El Consuelo (30 page)

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Authors: Anna Gavalda

Tags: #Romántica

Por eso precisamente estaba reduciendo la velocidad ante la barrera de un peaje.
—¿Dónde estás? —quiso saber Laurence.
—En Saint-Arnoult... En la autopista...
—¿Y eso qué es? ¿Un nuevo proyecto?
—Sí —mintió.
Era la verdad.

 

Pero, a medida que se ensanchaba el horizonte, ese viaje le fue resultando menos claro. Había desdeñado el carril de la izquierda y reflexionaba a la sombra de un enorme camión.
De manera instintiva, bajo cada panel que indicaba una salida, rozaba con los dedos la palanca del intermitente.
Todo se lo debo a mi buena memoria, aseguraba. Ya, ya... La falsa modestia... una sombrilla muy práctica cuando uno va rumbo al sur... Hablemos nosotros un poco de él y démosle al César lo que es del César.
Charles se había hecho arquitecto por casualidad, como homenaje, por lealtad y porque dibujaba notablemente bien. Por supuesto, todo lo que veía y lo que comprendía lo recordaba, pero también lo representaba. Con suma facilidad, era para él algo natural. En una hoja de papel, en el espacio y ante cualquier público. Hasta las miradas más desalentadoras terminaban por asentir. Pero ese talento no basta. Lo que garabateaba tan bien eran sus razonamientos, su clarividencia.
Era tranquilo, paciente y, a su lado, el simple hecho de pensar se convertía en un privilegio. Mejor incluso, un juego. Por falta de tiempo siempre había rechazado las plazas de profesor que muchos le habían ofrecido, pero en el estudio le gustaba rodearse de jóvenes. Marc y Pauline este año, el genial Giuseppe o, antes, el hijo de su amigo O'Brien. Sus grandes despachos de la calle de La Fayette acogían con los brazos abiertos a todos aquellos estudiantes.
Era severo con ellos y les imponía una carga de trabajo tremenda, pero los trataba como a iguales. Son más jóvenes, y por lo tanto más listos que yo, les repetía una y otra vez, de modo que demuéstrenlo. ¿Cómo lo harían ustedes?
Se tomaba el tiempo de escucharlos y ponía de manifiesto sus inepcias sin humillarlos jamás. Los animaba a copiar, a dibujar lo más posible, aunque lo hicieran mal, a viajar, a leer, a escuchar música, a volver a aprender solfeo, a visitar museos, iglesias, jardines...
Lo desolaba su ignorancia supina, y terminaba por consultar su reloj dando un respingo. Pero... ¿no tienen hambre? Por supuesto que tenían hambre. Entonces ¿por qué me dejan perorar como un idiota, a ver? ¿Es que no les han dicho que ya se acabaron los viejos profesores pesados de la facultad de Bellas Artes? Vamos... Para hacerme perdonar, vamos rumbo a la Estación del Norte. ¡Mariscada para todo el que quiera! Pero nada más sentarse, no podía evitarlo, les quitaba las cartas de las manos y les pedía que miraran a su alrededor. Escuela de Nancy,
art déco
, nuevas simplificaciones, reacción contra el
art nouveau
, pureza de las formas, líneas sobrias y geométricas, baquelita, acero cromado, esencias poco comunes y... Ahí estaba otra vez el camarero.
Suspiros de alivio entre los estudiantes.
En su microcosmos era fácil denigrarlo. Se le reprochaba que era... ¿cómo decirlo?... un poco
clásico
, ¿no? De joven eso le había hecho sufrir. Pero había hecho caso del reproche, y por ese motivo se había asociado a Philippe, un chico más... subjetivo, que, al contrario que Charles, no tenía miedo de dar respuestas emocionales a las situaciones y cuya intransigencia, cuyo talento y cuya creatividad admiraba. Profesionalmente ese tándem funcionaba bien, pero era con Charles con quien los estudiantes querían aprender.
Incluso los más iluminados; los visionarios, los enardecidos, los que estaban dispuestos, ellos también, a morir de hambre al pie de la Sagrada Familia.
Era con Charles con quien querían aprender.

 

Su sensatez, su comedimiento... Durante mucho tiempo todo eso lo había dejado perplejo. Los días malos, pensaba que era hijo de su padre y que, en efecto, no había llegado ni llegaría nunca muy lejos.
Otras veces, como aquella mañana de invierno hacía unos meses en que llegaba tarde a una cita y se había bajado del taxi en medio de un atasco, de pronto se había encontrado solo en medio del patio cuadrado del Louvre, que llevaba una eternidad sin pisar, y entonces se había olvidado de su cita, había dejado de correr y había recuperado el aliento.
La escarcha, la luz, esas proporciones absolutamente perfectas, ese sentimiento de poderío sin la más mínima voluntad de aplastamiento, ese rastro divino de la mano del hombre... Charles había dado media vuelta, dirigiéndose a las palomas.
—¿Qué os parece? Rematadamente clásico, ¿verdad?
Pero esa fuente absurda... Había vuelto a echar a correr, esperando que Lescot, Lemercier y todos los demás, desde tan alto como se encontraran, se entretuvieran, de vez en cuando, en escupir dentro.

