El comodoro (45 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

Aquella mañana despertó temprano, diciéndose: «No me afeitaré hasta después de haber cumplido con mis rondas y de haber tomado el desayuno, cuando tenga luz suficiente para apurar todo lo posible». Pero cuando terminó las rondas, y tardó lo suyo pues habían surgido nuevos casos de salpullidos intratables como nunca los había visto en la vida, la luz aún era escasa. De camino a la cubierta se encontró a Killick, y elevando el tono de su voz para imponerse al curioso ruido ambiental le pidió que se encargara tanto de la peluca como de planchar los calzones de satén y una camisa limpia, añadiendo también que pediría al primer teniente un bote para aquella misma mañana.

—Ni mañanas ni tardes, señor. Hay humo por todas partes, y apenas puede uno respirar en cubierta. Tampoco podrían echar el bote al agua. Harmattan, dicen algunos, un humo de Guinea. No querrá la peluca para nada. —No. Y de haberla llevado la habría perdido. En cuanto asomó la cabeza a la altura del alcázar su exiguos rizos sufrieron un varapalo hacia el suroeste y comprendió que el ruido que oía era fruto de un curiosísimo e intensísimo viento del noreste, cálido, extraordinariamente seco, y tan cargado de polvo rojizo que en ocasiones apenas podía verse a veinte yardas por el costado. Y esas yardas de mar visible sufrían el embate continuo y espumeante del oleaje.

—Humo, señor —dijo Cuadrado—. Pero no es gran cosa, y mañana o pasado será historia.

—Espero que tenga usted razón —confesó Stephen—. Me gustaría poder visitar al señor Houmouzios. —Y al tiempo que hablaba sintió el polvillo rojizo entre los dientes.

Día decepcionante aquel, un día de una sed extraordinaria. Sin embargo, también tuvo sus alegrías. Jack, que por costumbre llevaba a cabo todas las mediciones posibles (observaciones relacionadas con la temperatura del agua a diversas profundidades, salinidad, humedad del aire y todo eso para su amigo Humboldt), mostró a Stephen su baúl, que habían subido a la entrecubierta con tal que el carpintero pudiera añadir una gaveta o bandeja adicional, recio baúl, por cierto, que había presenciado y sobrevivido a todas las condiciones climatológicas que el mundo podía ofrecer; a todas menos al harmattan, que había partido la tapa. El baúl presentaba una amplia grieta de un extremo a otro.

—Estamos mojando los botes con la manguera de incendios para mantenerlos enteros —observó antes de lanzar una sonora carcajada.

* * *

Cuadrado estaba en lo cierto respecto a la duración, y el jueves dio paso a un mundo cubierto por un polvillo rufo de un pie de altura en los lugares abrigados, polvillo por lo general desabrido, un día donde al menos imperaba la calma. Stephen Maturin, afeitado a conciencia y vestido de punta en blanco, desembarcó en tierra procedente de un mar sucio pero suave. Puesto que llevaba un regalo en forma de nectarínido, o, mejor dicho, su piel dispuesta con las plumas hacia fuera, tan bonito como un ramo de flores y mucho más duradero, tomó una silla de manos para llegarse al edificio de gobernación. Allí habría llamado a la puerta como un buen cristiano de no ser porque la propia señora Wood levantó la ventana al tiempo que lanzaba un chillido, para después preguntarle cómo se encontraba.

Bajaría en un minuto, le dijo; y así fue, pues tan sólo se entretuvo para calzarse y tocarse con un mantón de cachemira muy conveniente.

—Lamento tanto lo de este odioso harmattan —dijo—. Ha arrasado por completo mi jardín. Cuando hayamos tomado un poco de café quizá quiera echar un vistazo a los especímenes disecados, y también a los huesos.

Valía la pena ver aquellos huesos, dispuestos de forma espléndida, a menudo articulados con una destreza que muy pocos podían lograr.

