Authors: David Leavitt
—Seguramente es la hipótesis no demostrada más importante de las matemáticas —dijo de pie sobre la esterilla de la chimenea, lo que provocó algunos comentarios en su público. Luego trató de guiarlos a través de la serie de pasos que había seguido Riemann para establecer un vínculo entre la distribución aparentemente arbitraria de los números primos y una cosa denominada la «función zeta». Primero explicó el teorema de los números primos, el método de Gauss para calcular la cifra de números primos hasta un determinado número n. Luego, para dar idea de lo atrasado que se había quedado Cambridge con respecto al continente, les contó la historia de cómo, tras su llegada a Trinity, le había preguntado a Love si se había demostrado ya el teorema, y de cómo Love le había respondido que sí, que lo había demostrado Riemann, cuando en realidad lo habían demostrado por su cuenta Hadamard y De la Vallée Poussin, años después de la muerte de Riemann—. Así de paletos éramos —les dijo. Y entonces Lytton Strachey, un recién nacido (el nº. 239), soltó una sonora carcajada, como un bufido.
El problema era lo que Hardy denominaba la cota de error. Inevitablemente, el teorema sobrestimaba la cifra de primos hasta n. Y aunque Riemann y otros habían propuesto fórmulas para paliar ese término, nadie había sido capaz de deshacerse de él por completo.
Y ahí era donde intervenía la función zeta. Hardy la escribió en una pizarra.
La función, cuando a x se le daban valores enteros, era bastante sencilla. Pero ¿y si le dabas valores imaginarios? Tuvo que volver atrás.
—Todos sabemos que 1 × 1 es igual a 1 —dijo—. ¿Y a qué es igual (-1) x (-1)?
—También a 1 —respondió Strachey.
—Correcto. Así que, por definición, la raíz cuadrada de —1 no existe. Y, sin embargo, es un número muy útil.
Escribió en el encerado: √-1.
—A este número lo llamamos i.
Sabía adónde le llevaba todo aquello: a una larga discusión sobre lo imaginario y lo real. Si fuera de aquella habitación, decía Strachey, fuera de aquella tarde de sábado, i era imaginario, entonces en aquella habitación, aquella tarde de sábado, i debía ser real. ¿Y por qué? Porque, en el mundo que no era aquella habitación ni aquella tarde de sábado, lo contrario era cierto. Para los hermanos, sólo la vida de las reuniones era real. Todo lo demás era «imaginario». Así que los Apóstoles aceptaron i sin tener la más mínima idea de su significado.
Cuando se acabó la charla, O. B. le dio unas palmadas en la espalda.
—Si Dios quiere, seguro que eres tú el que lo demuestra —le dijo.
¿Pretendía provocarle? Porque O. B. sabía tan bien como los demás que Hardy había renegado de Dios hacía mucho tiempo, hasta el extremo de pedirle permiso al deán de Trinity para no asistir a la capilla, y luego, ante la insistencia de éste, escribiéndoles a sus padres para informarles de que ya no era creyente. Gertrude hizo como que lloraba, la señora Hardy lloró de verdad, e Isaac Hardy se negó a hablar con su hijo. Al cabo de unos meses, su padre pilló una neumonía, y la madre de Hardy le suplicó que reconsiderase su decisión. Para tranquilizarla accedió a hablar con el párroco, el mismo párroco de dedos finos que, años antes, le había llevado a dar un paseo en la niebla para hablarle de la cometa. Mientras hablaban, el párroco no dejó de coger chocolatinas de una bandeja. En un determinado momento Hardy se dio cuenta de que el párroco, sin molestarse en disimular demasiado, le echaba miraditas a su pantalón. «Vaya, vaya», pensó.
Su padre murió la noche siguiente. A partir de ese día, Hardy no volvió a poner un pie en la capilla de Cambridge. Incluso cuando algún protocolo formal requería que entrase en la capilla, se negaba. Al final Trinity tuvo que promulgar una dispensa especial en beneficio suyo. Aunque, para entonces, el College era más flexible. Después de todo, Hardy era catedrático y Oxford ya le había tendido sus redes.
A veces, cuando estaba trabajando en su hipótesis, se acordaba del paseo con el párroco. Buscar una demostración, pensaba, sí era como andar a tientas en la niebla, intentando sentir el tirón de un cordel. En alguna parte, muy por encima de ti, flotaba tu verdad, absoluta, inapelable. Sentir ese tirón significaba que habías encontrado tu demostración. Dios no tenía nada que ver con eso. La demostración era lo que te conectaba a la verdad.
