El comodoro (48 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

—Si se ahogan, señor —respondió el condestable, mirándole con una sonrisa torcida—, puede usted ahogarme a mí también, y encima descuartizarme, si quiere.

Jack rió de buena gana; pero en cubierta dijo a Stephen en un aparte:

—Creo recordar que el francés tenía órdenes de dirigirse a bahía Bantry o al río Kenmare. ¿Conoces esos lugares, o las profundas calas que hay a lo largo de sus costas?

—Muy poco, y lo poco que sé no te serviría de mucho, dado que tengo el punto de vista de un hombre de tierra adentro. Apenas conozco la parte occidental de Cork. En una ocasión me alojé en casa de los Whites, no los Whites de Bantry sino unos primos suyos, Skibbereen y Baltimore. Corría el rumor en la zona de que se reunían ejemplares del águila de cola blanca en isla Clear, y eso fue lo que me llevó allí. No te serviría de nada como guía, y mucho menos como piloto, por el amor de Dios.

—No podría tener las ideas más claras, siempre y cuando las cosas sigan así —dijo Jack.

* * *

Pero las cosas no siguieron así: el viento refrescó y roló al oeste, de tal forma que no pudieron largar las juanetes sino con rizos; incluso así el viento los empujó como alma que lleva el diablo. Hacía una noche tan oscura como quepa imaginar, el cielo estaba completamente cubierto de nubes que apenas permitían distinguir el tope, y caía una lluvia constante, a menudo en forma de chubasco. No había la menor posibilidad de tomar las mediciones de rigor y poco podía fiarse uno de la estima.

Ardían los tres fanales a popa del
Bellona
, y de vez en cuando Jack Aubrey abandonaba el violín o la partida de cartas que jugaba con Stephen para situarse entre los fanales, desde donde observar la lluvia iluminada por la luz, o auscultar la oscuridad con la esperanza de distinguir al resto de componentes de su escuadra. Al dar las ocho campanadas, creyó ver un fulgor mortecino cuando mudó la guardia a bordo del
Stately
, y en una o dos ocasiones creyó ver una diminuta luz en lo que supuso sería el través de la
Ringle
. No obstante, casi todo el tiempo no hubo más que una oscuridad como boca de lobo, otro plano de existencia. Al cabo de un rato escudriñando la oscuridad de esa forma, las luces de bitácora brillaban con tal intensidad que al regresar al alcázar le bastaba un mero reflejo para reconocer al guardiamarina de guardia, por muy enterrado que estuviera bajo la ropa y el sombrero impermeables.

—Fea noche, señor Wetherby —dijo—. Confío en que no humedezca su ánimo.

—Oh, no, señor —respondió el muchacho, que a continuación soltó una risa nerviosa—. ¿No estará usted de broma?

Cada pocas campanadas paseaba, a veces con cierta dificultad, por la toldilla, consciente de las fuerzas mutables del aire y el mar. Al día siguiente subiría la marea del equinoccio, y a esas alturas pensó que podía ya percibir los primeros indicios de su presencia en las incontables fuerzas que obraban sobre el casco.

—Prácticamente sopla ya el viento hacia el oeste —dijo a Stephen al volver de uno de sus paseos, casi al terminar la noche. Sin embargo, Stephen dormía sentado en un sillón; su cabeza acompañaba el vaivén y el cabeceo del barco, que hacía avante a través de la oscuridad.

Jack tomó ejemplo de él por espacio de lo que le parecieron unos minutos, al menos hasta que oyó el grito del vigía apostado en el castillo de proa.

—¡Rompientes por la amura de estribor!

Este grito penetró en la duermevela de Jack, que ganó la cubierta antes de que el mensajero pudiera dar con él. Miller, el oficial de guardia, ya había aventado escotas para reducir la marcha del barco, y Jack y él permanecieron de pie, atentos a cualquier ruido. Por encima del estruendo generalizado del viento y el choque de aquel maretón surgió el grave latido constante de la ola al romper contra la costa, o contra un arrecife.