 

Evitemos cualquier malentendido. Estas críticas, principalmente por parte de arquitectos franceses, de hecho, circunscribían, o trataban de circunscribir, una actitud moral, una disposición, en ningún caso la naturaleza de su trabajo. Gracias a su formación de ingeniero (esa debilidad, esa tara, como llegaba a verla algunas noches), su obsesión por el detalle, su perfecto conocimiento de las estructuras, los materiales y cualquier otro fenómeno físico, la reputación de Charles seguía estando, desde hacía mucho tiempo, al amparo de todo recelo.
Simplemente, compartía la teoría del genial Peter Rice y, antes de él, de Auden, según la cual, en el curso de un proyecto, algunos no tenían más remedio que apechugar con el trabajo sucio de Yago, el personaje de Shakespeare, e imponer sistemáticamente la razón sobre los impulsos desordenados de las pasiones de los demás.
¿Clásico? Bah... pues sería clásico, de acuerdo. Pero conservador, no. No. Como prueba de ello, convencer a la industria, a los promotores, al aparato político y público en general de que sus ideas eran cien veces, no, mil veces superiores a todos esos edificios corrientes pero adornados con bonitos perifollos posmodernos o seudohistóricos se había convertido en la parte más difícil de su trabajo.
Y, maltratado así, se encontraba
perplex'd in the extreme
, para volver a Otelo.
Y menos mal, de hecho, menos mal. El papel era un poco más corto pero...

 

¡Eh! Chaval, ¿dónde estás? ¡Baja de las nubes!, se sacudió Charles, volviendo al carril del medio, ¿qué tonterías nos cuentas ahora? ¿Por qué de repente nos hablas de Rice y del Moro de Venecia?
Perdón, perdón. No es más que esta historia de memoria que no hay quien se la crea.
Por supuesto.
Anouk tenía razón.
Acuérdate.
Por última vez.
Antes, cuando llegó y vio todos esos cálculos que te estabas tragando, a la vez que te daba un beso te compadecía. Te decía que, a tu edad, te pasabas demasiado tiempo tratando de calcular el mundo. ¡Ya lo sabía, ya lo sabía! Le ibas a decir que eran tus estudios y todo eso, pero...
¿Pero?

 

Charles calló. Ya no intentó argumentar nada, estaba cansado. La próxima salida era la que tenía que tomar.

 

No.
Por favor.
Vuelve.
No te hemos seguido hasta ahí para que des media vuelta en Rambouillet.
¿Por qué pensar siempre? ¿Por qué vivir siempre como el cerebro de la obra, por qué siempre trazar planos, hacer maquetas, construir andamios, calcular, anticipar, prever? ¿Por qué, siempre, esas servidumbres? Decías antes que ya no le tenías miedo a nada...
Pues mentía.
¿De qué tienes miedo?

 

Querría que...
¿Sí?

 

Bueno. Seamos listos. Miremos para otro lado. La forma de las nubes, las primeras vacas, el último Audi, el área de servicio de La Briganderie, ese cernícalo que levanta el vuelo, el precio de la sin plomo dentro de diecisiete kilómetros, la...
Cuando éramos niños, prosiguió bajito su conciencia, y nos peleábamos... lo cual ocurría a menudo porque teníamos los dos mucho genio y nos disputábamos, me imagino, la atención y los besos de una misma mujer, Nounou, a punto de perder la paciencia y viendo que sus amenazas no servían de nada, para tratar de reconciliarnos terminaba siempre por ir a buscar su pajarito disecado que estaba ahí, acumulando polvo encima de la nevera, le metía en el pico lo que tuviera a mano en ese momento, una ramita de perejil casi siempre, y venía a agitarlo ante nuestras caritas enfurruñadas:
—Cucurucucúuuuu, cucurrucucúuuuuuu... La paloma de la Paz, pequeñines míos... Cucurrucucúuuuuu...
Y nos echábamos a reír. Y echarse a reír juntos era no estar ya enfadados... y... Y la caja de zapatos estaba ahí, en el asiento del copiloto, y...
A la mierda la gasolina sin plomo. Los coches de alquiler siempre son diesel, ¿no? ¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué decías?
Charles se incorporó un poco, se tiró del cinturón, ¿no...? ¿No había también un poquito de esperanza en ese puto gotero de las narices? ¿No estaba acaso sobreestimándonos, poniéndonos
a prueba
, una vez más?
¿Es que no nos iba a dejar nunca en paz con sus putos excesos de amor que ya tanto nos habían...?

 

A ver... Anda, 1,22 euros, caramba, no está mal... Oye, Balanda, ya nos estás tocando las narices con esas tonterías que dices y que no hay quien entienda... Con tu súper inteligencia, tus citas en versión original, tu rigor, tus estudiantes encantados contigo, tu cultura, tu ingenio y toda la pesca, ¿sabes que preferiríamos cambiar todo ese batiburrillo sin valor por una sola frase que tuviera sentido?
Charles frunció el ceño, encendió un cigarro, esperó hasta que la nicotina le arrancara el tuétano y terminó por reconocerse a sí mismo lo que tanto lo entristecía:
«Querría que no hubiera muerto para nada.»

