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Authors: David Leavitt

El contable hindú (14 page)

Como era característico de él, Littlewood armó muy poco escándalo con su descubrimiento. Él era Littlewood. La primera vez que vino a verme (quiero decir, en serio, con idea de colaborar conmigo) yo tenía a mi hermana de visita. Estábamos en plena comida en mi cuarto de estar. Gertrude era profesora de arte en la escuela femenina de Cranleigh en St. Catherine's, donde editaba la revista del colegio, en la que publicaba artículos y, de cuando en cuando, algunos versos corrosivos. Vivía con nuestra madre, cuya salud empezaba a declinar, y en beneficio de la cual fingía un sentimiento religioso que en realidad no tenía. No era lo que se diría una mujer atractiva, y tampoco ponía demasiado interés en los hombres, que yo sepa. Aun así, desde el mismo momento en que apareció Littlewood, le pidió que se sentara, fue a por un plato para él, y le sirvió con una cuchara los huevos y las judías que habían quedado y que, en circunstancias normales, nos habríamos repartido entre los dos. Littlewood aceptó sin dudarlo. Era un animal social por naturaleza, dado a pensar que, si a alguien que a él le gustaba le gustaban otras dos personas, todos se gustarían entre sí. Tampoco me sorprendió que se llevara los huevos y las judías con el tenedor simultáneamente a la boca, mientras que yo nunca mezclaba alimentos en mi plato. Ni que se pasara el rato haciéndole preguntas a Gertrude sobre su escuela, sus alumnas, la revista (preguntas que ella respondía poniéndose colorada, con un placer casi infantil). Era desconcertante observarlos. Mi hermana (normalmente adusta, incluso severa) estaba encantada, obviamente. Y en cuanto a Littlewood… percibí inmediatamente algo bastante raro en el Cambridge de aquella época: le gustaban más las mujeres que los hombres. Le gustaba su compañía y le gustaban sus cuerpos. Coquetear le salía de dentro de una forma natural, incluso cuando la mujer en cuestión era una solterona poco agraciada como Gertrude. Y Gertrude mordió el anzuelo.

Durante toda la conversación, me estuve preguntando si Littlewood se fijaría en el ojo de cristal de Gertrude y me diría algo al respecto. Lo hizo, pero al día siguiente.

—Un accidente cuando era pequeña —le contesté y, como se trataba de Littlewood, dejó educadamente el tema, ahorrándome tener que explicarle cómo había ocurrido.

¿Y qué pasaba con Mercer? Creo que para entonces ya había regresado a Liverpool. No volvió a Cambridge hasta 1912, y desde esa fecha hasta su muerte apenas le vi. Sospecho que aceptó su anonimato con una humildad que en mi opinión le honra.

Littlewood nunca entendió por qué abandoné a Mercer. Supongo que yo tampoco me entendía a mí mismo. Imagínense a un escritor que, molesto por la inmadurez de un primer borrador, lo esconde en un cajón. En cierta forma sabe que llegará un día en que reescribirá esa historia, y tal vez mejor. Sólo que no tiene ni idea de cuándo ni cómo, ni de quién será el protagonista.

Segunda parte
El cuervo del comedor
1

Llega una carta del Ministerio de la India. Firmada «C. Mallet, Secretario de los Estudiantes Indios».

Sintiéndolo mucho, sin más documentación que la titulación del estudiante en cuestión, y considerando el escaso presupuesto a disposición de este departamento, de momento no podemos hacer nada para ayudar a traer al mencionado S. Ramanujan al Trinity College de Cambridge…

Hardy estruja la carta con la mano. Quiere decírselo a Littlewood, pero Littlewood ha desaparecido otra vez. Faltaría más… El canto de sirenas de Treen. Ese irresistible misterio más conocido como la señora Chase… Littlewood siempre ha desaparecido cuando llega una carta.