—Cuando éramos jóvenes —dijo ella, ante lo cual Stephen sonrió—, Edward y yo solíamos incluir al murciélago entre los demás primates. Pero ahora ya no lo hacemos.

—Estoy seguro de que hacen lo correcto —dijo Stephen—. Son unas criaturas de lo más amables, aunque yo consideraría a los insectívoros como sus parientes más cercanos.

—Eso mismo —exclamó ella—. Basta con observar su dentadura e hioides, por mucho que Linneo se empeñe. Los primates resultan mucho más interesantes. ¿Quiere que los veamos primero? Los cajones de allí y la alacena están llenos de primates. Suponga que quisiéramos empezar por la especie inferior hasta llegar al
Pongo
. Aquí se encuentra el potto común.
Perodicticus potto
—dijo abriendo el cajón inferior.

—Ah, cuánto ansiaba ver estas falanges —dijo Stephen, que cogió con delicadeza la mano esquelética—. ¿Sabe por casualidad si en algún punto de su vida cuenta este intento de dedo índice con una uña?

—No tenía uña la pobre criatura, y, créame, parecía muy consciente de ello. Lo sorprendí a menudo observándose la mano, pasmado.

—Entiendo que vivía con usted.

—Sí. Durante dieciocho meses casi, y no sabe cuánto desearía que siguiera con vida. Uno desarrolla un absurdo afecto por el potto.

Stephen examinó los huesos en silencio durante bastante rato, sobre todo la curiosa disposición de la vértebra anterior dorsal.

—Quería, señora Wood… —dijo finalmente—. ¿Me permitiría pedirle que fuera muy amable conmigo?

—Querido señor Maturin —respondió ella, sonrojada—, puede usted pedirme lo que quiera.

—Yo también siento un afecto absurdo hacia un potto —dijo—, un potto sin cola de la antigua Calabar.

—¡Un anguantibo! —exclamó la señora Wood, mientras se recuperaba de la sorpresa.

Stephen inclinó la cabeza.

—No me la quito de la cabeza desde que abandonamos aquellos parajes. Mi conciencia me impide llevarla al norte de la línea de los trópicos; tampoco tengo los arrestos necesarios como para sacrificarla y diseccionarla. Abandonarla en cualquier árbol del lugar, en terreno desconocido, supondría actuar en contra de mis convicciones.

—Oh, no sabe cómo le comprendo —dijo cogiendo su mano en un gesto de amabilidad—. Déjemela y cuidaré de ella tanto como me sea posible, tanto por su bien como por el de usted; y si muere, como murió mi querido potto, también usted tendrá sus huesos.

* * *

Era viernes y el mercado estaba más atestado de lo que era habitual; también la inquietud de Stephen por encontrar a Houmouzios era más intensa de lo que hubiera sido normal. El harmattan no sólo había partido la tapa del baúl de marinero del comodoro, sino también un número considerable de objetos a bordo del
Bellona
, entre ellos la cajita donde Stephen guardaba su modesto remanente de hojas de coca. Las insaciables y omnívoras cucarachas de Guinea habían irrumpido en la cajita y echado a perder todo lo que no devoraron. Stephen ya empezaba a echar en falta las preciadas hojas. Había, sin embargo, un gran número de marineros e infantes de marina que vagabundeaban por los alrededores; y también una tribu de hombres muy negros, altos y fuertes, procedentes de alguna región donde era costumbre llevar lanzas de hoja ancha y un tridente brillante, que observaban el mercado sorprendidos por ser aquélla su primera visita a la población. Cuadrado los apartó a un lado con suavidad, abriéndose paso como lo hace una manada de bueyes, seguido por Stephen. Allí, por fin, más allá del encantador de serpientes, vio la figura familiar del puesto, el perro calvo y, hurra, a Houmouzios. Sócrates también estaba presente, de modo que el cambista lo dejó a cargo del puesto y se llevó de inmediato a Stephen a la casa. Nada más saludarse le dijo que había recibido las hojas brasileñas, pero no fue hasta que la puerta se hubo cerrado que informó de los tres mensajes que había recibido para el doctor Maturin.

