El comodoro (41 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

—En cuanto a lo que concierne al estadio, casi hemos completado nuestro recorrido de la costa. Hemos llegado tan al interior del golfo como había planeado, quizá más de lo que podía permitirme, y lo hemos hecho a tiempo, hasta el mismo golfo de Benín. Ahora nos encontramos al pairo frente a la mismísima costa de los Esclavos, y mañana o pasado confío que los bergantines costeros pondrán patas arriba Whydah y su enorme mercado de esclavos. Una vez resuelto eso, entregaré a Henslow el mando de las embarcaciones destacadas en la costa. Henslow es el comandante de bergantín de mayor antigüedad.

Nosotros pondremos proa a Saint Thomas, con objeto de aprovechar los alisios del sureste.

—Ahora recuerdo: ¡de allí a Freetown y al norte!

—Eso es. Respecto a nuestro éxito, no creo que nadie pudiera haber esperado más o, ni siquiera, tanto. Hemos apresado dieciocho buques negreros y los hemos enviado con las respectivas dotaciones de presa. Todos, o la gran mayoría, serán condenados, y es que cogimos por sorpresa a la mayor parte de estas embarcaciones al adelantarnos a las noticias de nuestra presencia, y puesto que nos dispararon serán condenadas por actos de piratería.

—¡Buen trabajo, por mi honor! Al menos habrás liberado a cinco mil negros. No se me ocurrió pensar que lograrías semejante hazaña.

—Seis mil ciento veinte, contando a las mujeres. Aunque hubo algunos portugueses a los que no tuvimos más remedio que dejar ir, pues poseían una documentación especial y cargaban a los esclavos en asentamientos portugueses. También tuvimos algunos dudosos; verás, cualquier comandante que aprese una embarcación que no incumpla la ley es susceptible de ser demandado por daños, por tremendos daños y perjuicios. Pese a ello, todo ha ido a pedir de boca. Hay algunos oficiales excelentes y muy activos a bordo de las embarcaciones que seguían la costa, así como en los botes. Whewell es uno de ellos, por supuesto. Mañana vendrá a recoger las órdenes referentes a Whydah, y si te sientes con fuerzas suficientes le pediré que te lea el diario de bitácora, que describe por orden todos los combates. Él participó en ellos, mientras que yo no pude ni olerlos, excepto en la toma de la presa de La Habana.

—No se me ocurre nada que pueda apetecerme más. Pero, aun así, hermano, pese a tan sorprendente éxito, te veo triste, abatido e inquieto. No quisiera pecar de exceso de confianza y si mis palabras te parecen indiscretas, tal y como temo, no creas que te acusaré de mostrarte circunspecto. Pero tu violín, que me ha mantenido con vida durante todas estas semanas desde la galería de popa, habla piano, pianísimo y siempre en
re
menor. ¿Tiene este pobre barco una vía de agua oculta que no se pueda solucionar? ¿Perecerá?

—Triste, sí, nunca me ha gustado liderar desde la retaguardia —confesó Jack después de mirarlo largamente—; y no sabes cuánto me aflige la muerte de tantos jóvenes a los que he enviado al interior. Cansado e inquieto: tengo dos motivos, dos razones de peso para estar cansado e inquieto. La primera es que los vientos, después de habernos sido tan favorables hasta el momento, se han vuelto crueles y desconcertantes, así es el tiempo en el golfo de Benín, y mucho me temo (al igual que Whewell) que puedan permanecer así durante meses, impidiéndonos alcanzar Saint Thomas hasta que sea demasiado tarde. La segunda es que si me las apaño para llevar mi escuadra hasta el punto de reunión a tiempo de enfrentarnos al francés, no estoy seguro de cómo se manejarán mis barcos. Lamento sobremanera decir esto, Stephen, aunque teniendo en cuenta que un barco es como una caja de resonancia imagino que nada de esto supondrá una novedad para ti. El hecho es el siguiente: dos embarcaciones, que suponen el cuarenta por ciento de nuestro peso total en libras por andanada, no están en condiciones. Gracias a todo el ejercicio que hemos llevado a cabo pueden disparar tolerablemente bien, y también pueden echar los botes al agua con tolerable celeridad, lo cual no me impide decir que no están en buenas condiciones. Ninguno de estos dos barcos disfruta de lo que tú denominarías armonía; y ambos están bajo el mando de hombres que no están preparados para asumir tamaña responsabilidad. Uno es un sodomita, o tiene fama de serlo, y esa sospecha le hace estar en muy malos términos con sus oficiales, mientras que la disciplina entre sus marineros deja mucho que desear; el otro es un maldito tirano, amigo del látigo, que poco tiene de marino. Si no lo pusiera en vereda cada dos por tres, ahora mismo estaría lidiando con un motín, un motín en toda regla, de los feos.

Jack hizo una pausa, cortó con aire ausente otra rodaja de piña para Stephen y se la ofreció. Stephen se lo agradeció con una inclinación de cabeza, pero no dijo nada. No quería interrumpir el hilo de su discurso.