Hardy va a ver al decano. Henry Montagu Butler está ahora cerca de los ochenta, tiene la cara colorada y una descuidada barba blanca que le hace parecerse a Papá Noel. Apóstol también él (nº. 130), ya no asiste a las reuniones porque le disgusta muchísimo el hábito de fumar. Es un devoto pastor de la Iglesia de Inglaterra. Mientras Hardy habla, hace girar su anillo de boda en el dedo como siempre, con gestos precisos de un cuarto de vuelta cada uno. Escucha (o eso parece) con atención mientras Hardy le habla de las cartas, de las pacientes investigaciones que él y Littlewood han llevado a cabo, de la respuesta que dieron y, por fin, de la posibilidad de traer al hindú a Cambridge. Estas entrevistas son una tortura para Hardy, que, puestos a elegir, habría delegado esa responsabilidad en Littlewood. Si hubiera podido dar con él, claro. Pero Hardy conoce a Butler. Si hubiera venido Littlewood, Butler le habría dicho: «Esto es asunto de Hardy. Si Hardy tiene algo que decirme, que venga y me lo diga él mismo.»

Un aparatoso escritorio de roble los separa. La madera desprende un vago olor a tabaco, legado de los anteriores decanos con una actitud más liberal respecto al hábito de fumar. Por encima del consabido tintero con su papel secante, Hardy sigue llenando de palabras el sereno silencio de Butler girando su anillo, esperando todo el rato que Butler capte la indirecta, se anticipe a su petición y, por lo tanto, le ahorre la desagradable experiencia de tener que hacerla. Sin embargo Butler se queda mirando hacia abajo, al papel secante. ¿Estará medio dormido?

—Parece todo muy interesante —dice cuando Hardy ya ha terminado—. ¿Y qué quiere que haga yo al respecto?

—Supongo que quiero que me diga si el College podría destinar algunos fondos a traer a ese joven a Inglaterra.

—¿Fondos? ¿Quiere decir una beca? Pero, por lo que me cuenta, el individuo este ni siquiera tiene los estudios primarios habituales.

—¿Y eso qué más da? Si nos escribiera Newton, ¿nos molestaríamos en preguntarle si tiene estudios primarios?

—Ya, pero los tenía, ¿no? Y, ahora que me acuerdo, hubo un tiempo en que usted no le tenía demasiado aprecio a Newton. —Butler se inclina sobre ese escritorio enorme—. Mire, Hardy, todo esto es muy interesante, ¿pero cómo va a demostrar que ese hombre es un genio? Me parece todo un poco arriesgado. ¿No podría ser una patraña?

—Lo dudo mucho.

—Entonces va a tener usted que traerme alguna prueba evidente. No estoy dispuesto a admitir a ningún negrito en Trinity sólo en base a una carta.

Esa palabra… ¿Por qué la siente como una bofetada en su propia cara? Es a Ramanujan, no a Hardy, al que Butler está llamando negrito.

De repente, a Hardy le entra un ataque de furia. Es su manera de ser. De la timidez y la desgana se pasa a la furia, saltándose de golpe todos los estados intermedios. Gaye solía tomarle el pelo por eso.

—Conseguiré todas las pruebas que pueda —dice—. Aunque, si a usted no le parece suficiente la opinión de dos de sus compañeros, me atrevería a decir que nada va a convencerlo. —Entonces se levanta—. Santo Dios, con apenas un barniz de educación, y por su cuenta y riesgo, este hombre ha reinventado la mitad de la historia de las matemáticas. Si alguien lo alentase como es debido, quién sabe dónde podría llegar…

Butler entrelaza sus dedos gordos y viejos.

—Un Newton indio. ¡Qué cosa más curiosa! Bueno, pues venga a verme cuando sepa más cosas de él. Porque, a pesar de lo que usted piensa, Hardy, no tengo nada en contra de ese tipo a priori. Pero tampoco creo que deba ser considerado un villano por mi natural escepticismo. Al fin y al cabo, ¿qué me ha traído usted? Dos cartas.