Stephen le dio cordialmente las gracias por las molestias, pagó las hojas y guardó los mensajes en el bolsillo.

—Ha sido usted muy amable conmigo. Permítame recomendarle la adquisición de acciones de la Compañía de Indias Orientales, en cuanto se coticen por debajo de ciento dieciséis.

Se despidieron tan amigos, y Stephen, acompañado por Cuadrado, que cargaba con el saquito, emprendió el camino de regreso a la playa, al bote, al barco y a la intimidad de su cabina y de su libro de claves. No obstante, no habían recorrido un estadio cuando encontraron la carretera bloqueada por una agitada muchedumbre de marineros, la mayoría bebidos, peleando, a punto de hacerlo o animando a quienes ya se habían enzarzado: marineros de la
Thames
y del
Stately
, ¿cómo no?, que resolvían así sus diferencias. Por suerte apareció un grupo moderadamente sobrio, compuesto por marineros del
Bellona
, algunos de ellos antiguos compañeros de tripulación de Stephen, que formaron en orden cerrado alrededor de la pareja y avanzaron a voz en grito: «¡Abran paso ahí!», hasta que los dejaron atrás sin encajar un solo rasguño.

En cuanto subió a bordo, Stephen caminó apresuradamente hacia su cabina, cerró la puerta tras de sí y abrió los mensajes en el orden en que habían sido enviados. Todos ellos provenían, como no podía ser de otra manera, de la oficina de Blaine. La clave le resultaba tan familiar que casi pudo leerlo sin necesidad de recurrir al libro de códigos: los dos primeros eran muy tranquilizadores y no desvelaban nada especial. El plan francés seguía su curso; se habían producido dos cambios sin importancia en el mando de dos embarcaciones menores, y habían sustituido un barco por otro de igual porte. La tercera nota, sin embargo, informaba de que una petición a Holanda les había proporcionado transportes mejores y más rápidos, de tal forma que toda la operación iba a adelantarse en una semana o diez días, y que un tercer navío de línea, el
César
, de setenta y cuatro cañones, venía de América para reunirse con la escuadra francesa en los 42° 20' N, 18° 30' O. Podía producirse, no obstante, una reducción en el número de fragatas francesas. El mensaje terminaba expresando la esperanza de que no le llegara demasiado tarde, e incluía una cuarta hoja escrita de puño y letra de Blaine, según la fórmula que empleaba en su correspondencia privada y personal. Stephen reconoció su mano, reconoció la forma de las sucesiones, pero no entendió ni pío del mensaje, aunque casi estaba completamente seguro de que un grupo de elementos correspondía a la combinación que empleaba sir Joseph para referirse a Diana. Buscó en el libro, libro que, de todas formas, se sabía de memoria, pero no encontró una solución evidente.

Dejó a un lado el mensaje para un posterior estudio y fue a buscar a Jack, a quien encontró en la cabina del piloto con Tom. Los tres observaban los cronómetros con visible inquietud; las horas no concordaban, los mecanismos estaban secos y llenos de polvo, de modo que lo más probable era que se hubieran echado a perder. Para ciertos asuntos, Jack era rápido como un lince: bastó una mirada al rostro de Stephen para que ambos se encontraran al cabo de un instante en la cámara, donde escuchó en silencio todo lo que su amigo quería decirle.