—Odio tener que emplear tan chocarrera palabra para referirme a Duff, que es de mi agrado además de ser un buen marino, y me importa una higa el hecho de que sea o no sodomita. Pero tal como he intentado hacerle comprender, uno tiene que contenerse a bordo de un navío de guerra. Una muchacha a bordo es mal negocio. Media docena de muchachas convertirían cualquier barco en un manicomio. Pero si un hombre, un amante de otros hombres, es un sodomita desenfrenado, toda la dotación del barco se convierte en su presa. Mala cosa. He intentado hacérselo comprender, pero no soy un tipo muy ducho en esto de hablar y me atrevería a decir que se lo ha tomado a mal porque es en extremo discreto, y es que lo único que al parecer le importa es que su hombría, su coraje, su conducta como decimos nosotros, pueda ser puesta en tela de juicio. Cuando estaba dispuesto a atacar, fueran cuales fuesen sus posibilidades de salir airoso, todo iba a pedir de boca. Es muy complicado. Sus oficiales quieren arrestarlo para llevarlo ante un consejo de guerra, pues los tiene muy alterados con todo eso de los favoritos. Se dice que tienen testigos y pruebas. Si lo declaran culpable lo ahorcarán: ahí tienes el único fallo posible en estos casos. Qué negra está la cosa. Negra para la Armada, muy negra en más de un sentido. He hecho lo posible por cambiar a sus oficiales: después de la fiebre y las bajas resultantes han surgido varias vacantes que cubrir, pero su barco sigue… —Sacudió la cabeza—. Y respecto al Emperador Púrpura, que, por cierto, ni siquiera dirige la palabra a Duff y apenas lo hace cuando se dirige a mí, se las ha apañado para reunir una camarilla de oficiales muy próximos a su forma de pensar: no hay un solo marino entre ellos, e incluso el piloto necesita de ambas guardias para procurar que el barco esté en un estado cristiano. Así es la disciplina en las Indias Occidentales: escupir en los metales y pulirlos durante todo el santo día, y colgar hasta el último hombre de la verga, todo ello combinado, cómo no, con uniformes de calidad, una ignorancia supina de la profesión y un desprecio absoluto hacia cualquier capitán que demuestre tener otros intereses. Jamás en la vida me había topado con semejante pandilla de incompetentes reunidos en un barco de su majestad.

—Quizá con la larga travesía al norte que nos espera —se aventuró a decir Stephen, después de que Jack permaneciera en silencio durante un buen rato—, con el ejercicio constante y mares más fríos, estas dos embarcaciones enfermas recuperen cierta salud.

—Eso espero, no sabes cómo —dijo Jack—. Pero necesitaremos de una travesía increíblemente larga para conseguir que alcancen el nivel de exigencia de Nelson, y que todos los hombres cambien de quilla a perilla. Con alguien como el Emperador Púrpura no hay cambios que valgan: no hay nada que cambiar, tan sólo un conjunto de actitudes ampulosas. Seguro que el ejercicio y los mares fríos pueden obrar un milagro, aunque nosotros, por nuestra posición lejos de la costa, hemos estado muy ociosos. Stephen, ¿crees que si pudieras contar con la ayuda de algunos cojines podrías sostener el violonchelo? Tenemos mar llana. Con un par de cabos a la altura del pecho ni siquiera notarás el balanceo.

* * *

Cuando Whewell subió a bordo desde el cúter del
Cestos
encontró en el alcázar tanto al comodoro como al capitán con aspecto complacido. Después de cruzar los saludos de rigor, preguntó cómo estaba el doctor; el comodoro señaló la popa con un gesto de cabeza y Whewell, al prestar atención, oyó la voz honda y melodiosa, aunque un poco inestable, del violonchelo.

—Yo ya sabía que una simple fiebre amarilla no podría con él —dijo el comodoro—. Acompáñeme y, después de presentarme el informe, le haré pasar. El doctor ansia saber cómo han ido las cosas en tierra.

Ambos se dirigieron hacia la popa.

—Mi informe no podría ser más breve, señor. Whydah está vacía. Por fin las noticias se nos han adelantado, y no queda un solo negrero en la rada al que podamos apresar.

—No sabe cómo me alegra oír eso —confesó Jack, y al entrar en la cámara encontraron a Stephen atado con correas a un sillón, con aspecto de ser un niño que hubiera crecido de pronto—. Doctor —exclamó Jack—, aquí tienes al señor Whewell, que acaba de informarme de que han encontrado Whydah vacía. Me alegro de todo corazón porque no podemos destinar más oficiales y marineros a las dotaciones de presa. Con tantos en Freetown paseando la joroba andamos ya bastante por debajo del complemento. Y lo que es más, eso nos permite abandonar esta costa infernal de una vez por todas, arrumbar hacia Saint Thomas y hacia cualquier lugar cuyo aire podamos respirar. Pero ya que el viento anda más tieso que una rata atrapada en la bodega, y tiene pinta de seguir así hasta que se ponga el sol, nos pondremos en marcha, diremos adiós a bergantines y goletas y, después, daremos tal saludo a esas sabandijas de la ciudad y a los barracones que sabrán qué significa exactamente la Ira de Dios. Señor Whewell, le enviaré los esbozos de las anotaciones que figuran en el cuaderno de bitácora, de modo que pueda usted informar al doctor de todos los combates entablados, y pueda hacerlo en el debido orden.

