De vez en cuando Reade o uno de los marineros se acercaban para preguntarle cómo andaba, o para decirle que aquello de ahí era Selsey Bill, que el viento refrescaba un poco, o que aquéllas eran las luces de Worthing, New Shoreham…
Bien entrada la segunda guardia, el flujo del oleaje vino más del sur, de modo que cantidades enormes de rocío de mar, espuma e incluso agua verde bañaron por completo la cubierta baja. Reade se acercó a proa con una capa cubriéndole los hombros y rogó a Stephen que se la pusiera.
—¿Y no le parece a usted, señor, que sería mejor que se refugiara dentro? —preguntó—. Por la amura de sotavento se puede ver Beachy, y al doblar Beachy la cosa se pondrá fea. A la tripulación le preocupa que pueda usted calarse hasta los huesos.
—A decir verdad, William, no me importa en absoluto. Nada agradece más mi espíritu que esta sensación omnipresente de velocidad que emana el aire, el mar, y el agua que lo salpica todo constantemente. Y eso está mucho más presente en una embarcación como ésta que en un barco grande y sólido.
—Vaya, señor, es que hemos marchado a buen paso: diez nudos la mayor parte del tiempo, con puntas de doce. Y si el viento no cede o cuartea la aguja, la nuestra será una singladura de lo más notable. Pero, señor, ¿seguro que no le gustaría bajar y llevarse algo al estómago?
Ese algo fue un plato de carne en salazón con galleta de barco, verdura salteada, cebolla y patata, todo ello sazonado con un buen puñado de pimienta. A lo largo de la segunda guardia lo habían mantenido en su justa temperatura al colocarlo entre ladrillos calientes, cubiertos por una sábana. La comida bajó extraordinariamente bien con un cuarto de galón de cerveza que compartieron a la manera del mar, pasando la jarra de un lado a otro sin mayores ceremonias.
—No querría tentar al destino, señor —dijo Reade—, pero a menudo creo que si pudiéramos alcanzar el principio de la pleamar la nuestra sería una singladura extraordinaria. Si no experimentamos problemas entre North Foreland y Sheerness, y aprovechamos la pleamar en el Nore, enfilaremos el Támesis arriba, ¡ja, ja! El viejo Mould lo consiguió una vez en el
Flying Childers
, después de partir frente a la punta de Sainte Catherine.
—Eso sería estupendo, seguro.
—Y además al capitán le encantaría. Tiene a este barco en gran consideración, y ha pensado en envergar la mejor lona
poldavy
de Riga para el buen tiempo, incluida una vela mayor cuadra. Ahora, si me disculpa, señor, creo que debo volver a cubierta. Usted puede tumbarse ahí, detrás de ese coy. Por favor, intente descansar un poco.
Y así lo hizo, y se sumió en esa serie de pensamientos incongruentes y recuerdos a medio olvidar que suelen preceder al sueño. Despertó en la penumbra al oír el ruido de una tos ahogada, el tintineo de la porcelana y el aroma del café.
—Buenos días tenga usted, William —dijo—, ¿no será café eso que huelo?
—Soy Vaggers, señor —dijo el marinero con la bandeja—. El capitán está en cubierta observando los convoyes. No habrá visto usted jamás semejante línea de barcos. Estamos en los Downs.
—¿Cómo anda el viento, Vaggers? ¿Llegaremos a tiempo de aprovechar la pleamar?
—El viento se mantiene entablado, señor. Pero respecto a eso de aprovechar la pleamar…, frío, frío, señor, frío, frío. Aunque si la perdemos no será por culpa del señor Reade. Ha estado al timón toda la noche con los ojos bien abiertos.
Aún seguía al timón cuando Stephen lo encontró ordenando que largaran una boneta en la trinquetilla, aunque enseguida se volvió hacia él con educación e interés por si había dormido bien, antes de darle su palabra de que el viento no caía, sino que el hecho de que perdiera intensidad se debía a que South Foreland les quitaba un poco el viento, «ya estamos aquí en Deal, como puede ver», y que no se preocupara pues no tardaría en refrescar. «Y todos esos pobres diablos —dijo señalando hacia el mar, al atestado fondeadero de los Downs— están rezando para que caiga del todo y role al noreste. Algunos llevan dos semanas, quizá más, detenidos por vientos de proa, cosa que aquí sucede a menudo. Ese de ahí es el convoy de las Antillas, y ya ve que está a este lado del canal de Gull. Ese otro, el que se extiende hasta besar el North Foreland, está compuesto por los barcos destinados al Mediterráneo, como mínimo serán un centenar de mercantes. Y al sur de Goodwin Sands podrá distinguir un grupo de inchimanes. Le aseguro a usted que todos ellos estarán rezando ahora mismo.»
—No importa cuántos de ellos recen, William, sino la intensidad de la plegaria que eleven, y, por supuesto, su calidad —dijo Stephen—. No creo que sus consideraciones, puramente mercantilistas, reciban mucha atención allá en el Cielo.