¿Y qué pasaba con el
tripos
?
A mitad de su primer año, Hardy fue a ver a Butler, su profesor de Trinity, y le dijo que dejaba las matemáticas. Prefería pasarse a la historia, le dijo (volver a Harold y la batalla de Hastings), a perder un solo minuto más en la penumbra de la fea casa de Webb.
Butler era capaz de pensar muy rápido. Hizo girar su anillo de boda un cuarto de vuelta (tenía esa costumbre) y mandó a Hardy a hablar con Love.
Love, aunque se dedicaba a las matemáticas aplicadas, reconoció la fuente de la pasión de Hardy, y le dio un ejemplar del
Cours d’analyse de L’École Polytechnique
de Camille Jordan, en tres volúmenes. Fue el libro, dijo más tarde, que le cambió la vida, que le enseñó lo que significaba realmente ser matemático. Love también convenció a Hardy de que, si dejaba las matemáticas para eludir el
tripos
, estaría sometiéndose a su tiranía mucho más que si se limitaba a agachar la cabeza y pasar el examen.
El
Cours d’analyse de L'École Polytechnique
, le dijo Hardy a Littlewood, fue definitivo. El mero hecho de saber que le esperaba en su estantería hizo posible que soportara las clases de Webb. Así que retomó el hábito de memorizar, practicar, memorizar, y cuando llegó junio fue a examinarse del
tripos
con el primer volumen del
Cours d’analyse
escondido en el bolsillo del abrigo, como un talismán, y acabó siendo el cuarto
wrangler
.
Luego las malas lenguas se pasaron años murmurando que el consiguiente empeño de Hardy en cargarse el
tripos
era fruto de la envidia, que se debía enteramente a no haber sido nombrado
senior wrangler
. Él lo negaba con todas sus fuerzas. Y que no lo nombraran
senior wrangler
, insistía, tampoco tenía nada que ver con su decisión de dejar Cambridge por Oxford, aproximadamente un mes más tarde. Aunque lo hubieran nombrado
senior wrangler
, o el vigésimo séptimo
wrangler
, o el «cuchara de madera», habría hecho lo mismo. Porque el resentimiento que tenía no era hacia los hombres que habían sacado mejor nota que él, sino hacia el
tripos
mismo, o sin concretar tanto, hacia el propio Cambridge, cuyo aislamiento representaba tan bien el
tripos
; y concretando menos aún, hacia Inglaterra, su rigidez y su presuntuoso y ciego complejo de superioridad. Al final tuvo que convencerlo Moore de que se quedase. No podía rehacer Inglaterra, le explicó Moore. Pero a lo mejor podía rehacer el
tripos
.
A partir de ese momento, la reforma del
tripos
se convirtió en su cruzada personal. Emprendió una campaña apasionada, inteligente, implacable, y por fin, en 1910, la ganó: no sólo se modernizó el
tripos
, sino que se acabó con la lectura de la lista de honor. Los
wranglers
y los
optimes
ya no se paseaban por las calles de Cambridge en junio. Ya no se bajaban cucharas de madera del techo del Rectorado. El
tripos
pasó a ser simplemente un examen más. Pero nada de eso, sostenía, con sólo una pizca de irritación en la voz, tenía nada que ver con que lo hubieran nombrado el cuarto
wrangler
. Al fin y al cabo, Bertrand Russell había sido séptimo, y era…, bueno, Bertrand Russell. Si Hardy hubiese sido
senior wrangler
se habría sentido exactamente igual, y habría hecho exactamente lo mismo. Era importante para él que los desconocidos lo comprendieran y le creyesen.
Hardy y Littlewood se pasan una semana estudiando matemáticas. Se sientan juntos, ya sea en las habitaciones de Hardy o en las de Littlewood, con las hojas de la carta del indio esparcidas ante ellos, copiando las cifras en una pizarra o en un caro papel ahuesado de ochenta gramos, que Hardy usa exclusivamente para lo que él denomina «emborronar». Mientras trabajan, beben té o whisky, desviándose así de su habitual rutina de postales y cartas, pero por lo visto la ocasión lo requiere.
A veces tienen algún enfrentamiento y, cuando eso sucede, a Hardy le parece que tales enfrentamientos son más de pareja de casados que de colaboradores.