—Dos bengalas azules —ordenó Jack. Era la señal convenida. En aquella ocasión, pese al viento y al omnipresente azote de la lluvia que todo lo mojaba, las bengalas remontaron vuelo de inmediato, mostrando una espectral luz azulada.

—Veo que no hay tanta nube, casi está despejado —observó el teniente.

—Dentro de media ampolleta será de día —dijo el piloto de derrota—. Si se fija bien podrá usted distinguir una luz trémula, al este.

La luz trémula se extendió; el viento del oeste, pese a que seguía siendo fuerte, trajo menos lluvias y más nubes, y poco después sus miradas, acostumbradas a la oscuridad de la noche, distinguieron primero a babor un cabo, cuya altura de un centenar de pies aún cubrían las nubes. Unas islas se extendían en el extremo de mar adentro. Después, a estribor, vieron el promontorio mucho más extenso y más nublado, en cuya pared occidental el mar rugía con una solemnidad tremenda, rítmica. Situada entre ambos, distinguieron una angosta bahía rocosa que penetraba tierra adentro hasta perderse en las tinieblas. Ya medida que aumentó la luz y el agua perdió y perdió oscuridad, vieron otra isla redonda a cierta distancia, cerca de la costa norte. En esta parte de la isla había dos barcos. Jack cogió el catalejo de Miller. Eran los navíos franceses de setenta y cuatro cañones, y al enfocarlos, intensamente concentrado, se convenció más y más de que no tenían muy claro dónde desembarcar las tropas. Obviamente, con semejante visibilidad, tenían una docena de lugares entre los que elegir. Supuso que en ésas estaban, y también que confiaban en las señales acordadas de antemano y en la ayuda de pilotos aliados, pues en sus palos ondeaba una bandera verde.

—No toquen la campana —ordenó, con lo que vino a interrumpir la rutina de a bordo. En ese momento, no estaba de humor para ceremonias matinales.

—Nada de campanadas, señor —dijo el cabo.

—Si es tan amable, señor —dijo Miller señalando la primera isla, situada por detrás del brazo norte de la bahía, isla que al mirarla con atención resultó ser un pequeño conjunto de barcos.

—Ya veo —dijo Jack—. Excelente. —En una cala tan adecuada, abrigada y oculta como cabría desear se encontraban los transportes y ambas fragatas; la cala era invisible desde el mar y también desde la otra bahía.

Calibró la situación con intenso placer. La estrecha bahía discurría directamente hacia el noreste. En caso de que el comodoro francés metiera bien su escuadra, con este viento le resultaría imposible salir. Intentaba asegurarse de si aquél sería su verdadero destino o no, cuando reparó en que ya habían entrado en aguas peligrosas.

Todos los oficiales se encontraban presentes en cubierta.

—¿No nos queda ningún piloto familiarizado con aguas irlandesas? —preguntó Jack.

—No, señor —respondió Miller—. Hasta Michael Tierney murió en el golfo de Benín. Sin embargo, el piloto está emperrado en encontrar a alguien, y también quiere inspeccionar las cartas con toda la atención posible. Ha ordenado echar la sondaleza.

—Lo mismo da —dijo Jack—. Toque a zafarrancho de combate. —Corrió a la toldilla, sin despegar la vista de la popa. Excepto la
Thames
, que remoloneaba al este, más allá del cuerno que cerraba la bahía, comprobó que todos sus barcos estaban presentes. El
Stately
se encontraba a un cable de distancia, y la
Ringle
, obediente barco de pertrechos, se alzaba y caía a merced del oleaje, apenas a cincuenta yardas por la aleta del
Bellona.

—Buenos días, William —saludó a voz en grito—. ¿Cómo anda?

—Buenos días tenga usted, señor —respondió Reade—. De maravilla, señor, muchísimas gracias.