—Seguro que tiene usted razón, señor —dijo Reade, que procedió a recitar los nombres de los navíos de guerra que escoltaban los convoyes, y que sembraban aquel mar plúmbeo con sus cabrillas y los chaparrones intermitentes que caían de unas nubes bajas que discurrían fugaces—.
Amethyst, Orion, Hercules, Dreadnought…
—Inconscientemente, lo pronunció en un tono de voz que hubiera estado menos fuera de lugar ante el altar.
Llegaron a la altura de North Foreland, y la
Ringle
metió de orza para ceñir y arrumbar al oeste.
—¿Cree usted que podría decirse que nos encontramos dentro del estuario del Támesis? —preguntó Stephen durante la comida.
—Sí podría decirse, señor —respondió Reade, contento aunque ojeroso por la falta de sueño—. Y creo también que casi podríamos decir, aunque toco madera, que no es probable que perdamos la pleamar.
Llegados al Nore, incluso el doctor Maturin pudo apreciar que había cambiado el movimiento de la goleta debido a que habían aprovechado la marea, y que el primer indicio de que repuntaba era el hecho de que la embarcación se deslizaba como empujada por la corriente. La costa lejana, visible ahora a ambos lados, se acercaba más y más, y al cabo de un tiempo Reade cedió el mando a Mould, frustrado como patriarca polígamo, pero el mejor piloto del Támesis de entre los presentes. Mould habló a Stephen durante largo rato sobre los oficiales, nada bueno, claro está, hasta que finalmente señaló Muck Fiat, que venía a ser la llanura del estiércol, en la costa norte, donde un piloto salido de Trinity House lo hizo embarrancar en el año noventa y dos.
—Podría usted haberlo llamado
Llanura del estiércol
después de la palera que le metimos.
Aunque el viento, el río e incluso quienes navegaban por el mismo, incluidas las falúas torpes, pesadas y lentas del Támesis —que actuaban como si tuvieran prioridad sobre las demás embarcaciones que poblaban el canal— se comportaron bien durante todo aquel día ventoso, Mould estaba de un humor sombrío. Hacia la noche, cuando entre chaparrón y chaparrón el cielo despejó por completo, mostrando Greenwich en todo su esplendor, que lucía blanco y verde en la ribera del río, inclinó la barbilla en su dirección y dijo:
—Greenwich. No creerá usted, señor, la cantidad de dinero que roban a los pobres y honrados marineros para meterlo en ese viejo cofre suyo. ¿Y adonde cree usted que va a parar hasta el último penique? No al bolsillo del viejo Mould, eso se lo aseguro.
—He aquí Greenwich, poblada de arpías —comentó Stephen sin pensar.
—Greenwich es un lugar malo, pero malo de narices. Hay un montón de pájaras de cuenta en Greenwich. Aunque no es nada comparado… —dijo Mould, que alzó el tono de su voz apasionadamente, mientras la caña temblaba bajo su pulso—, nada comparado con Shelmerston si a fieras nos referimos. Piense usted en la señora Mould, por ejemplo… —Y aprovechando el momento apalizó verbalmente a la señora Mould, no sólo por su rechazo ignorante, intolerante y mundano hacia el hecho de que un hombre pudiera tener más de una esposa: «Piense en Abraham, señor; piense en Salomón; recuerde a Gideón: ¡setenta hijos y un puñado de esposas!», sino también por una miriada de defectos que a duras penas sería decente nombrar, todos ellos denunciados con tal vehemencia que hubiera sido necesario llamarle la atención si un alijador, más o menos gobernado por un muchacho estúpido armado de un enorme remo, no hubiera caído sobre la amura de la
Ringle
de tal forma que se tuvo que poner de inmediato al pairo la gavia para perder andadura, y dejar las escotas al viento, mientras todos a bordo se hacían con perchas, y las agitaban entre berridos de reprobación.
Fue como si aquel estruendo pudiera con la marea y el viento, ya que en cuanto el alijador se llegó hacia la costa más lejana, la
Ringle ya
no respondía al timón, y se dedicó a volver sobre sí misma y arrumbar hacia el lugar por el que había entrado. No navegaban precisamente por aguas calmas, y en ese momento empezaría a menguar la marea. Por suerte, el hecho de que el viento hubiera caído se debía a que el sol se estaba poniendo, y en cuanto refrescó se vieron empujados hasta el Pool, antes de que la corriente descendente hubiera reunido la energía necesaria para llevarlos consigo. Allí echaron el ancla para alivio de todos los marineros. Reade consultó su reloj, rió en voz alta, y dio la orden de costumbre:
—A pitar rancho.
Había un tráfico considerable en el río, y muchos botes que llevaban tripulaciones de un barco a otro entre los centenares de buques mercantes, ciudadanos en plena jornada de trabajo, y cuadrillas de marineros que se acercaban a Greenwich dispuestos a pasarlo en grande. Cuando Stephen y un feliz Reade hubieron disfrutado de una cena con capón y una botella de clarete comprada en Kings Head para celebrar tan impoluto pasaje, el doctor llamó la atención de un chinchorro que pasaba por ahí, que lo acercó a las escaleras del Temple.
