El Consuelo (41 page)

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Authors: Anna Gavalda

Tags: #Romántica

 

—Entonces vamos a ver lo que nos han dejado los caracoles...
Kate buscó un cesto que Charles se apresuró a quitarle de las manos. Y, como la víspera, y bajo la misma gran aguada de cielo pálido, dejaron atrás el patio de la granja y se fueron alejando por entre los campos.
Carraspiques, margaritas, milenramas de formas gráciles, celidonias, ficarias, pies de león, Charles ignoraba todos esos nombres de flores, pero dio rienda suelta al empollón que había en él.
—¿Qué es esa... ese tallo blanco de ahí?
—¿Dónde?
—Justo ahí delante...
—El rabo de un perro.
—¿En serio?
La sonrisa de Kate, por burlona que fuera, era... cuadraba bien con el paisaje-

 

La tapia de la huerta estaba en muy mal estado, pero la verja, enmarcada por sus dos pilares, todavía resultaba imponente. Charles los acarició al pasar y sintió la cosquilla áspera de los líquenes.
Kate entró en un cobertizo para buscar un cuchillo; la puerta chirrió. Charles la siguió entre las hileras de hortalizas plantadas. Todas las hileras estaban hechas con tiralíneas, impecablemente cuidadas y dispuestas a cada lado de dos caminos en cruz. Había un pozo en el centro y montones de flores en todos los rincones.
No, no es que fuera empollón, le gustaba aprender.
—Y esos arbolitos de ahí, esos que están como retorcidos, bordeando los caminitos, ¿qué son?
—¿«Retorcidos»? —se indignó Kate—. ¡Querrá decir podados! Son manzanos... que crecen y dan fruto sin necesidad de espaldera, a ver qué se ha creído usted...
—¿Y esa cosa azul magnífica que hay en la tapia?
—¿Eso? ¿La mezcla bordelesa? Es para la vid...
—¿Hacen vino?
—No. Ni siquiera nos comemos las uvas. Tienen un sabor horrible...
—¿Y esas grandes corolas amarillas?
—Eso es eneldo.
—¿Y eso? ¿Esa especie de plumeros?
—Espárragos...
—¿Y esas bolas gordas?
—Cabezas de ajos...
Kate se dio la vuelta para mirarlo.
—Charles, ¿es la primera vez que ve usted una huerta?
—Desde tan cerca, sí...
—¿De verdad? —preguntó Kate, con un aire afligido de verdad—. Pero ¿y cómo ha hecho para vivir hasta ahora?
—Yo también me lo pregunto...
—¿Nunca ha comido tomates o frambuesas recién cogidos?
—Quizá de niño...
—¿Nunca ha saboreado una uva espina? ¿Nunca ha comido una fresa silvestre todavía tibia? ¿Nunca se ha roto los dientes y pinchado la lengua con avellanas demasiado amargas?
—Mucho me temo que no... ¿Y esas enormes hojas rojas de la izquierda?
—¿Sabe lo que le digo? Debería hacerle todas estas preguntas al viejo Rene, le haría tanta ilusión... Y además él de estas cosas sabe mucho más que yo... Yo apenas tengo permiso para venir a la huerta... De hecho, mire... —se agachó—, vamos a coger sólo unas lechugas para acompañar nuestro festín, y hala, devolvemos el cuchillo a su sitio, y aquí no ha pasado nada...
Y eso fue lo que hicieron.
Charles inspeccionaba el contenido de su cesto.
—¿Y ahora qué lo preocupa?
—Pues que debajo de una hoja... hay una babosa enorme...
Kate se inclinó hacia delante. Su nuca... Cogió al bichito y lo dejó en un cubo junto a la tapia.
—Antes, Rene las aplastaba a todas, pero Yacine le ha dado tanto la vara que ya ni se atreve a ponerles un dedo encima. Ahora las tira todas en la huerta del vecino...
—¿Por qué del vecino?
—Porque le mató su gallo...
—¿Y por qué a Yacine le interesan las babosas?
—Sólo estas tan gordas... Porque leyó no sé dónde que pueden vivir entre ocho y diez años...
—¿Y qué?

