Ah, hablando del rey de Roma, por la puerta asoma... El magnífico Nounou... Enmarcado por sus dos querubines, con el pecho henchido de orgullo y apenas un poco más alto que ellos a pesar de las alzas y de su peinado cardado.
—¡Ayyyy, pequeñines míos! Pero ¡tened cuidado con esas velas! ¡Con la cantidad de laca que me ha puesto Jackie, voy a explotar! Anda, tocad, tocad...
Tocaron y, en efecto, al tacto era exactamente igual que el algodón de caramelo.
—Ya os lo decía yo... Bueno, y ahora, ¡una sonrisita para la cámara!
Y sonreían en esa foto. Sonreían. Abrazados a él con ternura, aprovechando para limpiarse los dedos en sus mangas de alpaca.
Alpaca... Era la primera vez que Charles oía esa palabra... Estaban todos en el atrio de la iglesia, ensordecidos por el estruendo de las campanas, y Alexis y él escudriñaban el horizonte retorciéndose el cinturón de cuerda de sus túnicas blancas porque Nounou se estaba retrasando.
Mado no podía más de nervios, y cuando ya no había más remedio que marcharse sin él, lo vieron bajar de un taxi como de una limusina en Cannes.
Anouk soltó una gran carcajada.
—Pero, Nounou... pero, pero... ¡si estás espléndido!
—Vamos, vamos, por favor —contestó él, algo molesto—, si no es más que un traje de alpaca de nada... Me lo encargué a medida para la gira de Orlanda Marshall en...
—¿Quién es ésa? —le pregunté, mientras nos dirigíamos a la sacristía.
Nounou soltó un gran suspiro de lo más histriónico.
—Oh... Una buena amiga mía... Pero no tuvo éxito... Se anuló su gira... Y si queréis saber lo que pienso, esto también fue una historia de faldas...
Y besándose el índice antes de rozar con él sus frentes (su Beso Rojo, el mejor de los bálsamos sagrados), les dijo:
—Hala, jesusitos míos, en marcha... Y si veis un halo de luz, bajáis la cabeza, ¿eh?, lo digo muy en serio.
Pero no, Charles recitó el Padrenuestro con los ojos muy abiertos y la vio muy bien, con su sonrisa torcida, apretando con mucha fuerza la mano de su vecino.
En ese momento eso lo había irritado un poco. Eh. Ahora no. Cruz y raya, no vale, ¿no se iría a echar a llorar ahora, no? Pero hoy... Esa emoción que estás en los cielos... Santificado sea tu nombre y hágase tu voluntad. Era la primera comunión de su único hijo, un día lleno de gracia, pequeña tregua
oficial
en una vida muy, muy espinosa, y su único pasado, su único hombro al que aferrarse, los únicos dedos que podía apretar bien fuerte mientras sonaba el órgano eran los de la vieja amiga de Orlanda Marshall con sus botines de charol y su rosario al cuello sobre su traje de alpaca malva...
No era nada.
Y, sin embargo, era mucho.
Pero era absurdo.
Así era su vida.
Nounou le regaló un bolígrafo que había pertenecido «al grandísimo actor Maurice Chevalier, nada menos», pero que tenía roto el capuchón y no se lo podía quitar.
—Bueno, ¿qué? ¿No se te acelera el corazón de emoción? —añadió al ver la sonrisa incómoda de Charles.
—Pues... sí, sí, claro...
Y cuando el niño se alejó, Nounou vio la mueca de Anouk y se sintió obligado a rendir cuentas.
—¿Y tú por qué me miras así?
—No sé... La última vez me dijiste que ese dichoso bolígrafo había sido del cantante Tino Rossi...
—Vamos, tesoro...
Expresión de cansancio y de tedio vestida de alpaca malva.
—Lo que cuenta es el sueño, lo sabes perfectamente... Además, me pareció que para una primera comunión Maurice Chevalier era más... que era mejor, vamos.
—Tienes razón. Tino Rossi es más como de Navidad...
—Muy graciosa.
Anouk se partía de risa, y Nounou se enfadó y frunció el ceño.
—Oh... Nounou... ¿Qué sería de mí sin ti?
Y Nounou enrojecía bajo su capa de maquillaje.
Charles dejó las fotos en su mesita abatible. Le hubiera gustado seguir viéndolas, pero, como siempre, ese histrión reclamaba todo el protagonismo. Y no se le podía guardar rencor por ello. La escena, el espectáculo, el «entertainment», como él decía, eran toda su razón de ser...
Entonces, vamos allá, pensó, vamos allá. Después de los perritos con cuello de camisa postizo y antes de que vuelvan a encenderse las luces,
Ladies and Gentleman
, excepcionalmente con ustedes esta noche, en directo en su gira triunfal hacia el Nuevo Mundo y ante sus ojos estupefactos, el Grande, el Maravilloso, el Exquisito, el Inolvidable Nounou...
