Stephen atravesó la sobrecámara para llegarse a la cámara con una sonrisa; pero encontró a Jack sentado de espaldas, con la mirada vuelta a la popa y ambos brazos apoyados sobre el escritorio alfombrado de papeles; permanecía inmóvil, y con tal mirada de infelicidad que la sonrisa de Stephen desapareció en un visto y no visto de sus facciones. Tosió forzadamente. Jack se volvió de inmediato, con una auténtica indignación que vino a enmascarar la desdicha un instante antes de que se levantara, tan delgado como cuando era joven, y abrazó a Stephen con más fuerza de la que era normal en él.
—¡Por vida de… Stephen, cuánto me alegra verte! ¿Cómo marchan las cosas en casa?
—Todo bien, que yo sepa, aunque como comprenderás he venido muy rápido en la silla de posta.
—Sí, sí. Háblame de tu viaje. Habrás disfrutado de vientos favorables todo el camino. Los del paquete dijeron que estuvisteis encalmados en los Downs hasta el pasado jueves, el jueves de la semana pasada, quiero decir. Dios mío, qué feliz me hace tenerte aquí. ¿Te apetece un poco de madeira y una galleta? ¿Jerez? ¿O quizás un café? ¿Qué tal si nos tomamos una cafetera entera?
—Por favor. Ese canalla de la
Ringle
, aunque sin duda es un gran marino, no tiene ni la menor idea de lo que es un café. Ninguna en absoluto, ninguna en absoluto, el muy animal.
—¡Killick, Killick! —voceó Jack.
—¿Y ahora qué? —preguntó Killick, que asomó por la puerta de la cabina dormitorio. Añadió el «señor» después de una pausa, y dedicando una sonrisa glacial a Stephen, dijo—: Espero que su señoría ande bien.
—Muy bien, gracias, Killick, ¿y tú, cómo estás? —Pues ya ve, señor, tirando. Aunque tenemos muchas responsabilidades con eso de lucir un gallardete.
—Calienta una cafetera —ordenó Jack—. Y mejor será que cuelgues un coy para el doctor.
—No, si ahora resultará que he pasado toda la mañana cruzado de brazos —replicó Killick, aunque lo hizo en un tono más suave de lo habitual en él, y no sin acompañar sus palabras con una mirada recelosa.
—Cuéntame pues lo de tu viaje —siguió Jack—. Temo haberte interrumpido con tantas prisas.
—No voy a preocuparte con mis asuntos en tierra, aparte de observar que el buque de pertrechos y su gente no podrían haberse comportado de forma más ejemplar, y que arribamos a Shelmerston y después a La Coruña, pero permíteme decirte que, pese al viento fuerte y favorable que a veces nos empujó por espacio de doscientas millas entre un mediodía y el siguiente, pudimos ver… —A continuación recitó una lista de aves, peces, mamíferos marinos (entre ellos una manada de ballenas), plantas, crustáceos y otras formas de vida que asomaron a la superficie o fueron arrastradas por una pequeña red, hasta caer en la cuenta de que perdía por momentos la atención de Jack—. Frente a Finisterre, el viento nos abandonó durante un tiempo continuó—, y me pareció divisar una foca monje; pero el viento pronto respondió a nuestros silbidos de protesta y nos trajo alegremente hasta que avistamos las Berlings y oímos el estruendo de los cañones. Ese excelente joven, Reade, cubrió de todo tipo de lona la embarcación, tan temeroso estaba de perderse la batalla, pues supusimos que se trataba de tal; no pareció dispuesto a arriarla cuando el viento refrescó y los palos se doblaron hasta lo indecible. Pero, sin embargo, resultó no ser más que un ejercicio de artillería de proporciones homéricas. Confío en que lo habrás encontrado todo a tu entera satisfacción, amigo mío.
—Stephen, fue un auténtico despropósito, de veras que sí. Aunque puede que la próxima vez lo hagamos mejor. Dime, ¿no te harías cargo de alguna carta al despedirte de Shelmerston? Me refiero a una carta de Ashgrove en particular.
—No —respondió Stephen—. Lamento de veras decepcionarte así, pero había prometido al joven Reade aprovechar la marea de la mañana, la sagrada marea de la mañana. Además, sumándose al afán por no faltar a la cita que había acordado contigo —uno podría decir incluso que «aparte del sentido del deber»—, viajaba en compañía de Clarissa Oakes y de mi hija, a las que he llevado a España, donde la segunda será tratada por una eminente autoridad; vamos, que no pasé por Ashgrove: Clarissa y Sophie no están en buenos términos.
—No. Lo sé.
—Lamento decepcionarte —repitió Stephen ante el silencio.
—Oh, no te preocupes por eso, Stephen —exclamó Jack—. Jamás podrías decepcionarme. En cualquier caso, sí me trajo el paquete de Lisboa una buena el otro día, menuda carta más desagradable. No te diré que me puso nervioso, pero…
«Hermano, sólo en una ocasión te había visto tan abatido como ahora —pensó Stephen—, y fue cuando borraron tu nombre de la lista de capitanes de la Armada.»
