Enganchado a lo que relataba ese monje genial que, año tras año, privación tras privación, luchando contra la duda y la gangrena, extraía de una tierra árida su abadía, su obra maestra. La impresión había sido tal que siempre se había prohibido a sí mismo releer el libro. Quería que al menos una parte de él, y pese a las desilusiones que lo aguardaban en la vida, permaneciera intacta...
No, no reviviría los tormentos del maestro Paul en su cantera desolada, ni la Regla a la que se habían doblegado los conversos, ni la muerte espantosa de la mula aplastada bajo el tiro, pero las primeras frases no las había olvidado y todavía a veces se las recitaba bajito para volver a sentir la textura de la piedra ocre, el mango de las herramientas y la exaltación de su adolescencia:
Tercer domingo de cuaresma
.
La lluvia nos caló hasta los huesos, la helada endureció el pesado paño de nuestros hábitos y nuestras barbas, y anquilosó nuestros miembros. El barro nos manchó las manos, los pies y el rostro, el viento nos llenó de arena. El movimiento de la marcha...
—...ya no hace balancear los pliegues helados sobre nuestros cuerpos descarnados —recitó Charles bajito después de bajar la ventanilla para desahumarse.
Desahumarse... Pero ¿qué palabra es ésta? Eh, Charles, ¿no habrás querido decir más bien «para respirar»?
Sí, sonrió, dándole otra calada a su cigarrillo, exactamente. No se os puede ocultar nada, ya lo veo...
A esas horas tendría que haber estado muerto de aburrimiento en la mansión del tío Güito tragándose el rollo de los vendedores de
reinforced concrete
, y, en lugar de eso, entrecerraba los párpados para no perderse el cartel de la salida de la autopista.
Tomaba el aire, sacudía el pesado paño de su hábito y conducía hacia la luz.
Hacia sus votos rotos, su ingenuidad, el borrador de su juventud o lo poco de él que palpitaba todavía.
Se estremeció. No trató de averiguar si era de placer, de frío o de angustia, subió la ventanilla y se puso a buscar un bar donde tomarse un café de verdad con olores de verdad a tabaco frío, paredes sucias de verdad, pronósticos de verdad para la quinta carrera, broncas de verdad, borrachos de verdad y un dueño de verdad con un malhumor de verdad bajo un bigote de verdad.
* * *
La
arquitectura imponente de la iglesia, de dimensiones comparables a las de la catedral de Soissons, es el fruto de un compromiso entre el fasto de la abadía real y la austeridad ásterciense...
Pensativo, Charles levantó la cabeza y... no vio nada...
pero, poco tiempo después de la Revolución
, seguía explicando el panel,
el marqués de Travalet, que ya había transformado la abadía en una fábrica textil, la mandó derruir por completo con el fin de recuperar las piedras para construir las viviendas de sus obreros
. ¿En serio? Vaya, ¿y por qué no le habían cortado la cabeza a ese estúpido?
Por lo que hoy en día ya no hay monjes en la abadía de Royaumont.
Sino artistas alojados en una residencia. Y un salón de té. Fantástico, oye.
Menos mal que el claustro sigue en pie.
Charles lo recorrió con las manos en la espalda, se apoyó contra una columna y observó largo rato la forma de los nidos colgados del arco crucero.
Éstas sí que sabían construir...
El lugar y el instante le parecieron absolutamente perfectos como punto final de una función. Ya podían bajar el telón.
Adiós, adiós, golondrinas, Nounou no tuvo ocasión de volver a lucir el traje elegante de su primera comunión.
Un día no volvió. Al día siguiente tampoco. Ni la semana siguiente.
Anouk los tranquilizaba: seguramente le habrá surgido algo. Se quedaba pensando: se habrá ido a visitar a su familia, creo que me habló de que tenía una hermana en Normandía... Trataba de convencerse: y si tuviera un problema, me lo habría dicho, y... callaba.
Callaba y se levantaba por la noche para preguntarle a la primera botella que pillaba si tenía noticias suyas.
La situación era desconcertante. Lo sabían todo del Nounou de pestañas postizas y el cabaret Bobino, el Rincón del Arte, el Alhambra y toda la pesca, pero desconocían su nombre y dónde vivía. Y eso que se lo habían preguntado, pero... «Por ahí...», y sus anillos describían un gesto vago en el aire, por encima de los tejados de París. Ellos no insistían. Nounou ya había bajado la mano, y «por ahí» les parecía tan lejos...
—¿Queréis que os diga dónde vivo? Vivo en mis recuerdos... Un mundo que hace tiempo que no existe ya... Os he contado cómo calentábamos el lápiz de ojos a la luz de la bombilla y...
