El Consuelo (17 page)

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Authors: Anna Gavalda

Tags: #Romántica

»Me alejé buscando las llaves y oí: "¿Sabes, tesoro, que yo también era un artista?" Toma, pues claro, ¡si ya me lo imaginaba! Me di la vuelta para despedirme por última vez. "Artista de
music-hall...?
"¿Ah, sí?"
»Y entonces, Charles, entonces... Trata de imaginarte la escena-La noche, su sombra, esa voz tan rara que tenía, el frío, los contenedores de basura y toda la pesca... De verdad, no las tenía todas conmigo... Ya me veía en la sección de sucesos del periódico del día siguiente... "¿No me crees?", añadió. "Mira..."
»Metió entonces la mano entre los botones de su abriguito, y ¿sabes lo que sacó?
—¿Una foto?
—No. Una paloma.
—Qué fuerte...
—Ya te digo... Anda que no nos hizo
shows
, ¿verdad? Pero para mí ése será siempre el más bonito... Era a la vez tan loco, tan hortera y tan poético... Era... era Nounou... Tendrías que haber visto su cara... Una cara de felicidad total... Y entonces se me escapó una sonrisa enorme que ya no se me despegó de los labios. Me tomé el café, me lavé los dientes y me fui a la cama con esa sonrisa y... ¿sabes qué?
—¿Qué?
—Esa noche, y por primera vez durante años... años y años... dormí bien, bien de verdad. Sabía que iba a volver... Sabía que iba a cuidar de nosotros y que... No sé... me sentía segura... Nounou había visto bien que mi línea de la suerte era aún más corta que la del amor... Me había llamado «tesoro» acariciando la cabeza de su pajarito y enseñando unos dientes todos renegridos... Iba... iba a querernos, estaba segura. Y, ya ves, por una vez no me equivocaba... Los años con Nounou fueron los más bonitos de mi vida. Al menos los menos duros... Y todos esos fuegos artificiales que iban a ocurrir dos años más tarde, para mí estaba claro: era por él. El artificiero era él. Él, ese enanito alegre y saltarín fue mi revolución y... ah... qué felices fuimos con él...
—Esto... perdona que sea tan ramplón, pero... ¿todos esos días que pasó en el hospital tenía siempre la paloma en el bolsillo?
—Tiene gracia que me lo preguntes porque es precisamente algo que le pregunté yo a él poco después, y nunca quiso contestarme... Me di cuenta de que el tema lo incomodaba y no insistí. Sólo años más tarde, un día que debía de sentirme particularmente mal y que seguramente me había venido abajo una vez más, Nounou me mandó una carta. La única que me escribió nunca, de hecho. Espero no haberla perdido... Me decía cosas muy bonitas, cosas halagadoras que nadie me había dicho nunca... Sí, una carta de amor ahora que lo pienso... y, al final, terminaba con estas palabras:
»
¿Recuerdas aquella noche, en el hospital? Sabía que ya nunca más volvería a mi casa y por eso llevaba a
Mistinguett
en el bolsillo. Para liberarla antes de... Pero entonces llegaste tú, y volví a casa después de todo
.
Le brillaban los ojos.
—¿Y cuándo volvió?
—Dos días después... A la hora de merendar... Muy elegante, con el pelo teñido de otro color, un ramo de rosas y caramelos de regaliz para Alexis. Le enseñamos la casa, el colegio, las tiendas del barrio, tu casa... Y... nada más. Lo que vino después ya lo sabes.
—Sí.
Me brillaban los ojos.
—El único problema por aquel entonces era Mado...
—Lo recuerdo... Ya no me dejaban ir a vuestra casa...
—Sí. Y ya ves... al final consiguió ganarse también su cariño...

 

* * *
En ese momento no me atreví a llevarle la contraria, pero la cosa no había sido tan fácil...
Mi madre no era exactamente una palomita blanca que cerrara los ojos cuando la acariciaban en el sentido de las plumas. Alexis seguía siendo bienvenido en nuestra casa, pero a mí me prohibieron ir a la suya.
Yo oía palabras nuevas, palabras sobre Nounou que no parecían muy amables. Moralidad, abusos deshonestos, peligro. Palabras que me parecían totalmente estúpidas. ¿Qué peligro? ¿Tener caries porque nos daba demasiados caramelos? ¿Oler a chica porque nos daba demasiados besos? ¿Sacar peores notas en el colegio porque no dejaba de repetirnos que éramos príncipes y que más tarde nunca necesitaríamos trabajar? Pero mamá... No nos lo creíamos, ¿sabes? Además, siempre se equivocaba en todas sus predicciones. Nos había jurado que ganaríamos el circuito de las 24 horas en la tómbola de la feria y no ganamos nada de nada, así que ya ves...
No, si mi madre terminó por ceder fue porque yo por una vez no tiré la toalla. ¡Estuve doce horas sin comer y nueve días sin dirigirle la palabra! Y el Mayo del 68 terminó también por tambalear un poco sus convicciones... Puesto que el mundo corría hacia su perdición, pues nada, hala, hijo, ve, ve a jugar a las canicas...
Volví a su casa, pero de milagro y con recomendaciones y horarios muy estrictos. Con advertencias sobre gestos, sobre mi cuerpo, sobre sus manos, sobre... Con frases que yo no entendía en absoluto.
Hoy, por supuesto, veo las cosas de otra manera... Si yo tuviera un hijo, ¿se lo confiaría a una niñera tan híbrida como Nounou? No lo sé... Probablemente yo también tendría reticencias... Pero no... No teníamos nada que temer... En todo caso, nunca hubo el más mínimo equivoco. Lo que Nounou hacía por las noches era otra historia, pero con nosotros era el más púdico de los hombres. Un ángel. Un ángel de la guarda que se perfumaba al pachulí y nos dejaba jugar a la guerra en paz.

