Y... ¿acaso tenía ganas de saber nada?
Estaba muerta.
Muerta.
Ya nunca oiría el sonido de su voz.
El sonido de su voz.
Ni su risa.
Ni sus enfados.
Ya nunca vería contraerse sus labios, nunca los vería temblar o estirarse hasta el infinito. Ya nunca miraría sus manos. La cara interna de su muñeca, el mapa de sus venas, el surco de sus ojeras. Ya nunca sabría lo que ocultaba, tan bien, tan mal, tan lejos, detrás de sus sonrisas cansadas o sus muecas tontas. Ya no la miraría de reojo sin que ella lo supiera. Ya no le cogería el brazo de improviso. Ya no...
¿De qué le serviría sustituir todo eso por una causa de fallecimiento? ¿Qué ganaría con ello? ¿Una fecha? ¿Detalles? ¿El nombre de una enfermedad? ¿Una ventana recalcitrante? ¿Un último traspié?
Francamente...
¿Valía la pena ese lado sórdido?
Charles Balanda se puso ropa limpia y se ató los cordones rechinando los dientes.
Lo sabía. Sabía que temía conocer la verdad.
Y el fanfarrón que había en él le ponía la mano en el hombro tratando de engatusarlo: Anda... Déjalo... Quédate con tus recuerdos... Consérvala tal y como la conociste... No la estropees más... Es el mejor homenaje que puedes hacerle, lo sabes muy bien... Conservarla así de esa manera... Absolutamente viva.
Pero, por el contrario, el cobarde que había en él le pesaba como una losa y le susurraba al oído: Y además te lo imaginas, ¿verdad?, que se ha marchado tal y como vivió, ¿eh?
Sola. Sola y en desorden.
Completamente abandonada en este mundo demasiado pequeño para ella. ¿Qué la habrá matado? Pero si no es difícil de adivinar... Sus ceniceros. O esas copas que nunca la apaciguaban. O esa cama que ya no abría. O... ¿Y tú? ¿A santo de qué cono vienes tú ahora con el incensario? ¿Dónde estabas antes? Si hubieras estado allí, ahora no te estarías yendo por la pata abajo...
Vamos, un poco de dignidad, jovencito. ¿Sabes lo que haría ella de tu compasión?
—Callaos de una puñetera vez —rechinó—, callaos de una puñetera vez los dos.
Y porque era tan orgulloso, fue el cobarde quien volvió a marcar el número de su peor enemigo.
¿Qué iba a decirle? ¿«Balanda al aparato» o «Soy Charles...» o «Soy yo»?
Al tercer timbrazo, sintió que se le pegaba la camisa a la espalda. Al cuarto, cerró la boca para fabricarse un poco de saliva. Al quinto...
Al quinto, oyó el chasquido metálico de un contestador y una voz femenina que decía: «Hola, éste es el teléfono de Corinne y Alexis Le Men, si quiere dejar un mensaje, le llamaremos en cuanto...»
Carraspeó, dejó pasar unos segundos de silencio, una máquina grabó su respiración a miles de kilómetros, y luego colgó.
Alexis...
Se puso la gabardina.
Casado...
Cerró dando un portazo.
Con una mujer...
Llamó al ascensor.
Una mujer que se llamaba Corinne...
Se metió dentro.
Y que vive con él en una casa...
Bajó seis pisos.
Una casa en la que había un contestador...
Cruzó el vestíbulo.
Y...
Ya se dirigía hacia las corrientes de aire.
Y... entonces ¿también zapatillas de fieltro?
—
Please, sir!
Se dio la vuelta. El recepcionista sacudía algo encima del mostrador. Charles volvió dándose una palmada en la frente, recuperó su manojo de llaves de manos del recepcionista y a cambio le entregó la llave de su habitación.
Lo esperaba otro chófer distinto. Mucho menos exótico y con un coche francés. La invitación prometía, pero Charles no se hacía ilusiones: el soldadito obediente volvía al frente... Y cuando cruzaron la verja de la embajada se decidió por fin a soltar el móvil que llevaba aún en la mano.
Comió poco, esta vez no admiró el sublime mal gusto de la casa Igumnov, sede de la embajada francesa, respondió a las preguntas que le hicieron y contó las anécdotas que querían oír. Interpretó su papel a la perfección, se mantuvo erguido, agarrándose a los mangos de sus cubiertos, subió a la red, devolvió bromas e indirectas, se encogió de hombros cuando era necesario, asintió con la cabeza e incluso se rió en los momentos oportunos, pero se fue deshaciendo, desmoronando y agrietando a un ritmo constante.
Observaba palidecer y contraerse las falanges de sus dedos aferrados al vaso.
Romperlo, sangrar quizá y abandonar la mesa...
Anouk había vuelto. Anouk recuperaba su espacio. Todo el espacio. Como antes. Como siempre.
Dondequiera que esté, dondequiera que estuviera, lo miraba. Se burlaba de él con cariño, comentaba los modales de sus vecinos de mesa, la altanería de esa gente, las joyas de esas señoras, la pertinencia de todo aquello y le preguntaba qué hacía allí, con ellos.