Los chicos suspiraban. Sí, nos lo has contado mil veces. André no sé qué con su cerezo rosa y su manzano blanco, el Maestro Yo-Yo y sus ruiseñores amaestrados, arriba el telón todas las noches, y aquel ruso al que le ataban las manos y que para beberse el vodka tenía que arrancar de un mordisco el cuello de la botella, y la dueña de L'Échelle de Jacob que había encerrado a un periodista en la carbonera, y Milord el Arsouille, y el chucho
Jeannot de Flandes
que se subía a las mesas y metía el hocico en las copas de champán de las dientas guapas antes de llevárselas al borracho de su amo, y la noche en que Barbara subió a escena en L'Écluse y tuviste que volver a maquillarte de lo mucho que lloraste...
Ante tanta perfidia, Nounou se enfurruñaba, y la única manera de que se dejara de comedias era pedirle que imitara a la cantante Fréhel. Se hacía un poco de rogar, claro, pero luego inflaba los carrillos, le robaba un cigarro a Anouk, se lo pegaba en el labio, se ponía en jarras y cantaba a pleno pulmón con una voz muy ronca:
Ohé, les cóóópains!
V'nez vous rincer la gueu-heu-leu!
Ce soir je suis toute seu-heu-le!
II
est mort ce matin!
Los dos chicos se partían de risa, y los Rolling podían irse a paseo. Con eso ya tenían toda la
satisfaction
que necesitaban.
—Y cuando no estoy en mis recuerdos, vivo con vosotros, ya lo veis...
Vale, pero ¿dónde estás entonces, todo este tiempo, si tu historia de amor más bonita somos nosotros?
Anouk investigó en el hospital, encontró el historial de la madre, llamó por teléfono, le confió su preocupación a la famosa hermana de Normandía, escuchó lo que ésta le contestó, colgó el teléfono y se cayó de la silla.
Sus colegas la ayudaron a levantarse, insistieron en tomarle la tensión y terminaron por darle un terrón de azúcar, que Anouk escupió junto con un chorro de saliva.
Cuando los chicos vieron su rostro a la salida del colegio aquella tarde supieron que Nounou ya no vendría a recogerlos nunca más.
Anouk se los llevó a merendar.
—No nos dábamos cuenta por el maquillaje y todo eso, pero el caso es que... era ya muy mayor, Nounou...
—¿Y de qué ha muerto? —preguntó Charles.
—Pues os lo acabo de decir. De viejo...
—Entonces, ¿ya no lo volveremos a ver nunca más?
—¿Por qué decís eso? No... yo, yo... lo veré siempr...
Fue su primer entierro, y los chicos vacilaron un segundo antes de soltar su puñadito de lentejuelas y de confeti sobre el ataúd, en la fosa: ¿quién era ese Maurice Charpieu?
Nadie vino a saludarlos.
El cementerio se quedó vacío. Anouk buscó sus manos, avanzó hasta el borde del abismo y murmuró:
—Bueno, ¿qué, Nounou...? ¿Te has reunido ya con toda esa gente maravillosa de la que siempre nos has hablado hasta aburrirnos? Vaya jolgorio estaréis montando ahí arriba, ¿no? ¿Y... y tus pequeños caniches? Dinos... ¿están allí ellos también?
Después los chicos se fueron a dar un paseo, y ella se sentó junto a él como lo había hecho años atrás.
Le tiró piedrecitas a la cabeza por el gusto de verle levantar los ojos al cielo una vez más con un gesto de exasperación y se fumó un último cigarro con él.
Gracias, decían las volutas de humo. Gracias.
Volvieron a casa en silencio y, en el momento exacto en que debían de estar diciéndose, los tres, que la vida era el número de cabaret más infame del mundo, Alexis se inclinó hacia delante para subir el volumen.
Leo Ferré les repetía que era fantástico y, está bien —pero sólo porque era él y porque Nounou lo había conocido de pequeño—, quisieron creerlo durante los tres minutos que duraba su puta canción. Después Alexis apagó la radio, cambió de tema y repitió séptimo.
Una noche Anouk, que hacía tiempo que le daba vueltas a esa historia en la cabeza, se atrevió a preguntarle:
—Dime una cosa, mi vida...
—¿Qué?
—¿Por qué siempre cambias de tema cuando hablamos de Nounou? ¿Por qué tú nunca has llorado? Y eso que era alguien importante en tu vida, ¿verdad?
Alexis se concentró en su plato de macarrones, no tuvo más remedio que levantar la cabeza y cruzarse con su mirada, por culpa de las hebras del queso gruyere, y respondió sin más:
—Cada vez que abro la funda de mi trompeta, siento su olor. Ya sabes, ese olor como a viejo y...
—¿Y?
—Cuando toco, toco para él y...
—¿Y?
—Cuando me dicen que lo hago bien, es porque creo que lloro, ¿sabes...?
