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Authors: David Leavitt

El contable hindú (12 page)

Hizo una pausa. ¿Entendía su público lo que quería decir? ¿Pensarían que se refería a los cinco años que Ramanujan había pasado en Inglaterra?

No, quería explicarles, no me refiero a sus años en Inglaterra, sino a esos años decisivos justo antes de que viniera a Inglaterra, cuando le hacía falta formarse, igual que a un recién nacido le hace falta el oxígeno.

O tal vez (y ahora, en su fuero interno, da marcha atrás) me refiera realmente a sus años en Inglaterra, que a su manera también fueron años perjudiciales.

Le habría gustado decir:

Ya no estoy seguro de casi nada. Lo que escribí inmediatamente después de su muerte, cuando lo leo hoy en día, me llama la atención por su grado de sensiblería. Desprende la desesperación de un hombre intentando librarse de su culpa. Traté de hacer de su ignorancia una virtud, para convencerme a mí mismo y a los demás de que les había sacado partido a los años que pasó aislado, cuando de hecho fueron un obstáculo insalvable.

Nada le resultó fácil, y no cabe pretender que eso le hiciera ningún bien. Era muy pobre y vivía en una ciudad de provincias, que quedaba a más de un día de viaje desde Madrás. Y aunque iba a la escuela (era de casta alta), la escuela no fue buena para él. Cuando empezó, a los quince o dieciséis años, lo trataron como a un paria. El sistema educativo indio, en aquella época, era tremendamente rígido, mucho más rígido que el nuestro, cuyo patrón seguía. El sistema premiaba la nebulosa idea de la «pericia»; estaba diseñado para producir en serie los burócratas y técnicos que controlarían el imperio indio (bajo nuestra supervisión, naturalmente). Pero para lo que no estaba pensado era para reconocer a un genio: su obsesión y su ceguera, su rechazo a ser otra cosa que no sea lo que es.

Todas las escuelas, una tras otra, fueron un fracaso para Ramanujan porque, en una detrás de otra, ignoró todas las materias excepto las matemáticas. Incluso en matemáticas era a veces mediocre, porque las matemáticas que le enseñaban le aburrían y le irritaban. Desde su infancia (cuando tenía siete u ocho años) había estado siguiendo los indicadores de su propia imaginación.

Bastará un ejemplo. Cuando tenía once años y estudiaba en el instituto de la ciudad de Kumbakonam, su profesor de matemáticas le explicó que si dividías cualquier número por él mismo obtenías 1. Si tienes dieciséis plátanos y los divides entre dieciséis personas, a cada una le tocará un plátano. Si tienes 10.000 plátanos y los divides entres 10.000 personas, a cada una le tocará un plátano. Entonces Ramanujan se levantó y preguntó qué pasaría si dividías ningún plátano entre ninguna persona.

¿Ven ustedes? Incluso cuando aún iba bien, ya empezaba a salir a relucir el cizañero que llevaba dentro.

Creo que percibí todo eso en sus primeras cartas. Era un hombre al que los repartidores de premios no habían sabido apreciar como era debido, y él les guardaba rencor por esa misma razón. Naturalmente ese rechazo le llevó a dudar de su propio valor; y, sin embargo, desde un comienzo, también hizo gala de cierto endiosamiento, de una fe en su propia genialidad, y en el fondo se sentía orgulloso de saberse mejor que la época y el lugar en los que le había tocado vivir. Si el mundo en el que vivía no sabía valorarlo, era culpa de ese mundo, no suya. ¿Por qué iba entonces a cooperar? Aunque ésa sea una victoria muy solitaria.

Evidentemente, a este respecto, yo era su opuesto. Yo era el chico que ganaba todos los premios, a pesar de que despreciaba el día del reparto con una intensidad que hoy seguramente sólo es capaz de provocarme el ver una procesión eclesiástica. Oír decir mi nombre, y luego tener que levantarme ante todo el colegio para recoger mi premio, me provocaba tal ataque de culpa y de rechazo hacia mí mismo que me temblaban las piernas; me acercaba dando traspiés hasta el escenario con una especie de fiebre, cogía el libro o lo que fuera con las manos pegajosas, y apretaba los dientes para no vomitar. Para cuando llegué a Winchester, esta peculiar variante de miedo escénico había empeorado tanto que empecé a dar respuestas erróneas en los exámenes, sólo para ahorrarme el vía crucis del premio. Pero no tan a menudo (si he de ser sincero) como para poner en peligro mi futuro. Porque deseaba ardientemente el
imprimátur
de Oxford o Cambridge, la aprobación que se le negó a Ramanujan.

¿Por qué semejante odio a los premios? Creo que porque sabía que, aun descollando en ese campo, el terreno de juego estaba amañado. Estaba amañado para recompensar a los ricos, los bien alimentados, los bien cuidados. Y, tal como mis padres se encargaban de recordarme constantemente, yo no era uno de ellos. Tenía la gran suerte de estar allí. El talento no le serviría de nada al hijo de un minero de Gales; se pasaría toda la vida en la mina, aunque tuviera la demostración de la hipótesis de Riemann en la cabeza. Mis padres siempre me decían que rezase por mi buena fortuna, y por la suya.