—Gracias a Dios que nos enteramos a tiempo —dijo—. Tengo que ponerme en marcha en cuanto sea posible. Por favor, encárgate de los pertrechos médicos de inmediato. —Llamó a Tom—. Tom, es necesario que larguemos amarras dentro de doce horas, en cuanto despunte la pleamar. Vamos faltos de dotación y con tantos marineros en tierra, difíciles de encontrar y de traer de vuelta, tendremos auténticas dificultades. Despacha los botes a los últimos mercantes que acaban de arribar a puerto y recluta por la fuerza a cuantos hombres puedas. Los pertrechos están en condiciones, aparte de los del condestable, pero la aguada debe realizarse de inmediato. Nada de permisos, por supuesto. Enarbola la señal para llamar la atención de todos los capitanes y otra para los barcos de pólvora. Ordena a todos los infantes de marina que vayan a buscar a los que están de permiso, que yo me encargaré de pedirle al gobernador que nos proporcione la ayuda de sus soldados.

Stephen, sus ayudantes y el potto en su oscura jaula desembarcaron en mitad de una intensa actividad. Mientras los jóvenes se dedicaban a adquirir todo cuanto fuera necesario para la botica, Stephen visitó apresuradamente a la señora Wood para hacerle entrega de su protegido y despedirse; una despedida forzosa, tal como observó muy compungido. Ninguna otra joven se habría mostrado más amable.

De regreso a bordo vio cómo desamarraban a los barcos de pertrechos que llevaban la pólvora, y cómo en el combés los marineros de barcos mercantes forzosamente transbordados eran asignados a una guardia y puesto. En cuestión de once horas y media después de dar Jack la orden, la bandera azul ondeó en el tope del trinquete: uno o dos botes y algunas canoas llegaron sorteando frenéticamente un oleaje moderado, y al dar las doce horas la escuadra se echó a la mar formando en perfecta línea, rumbo oeste noroeste con un fuerte viento de gavias justo a una cuarta a popa del través, mientras la banda de músicos de la
Aurora
cantaba alto y claro:

Vamos, arriba ese ánimo, muchachos, que a la gloria arrumbamos

Para añadir algo nuevo a este maravilloso año:

En nombre del honor os llamamos, no para trataros como esclavos,

¿Quién más libre que nosotros, hijos de los mares?

CAPÍTULO 10

El comodoro Jack Aubrey había trepado hasta la cruceta de la mayor del
Bellona
, a unos ciento cuarenta pies de altura por encima de un mar amplio y gris. Frágil soporte aquél para alguien de su peso, y pese al moderado balanceo y cabeceo sus doscientas y pico libras se movían continuamente trazando una serie de curvas irregulares que podrían haber asombrado a un mono, pues solamente el balanceo le zarandeaba setenta y cinco pies. Aunque sabía que la guardia de estribor aferraba la gavia de capa a la verga que tenía debajo —y es que el barómetro descendía por momentos—, no parecía consciente del movimiento, de las diversas fuerzas centrífugas que entraban en juego, ni del viento que aullaba en sus oídos, y allí estaba de pie, con tanta naturalidad como si se hubiera plantado en el modesto rellano de las escaleras de Ashgrove Cottage. Se volvió hacia el noreste, donde pudo distinguir las gavias de la
Laurel
sobre el horizonte, a quince millas de distancia; el vigía de esta embarcación dominaba un horizonte aún más extenso, un horizonte donde se encontraba la
Ringle
, justo en el límite para mantener la comunicación con buena visibilidad. No obstante, la
Laurel
no enarbolaba señal alguna. Colgado el catalejo de una correa, cambió el brazo que lo sostenía al obenque de juanete y pivotó para observar el océano hacia el suroeste. Encontró el cielo cubierto de nubes, tal y como esperaba, aunque aún podía distinguir el destello blanco del bergantín
Orestes
, en contacto con el cúter
Nimble
, que distaba tres leguas. Por tanto, en ese momento se encontraba en mitad de un círculo que se extendía cincuenta millas a la redonda, en el cual no podía navegar ningún barco que escapara a su atención. Sin embargo, cuando sus barcos más distantes y las embarcaciones de menor calado cerraran distancias, el sol se ocultaría tras los nubarrones del suroeste y caería la noche, casi seguro acompañada por un tiempo de pena. De luna, nada.

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