Al volver, Jack hizo primero señal a la
Thames
conforme se reuniera con él, seguida de otra señal al
Stately
para que se situara a la voz.

El buque de sesenta y cuatro cañones se llegó a sotavento del
Bellona.

—Capitán Duff, ahí tiene usted los navíos franceses de dos puentes —informó Jack con su vozarrón—. Los atacaremos sin contemplaciones; y mientras ponemos rumbo a ellos, aprovecharemos para tomar un bocado. Yo ofenderé al buque insignia, si usted y la
Thames
se encargan del otro.

—Será un placer, señor —respondió Duff sonriente, y su dotación lanzó tres hurras.

Antes de ir bajo cubierta, Jack dio órdenes a la
Aurora
, a la
Camilla
y a la
Laurel
conforme mantuvieran entre las islas una vigilancia discreta de los transportes y su escolta. Albergaba esperanzas de apresarlos sin daños ni bajas, siempre y cuando se saliera con la suya en la bahía.

Un infiernillo de alcohol y una mente dispuesta pueden hacer maravillas, incluso sometidas a un mar de cuidado y a una tormenta de aúpa. Jack Aubrey, que permitió a Stephen llevar la cafetera hasta la cabina, regresó a cubierta tonificado y alimentado. Iba pertrechado con el atuendo habitual: una vieja chaqueta raída de uniforme, un sombrero forrado de latón, que le había salvado de más de una estocada, un pesado sable de caballería en lugar del espadín o el alfanje de rigor, botas y medias de seda —mucho mejores en caso de sufrir una herida—. Paseó la mirada por cubierta, que encontró en el perfecto orden de batalla que el capitán Pullings procuraba tan bien. Miró hacia el lado opuesto de la bahía, donde la
Thames
hacía buen avante. Después observó a los franceses, quienes por su parte se habían desplazado de las islas hacia lo que parecía ser un pueblo envuelto en bruma, situado en la parte sur, donde pairearon atravesados entre viento y marea, arriado, quizás, el anclote. El
Stately
se mantenía a popa, a un cable de distancia, y le seguía con las gavias arrizadas, con un aspecto tanto o más competente.

—Compañeros —dijo Jack en tono coloquial, tono que se impuso al aullido del viento—, nos disponemos a atacar desde barlovento al buque insignia, mientras el
Stately
hace lo propio con su compañero. Esta nave entablará combate tan cerca que nuestra bala rasa atravesará ambos costados, para así decidir pronto el negocio. ¡Qué parta un rayo al primero que dé orden de separarse!

El estruendoso rumor de los vítores reverberó en las cubiertas del
Stately
, y de inmediato se elevó en espiral el humo de las mechas de combustión lenta, una por cada pieza, que desprendían un olor casi tan intenso como el de la pólvora.

¡A qué velocidad cubrieron los últimos centenares de yardas! Hubo un momento en que podían distinguir aún las gaviotas, o a esa condenada tontorrona de la
Thames
, pero de pronto se encontraron en mitad del ensordecedor rugido del combate penol a penol. Las andanadas perdieron toda unidad, fundidas en un continuo aullido destructivo. Los barcos se trabaron unos con otros, y los franceses intentaron el abordaje, gritando al atacar. Fueron rechazados. Después se oyó un grito más alto, triunfal, seguido de otro cuando el palo de mesana enemigo cayó por la borda a la altura de cubierta, llevándose por delante el mastelero de mayor. Ya no pudo el barco aproar cara al viento, y cayó a babor. Sin embargo, como aún respondía al gobierno del timón, marchó al noreste siguiendo el trazado de la playa, manteniendo el fuego por su costado incólume hasta que, con la pleamar, once minutos después de efectuado el primer disparo, arrió la bandera al tiempo que surcaba las aguas que rompían sobre la pared rocosa, justo al pie del pueblo.

