El contable hindú (10 page)

Read El contable hindú Online

Authors: David Leavitt

Littlewood no está casado. Los dos están destinados a morir solteros, sospecha Hardy. Littlewood porque la señora Chase nunca dejará a su marido. Hardy por razones bastante más obvias. Por eso, piensa, es por lo que pueden trabajar juntos con mucha más facilidad de la que nadie puede trabajar con… pongamos Bohr, que está casado. No es sólo cuestión de que se hagan visitas inesperadas de madrugada de vez en cuando; también saben cuándo dejar al otro solo. Los casados, ha notado Hardy, siempre están intentando convencerlo de que se una a su gremio. Viven para anunciar esa marca de domesticidad conyugal con la que se han comprometido ellos mismos. No sería posible colaborar con un hombre casado, porque un hombre casado siempre estaría haciéndole notar a Hardy (incluso cuestionándole) que él no lo está.

Littlewood nunca cuestiona a Hardy. Ni tampoco menciona a Gaye. Es un hombre que no soporta muy bien esas normas que delimitan de lo que se puede hablar o no. Con todo, debe admitir que se alegra de que Hardy prefiera no compartir con él lo que la señora Chase denomina «los detalles escabrosos». Así le resulta mucho más fácil, si no defender, al menos explicar a Hardy como una abstracción, sobre todo cuando Jackson (el viejo y jadeante clasicista cuya inexplicable cercanía Littlewood siente como una especie de rash o de eccema) le pega la boca a la oreja en la mesa de honor y le susurra: «¿Cómo puedes soportar trabajar con él? Un tipo normal como tú…»

Littlewood tiene una respuesta preparada para esa clase de pregunta que le hacen tan a menudo. «Todos los individuos son únicos», responde, «pero algunos son más únicos que otros.» Sólo se atreve a ir más lejos si el que pregunta es alguien de confianza, alguien como Bohr, a quien le describe a Hardy como un «homosexual no practicante». Que, por lo que ha podido averiguar, es totalmente acertado. Aparte de Gaye (cuya relación con Hardy no le dio tiempo a analizar), Hardy, que él sepa, nunca ha tenido un amante de ninguno de los dos sexos; sólo periódicos episodios de enamoramiento con jovencitos, algunos de ellos estudiantes.

La señora Chase (Anne) encuentra trágico a Hardy. «Qué vida más triste debe de llevar», le dijo a Littlewood el pasado fin de semana en Treen. «Una vida sin amor.» Y a pesar de que estuvo de acuerdo, personalmente Littlewood no pudo evitar reflexionar sobre que una vida así debe de tener sus ventajas (él, un hombre que a menudo tiene que batallar contra un exceso de amor: el de Anne, el de sus hijos, el de sus padres, el de sus hermanos). Hay momentos en los que todo ese amor le asfixia, y en ellos ve la soledad de Hardy como una alternativa envidiable a las vidas superpobladas a las que se han entregado sus amigos casados: esa abundancia de mujeres, niños, nietos, yernos y nueras, suegros y suegras; esa espesura de exigencias, necesidades, interrupciones, reproches… Siempre que va a visitar a sus amigos al campo, o cena con ellos en sus casas de Cambridge, regresa a sus aposentos lleno de gratitud por poder meterse en su cama solo y despertar solo; pero sabiendo que, el fin de semana siguiente, no lo estará. A lo mejor por eso le va tan bien su acuerdo con Anne. Es una cosa de fines de semana.

El primer viernes de marzo, como de costumbre, se acerca hasta Treen. La lluvia lo mantiene en casa la mayor parte del sábado y del domingo. El lunes sigue lloviendo; en la estación, se entera de que, en alguna parte de la vía, se ha inundado un puente, desviando al tren, que llega dos horas tarde. Cuando está de vuelta en Cambridge es demasiado tarde para cenar, aún sigue lloviendo, y lleva todo el día de viaje. Suelta un taco, deja caer su equipaje sobre el suelo del dormitorio, coge el paraguas y se dirige a la Sala de Profesores. Figuras en penumbra acechan en ese crepúsculo revestido de paneles. Jackson, saludándolo con la cabeza, le señala con su bebida una esquina de la sala donde, para su sorpresa, entrevé a Hardy sentado muy derecho en una silla Reina Ana, con las manos en las rodillas. Al verlo, Hardy se levanta como un rayo y se le acerca rápidamente.

—¿Dónde estabas? —le pregunta en un susurro.

—En el campo. Se ha retrasado el tren. ¿Por qué? ¿Qué pasa?

—Ya ha llegado.

Littlewood se para en seco.

—¿Cuándo?

—Esta mañana. Me he pasado el día buscándote.

—Lo siento. ¿Pero qué dice?

Hardy mira hacia la chimenea. Un pequeño grupo de catedráticos se ha juntado allí para fumar. Hasta que ha entrado Littlewood, estaban hablando de la autonomía política de Irlanda. Ahora se han quedado callados, aguzando el oído.

—Vamos a mis habitaciones —dice Hardy.

—No hay pega si me invitas a una copa —responde Littlewood. Y se dan la vuelta y se van. La lluvia cae a ráfagas. Hardy ha olvidado el paraguas, y Littlewood tiene que sostener el suyo por encima de los dos. Eso les fuerza a una intimidad incómoda, aunque sólo dura el minuto aproximado que les lleva llegar andando a New Court. Mientras abre la puerta que da a la escalera, Hardy se aparta, tan contento de separarse de Littlewood como este último de él.

