—Jack, anoche me di cuenta de pronto de que ya te había hablado de Adanson en una ocasión —dijo—, y mucho, además: su celo, sus innumerables libros, su desdicha. Te ruego que me perdones. No hay nada más aburrido, ni más triste, que prestar atención a alguien que se repite.
—En eso coincido contigo, al menos en general. Pero te aseguro, Stephen, que en este caso ni siquiera me di cuenta. A decir verdad, estaba tan concentrado en la cuerda del
re
, que no cejaba de patinar, que temía que pudieras considerar descortés mi falta de atención. Pero bueno, voy a revelarte de qué se trata en realidad, Stephen: he estado hablando con Whewell, y he decidido el plan de campaña. ¿Te gustaría conocerlo?
—Si eres tan amable.
—Bien, pues hace tiempo que esta operación me parece esencialmente costera, cosa en la que coincido con Whewell y todos los oficiales que estuvieron en Sherbro y demás. Los navíos de línea e incluso las fragatas están fuera de juego, a menos que éstas últimas sean tan marineras y veloces como la
Surprise
, excepto, claro está, si se dedicaran al mismo propósito que esos jugadores de críquet que se adelantan un buen trecho, como la larga parada o los extremos: me refiero a los que se sitúan a la mar y a barlovento de las rutas de huida más probables, en particular hacia La Habana. No tiene sentido pairear con la costa a la vista: la altura de nuestros palos nos delataría de lejos, tanto más teniendo en cuenta que la última vez que la escuadra inglesa estuvo en estas aguas, tenían vigías apostados, situados en las alturas y encaramados a árboles muy altos. Adoptarán de nuevo esta medida, en cuanto tengan conocimiento de nuestra llegada. Además, los negros ven mucho mejor que nosotros, como sabrás.
—Eso creo yo.
—De modo que en cuanto terminemos con isla Philip pretendo estacionar los navíos de dos puentes y la
Thames
en alta mar, lejos de posibles miradas indiscretas de la costa, pero a la distancia necesaria para comunicarse mediante señales, tanto entre sí como con otras embarcaciones de menor porte situadas convenientemente en medio. Con ello lograremos cubrir un área impresionante. Al mismo tiempo, los demás recorrerán la costa con rapidez, siempre y cuando se las apañen para ir por delante de la noticia de nuestra situación en estas aguas, mientras nosotros nos mantenemos cerca de la costa, desde cabo Palmas hasta el golfo de Benín.
—«Ojo avizor, guárdate del golfo de Benín, pues por cada uno que sale, entran mil.» —recitó Stephen.
—Menudo estás tú hecho, Stephen —exclamó Jack en un tono de genuino desagrado—. ¿Cómo diantre se te ocurre cantar, o gemir, una canción tan vieja y desafortunada como ésa a bordo de un barco que se dirige al golfo? Después de tantos años en la mar, de veras que no me lo explico.
—Vamos, Jack, lamento haberte ofendido. Sabe Dios dónde la habré aprendido. Las palabras acudieron a mi mente por sí solas, por simple asociación de ideas. No temas, no volveré a cantarla, te lo prometo.
—No es que sea supersticioso —dijo Jack, nada apaciguado—. Quien más quien menos, cualquiera que sepa un poco del mar sabe que se trata de una canción que se canta en aquellos barcos que salen del golfo, y que tiene por objeto burlarse de quienes están a punto de entrar. Te rogaría que no volvieras a cantarla hasta que pongamos rumbo a casa. Podría traernos mal fario, y te aseguro que incomodaría a los hombres.
—Lo lamento de veras, te aseguro que no volveré a hacerlo. Pero habíame de este golfo, Jack. ¿Hay sirenas a lo largo de sus costas, o quizá terribles arrecifes? ¿Y dónde está?
—Cuando pasemos por la cabina del piloto te mostraré exactamente en las cartas dónde está —respondió Jack—, pero de momento —dijo al tiempo que se hacía con lápiz y papel—, te haré un esbozo para que te hagas una idea. Hago a un lado la costa del Cereal porque el jaleo que armamos en Sherbro y el que armaremos también en isla Philip pondrá sobre aviso a todo el país; pero aquí, hacia el este, se encuentra la costa del Marfil, cuya geografía disfruta de diversos estuarios y lagunas, a cuál más prometedor; después seguiremos rumbo este y un poco hacia el noreste, justo en el golfo, por la costa Dorada, donde pasamos por lugares tales como Dixcove, Sekondi, cabo Coast Castle y Winneba, mercados de primera todos ellos, y así hasta llegar a la costa de los Esclavos de esta gigantesca bahía, que de hecho es el golfo de Benín (el de Biafra se encuentra más allá), donde los vientos se envalentonan, hay una fuerte corriente del este y la fiebre es mal negocio. Malas aguas, excepto para las embarcaciones de aparejo de velas de cuchillo. Pero ahí es precisamente adonde se dirigen la mayoría de buques negreros, a Grand Popo y Whydah. No creo que podamos ir mucho más lejos. No obstante, Whydah, aunque situada en terreno manglar, tiene más allá las Brass and Bonny y las Calabares, las viejas y las nuevas. Pero a esas alturas me parece a mí que tendremos que emprender la vuelta de fuera si es que podemos, poner rumbo sur hacia la Línea y aprovechar los alisios del sureste en isla Saint Thomas, que está libre de la influencia de los golfos y de sus encalmadas y malos vientos. Ése es mi plan, aunque he olvidado decirte que la
Ringle
y la goleta
Active
navegarán de la orilla a alta mar para informar continuamente, ya sea de viva voz o mediante señales, a la
Camilla
o la
Laurel
, que a su vez repetirán las señales a este buque insignia, puesto que pairearán entre nosotros y las embarcaciones que vigilen la costa. Y, por cierto, creo que le romperé el corazón al bueno de Dick cuando le ordene cambiar su espléndido mastelero de buque de guerra por unos mastelerillos maltrechos, y lo mismo a la
Camilla
, de modo que quienes puedan verlos desde tierra los tomen por mercantes normales y corrientes.