—Adelante —dijo Jack.
—Todo dispuesto, señor —informó Tom Pullings—. Y aquí tiene el informe del ejercicio. Me temo que no va a complacerle precisamente.
—No —admitió Jack después de echar un vistazo al papel—. No. No es nada halagüeño. Mejor será que nos pongamos manos a la obra para mejorarlo. Stephen, hace tiempo que no asistes a un ejercicio en toda regla con los cañones, y no recuerdo si has visto o no a un barco abrir luego desde ambos costados contra un objetivo. ¿Te gustaría presenciarlo?
—Es lo que más me gustaría del mundo.
Mientras se dirigían al alcázar, Pullings dio orden de tocar generala.
—Tan sólo se trata de los cañones de las baterías superiores, compréndelo —explicó Jack alzando su voz por encima del redoble de tambores—, los emplazados en la cubierta alta y en la cubierta de la segunda batería. Vamos, los de treinta y dos libras y los de dieciocho.
Ni siquiera el doctor Maturin podía suponer que aquél fuera un ejercicio normal con los cañones largos, después de ver cómo ordenaban a los hombres que abandonaran lo que estuvieran haciendo en ese momento para servir las piezas tres o cuatro veces antes de dar por terminado el ejercicio. Nada de eso. Tenía por objeto, cosa que todos en la escuadra sabían perfectamente, el proporcionar un ejemplo de cómo debían manejarse durante un combate. La dotación del
Bellona
se afanaba por asegurarse de que el ejemplo del buque insignia fuera precisamente eso, ejemplar, puesto que no sólo existía un sentimiento de orgullo tremendo en el barco, sino que incluso aquellos que habían servido con él en su primer mando, una torpe corbeta en el Mediterráneo, tenían la firme intención de complacer al comodoro, o más exactamente de evitar dar pie a su descontento, que podía ser devastador, sobre todo en ese momento. El señor Meares, el condestable, su ayudante, los cabos de cañón y, por supuesto, las dotaciones que los servirían, el primero, el segundo, el de la lanada que limpiaba el ánima, los fusileros, quienes orientaban las velas, los del trozo de abordaje, los sirvientes de la pólvora y los infantes de marina, llevaban lo suyo por la labor, habían emperifollado sus piezas, engrasado los carros, pedido grasa a los cocineros para desempachar los motones, dispuesto cordaje y chilleras o pasabalas de igual guisa, mientras que los guardiamarinas y oficiales al mando de las divisiones existentes también se desvelaban por cuidar el menor detalle de los chifles de la pólvora, los tacos de filástica, los guardacartuchos, las llaves, los trabajos y demás, cosas estas que se hacían tanto en las baterías del costado de estribor como en las de babor. Aunque el
Bellona
contaba con algo más de quinientos hombres a bordo, éstos no bastaban para atender ambos costados, de modo que cada brigada tenía que servir dos piezas.
Las dotaciones, a menudo capitaneadas por marineros veteranos de la
Surprise
acostumbrados a los modos de Jack Aubrey, o, en todo caso, por hombres experimentados que habían tomado parte en más de un combate, se formaron tan pronto como Jack asumió el mando, y habían practicado juntos desde entonces. Era de suponer que tendrían que haber ganado en confianza, pero no era así. Anudaron el pañuelo alrededor de su frente, tiraron de sus pantalones, escupieron en sus manos y clavaron la vista al frente, hacia la luz reluciente que iluminaba aquella mar rítmicamente encrespada, mientras el torso negro, el marrón o blancuzco pero moreno por el sol se movía de un lado a otro inconscientemente con el balanceo de cubierta: esperaban a que dieran la señal desde el alcázar y aparecieran los objetivos a los que debían disparar.
—Muy bien, señor Meares —dijo el capitán Pullings antes de que abriera fuego el cañón que debía dar la señal; el penacho de humo apenas había abandonado la popa cuando apareció el objetivo de estribor, tres conjuntos de barriles con su correspondiente lona gastada envergada en tres berlingas que venían a representar el castillo de proa, el combés y el alcázar de un navío de línea, todo ello remolcado con un señor cable por las embarcaciones auxiliares de la escuadra. Al cabo de dos minutos hizo acto de presencia el señuelo de babor, que también andaba a buen paso a trescientas yardas de distancia.
—Fuego a discreción de proa a popa —voceó Pullings desde el alcázar, y en cubierta el segundo teniente repitió sus palabras. Jack puso en marcha el cronómetro.