Tal vez sea señal de debilidad que yo siguiera las reglas del juego. Sin duda algún futuro biógrafo (si es que me merezco alguno) me censurará por esta falta de coraje. Porque hay otra forma de ver a Ramanujan: como a una mente decidida cuya genialidad no le permite seguir más camino que el de su intuición, aun poniéndose en peligro.

En cuanto llegué a Cambridge mi desconfianza hacia los premios, en vez de menguar, descubrió una nueva diana en el
tripos
. Los hombres a quienes más despreciaba eran los que, al contrario que Littlewood y yo, veían su triunfo en el
tripos
como un objetivo en sí mismo, y hacían de conseguir la categoría de
wrangler
la meta de su educación. Fue para impedir el progreso del sistema que alentaba aquellas ambiciones desmedidas y aquellos apetitos desmesurados por lo que me propuse reformar el
tripos
, si no podía suprimirlo completamente. Y el irónico resultado de mi éxito fue que el deseo de triunfar en el
tripos
nunca fue tan desaforado como en 1909, el año que se proclamó al último
senior wrangler
.

Lo que me lleva a Eric Neville, el hombre a quien algunos le atribuyen el haber convencido a Ramanujan para que viniera a Inglaterra. Más tarde, nos hicimos amigos, y seguimos siéndolo hoy en día, a pesar de su mujer. En 1909, sin embargo, Neville tenía para mí una sola dimensión, la de que ese año se le considerara el aspirante favorito a
senior wrangler
. Al final quedó segundo, y recuerdo haberme regodeado un poco pensando que nunca se recuperaría de aquella desilusión, de tantas ganas como tenía de pasar a la historia como el último
senior wrangler
.

Pero esta noche no estoy pensando en ese
tripos
, sino en uno anterior, el
tripos
de 1905, el
tripos
en el que yo mismo (aunque me avergüence admitirlo) hice el papel que ahora tanto vilipendio: el de preparador.

El muchacho al que preparé se llamaba Mercer. James Mercer. ¿Cómo explicar mi relación con Mercer? Supongo que al principio me atrajo porque, al igual que yo, iba por libre. Había llegado a Cambridge proveniente del University College de Liverpool, y por consiguiente era mayor que muchos otros. Le daba vergüenza su acento. La primera vez que vino a verme, se tapaba la boca con la mano.

Y ahora veo que tengo que remontarme aún más en el tiempo y hablarles de Gaye. La verdad es que mi narración de esta noche, más que desplegarse, se abre hacia dentro, como cuando se va abriendo un juego de muñecas rusas. Pero, bueno, confíen en mí, en que retornaremos el
tripos
(y a Ramanujan y a Mercer) a su debido tiempo.

¿En qué año fue eso? 1904, sí; lo que significa que Gaye y yo llevábamos un año compartiendo habitaciones, el conjunto de habitaciones cuya entrada no volveré a cruzar mientras viva, unas habitaciones bonitas que daban a Great Court.

No sé cómo llamarle ahora. Cuando estábamos solos, éramos Russell y Harold. Pero, cuando había gente alrededor, éramos Gaye y Hardy. En esa época, en nuestro círculo, los hombres siempre se llamaban unos a otros por el apellido.

Lo conocí…, he olvidado cómo lo conocí. No nos conocíamos del todo bien, y luego sí. Solía suceder en Cambridge. Puede que el trasfondo fuera teatral; recuerdo un montaje estudiantil de Noche de Reyes, en el que Strachey hacía de María y Gaye era Malvolio, y yo «el crítico» (yo solía ser el crítico), y a Gaye y a mí hablando sin parar. Aquella boca pequeña y tierna y aquellos ojos oscuros, con una expresión mezcla de vulnerabilidad y exasperación, me hacían desear estar lo más cerca posible de él, y al mismo tiempo no revelar lo muy cerca que quería estar, guardar la suficiente distancia para no implicarme demasiado. Porque me parecía a él en muchas cosas, lleno como estaba de melancólicos anhelos y, sin embargo, decidido a llevarme el premio gordo que Gaye representaba aún en aquella época, antes de que tanto yo como Trinity lo apartáramos de nuestro lado. Evidentemente, eso fue poco después de que G. E. Moore se marchase con Ainsworth, así que lo último que quería era mostrar mi debilidad.

Debería añadir que entonces no sabía lo débil que era el propio Gaye: débil, astuto e impaciente; y dotado de ese ingenio mordaz que suele ser el reverso de la vulnerabilidad. De su boca salían continuamente lindezas perfectamente acabadas, como joyas o escarabajos, aún más desconcertantes por la húmeda inocencia de los labios que las pronunciaban.