—Entonces, tal y como yo lo veo —dijo Stephen, que no parecía conmovido por la congoja que estaba a punto de sufrir el capitán Richardson—, esta embarcación, el
Bellona
, no tendrá oportunidad de ver la costa durante el transcurso de toda la expedición.
—Sólo en el improbable caso de que los bergantines, la
Camilla
y la
Laurel
, que entre todos cuentan con un total de más de sesenta cañones, no puedan solventar lo que nos ocupa. Claro que, de vez en cuando, se divisan de refilón las montañas desde las crucetas del mastelerillo.
Stephen dio la espalda a Jack y apoyó el brazo en el respaldo de la silla.
—Diría que lamentas perder la oportunidad de ver a tu potto —dijo Jack después de un silencio incómodo—. Pero mañana por la mañana tendrás ocasión de desembarcar y campar a tus anchas, después de que hayamos descubierto qué nos espera en el puerto de isla Philip. E incluso me atrevería a decir que quizá puedas acompañar a la
Ringle
cuando se acerque a presentar su informe o cuando vaya a llevar órdenes de vuelta a la escuadrilla que patrulle la costa. Aunque, si tanto te aflige, creo que podrías cambiar tu puesto con el cirujano de la
Camilla
, de la
Laurel
o de cualquiera de los bergantines.
—No, me tienen atado a la estaca: no puedo volar, tan sólo luchar contra la maldición que me acosa —respondió Stephen con una sonrisa loable—. No es una maldición terrible, pese a todo. Es sólo que estuve muy consentido en las Indias Orientales, en Nueva Holanda, en el Perú… No, en absoluto. Ahora tomaré otra taza de café y me iré, pues tengo que atender a mi cálculo, materia que resulta casi siempre un tema espinoso donde los haya.
—¿Te ha dado de pronto por el cálculo? —exclamó Jack—. No sabes cuánto me alegro, estoy asombrado, me dejas sin habla. Como te refieres al cálculo, doy por sentado que te refieres al diferencial y no al infinitesimal. Si puedo serte de alguna ayuda…
—Eres muy amable, querido —respondió Stephen, que dejó la taza en la mesa antes de levantarse—, pero me refiero al cálculo de vesícula, sin más. Lo que se conoce vulgarmente como piedra en la vesícula. Hasta ahí alcanzan mis matemáticas. Tengo que irme.
—Oh —dijo Jack un tanto abatido—. No habrás olvidado que hoy es domingo —advirtió a su amigo, mientras se alejaba.
* * *
Era poco probable que Stephen pudiera olvidar que era domingo, ya que no sólo Killick sacó y lustró la mejor peluca que tenía, recién rizada y empolvada, la segunda mejor chaqueta recién cepillada y un buen par de calzones, sino que el asistente del cirujano tuvo ocasión de advertirle si había olvidado, con su permiso, que era domingo, mientras ambos ayudantes, por separado y no sin cierto tacto, le preguntaron también si se acordaba.
—Cualquiera diría que soy un monstruo y un idiota incapaz de distinguir el bien del mal, o el domingo de cualquier otro día normal y corriente de la semana —protestó; pero su indignación se atemperó ante la conciencia de que, ciertamente, se había levantado del coy sin reparar en tan interesante distinción, y que se había afeitado por pura casualidad—. Aunque no hubiera tardado mucho en darme cuenta, porque la atmósfera que se respira los domingos a bordo de una embarcación de guerra no es, ni de lejos, la misma de cualquier otro día.
Y así era, pues quinientos o seiscientos hombres se aseaban, se afeitaban o se dejaban afeitar, y también trenzaban la coleta del compañero, sacaban los coyes limpios, se ponían sus mejores galas para celebrar el pase de revista por divisiones y después oír misa, todo ello con muchas prisas, todo ello en un espacio tan reducido, tan caluroso y húmedo que podrían haber empollado huevos, y todo ello después de haber puesto la nave, y todo cuanto era visible en ella, en un estado ejemplar de pulcritud cuando se trataba de madera, y de brillantez si era metal.