—¿Qué haces ahí, Charles mío?
—Estoy trabajando.
—¿En serio?
—Sí.
—Anouk... Por favor...
—¿Te acuerdas de mi nombre entonces?
—Me acuerdo de todo. Y su rostro se ensombreció.
—No, no digas eso... Hay cosas... momentos que... me... me gustaría que los hubieses olvidado...
—No. No lo creo. Pero...
—Pero ¿qué?
—Quizá no nos referimos a los mismos momentos...
—Eso espero —sonrió ella.
—Anouk, tú... —Yo ¿qué?
—Sigues igual de guapa...
—Calla, tonto. Y levántate. Mira... vuelven todos al salón...
—¿Anouk?
—¿Qué, cariño?
—¿Dónde estabas?
—¿Que dónde estaba? Pero si eso me lo tendrías que decir tú a mí... Anda, ve con ellos. Todo el mundo te espera.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó su anfitriona, mostrándole su asiento.
—Sí, gracias.
—¿Está usted seguro?
—Cansado...
Pues anda que...
Siempre el mismo pretexto, el cansancio. ¿Cuántos años hacía que recurría al cansancio para explicar las cosas, bien escondido en la vaguedad de sus repliegues? Esa pantalla tan respetable y tan, pero tan práctica...
Es cierto, queda muy bien el cansancio como complemento de una buena carrera profesional. Halagador, incluso. Una bonita medalla prendida sobre un corazón ocioso.
Se acostó pensando en ella, asombrado, una vez más, por la pertinencia de los lugares más comunes. Esas frases anonadadas que se pronuncian cuando se ajustan los tornillos de la tapa: «No he tenido tiempo de decirle adiós...» o «De haberlo sabido, me habría despedido mejor...» o «Todavía tenía tantas cosas que decirle...».
Yo ni siquiera te dije adiós.
Esta vez no esperó ningún eco. Era de noche y, de noche, Anouk no estaba. O bien estaba trabajando, o bien se estaba contando su historia o sus grandes planes de batalla dejando a Johnny Walker y a Peter Stuyvesant la tarea de pasar las páginas y de desplazar la caballería ligera hasta que terminara por olvidarse de sí misma, por capitular y dormirse por fin.
Mi Anouk...
Si existiera el paraíso, ya estarías ligándote a san Pedro...
Sí.
Te estoy viendo.
Te estoy viendo llenarle la barba de lentejuelas y quitarle las llaves de las manos para hacerlas brillar contra tu cadera.
Cuando estabas en forma, nada se te resistía, y cuando éramos niños nos llevabas al cielo cuando querías.
¿Cuántas puertas habrá derribado tu sonrisa? ¿Cuántas colas habremos evitado? ¿Cuántos metros nos habremos colado? ¿Cuántos carteles habremos eludido, tergiversado, desafiado?
¿Cuántos cortes de manga, cuántos gruñidos de reprobación, cuántas barreras y prohibiciones?
«Dadme la mano, muchachos», conspirabas, «y todo saldrá bien...». Y nos encantaba eso, que nos llamaras muchachos cuando todavía nos chupábamos el dedo y que nos estrujaras la mano con fuerza mientras nos lanzábamos al ataque. Nos daba miedito e incluso también nos hacías un poquito de daño a veces, pero te habríamos seguido hasta el fin del mundo.
Tu Fiat destartalado era para nosotros un barco, una alfombra voladora, una diligencia. Arreabas a tus cuatro caballitos fiscales soltando tacos como el robusto Hank en los tebeos de
Lucky Luke, Yeah!
¡Arre, caballo! Tu látigo restallaba por las autopistas periféricas y mascabas un cigarro sólo por el placer de vernos dar un respingo cuando escupías la colilla por la ventanilla.
Contigo, la vida era agotadora pero jamás encendíamos la tele. Y todo era posible.
Todo.
Con la condición de no soltarse jamás de tu mano...
Nos volviste a hacer lo mismo cuando los botes de Nesquick habían dejado paso a los Marlboro, ¿recuerdas? Volvíamos de la boda de Caroline y debíamos de estar durmiendo la mona en el asiento de atrás cuando nos despertaron tus gritos de angustia.
«¡Oiga, oiga, XB12, ¿me reciben?»
Nos despertamos gruñendo en medio de un prado con los faros apagados mientras tú le hablabas al mechero bajo la luz amarillenta de la lucecita de la cabina. «¿Me reciben?», suplicabas. «Nuestra nave está averiada, mis jedis están pedo y la Alianza rebelde me pisa los talones... ¿Qué hago, Obi-no sé qué-Kenobi?»
Alexis estaba molesto y masculló un joder pastoso ante la mirada de una vaca pasmada, pero tú te reías tan fuerte que no lo oíste. «La culpa es vuestra, ¿por qué me lleváis a ver pelis tan tontas?» Por fin encontramos el camino en el ciberespacio y te miré sonreír un buen rato por el retrovisor.
Veía a la niña que habías debido de ser, o que habrías sido si te hubieran dejado hacer bromas...