Pero en el despacho del señor Lawrence tuvo que enfrentarse a un sorprendido escribiente, quien le informó de que el señor Lawrence no se encontraba presente en ese momento. De hecho, nadie esperaba ver al doctor al menos durante los próximos dos días, y el señor Lawrence se había ausentado de la ciudad; no llegaría al menos hasta mañana, y tarde. Lamentaría mucho no haber podido hablar con el doctor.
—No tendrá que lamentar nada —replicó Stephen—. Me alojaré en una fonda llamada Grapes, en el distrito de Savoy, y mañana temprano iré a adquirir diversas cosas y a visitar a algunos amigos. Comeré en mi club, cuya situación conoce perfectamente el señor Lawrence. Y dejaré un mensaje en Grapes y en Blacks para decir dónde puede encontrarme, si por cualquier cosa regresara antes de lo esperado. De otro modo, volveré mañana a la misma hora, por la tarde.
—Excelente. Y permítame añadir, señor —dijo el escribiente en voz baja—, que hemos cuidado de sus bienes.
* * *
Stephen llegó demasiado tarde como para encontrar despiertas a Sarah y Emily, pero la señora Broad pudo hacerle un relato de los pormenores de su felicidad, y a la mañana siguiente desayunaron con él, le sirvieron ellas mismas el café, le trajeron tostadas, arenques ahumados, mermelada, describieron las maravillas de Londres, interrumpiéndose continuamente la una a la otra y cercenando su relato para preguntarle si recordaba Lima y el espléndido órgano que tenían allí, la calle revestida de plata, las montañas y la nieve, el hielo verde que vieron frente al cabo de Hornos.
—Señora Broad —dijo al marcharse del Grapes—, si viniera alguien del despacho del señor Lawrence, tenga la amabilidad de decirle que podrá encontrarme en el almacén de pianofortes Clementi hasta eso de las tres, y que después estaré en mi club.
De hecho no apareció mensajero alguno, pero el tiempo discurrió agradablemente en compañía del señor Hinksey, a quien encontró en el almacén Clementi, y, después de comer juntos en el Blacks, le acompañó de paseo hasta Temple Bar.
Lawrence estaba emocionado y complacido de verle, ya que, obviamente, sentía mayor preocupación de la requerida por su responsabilidad como consejero legal de Stephen.
—Me alegra tanto de que haya seguido nuestro consejo —dijo—. Entre, pase, por favor. Esta situación es tan desagradable y potencialmente peligrosa como ninguna otra que yo haya podido ver. Aquí mismo, siéntese y disculpe usted estos papelotes y el pastel. Cuánto me alegra tenerle aquí. No le esperaba hasta mañana. Supongo que habrá tomado usted la silla de posta…
—He venido en barco —respondió Stephen—. Por mar —añadió, al observar que sus palabras no cosechaban el efecto esperado.
—Ah, no me diga —observó Lawrence, para quien aquel hecho sin precedentes guardaba una clara relación con cualquier viaje de Richmond o Hampton Court—. Un paquete, sin duda.
—No, señor. Se trata de un buque de pertrechos particular, perteneciente al señor Aubrey, nave capaz de efectuar grandes destrezas en la mar. Ninguna otra podría habernos traído hasta el Pool de Londres en un número de horas que, por el momento, me elude, pero que dejó a mis compañeros de tripulación mudos de asombro y de admiración.
—De modo que aún dispone usted del barco. Y en el Pool. Tanto mejor. Por favor, siéntese —insistió—. Cuánto me alegro de verle; la verdad es que estaba un poco inquieto por usted. Permítame cortarle un pedazo de tarta. —Se sentaron ante la mesa repleta de migajas, y Lawrence le procuró otro vaso—. Es el mismo madeira que usted mismo me envió hará un par de años —dijo.
Se relajaron mientras disfrutaban del vino y comían el pastel, celosos de su sabor como si de la respiración se tratara.
—Sir Joseph me ha traído los documentos firmados —dijo Lawrence—. Le estoy a usted muy agradecido por la confianza que ha depositado en mí.
—Yo estoy infinitamente más agradecido que usted por sus consejos y ayuda —dijo Stephen.
—Proporcioné al banco la advertencia mínima de una hora, y después envié a Pratt —explicó Lawrence después de inclinar la cabeza—. Las transferencias físicas del tesoro exigen de cierta discreción en todo momento: tanto más ahora, como es el caso. Tal y como le he dicho estaba cada vez más nervioso, y Pratt compartía mis temores: ninguno de nosotros había oído nada concluyente, aunque ambos habíamos sabido de las consultas realizadas por parte de los principales abogados de Habachtsthal, así como de algunas intervenciones violentas e incluso homicidas por parte de esos criminales a quienes tan imprudentemente ha contratado en calidad de agentes. —Se sirvió más vino, y añadió—: Me he encargado personalmente de gastar algunos centenares de guineas suyas.
—Por supuesto, por supuesto. No podría estarle más agradecido por ello.