Sacude el paraguas y lo deja en el paragüera de cerámica que Littlewood recuerda de los viejos tiempos, cuando Hardy compartía un apartamento con Gaye en Great Court.

—Sólo tengo whisky —dice Hardy, abriendo la marcha escaleras arriba.

—Pues estupendo.

Hardy abre la puerta que da a sus aposentos.

—Hola, gatita —le dice Littlewood a Hermione, pero cuando se agacha para darle unas palmaditas en la cabeza, ella sale corriendo.

—¿Pero qué le pasa? Sólo intentaba ser cariñoso.

—La tratas como si fuera un perro. —Hardy saca la carta del bolsillo—. Bueno, por lo menos acerté en una cosa —dice—. No soy el primero al que ha escrito.

—¿No?

—Venga, quítate el abrigo y siéntate. Voy a ponerte un whisky.

Littlewood se sienta. Hardy sirve el whisky en dos vasos un poco sucios, le pasa uno a Littlewood y luego lee en alto.

—«Estimado señor, me complace grandemente examinar a fondo su carta con fecha 8 de febrero de 1913. Esperaba una respuesta suya similar a la de un profesor de matemáticas de Londres que me escribió pidiéndome que estudiase cuidadosamente las Series Infinitas de Bromwich y no caer en las trampas de las series divergentes». Supongo que se tratará de Hill. Pero bueno: «He encontrado en usted un amigo que comprende mi trabajo. Eso ya me anima bastante a seguir por mi propia senda.»

—Bien.

—Sí, pero ahora viene lo preocupante. «Veo que en su carta dice en muchos sitios que hacen falta demostraciones rigurosas y demás, y me pide que le comunique los métodos de prueba. Si le hubiera dado mis métodos de prueba, estoy seguro de que habría hecho lo mismo que el profesor de Londres. Aunque, en realidad, no le di ninguna demostración sino algunos asertos como los siguientes, según mi nueva teoría. Le expliqué que la suma de un número infinito de términos de la serie:

según mi teoría.»

—Sí, eso ya lo decía en la otra.

—«Si le digo esto, me señalará inmediatamente que mi destino es el manicomio. Me extiendo sobre ello simplemente para convencerle de que no será capaz de seguir mis métodos de prueba si le indico las líneas que sigo en una sola carta.»

—Eso no son más que evasivas. Quizá le da miedo que intentes apropiarte de su trabajo.

—Es lo que he pensado yo también. Pero luego dice: «Porque lo que necesito en este momento es que algunas eminencias como usted reconozcan que tengo algún valor. Soy un hombre que pasa bastante hambre. Y para cuidar mi cerebro me hace falta comida, que ahora mismo es mi principal preocupación.»

—¿Crees que pasa hambre de verdad? —pregunta Littlewood.

—¿Quién sabe? ¿Qué se puede comprar con veinte libras al año en Madrás? Y mira cómo acaba: «Puede que usted juzgue con dureza que me reserve los métodos de prueba. Debo reiterar que puede que se me malinterprete si expongo brevemente las líneas que sigo. No es a causa de falta de ganas por mi parte, sino porque me da miedo no ser capaz de explicarlo todo en una carta. No pretendo que mis métodos sean enterrados conmigo. Los publicaré si reconocen los resultados eminencias como usted.» y después vienen…, ¿lo adivinas?, diez hojas de matemáticas.

—¿Y?

—Bueno, por lo menos he averiguado lo que persigue con ese maldito

—¿Qué?

—Te lo voy a enseñar. —Con un rápido barrido del trapo, Hardy borra la pizarra—. En esencia, es una cuestión de notación. Es muy curioso. Pongamos que decides que quieres escribir 1/2 como 2-1. Totalmente válido, aunque un poco rebuscado. Bueno, pues lo que está haciendo aquí es escribir 1/2-1 como 1/(1/2) o 2. Y luego, siguiendo la misma tónica, escribe la secuencia:

como

que evidentemente es 1 + 2 + 3 + 4 +… Así que lo que realmente está diciendo es

—Que es el cálculo de Riemann para la función zeta si le introducimos -1.

Ardí asiente.

—Sólo que ni creo que sepa que se trata de la función zeta. Creo que la dedujo él solito.

—Pero eso es asombroso. Me pregunto cómo se sentirá cuando se entere de que Riemann lo hizo primero.

—Tengo la impresión de que no ha oído hablar de Riemann en la vida. ¿Cómo iba a saber algo de él allí en la India? Están atrasados con respecto a Inglaterra, y mira lo atrasada que va Inglaterra respecto a Alemania. Y además, como es medio autodidacta, tiene lógica que su notación sea un poco…, bueno, excéntrica.

—Cierto, pero parece que sabe que lo es. Si no, ¿por qué iba a añadir eso del manicomio?

Other books

A Spy for Christmas by Kristen James
The Heartbreak Cafe by Melissa Hill
Inked on Paper by Nicole Edwards
Ruin Me Please by Nichole Matthews
The Skinner by Neal Asher
She Wore Red Trainers by Na'ima B. Robert
Down the Shore by Kelly Mooney
Rutland Place by Anne Perry