—Está bien.

Está a punto de marcharse cuando Butler dice:

—Doy por sentado que se ha puesto en contacto con el Ministerio de la India.

—Sí.

—¿Alguna respuesta?

—Quieren más información. Todo el mundo quiere más información. Littlewood dice que va a ver a un individuo que trabaja allí. Un conocido de su hermano.

—Pues hágamelo saber cuando le diga algo.

—¿Quiere decir que si ellos dicen que sí, usted también?

—Está usted muy decidido a convertirme en su enemigo, ¿verdad?

—Es que me parece que hay momentos en que uno tiene que correr riesgos.

—Concedido. Pero tenga en cuenta que, si viene aquí, y todo queda en nada, el College sólo se habrá gastado el dinero. Usted será el que tendrá que lidiar con él, cuidar de él, y seguramente hasta protegerlo.

—Littlewood y yo estamos dispuestos a asumir cualquier responsabilidad que entrañe su venida.

—Me imagino que ya le ha respondido usted a la segunda carta. ¿Aún no ha habido contestación?

Hardy niega con la cabeza.

—Bueno, pues hágamelo saber cuando sepa algo de él. No quisiera, pero me pica la curiosidad.

—Gracias. —Hardy le tiende la mano, y el anciano se la estrecha. Luego sale por la puerta, dudando sobre cuál de los dos ha cedido más terreno. Es un don de Butler, y lo que ha hecho que lleve más de cincuenta años de decano.

2

Resulta que C. Mallet, del Ministerio de la India, es amigo del hermano de Littlewood. Littlewood se acerca a Londres un martes por la mañana, dejando a Hardy todo nervioso y preocupado hasta la vuelta. Trata de trabajar, claro, de concentrarse en la demostración que está a punto de resolver: que existe una cifra infinita de ceros en la línea crítica de Riemann. Pero hoy es como si le hubieran cerrado una puerta en las narices. No consigue acceder a esos territorios de la imaginación por los que debería aventurarse para hacer algún tipo de progreso. Se siente tan bloqueado como Moore en aquel sermón que soltó la noche que Wittgenstein asistió a la reunión de los Apóstoles. La única noche. Después no volvió nunca.

Como no puede trabajar, Hardy da un paseo más largo de lo habitual por los terrenos de Trinity. Hace una magnífica mañana de abril, soleada y fría, la combinación de tiempo que le gusta más. Ayer llegó otra carta de la India, esta vez en respuesta a la que Hardy ahora se arrepiente de haber mandado, donde trataba, tan finamente como pudo, de convencer a Ramanujan de que él, Hardy, no tenía previsto utilizar sus ideas; de hecho, le escribió Hardy, aunque intentara realmente hacer un uso ilegítimo de sus logros, Ramanujan siempre tendría las cartas de Hardy en su posesión y podría denunciar el fraude muy fácilmente. Pero, por lo visto, no fue lo más acertado. Porque Ramanujan parece haber interpretado esa estratagema como parte de una gran conspiración para estafarle en lo único que él, un pobre indio, posee: su patrimonio intelectual. A modo de respuesta, ha escrito que le «dolía» que Hardy lo imaginase siquiera capaz de albergar semejante sospecha:

Como ya le escribí en mi última carta, he encontrado en usted un amigo que me comprende, y estoy deseoso de poner a su disposición lo poco que tengo. La novedad del método que he empleado es la causa de que me sienta un poco inseguro a la hora de hacerle partícipe de mi propia manera de llegar a las expresiones que ya le he enviado.

Inseguridad. ¿No se parece mucho al orgullo?