* * *

Las órdenes pudieron oírse en cubierta, y también el tamborileo de los pies que resonaba por encima de sus cabezas mientras se disponían a izar las banderas de señales. Habían metido ya el timón a sotavento, el barco viraba, viraba, y al poner rumbo a la costa su movimiento pasó de forma gradual del balanceo al cabeceo.

—Mire usted a ese halacabuyas del diablo —exclamó Whewell señalando a la
Thames
, a dos cables de distancia por popa y en la estela del
Bellona
. Stephen distinguió que algunas de las velas flameaban, y también apreció cierta desviación a ambas bandas de la estela que trazaba el buque insignia; mas su conocimiento del mar no le permitía poner un nombre al crimen cometido, por muy vil que éste pudiera ser.

Llegaron los esbozos de las anotaciones, pero antes de leerlos, Whewell preguntó por Cuadrado y por el viaje que habían hecho Sinon arriba.

—Cuadrado era cuanto podía desear —admitió Stephen—. No sabe cuánto le agradezco a usted que me lo recomendara; y aunque mi pequeña expedición fue más bien breve, tuve ocasión de contemplar sobradas maravillas y traje conmigo un sinfín de especímenes.

—Me pregunto si vio usted a ese potto suyo. Recuerdo que tenía un interés particular en toparse con él por esos lares.

—Vi uno, estoy seguro de ello; y contemplarlo no pudo ser más gratificante. Pero fui incapaz de traerlo conmigo.

—En tal caso, sepa usted que tengo uno a bordo del
Cestos
, si es que aún sigue interesado. Pero me temo que es de la especie Calabar, carece de cola: un anguantibo. Un potto hembra. Pensé en usted en cuanto lo vi en el mercado.

—Nada, nada en este mundo me complacería más —exclamó Stephen—. Me siento en deuda con usted, no sé cómo compensarle por sus molestias, querido señor Whewell. Un potto Calabar a dos o tres horas de navegación, o puede que menos con esta espléndida brisa dulce que sopla. Qué alegría.

Las actividades en la escuadrilla que servía en la costa ocuparon más o menos la hora que precedía a la comida, tiempo que Whewell disfrutó en compañía del comodoro, el capitán, el primer teniente y un guardiamarina impoluto que además parecía mudo. Tomaron el café en la toldilla después de ayudar a Stephen a subir por la escalera. A esas alturas, podía verse a proa un extenso pedazo de África, lagunas que centelleaban en la costa, palmeras altas como torres apenas visibles, y verdor, un verdor a menudo oscuro que se extendía hacia el interior hasta fundirse con el cielo y un horizonte indefinido. El guardiamarina se disculpó sonrojado antes de desaparecer. Los oficiales superiores lo siguieron después de tomar un vaso de brandy.

—Allí, en la orilla más alejada de la laguna —señaló Whewell—, a medio camino, más o menos, se encuentra Whydah. ¿Quiere el catalejo?

—Si es tan amable. De modo que ahí tenemos el gran mercado de esclavos, mercado en el que, por otra parte, no veo ni gente ni puerto.

—Así es, señor. Whydah no tiene nada de eso. Todo tiene que desembarcarse o llevarse consigo pese al temible oleaje, observe cómo rompe, después, playa arriba y a través de la laguna. Los mina, que lo hacen todo, disponen de espléndidos botes para superar este oleaje; aun así no resulta nada extraño perder algunos efectos.

—Qué curiosa disposición para un poblado que actúa de centro comercial.

—Sí, señor. Verá, hay pocos puertos reales a lo largo de la costa. Y además son dahomey lo que viene a suponer que prácticamente todo lo que buscamos lo podríamos encontrar más hacia el interior. Su capital está situada hacia las montañas. Nada saben del mar y la costa les desagrada, pero son una nación muy aguerrida, siempre andan asaltando a sus vecinos para capturar esclavos a los que intercambiar por productos europeos. De modo que acuden a Whydah, que se encuentra más o menos bajo su control, por ser el lugar más cercano y por muy inconveniente que pueda parecer. Puesto que exportan millares y millares de negros anualmente, se ha convertido en un lugar bastante grande, con barrios ingleses, franceses y portugueses, además de algunos árabes y yorubas.

—Veo mucho verde entre las casas.

—Naranjos, limeros y limoneros por doquier, señor, un auténtico gozo después de un largo viaje. Recuerdo que la primera vez que estuve aquí exprimí una veintena en un bol y me lo eché al coleto directamente. Por aquel entonces las cosas no estaban tan bien organizadas, y según qué mercancía era necesario llevarla por todo el camino hasta Abomey, la población del rey, o a Kana, bajo un sol de justicia, que también pertenece al rey pero que es un lugar más pequeño, como una residencia de descanso.

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