* * *
Una noche de enero de 1966 (cuando más tarde le contara esta historia, Anouk, que nunca se acordaba de nada, utilizaría este punto de referencia: la víspera un Boeing se había estrellado sobre el Mont Blanc.) murió una anciana en el servicio de cardiología del hospital. Es decir tres plantas por encima de la suya. Es decir a años luz de las preocupaciones de la enfermera titulada Le Men, la cual, en esa época, trabajaba en reanimación. Charles emplea este término a propósito porque era exactamente el que le convenía a Anouk, pero para entendernos: en urgencias. Qué bien pegaba eso con ella, Anouk era una enfermera de urgencias.
Sí, murió una anciana, y ¿por qué tendría que haberse enterado si no hay nada más compartimentado que un hospital? Cada servicio tenía sus propias copas de celebración, sus victorias y sus pequeñas miserias...
Pero estaban los rumores de los pasillos. O de las máquinas de café, que para el caso es lo mismo... Aquel día una de sus compañeras se quejaba de un tipo raro que estaba empezando a tocarles las narices arriba, en cardiología, porque seguía viniendo a visitar a su difunta madre con flores frescas todos los días y no entendía que no lo dejaran entrar en la habitación. Después se reía y preguntaba a todos los presentes si alguien podía firmarle una autorización para que lo ingresaran en psiquiatría.
En ese momento, Anouk no reaccionó demasiado. Su corazón estaba tan arrugado como el vasito de plástico que acababa de tirar a la papelera. Ella ya tenía su cupo de problemas.
El tipo raro en cuestión no entró en su vida hasta que los guardias jurados del hospital no tomaron cartas en el asunto y le prohibieron el acceso a planta. A cualquier hora del día o de la noche, al empezar o al acabar su turno, lo encontraba ahí, en la recepción del hospital, sentado entre las macetas y la garita de contabilidad. Postrado, tolerado, golpeado por las corrientes y el ir y venir de las multitudes, desplazándose de un asiento libre a otro, con el rostro siempre vuelto hacia las puertas de los ascensores.
Y todavía entonces, Anouk desviaba la vista. Por su cupo de problemas, su tristeza, sus cuerpos extirpados de los restos de automóviles accidentados, sus bebés escaldados con agua hirviendo, sus vomitonas de borrachos, sus bomberos demasiado lentos, su hastío de tener siempre que hacer de canguro de su hijo, sus preocupaciones de dinero, su soledad, su... Sí, Anouk desviaba la mirada.
Y una noche, vaya usted a saber por qué, quizá porque era domingo y los domingos son los días más injustos del mundo, porque había terminado la guardia, porque Alexis había encontrado refugio en casa de sus amables vecinos, porque estaba demasiado agotada para sentir el cansancio, porque hacía frío, porque tenía el coche averiado y la sola idea de caminar hasta la parada del autobús le daba retortijones, y porque al final iba a terminar por palmarla, a fuerza de estar siempre ahí sentado sin moverse, en lugar de escabullirse por la puerta de atrás Anouk siguió por el pasillo iluminado y, en lugar de bajar los ojos, fue a sentarse a su lado.
Durante mucho tiempo se quedó callada, estrujándose las meninges para encontrar la manera de conseguir que soltara su ramo de flores sin herirlo, pero nada, no se le ocurría nada, y, con la nuca dolorida, terminó por reconocer que ella misma estaba demasiado hecha polvo para ayudar a nadie.
—¿Y entonces? —la apremió Charles a que le siguiera contando la historia de Nounou.
—Pues... le pregunté si tenía fuego...
Le entró la risa.
—¡Vaya! ¡Qué entrada en materia más original!
Anouk sonreía. Nunca le había contado esa historia a nadie y le maravillaba recordarla tan bien, ella que se olvidaba hasta de su propio nombre.
—¿Y luego qué? ¿Estudias o trabajas? ¿Eso fue lo que le preguntaste?
—No. Después salí a fumarme varios cigarros para infundirme valor, y cuando volví le dije la verdad. Le hablé como nunca había hablado de mis problemas antes con nadie. Con nadie... El pobre, cuando lo pienso...
—¿Qué le dijiste?
—Que sabía por qué estaba ahí. Que me había informado y que me habían dicho que su madre había tenido una muerte muy dulce. Que a mí me encantaría tener la certeza de merecer lo mismo que su madre. Que había tenido suerte de que él estuviera con ella. Que una de mis compañeras me había contado que había venido a visitarla todos los días y le había cogido la mano hasta el final. Que los envidiaba, a los dos. Que yo llevaba años sin ver a mi madre. Que tenía un hijo pequeñito, de seis años, al que su abuela nunca había cogido en brazos. Que le había mandado una tarjeta para anunciarle su nacimiento, y ella me había enviado un vestidito de niña como regalo. Que probablemente no lo había hecho por maldad, pero que era peor todavía. Que me pasaba la mayor parte de mi tiempo aliviando a los demás pero que a mí nadie me había cuidado nunca. Que estaba cansada, que me costaba dormir, que vivía sola y que a veces bebía, por las noches, para poder conciliar el sueño porque me angustiaba muchísimo saber que un niño cuya vida dependía de la mía descansaba en la habitación de al lado... Que nunca había tenido noticias de su padre, un hombre con el que, sin embargo, aún soñaba. Que le pedía perdón por contarle todo aquello. Que él también tenía su propia tristeza, pero que ya no había razón para volver al hospital porque ya tenía que haber enterrado a su madre... ¿no? Que cuando uno estaba sano no debía pasar el tiempo en un lugar como ése porque era como una ofensa para los que estaban mal, pero que si venía eso quería decir que tenía tiempo, y que si así era, esto... ¿no querría venir a mi casa en lugar de al hospital?