 

Y después se convirtió en un pretexto. Era Anouk la que molestaba a mi madre, y eso también puedo entenderlo. La turbación de mi padre el otro día vale por todas las explicaciones del mundo...
Podía ir a jugar a las canicas, pero llegó un tiempo en que ya no podía pronunciar su nombre en casa. Ignoro lo que pasó exactamente. O lo sé demasiado bien. Ningún hombre habría querido vivir con ella, pero todos estaban dispuestos a asegurarle lo contrario...
Cuando estaba alegre, cuando los vértigos la dejaban en paz, cuando se soltaba el pelo y prefería andar descalza, cuando recordaba que su piel seguía siendo suave y que... entonces era como un sol. Dondequiera que fuera, dijera lo que dijese, volvía las miradas a su paso, y todo el mundo quería un poquito de ella. Todo el mundo quería cogerla del brazo, aunque para ello tuviera que hacerle un poco de daño, y, de hecho, le hacían un poco de daño, para dejar de oír un segundo el ruido de sus pulseras chocando entre sí. Sólo un segundo. El tiempo de una mueca o de una mirada; de un silencio, de un abandono, de cualquier cosa de ella, lo que fuera. De verdad lo que fuera. Pero sin tener que compartirlo con nadie.
Oh, sí... Anda que no debía de haber oído mentiras, Anouk...

 

¿Acaso estaba yo celoso? Sí.
No.
A la fuerza había aprendido a reconocer esas miradas y ya no me daban miedo. No tenía más que envejecer, y me empleaba en ello. Día tras día. Estaba esperanzado.
Además, lo que yo sabía de ella, lo que me había dado, lo que me pertenecía, ellos, todos los demás, no lo tendrían nunca. Con ellos Anouk cambiaba la voz, hablaba demasiado rápido, reía demasiado fuerte, pero conmigo, no, conmigo era la misma de siempre.
Así que era a mí a quien amaba.
Pero ¿qué edad tengo, para hablar así? ¿Nueve años? ¿Diez?
¿Y por qué este convencimiento de que Anouk me correspondía por derecho? Porque mi madre, mis hermanas, las maestras, las jefas de exploradores y todas las otras mujeres de mi entorno me desesperaban. Eran feas, no entendían nada, sólo les preocupaba saber si me sabía las tablas de multiplicar y si me había cambiado de camiseta.
Claro.
Claro, puesto que yo no tenía más meta que crecer para librarme de ellas.
Mientras que Anouk... Precisamente porque no tenía edad o porque yo era la única persona del mundo que la escuchaba y que sabía cuándo mentía, Anouk no se había
inclinado
sobre mí, no soportaba que me llamaran Charlie o Charlot, decía que yo tenía un nombre dulce y elegante, que cuadraba conmigo, me preguntaba siempre mi opinión y reconocía que a menudo tenía razón.
¿Y por qué yo, que no levantaba tres palmos del suelo, estaba tan confiado?
¡Anda, pues porque me lo había dicho ella!

 

Me había quedado a dormir en casa de Alexis y, antes de salir para el colegio, Anouk nos había metido la merienda en la cartera.
A la hora del recreo nos habíamos reunido con los demás niños con nuestra bolsita de canicas en una mano y, en la otra, nuestros paquetitos envueltos en papel de aluminio.
—¡Hala! —se había entusiasmado Alexis, abriendo el suyo—, ¡galletas que hablan!
En cuclillas, yo dibujaba una pista (ya entonces...) sobre el suelo del patio.

Te tengo en la punta de la lengua
y
Me haces gracia
—leyó en voz alta antes de zampárselas.
Yo me frotaba las manos sobre los muslos.
—¿Y a ti? ¿Qué te ha tocado?
—¿A mí? —dije, un poco decepcionado al ver que a mí sólo me había puesto una galleta.
—Venga, dime.
—Nada...
—¿No pone nada?
—Sí, pero pone eso: «
Nada

—Bah... Vaya porra... Bueno, entonces ¿quién empieza, a ver?
—Tú —dije, poniéndome de pie para poder guardarme la galleta en el bolsillo de la cazadora.
Jugamos y perdí mucho aquel día... Todos mis ojos de gato...
—¡Oye! Pero ¿qué te pasa hoy que juegas tan mal?
Yo sonreía. Ahí, en medio del polvo, y luego en fila para entrar en clase, tocándome el bolsillo, y luego en mi taquilla y por fin en mi cama, después de haberme levantado varias veces para cambiar la galleta de escondite, sonreía.