Si hubiera podido, Anouk lo habría abrazado en ese momento preciso de sus vidas. Pero no podía. Él ya no quería.
—Pero... esto... entonces ¿estás triste?
—¡Qué va! ¡Al contrario! ¡Estoy bien!
En lugar de abrazarlo, le sonrió. Una sonrisita con brazos, manos, un cuello y dos nucas en un extremo.
Charles consultó su reloj, se dio la vuelta, echó una ojeada a una minúscula cueva que imitaba a la de Lourdes
(Recorrido de San Luis
, precisaba la flecha del panel. Vaya tontería...) y esperó a estar de nuevo en el aparcamiento para terminar con aquello y vomitar su
Dies Irae
.
«Sí. Y ya ves... Al final consiguió ganarse también su cariño...», resonaba la voz de Anouk.
No, no había querido llevarle la contraria sobre ese tema. Su madre... Su madre enseguida encontró otros problemas de los que preocuparse... Se imponía con mano de hierro en su casa, en mi padre, en sus parterres de flores y en todo lo demás. Y además había vuelto De Gaulle. Así que terminó por relajarse un poco.
De modo que Charles no le iba a llevar la contraria sobre ese tema, pero:
—Anouk...
—Charles...
—Hoy me lo puedes decir...
—Decirte ¿qué?
—Cómo murió...
Silencio.
—De viejo, nos dijiste, pero era mentira. ¿Verdad que era mentira?
—Sí...
—¿Se suicidó?
—No.
Silencio.
—¿No quieres decírmelo?
—A veces está bien mentir, ¿sabes...? Sobre todo tratándose de él... él, que tanto os hizo soñar... Y todos esos trucos de magia que os...
—¿Murió atropellado?
—Degollado.
—Lo sabía —se maldijo Anouk—, pero ¿por qué te haré yo caso a ti?
Se dio la vuelta para pedir la cuenta.
—¿Sabes, Charles?, tú sólo tienes un defecto, pero joder... qué defecto más triste... Eres demasiado inteligente... Sin embargo, créeme, en la vida hay cosas que no vienen en los manuales de instrucciones... Antes, cuando he llegado y he visto todos esos cálculos que te tienes que tragar, a la vez que te daba un beso te compadecía. Me he dicho que, a tu edad, te pasas demasiado tiempo tratando de calcular el mundo. ¡Ya lo sé, ya lo sé! Me vas a decir que son tus estudios y todo eso, pero... pero, ea, a partir de hoy, cuando pienses en las últimas horas de la mejor niñera del mundo, ya no te imaginarás a un señor mayor dormido entre chales en medio de sus recuerdos, no; y, querido mío, la culpa es sólo tuya, volverás a encerrarte en tu cuarto con tu calculadora y ya no podrás concentrarte, porque todo lo que verás en tus dichosos paréntesis llenos de
x
y de
y
hasta la saciedad será a un viejo al que la policía encontró desnudo en un retrete de mala muerte...
—Sin dentadura postiza, sin anillos, sin documentación y sin... Un viejo que esperó casi tres semanas en la morgue a que una mujer avergonzada se dignara a hacer un esfuerzo por sacarlo de ahí, pero por última vez en su vida, gracias a Dios, se dignara a reconocer que sí, que los unía un lazo de sangre puesto que ese desecho humano abierto en canal era... su hermano pequeño...
Después me acompañó hasta la facultad, se dio la vuelta y se abandonó en mis brazos.
No era a mí a quien ahogaba, era el recuerdo de Nounou, y si la clase siguiente me pareció más confusa todavía que lo que me había anunciado ella entre dientes, no era por culpa de ese viejo bribón —que había muerto en el escenario, después de todo...—, no, la culpa era mía, ya que pese a mis esfuerzos desesperados por imaginarme una etiqueta enganchada al dedo gordo de un pie frío, no había podido evitar que Anouk notara mi turbación a través de la tela de mi pantalón y... oh, ¿por qué una frase tan enrevesada? Anouk había conseguido que me empalmara y punto, y me avergonzaba de ello.
Llevábamos más de dos horas tragándonos unas clases de geometría infinitesimal, y que no viniera diciéndome que era inteligente sólo porque entendía más o menos adonde quería llegar la profesora... ¡Joder, no, Anouk sabía de sobra que, al contrario, estaba totalmente perdido! De hecho, se había apartado de mí diciendo que no con la cabeza.
Como siempre, esperé a que me volviera a llamar para quedar a comer y recuerdo que tuve que esperar mucho...
Esa confesión sórdida, e inútil, que yo había ido a suplicarle como un estúpido que era, no quería decir nada para mí: mi infancia había muerto el mismo día que Nounou.
* * *
Era demasiado temprano para volver a París, donde nadie lo esperaba, de modo que sacó su agenda y marcó un número que llevaba meses aplazando para el día siguiente.