 

¡Bueno, ya lo soltaste! Bien, muy bien. Ahora respira. Ya está. Ya lo has conceptualizado.
Bueno, ¿qué? ¿Ya tienes tu proyecto? Pues ahora conduce. Conduce, cállate y, perdona, pero no respires tanto. No lo sabes, pero tienes una costilla rota.

 

Sí, pero si la cosa sale mal...
Que te hemos dicho que te calles. Desconecta.
Porque no podía confiar en sí mismo, al menos no en ese aspecto, extendió, ¡ay!, el brazo hacia la radio.
Entre dos anuncios estúpidos un cantante de pop de voz muy aguda se puso a chillar
Relax, take it easy
por lo menos una docena de veces.
iiii-iiiiiiii-zi
.
Vale, vale, ya lo he oído.
Buscó sus gafas de sol, se las quitó enseguida (demasiado pesadas, demasiadas heridas), cerró la guantera y apagó la radio.
Su móvil se puso a sonar y corrió la misma suerte que la radio.

 

Una paloma hecha polvo y un cojo desfigurado en un minúsculo coche japonés, como Arca de Noé dejaba bastante que desear, y sin embargo, sin embargo... Charles se hacía pedazos en secreto bajo sus vendajes.
Después de él, el diluvio...

 

* * *
Dejó la autopista, después la carretera nacional y pronto también las comarcales.

 

Se dio cuenta entonces, por primera vez en meses, que la Tierra giraba alrededor del Sol, sí, sí, y que vivía en un país sometido al ritmo de las estaciones.
Su propio letargo, las lámparas, los neones, la luz de las pantallas de ordenador y el desfase horario, todo había conspirado para que se le olvidara. Era el final de junio, el principio del verano, abrió las ventanillas de par en par y guardó el heno en el pajar.

 

Otra revelación: Francia.
Tantos paisajes en un país tan pequeño... Y esos colores... Esa extraordinaria paleta que variaba, contrastaba y se precisaba según las regiones y sus materiales de construcción... El ladrillo, la teja oscura y plana, los colores cálidos de la región de Sologne. Las piedras patinadas, los barnices, la arena ocre de los ríos... Y luego el Loira, la pizarra y la toba. El juego infinito de los grises y el blanco de tiza de las fachadas... Marfiles, grises color seda en esa luz del atardecer... Los tejados azulados realzados por el ladrillo rojo de las chimeneas... Los revestimientos de ebanistería a menudo pálidos, o más marcados, según la fantasía y las existencias de sus propietarios...
Y pronto, otra región, otras canteras, otras rocas... pizarra, carleta, gres, lava y granito incluso, aquí y allá. Otros morrillos, otras maneras de aparejar las piedras, otros paramentos, otras cubiertas... Aquí los muros con canalón sustituirán a los aguilones, allí los inviernos serán más fríos, y las viviendas, más apretadas las unas contra las otras. Y allá, los marcos y los dinteles serán más toscos, y los tonos, más...
Era la ocasión de que Charles evocara el sobresaliente trabajo de Jean-Philippe Léñelos y de su Atelier, pero bueno... le habían insistido en que no diera más la tabarra, así que... Entonces Charles se guardaba para él sus pertrechos, sus contactos y sus
referencias
, y conducía cada vez más despacio. Volvía la cabeza con muecas de dolor, mordía las cunetas, daba volantazos, se comía los bordillos y cruzaba minúsculos pueblitos atrayendo todas las miradas.

 

La sopa estaba en el fuego. Era la hora de desmochar los geranios, se sacaban bancos y sillas a la calle, ante las fachadas de las casas todavía ardientes de sol. La gente lo saludaba al pasar con un gesto de cabeza y hacía comentarios sobre él, hasta el próximo acontecimiento que alterara esa paz.
Los perros, en cambio, apenas levantaban una oreja. Se desentendían de las pulgas y de los parisinos...

 

Charles no tenía ni idea de naturaleza. Sotos, setos, oquedales, landas, praderas, pastizales, oteros, bosquecillos, linderos, enramadas... Conocía las palabras pero no habría sabido bien dónde situarlas en una relación topográfica... Nunca había construido nada lejos de las ciudades y no recordaba ningún libro que pudiera consultar, pues los Léñelos, por ejemplo, se habían limitado a las viviendas.
De todas maneras, para él el campo era esto: un lugar donde leer. Ante una chimenea en invierno, apoyado contra un tronco en primavera y a la sombra en verano. Y eso que se había tragado más campo... Cuando era pequeño en casa de sus abuelos, en los buenos tiempos del señor Canut con Alexis, y, años más tarde, cuando Laurence lo arrastraba a casa de alguno de sus amigos, a sus...
segundas residencias...

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