Así que Hardy se pasea por esos senderos de Trinity College cuidados con tanto esmero, mientras Littlewood, en Londres, va a la tetería de South Kensington (y eso no se lo ha comentado a Hardy) donde, en las ocasiones en que ambos coinciden en la capital, suelen encontrarse él y la señora Chase. Anne sólo se desplaza hasta allí cuando no le queda más remedio. Es un animal de costa, no de ciudad. Cuando se sienta enfrente de Littlewood, con una tetera y un plato de bollos por el medio, echándose hacia atrás su pelo castaño oscuro, se le caen unos granos de arena sobre la mesa. Está en Londres sólo a petición de su marido. Ha dejado a los niños en casa, al cuidado de una niñera. Chase tolera la relación de su mujer con Littlewood en tanto en cuanto ella acceda a estar disponible cuando su carrera (su talla de eminente galeno de Harley Street) requiere que aparezca en público con su mujer del brazo. Esta noche se trata de una especie de baile de beneficencia.

—La verdad es que no sé qué ponerme —le dice ella a Littlewood, mientras se le caen granos de arena de la manga, del dobladillo. Él se fija en los centelleos que hace la mica en los pliegues de sus orejas. Le encanta eso de ella: esa arena que a veces, de regreso de Treen a Cambridge, siente en la lengua, en los dientes.

Está morena del sol y tiene pecas. Chase es pálido y está perdiendo pelo. Aunque, en todo lo relativo a Littlewood, adopta una postura de sufrida tolerancia, Littlewood sospecha que ese apaño le viene tan bien como a Anne. O incluso mejor. Al fin y al cabo, mientras Littlewood la mantiene ocupada en Treen, Chase es libre de buscar distracciones en Londres que la presencia de una esposa y unos hijos podrían dificultar. Distracciones, sospecha Littlewood, más de la acera de Hardy que de la suya.

Tras parlotear un poco sobre la aburrida necesidad de elegir un vestido (supuestamente, Anne tiene guardada toda una colección de trajes de ciudad en la casa de su marido en Cheyne Walk), entre ella y Littlewood se instala un silencio relajado y familiar. Nunca sienten esa necesidad de llenar el aire de palabras que parece acuciar y revitalizar a la vez a tantas parejas. Para ellos el silencio es un medio de comunicación más auténtico que la conversación. ¡Cuántas horas se han pasado en el cuarto de estar de Treen, sentados junto al fuego con el ruido del viento y las olas al otro lado de la ventana, y Anne calcetando tranquilamente! Ni siquiera se oyen las voces de los niños en el piso de arriba. Ella tiene dos hijos, un niño y una niña, los dos extraordinariamente callados. Llaman a Littlewood el tío John.

Mira el reloj.

—¿Se nos acaba el tiempo? —pregunta ella.

—Tengo unos minutos más.

—¿Adónde tienes que ir, entonces?

—Al Ministerio de la India. Se supone que debo encontrarme con un tipo para tratar el tema de ese indio del que ya te hablé.

—El genio de Hardy.

—Exactamente.

Ella se queda contemplando la bandeja de bollos tan ricamente.

—Me pregunto por qué nunca habrás llevado a Hardy a Treen —dice.

Littlewood sonríe. Es cierto, nunca se ha llevado a Hardy. A otros sí. A Bertie Russell, por ejemplo. Pero a Hardy nunca.

—No sé si le gustaría mucho —responde.

—Se lo puedes comentar, de todas formas.

Se lo dice en plan amistoso. En su intimidad, curiosamente, no hay ningún tipo de resquemor; tal vez porque ambos saben que nunca les llevará al matrimonio. Anne dejó claras sus condiciones desde el principio. No iba a dejar a su marido, tanto porque él se lo había pedido como porque, por razones muy suyas, se siente ligada a Chase por convenciones sociales pasadas de moda, aunque no crea en ellas. O a lo mejor sería más exacto decir que, a pesar de que no cree en ellas, respeta su espíritu racional, la obediencia a lo que asegura la perpetuación de una sociedad organizada. En ciertos aspectos Anne es mucho más conservadora que Littlewood, aunque en casa nunca se recoge el pelo, y a veces se pasa horas paseando por la playa con los zapatos en la mano.

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