My goodness!
¡Es usted tan pesado como él! Yo qué sé... Piensa que si la naturaleza, o Dios, o lo que usted quiera ha creado a propósito un animal tan pequeño, tan repulsivo y, sin embargo, tan robusto, alguna razón tendrá que haber, y que librarse de él aplastándolo con la azada es un insulto a toda la creación. Tiene muchas teorías como ésta, de hecho... Observa a Rene trabajar en la huerta y le da conversación durante horas, contándole los orígenes del mundo, desde la primera patata hasta nuestros días.
»El niño, feliz, porque tiene quien lo escuche, y el viejo está encantado. Un día me confesó que antes de morir se sacaría el graduado escolar gracias a Yacine, y las babosas gordas están felices de la vida. Las sacan de esta huerta y ven mundo... Vamos, que todo el mundo sale ganando de alguna manera... Sígame, vamos a volver por un sitio especial para que admire las vistas, y luego veremos qué travesuras nos están preparando... Siempre es preocupante cuando los niños están demasiado silenciosos.
Bordearon lo que quedaba de tapia y tomaron por un sendero de tierra que los llevó hasta lo alto de una colina.
Prados ondulados y delimitados por setos hasta donde alcanzaba la vista, gavillas de heno, bosques, un cielo inmenso y, abajo, un grupo de chiquillos, algunos en bañador, otros a lomos de animales de pelo, riendo, gritando, chillando y corriendo por la orilla de un río de aguas muy oscuras que fluían hasta perderse detrás de otros bosquecillos...
—Bueno... Está todo en orden —suspiró Kate—. Vamos a poder descansar un poco nosotros también...
Charles no se movía.
—¿Viene?
—¿Se acostumbra uno?
—¿A qué?
—A esto...
—No... Todos los días son diferentes...
—Ayer —pensó Charles en voz alta—, el cielo era rosa, y las nubes, azules; y esta noche es al contrario, las nubes son... ¿Hace... hace mucho que vive usted aquí?
—Nueve años. Venga conmigo, Charles... Estoy cansada... He madrugado mucho hoy, tengo hambre y un poco de frío...
Charles se quitó la chaqueta.

 

Era un truco muy viejo. Ya lo había hecho miles de veces por lo menos.
Sí, era un truco muy viejo eso de cubrir con una chaqueta los hombros de una mujer bonita en el camino de vuelta, pero la gran novedad es que el día anterior Charles llevaba una sierra mecánica, y hoy, un cesto lleno de babosas...
¿Y mañana?

 

—Usted también parece cansado —le dijo ella.
—Trabajo mucho...
—Me lo imagino. ¿Y qué construye, pues?
Nada.
Charles apartó el brazo.
Acababa de entrarle de repente un bajón tremendo.
No había contestado a su pregunta...
Kate inclinó la cabeza. Pensó que tampoco ella llevaba calcetines bajo las botas...
Que tenía el vestido manchado, las uñas, rotas, y las manos, horribles. Que ya no tenía veinticinco años. Que se había pasado toda la tarde vendiendo bizcochos caseros en el patio de un pequeño colegio en vacaciones. Que había mentido. Que había un restaurante a quince kilómetros. Que le había debido de parecer ridícula enseñándole su puñado de ruinas como si se hubiera tratado de un magnífico palacio. A él, encima... A ese hombre que seguramente los habría visitado todos... Y que lo había aburrido con sus historias de jamelgos, de gallinas y de niños medio salvajes...
Sí, pero... ¿de qué otra cosa habría podido hablarle?
¿Qué otras cosas había en su vida?
Empezó por esconderse las manos en los bolsillos.
Lo demás sería más difícil de disimular.

 

Bajaban la colina, hombro contra hombro, silenciosos y muy lejos el uno del otro.
El sol se ponía detrás de ellos, y sus sombras eran inmensas.

 


I
—murmuró Kate muy despacio—.
I will show you something different from either
Your shadow at morning striding before you
Or your shadow at evening rising to meet you
I will show you your fear in a handful of dust*

 

Como Charles se había quedado parado mirándola de un modo que le hacía sentir incómoda, Kate se sintió obligada a precisar:
—T. S. Eliot...
Pero a Charles le traía sin cuidado el nombre del poeta, era todo lo demás lo que... lo que... ¿cómo lo había adivinado Kate?

 

Esa mujer... que reinaba sobre un mundo lleno de fantasmas y de niños, que tenía unas manos tan hermosas y recitaba versos transparentes al atardecer, ¿quién era?

 

Te enseñaré algo que no es
Ni tu sombra por la mañana extendida delante de ti,
Ni tu sombra por la tarde saliendo a tu encuentro,
Te ensenaré tu miedo en un puñado de polvo.

 

—¿Kate?
—Mmm...
—¿Quién es usted?
—Tiene gracia, es justo lo que me estaba preguntando yo en este preciso momento... Pues bien... así, viéndome desde lejos, se diría que soy una gruesa granjera con botas que trata de hacerse la interesante recitándole retazos de un poema deprimente a un hombre cubierto de esparadrapos...
Su risa sacudió las sombras de ambos.
—¡
Come
along
, Charles! ¡Vamos a ponernos hasta arriba de salchichón! Nos lo hemos ganado...

 

7

 

Los recibieron los gemidos del viejo perro tumbado en su camastro. Kate se acuclilló en el suelo, apoyó la cabeza del animal en su regazo y le rascó las orejas diciéndole palabras cariñosas. Luego, y ahí Charles
flipó
, para emplear la expresión preferida de Mathilde, extendió los brazos, lo cogió por debajo y lo aupó en volandas (mordiéndose el labio) para sacarlo a hacer pis al patio.
Flipó tanto que ni siquiera se atrevió a seguirla.
¿Cuánto pesaría un animalote como ése? ¿Treinta kilos? ¿Cuarenta?