Dos largos balanceos y el barco escoró siete grados mientras los marineros mostraban los dientes. Al encaramarse a la siguiente ola, el cañón de treinta y dos libras situado en la amura de la cubierta de la segunda batería profirió un bramido plomizo, al tiempo que descargaba una puñalada de fuego que vino a iluminar el penacho de humo. La bala alcanzó las berlingas envergadas sobre los toneles del objetivo, lo cual provocó gritos de júbilo en ambas cubiertas del costado, aunque la brigada que servía el cañón no tuvo tiempo para sumarse a la algarabía. Se zafaron del cañón en el retroceso, el de la lanada limpió el ánima, metieron un cartucho y después la bala, ronzaron el cañón en batería a la velocidad del rayo, hicieron virar con toda su alma al monstruo de quinientas cincuenta libras de peso con un estampido y se dirigieron corriendo hacia el costado de babor, donde el segundo lo había dispuesto todo para que pudieran apuntar al siguiente objetivo. A estas alturas el cañoneo se había extendido hasta la mitad de ambas cubiertas del costado de estribor. El estrépito ensordecedor y el caprichoso humo ya tenían el ánimo y la percepción de Stephen Maturin completamente confundidos, y entonces el estruendo se redobló si cabe cuando los cañones de babor entraron en juego y un nuevo conjunto de blancos apareció a distancia de disparo. Sintió el ruido atronador, sobrecogedor, que acompañaba la salida de cada bala, fruto a su vez de una labor intensa y concentrada, visible al menos allá donde podía ver a las esforzadas brigadas del combés, bañadas en sudor mientras ronzaban, apuntaban y disparaban los cañones, para después correr al otro costado, ordenadamente, sin tropezar unos con otros, sin apenas dirigirse la palabra; el verbo sustituido por gestos, por una leve inclinación de cabeza que no necesitaba de más y que todos comprendían.
Todo terminó con un último estruendo del treinta y dos libras situado más a popa, y el silencio se cernió sobre aquel mundo ensordecido. La nube de humo cayó a sotavento, lejos de la escuadra.
—Me temo que no ha sido del todo el equivalente a tres andanadas en cinco minutos, capitán Pullings —dijo Jack, observando a un nervioso Tom.
—Me temo que no, señor —respondió Tom, sacudiendo la cabeza.
—Pero tampoco estuvimos muy lejos de conseguirlo; y no tardaremos mucho en animarnos un poco —añadió Jack—. En todo caso, ahora tengo una idea aproximada de lo que podríamos esperar, una idea bastante aproximada. ¿Qué le parece, doctor?
—No sabía que luchar por ambos costados fuera tan arduo —confesó Stephen en ese tono de voz más bien elevado que uno utiliza después del intenso fuego de los cañones—, ni que se necesitara de tal destreza y fuera tan peligroso debido al retroceso de los cañones en ambos costados y a la fuerza que despliegan. A menudo he presenciado el fuego de una sola andanada, que requiere de una sorprendente agilidad, pero esto supera todas mis expectativas. He observado cómo atendían en el combés tan espeluznante tarea —señalando con el dedo el empalletado del alcázar y los cañones de dieciocho libras de la cubierta superior, ahora convenientemente trincados y batiportados—, pero abajo, en la cubierta de la segunda batería, con todas esas enormes piezas retumbando en el oído de uno a otro costado y todo ese humo, debe de ser como estar en el mismísimo infierno.
—La práctica convierte al alumno en maestro —observó Jack—. Es maravilloso comprobar a lo que puede llegar uno a acostumbrarse. No hay mucha gente capaz de soportar tus serruchos y cubetas de sangre, pero a ti ni siquiera te empuja a enarcar una ceja. —Se volvió para dirigirse a la cabina y Stephen estaba a punto de hacer lo propio cuando vio acercarse al ayudante de cirujano de mayor antigüedad.
—Discúlpeme, señor —dijo—, pero nos preocupa mucho el estado del señor Gray, el primer teniente. Macaulay cree que podría tratarse de un ataque repentino y agudo de piedra; y si quiere mi opinión, estoy de acuerdo.
—Voy enseguida, señor Smith —dijo Stephen. Los gritos ahogados del paciente cobraron fuerza a medida que descendían cubierta tras cubierta. La llegada de Stephen supuso cierto alivio para él, y Gray dejó de gritar mientras duró el examen rápido que llevó a cabo el cirujano de a bordo. Fue rápido porque no había duda alguna al respecto, pero en cuanto volvieron a tumbarlo reanudó los quejidos, aunque hincó el diente en la sábana con todas sus fuerzas, arqueado el cuerpo, estremecido por el dolor. Stephen asintió, se dirigió hacia el dispensario, sacó su intacta tintura de láudano (en tiempos su único solaz, su único deleite, que a punto estuvo también de convertirse en su destrucción, pues se trataba de una solución líquida de opio) y algunas sanguijuelas, administró una dosis que sus ayudantes observaron boquiabiertos, les dio instrucciones y vendas, colocó media docena de sanguijuelas, le dijo al joven en latín que estaba completamente de acuerdo y que en cuanto el paciente estuviera en condiciones, si sobrevivía hasta entonces, llevaría a cabo la intervención, probablemente a primera hora de la mañana. El carpintero tendría preparada la silla que necesitaría. Creía recordar que el Archiboldo incluía una ilustración con medidas precisas.
Regresó al alcázar, donde paseó un rato disfrutando del almibarado anochecer. La escuadra arrumbaba sur sureste con poca lona, y proveniente del castillo de proa del
Stately
, el siguiente barco en la línea por popa, le llegó el sonido de la música, mientras los marineros bailaban a punto de finalizar la segunda guardia del cuartillo. En un momento dado vio a Killick en la oscuridad.