La naturaleza anglicana del domingo no afectó a Stephen, pero la limpieza ritual sí lo hizo, y acompañado por sus ayudantes y el asistente se presentaron, discretos pero vestidos con propiedad, con los instrumentos dispuestos, refulgentes, y los pacientes tendidos y tiesos en los coyes, cuando el capitán Pullings y el primer teniente, el señor Harding, se acercaron a inspeccionar la enfermería. También le afectó la costumbre de comer con el capitán y los oficiales, si bien esta comida no se celebró hasta después de aparejar la «iglesia», o sea, hasta que se hubo tendido el toldo para proporcionar sombra al alcázar, cubierto con un par de baúles con una enseña que serviría de pulpito desde el cual largar el sermón o la súplica si el barco contaba a bordo con un capellán. Como éste no era el caso a bordo del
Bellona
, la responsabilidad recaía en el capitán, aunque un capitán de la Armada podía optar por la lectura del Código Militar. En definitiva, Stephen tuvo tiempo de sobras, pasada la inspección de la enfermería, de dirigirse a la toldilla, desde donde pudo ver con claridad a los soldados del real cuerpo de infantería de marina, casi un centenar, dispuestos en fila, imbuidos de todo el esplendor de sus uniformes de chaquetas rojas, de sus calzones blanqueados con albero, y de la larga y a veces temblorosa línea de marineros, limpios y afeitados, con su aire desenfadado, sus hombros cargados, que cubrían la cubierta de proa a popa. Era un espectáculo que siempre le proporcionaba cierto placer.
Durante el servicio religioso se reunió bajo el castillo de proa con otros católicos para rezar el rosario de santa Brígida. Los había de todos los colores y orígenes imaginables, y algunos se sintieron momentáneamente confusos ante el inusual número de avemarías, aunque por muy remoto que fuera su lugar de procedencia el latín era reconocible, era el mismo. Los envolvía la sensación de que estaban en casa, y rezaron en un agradable unísono mientras en la popa se alzaba el sonido de los himnos y los salmos anglicanos. Concluyeron ambos más o menos a la par, y Stephen se dirigió al alcázar, alcanzando al capitán Pullings cuando éste se dirigía a la cámara donde se alojaba, pues se había visto en la obligación de ceder la cabina al comodoro.
—Bien, Tom —dijo—, ¿veo que has sobrevivido a la ordalía? —Como capitán del
Bellona
acababa de leer ante los hombres uno de los sermones más breves de South.
—Así es, señor. Poco a poco voy ganando en confianza, tal como usted me dijo; aunque en ocasiones me gustaría que no fuéramos más que un hatajo de paganos. Dios mío, no me importaría llevarme algo al estómago, ni echar un trago.
* * *
La comida, cuando se celebró, fue de una calidad excepcional, y durante buena parte de una hora antes de sentarse los oficiales e invitados del
Bellona
sopló un viento cálido procedente de tierra, cálido pero sorprendentemente seco, de tal forma que el uniforme no se les pegó al cuerpo y su apetito cobró renovadas fuerzas.
—He aquí los primeros coletazos de la estación seca —dijo Whewell; que conversaba con Stephen a través de la mesa—. Los dos se picarán y cambiarán al menos por espacio de una semana o dos, y después me atrevería a decir que imperará un harmattan en toda regla, las cubiertas se cubrirán de polvo marrón y todo se resquebrajará, antes de que se entable el día de la Virgen.
La conversación versó sobre la estación seca, muy preferible a la húmeda, y se prolongó en el regocijo de poder satisfacer una sed enorme, hasta que Stephen, volviéndose al teniente de infantería de marina del
Stately
, que se sentaba a su lado, le dijo cuánto admiraba la resistencia que tenían los soldados para soportar ambos extremos, ya fuera permaneciendo de pie como estatuas bajo el sol o ante un frío terrible, o desfilando, dando media vuelta y desfilando a la contra en perfecta simetría.
—Me invade una sensación sumamente agradable cuando presencio semejante autocontrol, aunque podría llamarlo renuncia del propio yo, cuando asisto a la formal precisión rítmica, al redoble del tambor, al estampido metálico de las armas. No sé si guarda o no relación con la guerra, pero confieso que ese espectáculo me deleita.
—No podría estar más de acuerdo con usted, señor —respondió el infante de marina—. Desde siempre me ha parecido que la disciplina del ejercicio tenía otro objeto aparte del simple adiestramiento en la fe y obediencia debidas a la voz de mando. Poco sé de la danza pírrica, aunque me complace imaginarla acorde a nuestras maniobras, sólo que con una atribución sagrada claramente reconocible. La Guardia real ofrece un claro ejemplo de a lo que me refiero, siempre que sus soldados desfilan ondeando sus banderas.
—A duras penas podría rebatirse el elemento religioso de la danza. Después de todo, David bailó ante el Arca de la Alianza, y en aquellas zonas de España donde sobrevive el rito mozárabe aún forma parte de la misa una danza mesurada. —Llegado a este punto, el capitán Pullings conminó a Stephen a beber un vaso de vino, mientras que su vecino, el teniente de infantería de marina, se unió a una animada charla originada en el extremo opuesto de la mesa que versaba sobre la preservación de la caza.