El comodoro (40 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

—Le agradezco su sinceridad, señor Smith. ¿A qué excepción se refiere?

—La inquietud visible y la opresión sentida de la
praecordia
, cuya ausencia nunca había presenciado en ninguno de los casos que he visto, y que, en Barbados, se tiene por la más significativa.

«Se me ocurre que quizá no haya examinado usted nunca a un paciente fortalecido por la coca», se dijo Stephen para sus adentros, a lo que añadió en voz alta:

—Pese a dicha ausencia, señor Smith, afrontaremos esta indisposición como si se tratara de un caso de fiebre amarilla y me medicaré de acuerdo con ello. ¿Nos queda raíz de calumba?

—Lo dudo, señor.

—En tal caso, la
Radix serpentariae virginianae
responderá muy bien. También ingeriré una cantidad considerable de infusión de corteza. Y en el caso de que se manifestara la enfermedad, le instruyo formalmente para que no lleve a cabo en este caso ninguna sangría, ni tampoco la purgación, ya que no hay plétora. Tanta agua caliente (con unas gotitas de café) como quiera, siempre y cuando no me cause incomodidades. Y esponja, simplemente esponja, nada de afusiones estúpidas, eso me resultará muy beneficioso cuando la fiebre alcance su estadio más alto. ¿Está usted dispuesto a seguir mis instrucciones al pie de la letra, William Smith?

—Sí, señor. —Estuvo a punto de añadir algo, pero lo pensó mejor.

—Además, una luz tenue junto a toda la tranquilidad que pueda procurar un navío de guerra en el mar, y mi bolsa de hojas de coca a mi lado: eso es todo lo que necesito. Pese a la inestimable opinión del doctor Lind y de tantos otros, no creo que la fiebre amarilla sea infecciosa. Sin embargo, antes de preocupar a mis compañeros de tripulación, prefiero recogerme por el momento en mi cabina de la enfermería. Ese cajoncito se encuentra más o menos en condiciones, pero le quedaría sumamente agradecido si se encarga usted de que lo barran, no de que lo lampaceen hasta que quede más o menos seco, sino que lo barran, y es que la cucaracha marrón y hermosa del África Occidental, aunque es una especie interesante, se vuelve enojosa en ciertas cantidades; me temo que ya anida en el barco.

—Muy bien, señor. Volveré en cuanto la cabina esté lista y ventilada.

A solas, Stephen se dirigió lentamente hacia la desierta cámara de oficiales y esperó sentado junto al excusado, mirando a popa. La cubierta no disfrutaba de una galería de popa, pero sí poseía un elegante respiradero en forma de ventanales que colgaban directamente sobre la blanca zaragata de la estela del
Bellona
, nada más hipnótico, y durante un rato su mente se sumió en una ensoñadora vaguedad familiar, antes de recuperar el hilo de sus pensamientos, estructurados de forma secuencial.

La fiebre amarilla era mortífera: difícil precisar un cálculo de posibilidades satisfactorio, si bien había tenido noticia de informes verificados que indicaban una mortandad del ochenta por ciento de casos. En cuanto a los aspectos legales, había dictado lo que el señor Lawrence denominó «un testamento férreo» antes de partir de Inglaterra, y dispuesto como depositarios a algunos caballeros de confianza que cuidarían de Diana, Brigid, Clarissa y los demás. En el aspecto menos tangible del asunto, su experiencia como médico le había demostrado que en condiciones similares los pacientes que cedían, ya fuera por miedo, dolor, falta de espíritu o pocas ganas de vivir, no sobrevivían, mientras que aquellos con un deseo apremiante de vivir sin perder ni un minuto, aquellos que tenían una hija encantadora, una extensa fortuna, una colección de fanerógamas de especies desconocidas…

—¿Qué pasa? —preguntó.