»Que antes de venir aquí yo trabajaba por las noches en otro hospital y que, por aquel entonces, vivía en casa de unos amigos que podían cuidar de mi hijo, pero que, desde hacía dos años, vivía sola y me dejaba el sueldo en canguros. Que porque este curso el niño estaba aprendiendo a leer, me las apañaba con unos horarios agotadores para estar en casa cuando volvía del colegio. Que no levantaba más de tres palmos del suelo pero se despertaba solo todas las mañanas, y que a mí siempre me preocupaba si habría desayunado bien y... Que nunca se lo había contado a nadie porque me daba demasiada vergüenza... Era tan pequeño... Sí. Me daba vergüenza. Que a partir del mes siguiente no iba a tener más remedio que trabajar de día. Que la jefa de enfermeras no me daba otra opción, y que todavía no me había atrevido a decírselo a él... Que las canguros nunca tienen tiempo de repasar los deberes con el niño o de asegurarse de que leen la página de lectura, al menos no aquellas que yo me podía permitir y que... ¡que le pagaría, claro! Era un niño muy bueno, acostumbrado a jugar sólito y que... mi casa no era muy bonita, pero al menos era un poco más acogedora que ese hospital...
—¿Y?
—Pues después de eso, nada... Y como no reaccionaba, me pregunté si no sería sordo o... no sé... un poco simple, ya me entiendes...
—¿Y?
—¡Y qué largo se me hizo ese silencio, Dios mío! ¡Me sentía como si estuviéramos en el pasillo de un manicomio! Y lo decía por los dos, ¿eh?, no sólo por él. Dos locos junto a las macetas de la sala de espera... Oh, cuando lo pienso ahora... Tenía que estar de verdad muy desesperada... Me había acercado a él con la idea de animarlo y ahí estaba ahora, suplicándole que me salvara... Qué desastre, Charles mío, qué desastre...
—Sigue...
—Pues nada, en un momento dado, me levanté, ¡a ver, qué iba a hacer! Y él se levantó conmigo. Fui a coger el autobús, y él me siguió. Me senté, y él se sentó delante de mí, y entonces... empecé a flipar...
Se reía.
—Mierda, me decía a mí misma, esto no marcha bien, no marcha bien en absoluto... Le he pedido que venga a mi casa, pero no ahora mismo. Ni para siempre. Socorro. Fingía que no pasaba nada, pero te lo juro, estaba como un flan... Ya me veía teniendo que llevarlo a la comisaría... Buenas noches, señor agente, me pasa lo siguiente... Este señor es un patito huérfano que me ha confundido con mamá pata y me sigue a todas partes... ¿Qué... qué puedo hacer? Ya no me atrevía a mirarlo y me escondí entre las vueltas de mi bufanda. Él, en cambio, no paraba de mirarme fijamente. No veas qué momento más violento... Y en un momento dado, me dijo: «La mano...» «¿Cómo?», le Contesté yo. «Deme la mano... No, ésa no, la izquierda...»
—¿Qué quería?
—No sé... Ver mi curriculum, me imagino... Asegurarse de que le había dicho la verdad... Leyó, pues, mi palma y añadió: «Y el niño... ¿cómo se llama?» «Alexis.» «¿Ah, sí?» Pausa. «Como Sverdjak...» Y, al ver que yo no reaccionaba, añadió: «Alexis Sverdjak, el mejor lanzador de cuchillos de todos los tiempos...» Y entonces, aunque no te lo creas, me dije que quizá había vuelto a cagarla una vez más... Parecía tan chalado con ese pañuelo de vieja atado a la cabeza... Sí, en ese momento me enfadé conmigo misma... Es que parece que los vas buscando, ¿eh?, me sermoneé mirándome las uñas. ¡Joder, se trata de tu hijo! ¡¿Quién coño es esta Mary Poppins de feria que te has sacado de la manga?!
—¿Iba maquillado y todo?
—No, era algo aún más indefinible... Parecía un bebé muy viejo... Con ese acné rosáceo que tenía en la cara, esos ojos como gelatinosos, esos guantes de piel de cabra y sus cuellos de camisa no muy limpios. Terrible, te digo...
—¿Y te siguió hasta casa?
—Sí. Quería ver dónde vivía. Pero no quiso subir a tomar algo. Y sabe Dios si insistí, pero no, no había manera de convencerlo.
—¿Y después?
—Después me despedí de él. Le dije que sentía haberlo aburrido con todas mis historias y que podía volver cuando quisiera. Que siempre sería bienvenido, y que a mi hijo le encantaría oír hablar de Fulanitojak, o como demonios se llamara, pero que, sobre todo, sobre todo, no debía volver al hospital... ¿Prometido?