Jack ordenó cerrar sobre el barco y pidió a gritos que se rindiera; y eso hizo tras titubear. Hubiera podido presentar los cañones con tal de atacarlos, pero el hecho de encontrarse en semejante posición respecto de la roca y con aquel oleaje reducía a la nada toda esperanza. Pese a todo, a esas alturas de la bahía y con aguas de tan escasa profundidad, el oleaje era mucho menos peligroso de lo que parecía. Los botes transportaron al comodoro francés y a sus oficiales sin la menor dificultad, y llevaron de vuelta al trozo de presa, incluida la persona de Stephen Maturin, a instancias del francés; el cirujano de a bordo había muerto por querer presenciar la batalla. Además del trozo de presa de rigor, Jack ordenó también el transbordo de un modesto destacamento de infantes de marina, puesto que si bien no esperaba que surgieran problemas a bordo de la presa, siempre era mejor prevenir que curar. Bajo las nubes acababa de ver que el
Stately
había intentado una esforzada pero peligrosa maniobra, al andar y virar por avante de pronto, ante las mismas amuras del francés, dispuesto a barrer su proa con una andanada tras otra. Pero tanto su barco como la pericia de sus hombres le jugaron una mala pasada: el
Stately
no completó la virada, y allí quedó a merced de la marea y el viento mientras el francés lo atacaba con denuedo y rendía sus masteleros de mayor y mesana. Finalmente recuperó su posición anterior, amurado a estribor. Por supuesto el enemigo anduvo un poco y barrió a su vez la cubierta.

De no haber sido por la aproximación del
Bellona
, el francés hubiera podido destruirlo o apresarlo. En vista del cariz que tomaba la situación, mareó las gavias y marchó de bolina hasta el extremo del promontorio situado al sur, y luego a mar abierto, salvando ambos palos y sus correspondientes velas para desaparecer rumbo este y cubrirse de lona sin siquiera preocuparse por los compañeros que habían quedado acorralados en la cala.

El motivo de la fuga se descubrió poco después, cuando dos navíos de línea ingleses de setenta y cuatro cañones doblaron el cabo acompañados de una fragata. Jack ordenó enarbolar señal de ponerse al pairo, orden que subrayó con un disparo de cañón. Pidió a Tom que atendiera al
Stately
y,en caso de poder dejar al navío sin escolta, que avanzara hacia la cala donde se refugiaban los transportes de tropas. Después, transbordó a la
Ringle.

Subió a bordo del setenta y cuatro más cercano, el
Royal Oak
, donde recibieron su falta de elegancia y su ropa manchada de sangre con gran entusiasmo y todos los respetos debidos a su gallardetón.

—Caballeros, voy a informarles de las presas —dijo—. Hay una cala situada entre ese conjunto de islas de ahí —señaló—, que oculta cuatro transportes franceses de tropas y dos fragatas. Les apresaría yo mismo, pero tengo cuatro pies de agua en la sentina que van en aumento, todo ello de resultas del combate sostenido con ese que ha embarrancado ahí, un oponente muy enérgico, ¿para qué negarlo? En este momento, mi barco no está en condiciones, es lento y pesado.

Le trataron con infinita consideración, y por supuesto le aseguraron que cumplirían sus órdenes. Le felicitaron de todo corazón por la victoria conseguida, desearon que no hubiera sufrido muchas bajas y dieron las gracias al Cielo por el hecho de que los hubieran despachado a ambos desde puerto Bere debido al rumor del combate. Después le condujeron a la cabina, donde le preguntaron si le apetecía un té. ¿Cacao? Quizá ginebra y agua caliente, o el whisky que se consumía por esos lares. Durante todo ese rato los barcos se acercaron a la cala, y llegado ese punto los capitanes de fragata de Jack subieron a bordo, ansiando noticias, lamentaron el maltrecho estado del
Bellona
, barco al que habían podido ver revolcarse en el agua y cuyas bombas expulsaban a sotavento agua a raudales.

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