—El comodoro desea que le salude de su parte —dijo un joven pelirrojo, tan joven que aún mudaba los dientes—, y que le pida que vaya a verlo en cuanto pueda.

—Transmita todos mis respetos al comodoro —respondió Stephen mecánicamente—, y dígale que iré enseguida. —Permaneció sentado durante algunos minutos y después se levantó, se sacudió el polvo, enderezó su peluca y corbata, y subió lentamente por la escalera hasta llegar al alcázar, y de allí accedió a la cámara, consciente de la extraña debilidad de sus rodillas.

—Ah, estás ahí, Stephen —exclamó Jack mientras Tom Pullings se ponía en pie como activado por un resorte, dispuesto a acercarle una silla—, qué amable por tu parte venir tan pronto. Tom y yo queríamos que echaras un vistazo a este informe de nuestros procederes desde que llegamos al apostadero. Quizá podrías arreglar un par o tres de frases y darles un tono más elegante. El señor Adams tiene la mano rota, pero redactando no es mucho mejor que nosotros si nos comparamos con la elegancia que poseen tus frases.

—Es sólo un borrador, doctor —advirtió Tom.

Stephen lo leyó durante un rato.

—¿A qué os referís con «expeditivamente»? —preguntó—. «Procedimos tan expeditivamente como nos fue posible.»

—Bueno, pues a que navegamos tan rápido como pudimos —dijo uno de ellos.

—Como «apremio», ya sabes —dijo el otro—. Con el mayor apremio posible.

—Si no os gusta «tan rápido como pudimos navegar…» —empezó a decir Stephen.

—No —dijo Tom—. «Tan rápido como pudimos navegar» me parece que no es decir mucho.

—Entonces, poned «con la mayor celeridad posible» —sugirió Stephen.

—Celeridad. Menuda palabra —dijo Tom sonriendo—. ¿Cómo se deletrea, señor? —Una pausa—. ¿Cómo se…? ¿Se encuentra bien, señor?

Ambos lo observaron sobresaltados y con preocupación mientras Stephen permanecía sentado, boqueando. Jack tiró de la cuerda de la campana y al aparecer Grimble le ordenó:

—Encárguese de que busquen por todo el barco al ayudante del cirujano. Dígale a Killick que prepare un coy, un camisón y un orinal.

Los dos ayudantes del cirujano se personaron en menos de un minuto, seguidos unos segundos después por Killick, y en la disputa que siguió el débil Stephen, débil de cuerpo y mente, se vio avasallado por la amable insistencia de los presentes.

—Al cuerno con la infección —dijo el comodoro—. Yo mismo tuve un brote de fiebre amarilla en Jamaica cuando era un crío: me curé. Además, no es infecciosa.

—Doctor, está usted muy pálido —dijo Tom Pullings—. Usted lo que necesita es un poco de aire fresco, hombre, no estar ahí metido en esa enfermería hedionda.

Avasallado. Después de tanta actividad acompañada por un ruido mesurado, se encontró tendido en su coy de siempre, bajo una lumbrera ensombrecida, con un pote de agua templada teñida de café al alcance de su mano, y con las hojas de coca. La fiebre subía: su pulso era firme y rápido, rápida, la respiración. Un agradable soplo de brisa marina acarició su rostro, y se dispuso a someterse al cúmulo de adversidades que se avecinaban.

El primer estadio: sopor el día en que se inaugura la enfermedad, el día más benigno, y debido al calor corporal moderadamente elevado el paciente sufre de escalofríos. En este momento la lengua está húmeda y áspera. La piel, húmeda, y a menudo se experimenta una sudoración profusa.

—Por favor, señor Smith, hágame un breve relato de los tres estadios de esta enfermedad, y de los sucesos por separado. Sería muy conveniente que el señor Macaulay pudiera escucharle y observar los síntomas a medida que los nombre usted —dijo Stephen.

—Bien, señor, éste es el segundo día del primer estadio, y cabe esperar un descenso del calor corporal, acompañado por incomodidad y agitación crecientes. Observaremos que la orina es turbia, agitada, probablemente con algún resto de sangre… En todo caso, oscura. Y aunque los dolores musculares y la fuerte sudoración de ayer puedan disminuir, el paciente se desanima por momentos.

—Resulta muy adecuado, muy valioso, el hecho de que el paciente esté informado de todo esto. Caballeros, deben ustedes considerar que si el paciente puede ser consciente de que su tristeza obedece a causas, digamos, mecánicas, de que es debida a un proceso más de la enfermedad, común a todos los que la sufren, y no a un desenlace razonado de los trabajos de su propia mente, y aún menos a un principio de melancolía o incluso a un resultado de un fatídico sentimiento de culpabilidad, estará mucho mejor armado para combatir sus ataques.

—Sí, señor —dijo Smith—. Muéstreme la lengua, por favor. Exactamente. Éste es el segundo día, y tiene la mitad de color marrón. ¿Quiere que le sostenga la jofaina, señor?

—Si es tan amable.

—Mañana cederán la sequedad y el mal color. Pero lamento decirle que mañana, tercer día del primer estadio, también sufrirá usted de violentos vómitos y de una debilidad sin parangón.

—La debilidad ya es apreciable. Por favor, acerque usted el vaso de vino a mis labios. Apenas puedo con él, y menos aún evitar que se derrame.

* * *

Una cuadrilla de marineros ocupados en tesar la obencadura de la cofa de trinquete, laxa debido al principio de la estación seca, observó a su guardiamarina servirse de un brandal para deslizarse hasta la cubierta, probablemente para ir al beque. Se relajaron, y uno de los más tontos, volviendo a retomar las hablillas que corrían por el barco, dijo:

—Así que el doctor no nos permitió desembarcar por miedo a la fiebre esa dichosa, y resulta que es él quien la coge, ¡oh, ja, ja, ja! No nos dejó ir y ahora la tiene él: Dios nos asista.

—Mejor será que no digas nada al respecto delante de Barret Bonden —advirtió otro—, o te pondrá la cara como se la puso a Dick Roe, que ahora se ríe del revés, por la nuca. Menuda cara le puso.

Segundo estadio: pulso débil y en descenso, ausencia de fiebre; el calor corporal se sitúa por debajo de lo normal. Inquietud extrema y difusión amarilla de los ojos y de la persona. Vómito negro. Mayor abandono. Postración. Delirio. Este estadio dura un número indeterminado de días antes de cesar por completo o fundirse con los síntomas propios del tercer estadio.

Fue gracias a esta postración y al delirio, un delirio moderado, contenido por la hoja de coca y más rayano a un estado de sueño de vigilia que al desvarío fruto de la fiebre elevada, por lo que Stephen fue consciente en todo momento de la presencia de Jack, presencia reconfortante. Jack se movía por la habitación de un lado a otro, hablando de vez en cuando en voz baja, dándole de beber, cuidándole en la enfermedad. También, en uno de sus muchos intervalos de lucidez, oyó decir a un marinero de la toldilla:

—Ni se te ocurra respirar cerca de la lumbrera, compañero: ahí abajo tienen al cirujano, y el aire que sale de ahí es letal por sí solo. Hay un árbol en Java bajo el cual es fatídico quedarse dormido. Pues esto es lo mismo.

—Killick dice que no es contagioso.

—Si no fuera contagioso, ¿por qué el pobre diablo lleva la comida a toda prisa conteniendo el aliento con un pedazo de carbón en la boca, y después sale corriendo para frotarse la cara con vinagre y licor de Gregory, pálido y tembloroso? Que no es infeccioso, ¿eh? ¡Y un huevo de pato! Los he visto morir a docenas en Kingston, hasta que los cangrejos de tierra reventaban y se hartaban de devorar sus cadáveres.

Tercer estadio: el pulso, ya débil, se vuelve imperceptible y desigual; la temperatura cerca de la praecordia aumenta mucho, la respiración se hace dificultosa, con frecuentes suspiros; el paciente se vuelve aún más nervioso y extraordinariamente inquieto; el sudor fluye por rostro, cuello y pecho; la deglución se vuelve difícil, subsultus tendinum, el paciente estira el flojel de las sábanas. El estado de inconsciencia puede durar ocho, diez o doce horas antes de que se produzca la muerte.

Y entonces, otro día (pero ¿cuántos después?) oyó unas voces altas y claras, claras como en un sueño: «El asistente los ayudó a limpiarlo con la esponja. Asegura no haber visto jamás un cuerpo tan amarillo: como una guinea todo él, repleto de manchas color púrpura. Los doctores dicen que si no levanta cabeza en un par de días tendrán que echarlo por la borda el domingo a más tardar, para cuando aparejen la iglesia».

* * *

Llegó el domingo y al ponerse el sol no se había celebrado ningún funeral, y el martes Smith y Macaulay se acercaron a la cabina.

—Señor, ahora estamos convencidos de que ha sorteado el tercer estadio. Es un placer sentirle el pulso, pues aunque sigue siendo débil es regular y tangible. También es un placer inspeccionar sus excrementos. Los derrames internos de sangre son una minucia desde el viernes, y ya está usted recuperando fuerzas; casi puede levantar un vaso medio lleno. Su voz se oye en la galería de popa. Pasará mucho, mucho tiempo antes de que pueda usted volver a vagabundear por esos bosques suyos, pero aun así ya podemos felicitarle y alegrarnos por su recuperación.

—Alegrarnos, señor, alegrarnos por su recuperación —dijo Macaulay, y ambos estrecharon suavemente su mano.

* * *

Pasó mucho, mucho tiempo antes de que Stephen pudiera caminar por la cabina, pero en cuanto pudo volver a hacerlo, y hacerlo en esa cubierta inestable con sus piernas de palo sin pantorrilla, no sólo recuperaba fuerzas rápidamente, sino también un apetito encomiable. Antes de llegarse por sus propios medios a la galería de popa, tuvo oportunidad de quejarse del estado de invalidez en que se había encontrado sumido.

—La enfermedad conlleva innumerables miserias, muchas de las cuales tú mismo conoces de sobra, amigo mío —dijo un día que Jack y él se sentaron juntos en la cabina—, y entre ellas, en cierto modo la peor de todas es el total y absoluto egoísmo de quien la padece. Indudablemente, un cuerpo empeñado en hacer lo posible por sobrevivir sólo se dedica a sí mismo; pero la mente que habita en ese cuerpo es tan proclive a darse un banquete de indulgencia que, luego, cuando la necesidad desaparece, sigue a su aire. Con amarga vergüenza debo admitir que soy completamente ajeno al éxito de nuestra expedición, e incluso a su paradero actual. De vez en cuando me has hablado de pasada de diversas capturas, emergencias, tormentas, incluso del por todos temido harmattan, pero confieso que poco fue lo que oí, y poco lo que retuve, de tal forma que no he podido elaborar una narración continuada de los hechos. ¿Serías tan amable de alcanzarme otra rodaja de piña?

—Verás, el señor Smith nos dijo que sería preferible no excitarte ni molestarte, sobre todo lo primero, y de todos modos siempre que sucedió algo interesante, como cuando la
Aurora
y la
Laurel
apresaron aquella enorme goleta de La Habana, no tardabas nada en quedarte dormido.

—Diantre, sí, cuánto he dormido. Un baño saludable dentro y fuera de un estado de rósea hibernación, no hay nada más reparador. Pero, ¿acaso no piensas decirme cómo ha ido esta parte de nuestra misión, qué estadios hemos alcanzado, y si hasta el momento se han cumplido tus expectativas?

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