—¿Siempre tienes que acabar tan contento por la noche? —le dice un día Littlewood mientras se está poniendo el abrigo.
—¿Y qué tiene de malo?
—Es poco realista, nada más. No paramos de trabajar, pero tenemos que parar en algún momento, y tú siempre te empeñas en que lo hagamos cuando creemos que hemos solucionado algo.
—¿Y qué? Me gusta irme a la cama con la sensación de que me espera algo bueno por la mañana.
—¿Y si por la mañana nos damos cuenta de que hemos cometido un error, de que nos hemos equivocado? Como nos pasa la mitad de las veces…
—Ya lo averiguaremos por la mañana.
—Preferiría irme a la cama sabiéndolo ya.
—Muy bien, pues entonces pararemos cuando estemos empantanados. Así te puedes ir de aquí amargado, desesperado y triste. ¿No es lo que quieres?
—Pues sí. Esperar lo mejor, pero contar con lo peor… Ésa es mi filosofía.
Muchas noches se quedan levantados hasta más de la una de la madrugada. Seleccionan algunos de los resultados de Ramanujan, les encuentran su lógica a algunos, a otros no, y al final los dividen por aproximación en tres categorías: los que ya se conocen o se pueden deducir fácilmente de teoremas conocidos; los que son nuevos, pero interesantes sólo porque resultan curiosos o difíciles; y los que son nuevos, interesantes e importantes.
Todo ello les hace convencerse aún más de que se las están viendo con un genio a una escala que ninguno de los dos se ha imaginado nunca, y mucho menos se ha topado. Lo que a Ramanujan no le han enseñado, lo ha reinventado, empleando su particular manera de decir las cosas. Es más, partiendo de esa base, ha construido un edificio de una complejidad, originalidad y peculiaridad realmente asombrosas. Pero poco de eso da a entender Hardy en su respuesta, a la que intenta quitarle toda la importancia que puede. Por lo que concierne al primer grupo de resultados, evita confesar su asombro y se limita a ofrecer algún consuelo, diciéndole a Ramanujan: «Ni que decir tiene que si lo que afirma sobre su falta de estudios debe interpretarse literalmente, el hecho de que haya redescubierto unos resultados tan interesantes dice mucho en su favor».
«Pero debería estar preparado para cierto grado de desilusión a este respecto». Al segundo y al tercer grupo les dedica más atención. «Evidentemente es posible que algunos de los resultados que he clasificado en el grupo 2 sean realmente importantes como ejemplos de métodos generales. Usted siempre enuncia sus resultados de una forma tan particular que es difícil estar seguro de ello».
Le han dado muchas vueltas, él y Littlewood, a esa última frase. Primero Hardy ha escrito «peculiar» después de «forma», pero le preocupaba que esa palabra echara para atrás a Ramanujan. Entonces ha tachado «peculiar» y escrito «extraña», lo que era aún peor. Ha sido Littlewood al que se le ha ocurrido lo de «particular», cuya connotación ligeramente irónica (como diría Lytton Strachey, según Hardy) dudaba que Ramanujan pudiera captar.
«Es fundamental que vea demostraciones de algunas de sus afirmaciones», escribe luego. «Todo depende de la exactitud rigurosa de la demostración».
En su conclusión final le da ánimos con cautela. «Me parece muy probable que haya realizado usted una gran cantidad de trabajo digno de publicación; y, si puede elaborar unas demostraciones satisfactorias, será un placer hacer lo que esté en mi mano con ese fin». Luego estampa su firma, mete la carta en un sobre, escribe la dirección, y la mañana del 9 de febrero (el día siguiente a su trigésimo sexto cumpleaños) la desliza en la boca del buzón que hay en el exterior de la entrada principal de Trinity College. Durante parte de su infancia creyó que todos los buzones del mundo estaban interconectados por un sistema de tuberías subterráneas; que, cuando echabas una carta, le salían patas de verdad y echaba a correr hacia su destinatario. Ahora se imagina su carta a Ramanujan escabulléndose por los pasadizos del subsuelo de Inglaterra, cruzando el Mediterráneo y el Canal de Suez, arrastrándose incansable hasta alcanzar un destino que apenas consigue visualizar: Departamento de Cuentas, Autoridad Portuaria, Madrás, India.
Ya sólo tiene que esperar.
Nueva sala de conferencias,
Universidad de Harvard
El último día de agosto de 1936, Hardy escribió en el encerado que tenía detrás: