontrar buenas noticias en ellas: órdenes de buscar al enemigo, algo que se parezca a navegar de verdad en tiempo de guerra, cosa que con una escuadra de este tamaño no sería extraño, en lugar de luchar en escaramuzas puntuales para liberar a un puñado de miserables esclavos.

—Quizás esos miserables esclavos también sean dignos de consideración —observó Stephen.

—Oh, seguro que sí. Soy el primero en afirmar que en ningún caso querría ser un esclavo. Aunque Nelson mismo dijo que si se abolía el tráfico… —Calló pronunciando un «Empero», ya que aquél era uno de los escasos particulares en los que difería completamente de Nelson—. No creas, Stephen —añadió poco después, tiempo que aprovechó la
Ringle
para cruzar su estela. Como era el buque de pertrechos del
Bellona
no tenía por qué observar una posición concreta en la línea, siempre y cuando se mantuviera siempre a distancia de bocina, cosa que Reade conseguía ofreciendo un auténtico recital de las cualidades de la embarcación—. No creas que estoy descontento, que gruño o me muestro desagradecido por disfrutar de este espléndido mando. Pero he pensado, reflexionado y ponderado…

—Hermano —interrumpió Stephen—, te vuelves prolijo.

—… y he llegado a la conclusión de que esta escuadra es demasiado espléndida para la labor que nos han encargado. Además hay ciertos detalles que no me han gustado desde un buen principio: su existencia corrió de boca en boca como si fuera a celebrarse un partido de pelota, y los periódicos publicaron titulares de esta índole: «Hemos sabido gracias a un caballero cercano al Ministerio que éste ha decidido emprender una serie de medidas decididas contra el despreciable tráfico de negros, y que el valiente capitán Aubrey, dispuesto a que la Libertad reine tanto en los mares como en tierra, se hará cargo de comandar una poderosa escuadra», y el muy infeliz va y da los nombres de todos los barcos, equipajes y portes. Y ese periódico, además del
Post
y del
Courier
, también señaló, lo cual era muy cierto, que la presente sería la primera vez que se despacharían navíos de línea para cumplir semejante misión. «Va a emprenderse un esfuerzo enconado por barrer de una vez por todas este vil comercio de carne humana, que redundará en beneficio del Ministerio.» Pues eso lo leí en Lisboa; y después docenas de noticias similares. Demasiadas hablillas y jaleo innecesario, a menudo excesiva y desagradablemente centrado en mi persona… rimbombante. ¿Cómo pretenderán que los cojamos por sorpresa si no hacen otra cosa que revelarlo a voz en grito desde los tejados? Pero lo que pretendía decir desde un principio era que, ya sean buenas o malas noticias, estoy tan convencido como uno pueda estarlo de cualquier cosa que tenga que ver con el mar, que caerá el viento o que habrá calma chicha, de tal manera que me he propuesto convidar a comer a los capitanes de navío. Resulta imposible conseguir una escuadra un poco eficiente sin que exista cierto grado de comprensión mutua.

—Si lo que deseas es congraciarte con el Emperador Púrpura, bastará con que le hables de lord Nelson, del comercio de esclavos y de la Armada real. Su cirujano consultó conmigo al respecto de la salud de su majestad imperial: me acerqué hacia el paciente, quien compartió conmigo la opinión que le merecía la presente empresa. Según él, es una bobada intentar guardar semejante extensión de costa de norte a sur con una escuadra de nuestro tamaño. E incluso si nos limitamos al área general de Whydah, por ejemplo, ningún navío de línea ni las escasas fragatas de que disponemos podrían apresar a un barco negrero, exceptuando que se haga en condiciones de tiempo muy duro. Hasta el momento casi todos ellos son goletas de cubierta baja, muy marineras, construidas sobre todo con miras a la velocidad y gobernadas por marineros de los mejores. Pero, aunque ése no fuera el caso, ¿de qué serviría? Después de rescatadas las desdichadas criaturas, provenientes de todo tipo de tribus del interior, que no disponen de un lenguaje común para entenderse entre ellas y a menudo se odian a muerte, serán conducidas a Sierra Leona o a algún otro lugar sobrado de buenas intenciones, donde se les informará de qué deben hacer para pagar lo debido; esa gente no ha labrado en la vida y comen tipos diferentes de alimentos. No, no. Según él, sería mucho mejor, más bondadoso, dejar que viajen hacinados, que lleguen en un abrir y cerrar de ojos a las Antillas, y que allí los vendan a personas que no sólo cuidarán de ellos, pues cualquiera que mire por su propio interés cuidará de lo que tanto le ha costado, sino que además los convertirán en cristianos, que era lo mejor de todo, puesto que al menos los esclavos se salvarían, mientras que el resto de congéneres que queden en el África o que sean devueltos allí serán condenados por toda la eternidad. Entonces repitió aquello que dijiste acerca de que la abolición de la esclavitud supondría la destrucción de la Armada, y terminó diciendo que las Sagradas Escrituras aceptaban la esclavitud. Sin embargo, estaba totalmente dispuesto a cumplir con sus órdenes hasta donde fuera necesario, pues tal es el deber de cualquier oficial.

—¿Y qué respondiste a todo eso, Stephen?

Other books

Score (Gina Watson) by Gina Watson
The Arsenic Labyrinth by Martin Edwards
Breaker's Passion by Julie Cannon
One Night With You by Candace Schuler
Sidekicked by John David Anderson
Desire Unleashed by Layne Macadam
The Shunning by Susan Joseph
All That Glitters by V. C. Andrews