Nadie pensó mal de nosotros por el hecho de que compartiéramos habitaciones. En Cambridge, era corriente en aquellos tiempos que dos jóvenes fuesen inseparables, que funcionasen como pareja y se relacionasen socialmente como tal. Desde luego Gaye y yo no éramos los únicos. Ese primer año ofrecimos cenas a las que invitamos a gente como O. B., que nos miraba con sorna, dándonos su bendición. Moore y Ainsworth vinieron a cenar una vez, y nos quedamos los cuatro junto al fuego, con Ainsworth apagando sus cigarrillos en el plato. Gaye tenía más cosas que decirle que yo. Debería añadir que Gaye era clasicista, y muy bueno, por cierto; y cuando Trinity lo dejó escapar, cometió una tremenda injusticia y se hizo un flaco favor a sí mismo.

El apartamento consistía en un cuarto de estar con ventanas que daban a Great Court y dos pequeños dormitorios, cada uno con una ventana que dominaba los tejados de New Court. Normalmente sólo cerrábamos las puertas de los dormitorios cuando venían los estudiantes a vernos, o cuando uno de nosotros necesitaba silencio para trabajar. Ese año Gaye estaba traduciendo la Física de Aristóteles con otro especialista en clásicas que, para mayor confusión, se llamaba Hardie. Así que la puerta de su dormitorio solía estar cerrada, al menos durante el día.

Hermione era aún un cachorro. Se la acabábamos de comprar a la hermana de la señora Bixby, la encargada de la limpieza; trabajaba en una granja cerca de Grantchester donde siempre había gatos de sobra. Habíamos tenido otro, Euclides, pero se había muerto. Los dos estábamos muy ocupados, Gaye con su traducción, y yo con mis becas de honor y los diferentes estudiantes a los que daba clases particulares, Mercer entre ellos. Mercer, con su belleza de cristal pulido por el mar: la belleza de la mala salud crónica que tiende a empeorar. Se le notaba en la piel, en la desgana con la que se sentaba en su silla. Tenía los ojos de un color verdigrís fosforescente que a Strachey, entre otros, le llamaba la atención. Incluso ahora (y ya se murió hace tiempo) sus ojos son lo que mejor recuerdo de él.

Hacía años que yo mismo me había examinado del
tripos
. Nada había cambiado mientras tanto, a no ser que ahora era Herman, en vez de Webb, el mejor preparador. Les daba a sus muchachos «sinopsis en lata», como decían algunos. En su coliseo ejemplar, a los futuros gladiadores aún se les exigía recitar de memoria a Newton, resolver problemas contrarreloj y aprender todo lo que ya se sabía doscientos años antes sobre el calor, la teoría lunar y la óptica.

Mercer vino a verme porque, como yo, no lo podía soportar. Recuerdo que se retorcía las manos. Literalmente. Creo que nunca se lo había visto hacer a nadie antes. Pensaba que era una cosa que la gente sólo hacía en las novelas.

Había café en la mesa. Mercer no paraba de retorcerse las manos y, en un determinado momento, se echó a llorar. Yo apenas sabía qué decirle. En el momento no me fijé, pero la puerta que daba al dormitorio de Gaye debía de estar abierta, porque Hermione entró flechada. Se puso a contemplar a Mercer con un aire distante y despiadado. (
Merar, mereyless
. Mi cerebro no ceja en esos juegos de palabras inútiles. Es como un virus).

Me contó cómo era la cosa. Fue como escucharme a mí mismo quejándome a Butler seis años antes. El aburrimiento. La sensación de energía mal encauzada, la imaginación reprimida. (¿Ramanujan lo habría soportado?) Le pregunté cómo se sentían los demás chicos, y me dijo:

—La mayoría simplemente lo ven como si fuera lo que han venido a hacer aquí. Ya sabe, porque el padre de uno fue sexto
wrangler
, y el de otro quinto. Quieren superar a sus padres, y llegar a ser ministros del gobierno o esas cosas. Pero yo soy de Bootle. Mi padre sólo es contable.

¿Y qué pasaba con los que, igual que él, aspiraban a ser matemáticos? Mencionó a Littlewood. En ese momento yo solamente conocía a Littlewood de pasada. («De pasada, cuando iba a bañarse al Cam», me recuerda O. B. desde la sepultura). Sabía por Barnes que Littlewood era bueno. Muy probablemente, tan bueno como yo. ¿Y qué le parecía a él el
tripos
?

—Dice que es una auténtica pérdida de tiempo —dijo Mercer—, pero que, si se lo plantea como un juego (y no es que le guste especialmente, pero es el que se juega en este College, y por lo tanto no le queda más remedio), pues entonces lo puede soportar. Y va a poner todo su empeño en él, porque le encanta ganar.

Así que nos sentamos. Mercer seguía retorciéndose las manos. Yo le conté mi propia experiencia. Para entonces mi opinión (mi desprecio del
tripos
y el deseo de acabar con él) era bien sabida, y seguramente la razón por la que Mercer había acudido a mí en un principio. Mientras tanto, el café se fue enfriando. No recuerdo exactamente cómo ni por qué, pero en un determinado momento me debió de dar un ataque de compasión, porque terminé ofreciéndome para prepararlo. También le presté mi ejemplar del
Cours d’analyse
.

—Por cada hora que perdamos con el
tripos
—le dije— emplearemos otra en Jordan. Doraremos la píldora con buen vino.

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