 

«
Te amo con locura

Cuarenta años después, Charles no recordaba haber recibido nunca una declaración más eficaz...
La galleta se desmenuzó, y terminó por tirarla a la basura. Luego aquel niño creció, se marchó, volvió y Anouk rió. Y él la creyó. Y el niño envejeció, engordó, y... ella murió.
Fin de la historia.

 

Vamos, vamos, Balanda, si no era más que una galleta... ¿Sabes cómo las llaman hoy en día en las tiendas de comestibles en plan retro? Galletitas
divertidas
. Y además no eras más que un niño.
Todo esto es ridículo, ¿verdad?
Ridículo.
Sí, pero...
No tuvo tiempo de justificarse. Se quedó dormido.

 

3

 

En el aeropuerto lo esperaba un chófer con su nombre escrito en un cartel.
En el hotel lo esperaba una habitación con su nombre escrito en una pantalla de televisión.
Sobre la almohada, una chocolatina y el pronóstico del tiempo para el día siguiente.
Cielos nubosos.
Empezaba otra noche, y Charles no tenía sueño. Ya estamos, suspiró, otra vez la jodienda del desfase horario. En el pasado no le habría dado ninguna importancia, pero hoy su pobre cuerpo se quejaba. Se sintió... desalentado. Bajó al bar, pidió un
bourbon
, leyó la prensa local y tardó un momento en darse cuenta de que las llamas del hogar no eran de verdad.
Tampoco era de verdad el cuero de su butaca, ni las flores, ni los cuadros, ni los paneles de madera que revestían las paredes, ni los estucos del techo, ni la pátina que cubría las superficies brillantes, ni los libros de la biblioteca, ni el olor a cera para muebles, ni la risa de esa mujer bonita en el bar, ni la amabilidad del señor que velaba porque no se cayera del taburete, ni la música, ni la luz de las velas, ni... Nada era de verdad, absolutamente nada. Era el Disneyworld de los ricos, y por muy lúcido que Charles fuera, formaba parte de todo eso él también. Sólo le faltaban las orejas de Mickey Mouse.
Salió al frío de la calle. Caminó durante horas y no vio nada más que edificios funcionales. Deslizó una tarjeta de plástico en la ranura de la habitación 408, apagó la calefacción, encendió el televisor, apagó el sonido, apagó la imagen, intentó abrir una ventana, soltó un taco, renunció, se dio la vuelta y se sintió, por primera vez en su vida, atrapado.

 

03:17 se tumbó
03:32 y se preguntó
04:10 con calma
04:14 sin ponerse nervioso
04:31 qué estaba
05:03 haciendo ahí.

 

Se dio una ducha, pidió un taxi y se volvió a su casa.

 

4

 

Nunca había pagado tanto dinero por un billete de avión ni había perdido tanto tiempo. Dos días enteros, nada menos. Perdidos. Irrecuperables. Sin proyecto, sin llamadas telefónicas, sin decisiones que tomar y sin responsabilidades. En un primer momento le pareció aberrante, y luego... tremendamente exótico.
Mató el rato en el aeropuerto de Toronto, hizo lo mismo durante la escala en Montreal, compró docenas de periódicos, tonterías para Mathilde, un cartón de tabaco y dos novelas policíacas que se dejó olvidadas sobre el mostrador.

 

Eran las ocho de la mañana cuando recogió su coche del aparcamiento. Se frotó los ojos, sintió la barba de varios días en las mejillas y se cruzó de brazos sobre el volante.
Reflexionó.

 

A falta de tener las ideas claras sobre todo lo demás, se ubicó geográficamente en este mundo, se entregó a lo más sencillo, se lamentó de que no hubiera por ahí cerca ninguna más bonita, reconoció que, a esas alturas, daba igual tocar cualquier piedra... Consultó sus mapas, le dio la espalda a la capital y, sin bastón de peregrino ni más meta que olvidar la fealdad acumulada en su retina y bajo las suelas de sus zapatos durante semanas, se marchó a visitar la abadía de Royaumont.
Y mientras volvía a tragarse una tras otra una sucesión de zonas urbanas, industriales, comerciales, transformables, residenciales y otros calificativos más enrevesados todavía, recordó aquella conversación surrealista que había tenido con un taxista la mañana del día en que se había enterado de su muerte... ¿Estaba Dios en su vida? No, saltaba a la vista que no... Pero sus arquitectos, sí. Y desde siempre.

 

Más que a la súplica de Anouk al pie de esas monstruosidades de hormigón que la ayudaron a renunciar definitivamente a su familia, Charles debía gran parte de su vocación a los cistercienses. De una lectura que había hecho de adolescente, para ser más precisos. La recordaba como si fuera ayer... Él, enardecido en su habitacioncita de la periferia, en una casa situada a tiro de piedra de la nueva autopista de circunvalación, y devorando este libro,
Las piedras salvajes
, de Fernand Pouillon.

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