 

Esa chica no terminaría nunca de... ¿de qué? De anonadarlo. De alucinarlo, como también gustaba de decir su pequeño diccionario de argot de catorce años y medio. Sí, de alucinarlo
mazo
.
Su sonrisa, su nuca, su coleta, su vestidito años setenta, sus caderas, sus bailarinas, su bandada de chiquillos en los campos, sus proyectos de limpiar y arreglarlo todo, su capacidad de réplica, sus lágrimas cuando menos se las esperaba uno y, ahora, el levantamiento a pulso del perrazo en cuatro segundos y medio, era...
Era demasiado para él.
Kate volvió con las manos vacías.
—¿Qué le pasa? —preguntó, sacudiéndose el polvo de los muslos—. Ni que acabara de ver a la Virgen en bikini. Esto lo dicen los niños de por aquí... Me encanta esta expresión... «¡Eh, Michael! ¿Qué pasa, tronco, has visto a la Virgen en bikini, o qué?»... ¿Le apetece una cerveza?
Estaba inspeccionando la puerta de su nevera.
Charles debía de estar poniendo de verdad cara de tonto, porque Kate extendió el brazo para enseñarle qué era aquello de «una cerveza».
—¿Sigue usted en este planeta?
Y, perpleja ante su desconcierto por algo tan banal como una cerveza, Kate encontró otra explicación más racional:
—Tiene las patas traseras paralizadas... Es el único perro que no tiene nombre... Lo llamamos el Gran Perro, y es el último caballero de esta casa... Sin él probablemente no estaríamos aquí esta noche... Bueno, yo por lo menos desde luego no estaría aquí...
—¿Por qué?
—Pero bueno... ¿todavía no ha tenido bastante? —suspiró Kate.
—Bastante ¿de qué?
—De mis novelitas rurales.
—No.
Al ver que Kate se ponía ya a trajinar junto al fregadero, Charles cogió una silla y la dejó a su lado.
—Lavar lechugas es de la cosas que sí sé hacer —le aseguró—. Tenga... Siéntese aquí... Coja su cerveza y cuénteme...
Kate vacilaba.
El maestro arquitecto frunció el ceño y blandió el dedo índice, como si tratara de amaestrarla.

Sit!
Kate terminó por obedecer, se quitó las botas, se tiró del borde del vestido para cubrirse las piernas y se reclinó hacia atrás sobre el respaldo de la silla.
—Oh... —gimió—. Es la primera vez que me siento desde anoche. Ya no me podré levantar más...
—No alcanzo a concebir siquiera —añadió Charles— que pueda usted cocinar para tanta gente con un fregadero tan poco práctico. ¡Es que esto ya no es ni decoración rústica, es... es puro masoquismo! O esnobismo tal vez, ¿qué le parece a usted?
Kate blandió el cuello de la botella para indicarle una puerta junto a la chimenea.
—La antecocina... No hay criada, pero encontrará un gran fregadero, e incluso, si busca con atención, un lavaplatos...
Acto seguido, soltó un sonoro eructo.
Como buena
Lady
que era.
—Perfecto... pero... no importa, me quedo aquí con usted. Ya me las apañaré.
Charles desapareció, volvió, trajinó, abrió armarios, encontró cosillas y se apañó con ellas.
Ante una sonrisa divertida.
Mientras batallaba con las babosas, Charles añadió:
—Sigo esperando el siguiente episodio...
Kate se volvió hacia la ventana.
—Llegamos aquí en... el mes de octubre, creo... Más tarde le diré en qué circunstancias, ahora tengo demasiada hambre como para enrollarme tanto... Y al cabo de unas semanas, como cada vez anochecía más temprano, empecé a tener miedo... Era algo muy nuevo para mí, esto del miedo.
»Estaba sola con los niños y, todas las noches, a lo lejos se veían resplandores de faros... Al principio en el otro extremo del camino de robles, pero luego cada vez más cerca de la casa... No era nada, sin embargo... Sólo los faros de un coche parado... Pero lo peor era eso, precisamente: que no fuera nada. Como un par de ojos amarillos acechándonos... Se lo comenté a Rene. Me dio el fusil de caza de su padre, pero claro... no es que me sirviera de mucho... Entonces, una mañana, después de dejar a los niños en el colegio, fui a la Sociedad Protectora de Animales, que se encuentra a unos veinte kilómetros de aquí. Bueno, no es exactamente eso... Más bien una especie de refugio que es a la vez un desguace para coches. Un sitio... agradable, con un dueño bastante... pintoresco, por decirlo de alguna manera. Ahora ya somos amigos, no hay más que ver la cantidad de personajillos de cuatro patas que nos ha entregado desde entonces, pero aquel día, créame, no las tenía todas conmigo. Pensaba que iba a acabar estrangulada, violada y desguazada. —Kate se reía—. Me decía: mierda, ¿y ahora quién va a ir a recoger a los niños a la salida del colegio?

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