Sentado detrás de ti, miraba tu nuca y me decía: si ha hechizado nuestra infancia ¿será porque la suya fue una birria?
Y me daba cuenta de que yo también me estaba haciendo viejo...
Varias veces te toqué el hombro para asegurarme de que no te quedabas dormida, y, en un momento dado, pusiste tu mano sobre la mía. El peaje me la arrebató, pero cuántas estrellas alrededor de la nave aquella noche, ¿eh?
Cuántas estrellas...
Sí, si el paraíso existe, la debes de estar armando buena allá arriba...
Pero... ¿qué había?
¿Qué había después de ti?
Se durmió con las manos a ambos lados del cuerpo. Desnudo, manchado y solo, en la calle Smolenskaya, en Moscú, Rusia. En ese pequeño planeta que se había vuelto, y fue su último pensamiento consciente, terriblemente aburrido.
9
Se levantó, volvió a su berenjenal, se encerró de nuevo en unos barracones llenos de humo, presentó sus documentos una vez más, volvió a coger el avión, recuperó su maleta, se subió a un taxi de cuyo retrovisor colgaba un amuleto africano en forma de mano abierta, volvió con una mujer que ya no lo quería y una chica que todavía no se quería a sí misma, las besó a las dos, cumplió con las citas que tenía pendientes, almorzó con Claire, apenas comió nada, le aseguró que todo iba bien, se escabulló cuando la conversación se alejaba de las zonas catalogadas de bosques y de las operaciones de mantenimiento programadas en edificios surgidos de la descentralización, comprendió que la fisura estaba ganando terreno cuando la vio desaparecer al doblar la esquina y se le cayó el alma en picado a los pies, trató de analizarse en el bulevar de los Italiens, se rompió por dentro en silencio, estudió la calidad del terreno, concluyó que estaba expuesto a una manifestación de complacencia pura y dura, se despreció, se flageló, dio media vuelta, puso un pie delante de otro y volvió a empezar, cambió sus divisas, volvió a fumar otra vez, fue desde entonces incapaz de absorber la más mínima gota de alcohol, perdió peso, ganó llamadas de ofertas, se afeitó menos a menudo, sintió descamársele la piel del rostro a trozos, renunció a escudriñar el desagüe cuando se lavaba el pelo, se volvió menos locuaz, se separó de Xavier Belloy, volvió a pedir cita con el oculista, empezó a volver a casa cada vez más tarde y a menudo a pie, padecía insomnio, caminaba lo más posible, se orientaba por los bordes de las aceras, cruzaba fuera de los pasos de cebra, atravesaba el Sena sin levantar los ojos del suelo, dejó de admirar París, no volvió a tocar a Laurence, se dio cuenta de que ella cavaba una especie de trinchera en el edredón entre los cuerpos de ambos cuando se acostaba antes que él, empezó a ver la televisión por primera vez en su vida, se quedó anonadado, consiguió sonreírle a Mathilde cuando le anunció la nota que había sacado en Física, ya no reaccionaba cuando la sorprendía bajándose música y películas de internet, le traía absolutamente al pairo el pillaje actual, se levantaba por la noche, bebía litros de agua descalzo sobre las baldosas frías de la cocina, trató de leer, terminó por abandonar a Kutuzov y a sus tropas en Krasnoye, respondía a las preguntas que se le hacían, contestó que no cuando Laurence lo amenazó con una conversación de verdad, volvió a decir que no cuando le preguntó si era por cobardía, se apretó el cinturón del pantalón, cambió las suelas de sus zapatos negros de cordones, aceptó una invitación para ir a una conferencia en Toronto sobre
environmental issues in the construction industry
que lo dejaba del todo indiferente, se cabreó con una becaria, terminó por desenchufarle el ordenador, cogió un lápiz y se lo plantó entre las manos, venga, se impacientó, enséñeme usted lo que debería ver, puso en marcha un proyecto para un complejo hotelero cerca de Niza, se hizo un agujero en la manga de la chaqueta con un cigarrillo, se durmió en el cine, perdió sus gafas nuevas, encontró su libro sobre Jean Prouvé, recordó su promesa, fue entonces a llamar a la puerta de Mathilde una noche y le leyó en voz alta este fragmento: «Recuerdo a mi padre decirme:
¿Ves cómo se agarra la espina al tallo de esta rosa?
A la vez que decía esto, abría la palma de la mano, recorriendo con un dedo el contorno del tallo.
Todo esto está bien hecho, todo esto es sólido, son formas de resistencia igual, y pese a todo, no es rígido
. Conservé esas palabras en la memoria. Si observan algunos de los muebles que he hecho, en casi todos hay un dibujo de cosas que...», se dio cuenta de que a Mathilde le traía sin cuidado, se preguntó cómo era eso posible, ella que antes tenía tanta curiosidad por todo, salió de su habitación andando hacia atrás, guardó el libro en cualquier sitio, se apoyó contra la librería, se observó el pulgar, cerró el puño, suspiró, se fue a la cama, se levantó, volvió a su berenjenal, se encerró de nuevo en unos barracones llenos de humo, volvió a presentar sus documentos, tomó de nuevo el avión, recupe...