Authors: David Leavitt
Mercer se marchó rascándose la cabeza, sin haberse tomado el café, y llevando consigo un libro escrito en un lenguaje que apenas podía entender. Desde la ventana lo vi tropezar con una losa, porque iba leyéndolo andando. Era una buena señal.
Entonces sentí una mano cálida en el hombro y cerré los ojos.
—Debe de ser precioso ser el salvador —dijo Gaye.
—¿Nos has estado escuchando, entonces?
—¡Qué remedio me quedaba! ¿Cómo iba a evitar que Hermione abriera la puerta de un empujón? Y luego esas voces… Me sacaron de Aristóteles. Tenía que cerciorarme de que todo iba bien.
—Es fácil de manejar.
—Un joven muy expresivo, desde luego.
—Lo está pasando mal. Necesita ayuda.
—Estupendo, ¿y qué pasa con lo que necesitas tú, Harold? ¿Con tu propio trabajo? —Gaye cogió la taza de Mercer de la mesa, y se tomó el café frío de un solo trago—. Preparar a un estudiante para el
tripos
… ¡Precisamente el
tripos
! Y después de todos los sermones que me he enterado que sueltas contra los malditos…
—Si no le ayudo, no lo pasará.
—¿Y es asunto tuyo salvarle?
—Alguien me salvó a mí.
—Pero Love no te preparó. Se limitó a mandarte a Webb. —Gaye dejó la taza—. Seguro que si fuera feo…
—Eso no tiene nada que ver.
—Claro que no. Tú te excitas eróticamente de una manera mucho más especial: rescatando a la bella damisela de las fauces del dragón. ¿O te lo imaginas haciendo lo que tú no pudiste hacer?
—¿Qué?
—Ocupando su puesto como
senior wrangler
y luego, cuando ya estés encima de la bestia muerta, condenando la caza.
—Pareces celoso.
—Lo estoy, del trabajo innovador que se perderá en virtud de preparar a este…
—Qué desinteresado por tu parte…
Gaye cogió a Hermione y le acarició el cuello.
—Es una decisión tuya, claro. Ni se te ocurra pensar que sueño con entrometerme.
Soltándose de su abrazo, Hermione volvió a escabullirse por la puerta que ella (o Gaye) habían abierto antes, la puerta que daba a ese lado del apartamento. Gaye la siguió enseguida.
Media hora después, asomó la cabeza.
—¿Vamos a cenar en casa esta noche? —preguntó, pero se retractó inmediatamente—. Pues claro que no. Es sábado. Y los sábados los tienes comprometidos.
—Ya lo sabes, Russell.
—Dios, me pregunto qué hacen todos los sábados por la noche esos jovencitos tan listos.
—No puedo hablar de eso.
—No, claro que no. Claro que no puedes.
Y ahora me pregunto: ¿por qué nunca lo propuse como miembro? En esa época me decía a mí mismo que era para ahorrarle convertirse en otro muñeco de feria, al estilo de Madam Taylor. Pero tal vez lo cierto fuese que quería ahorrarme a mí mismo que me vieran como a otro Sheppard. Como a un esclavo.
La única posibilidad que no me permití considerar nunca era que, al contrario que Taylor, Gaye muy bien podía ser merecedor de formar parte de la Sociedad por derecho propio. Y si se le hubiera admitido en ella, ¿eso habría supuesto alguna diferencia más tarde? La verdad es que no lo sé.
¿Y por dónde andaba Ramanujan en aquel entonces? En 1904, acababa de salir del instituto y había ganado una beca para el Government College. Seguía viviendo en Kumbakonam, y dudo que tan siquiera conociese Madrás a esas alturas. Años después, con aquel sentido del humor que tenía a veces (debió de ser durante el primer año de la guerra, porque recuerdo que había soldados echados en camillas en Nevile's Court), me contó que en aquella época al Government College se le llamaba «el Cambridge del Sur de India».
Las cosas empezaron bastante bien. Dio clases de fisiología, de inglés, de historia griega y romana. Pero entonces cayó en sus manos un ejemplar de la
Sinopsis de las matemáticas puras
de Carr, el libro del que diría más tarde que había significado tanto para él como para mí el
Cours d’analyse
de Jordan. Tal como él explicaba, sus padres, como suplemento de sus pequeños ingresos, a veces hospedaban a estudiantes, y uno de ellos se había dejado el libro olvidado. Resulta asombroso que ese libro fuese su punto de partida. Hace unas semanas, antes de coger el barco que me ha traído a vuestro hermoso país, lo pedí prestado de la biblioteca de Trinity, el único ejemplar que había, lleno de polvo por falta de uso. La «Sinopsis» tiene más de novecientas páginas. Se publicó en 1886, y nadie lo había cogido desde 1902.
¿Pero qué tenía ese libro? Alimento para un hombre hambriento. Puedo ver a Ramanujan sentado en el pial, aquel porche delantero de la casa de su madre por el que solía entrarle tanta nostalgia; sentado, pues, en la penumbra mientras la vida callejera desfilaba ante sus ojos, leyendo páginas y más páginas de ecuaciones, cada una con un número. Años después me contó que se había aprendido aquel libro de memoria. Si hubiera habido un
tripos
sobre Carr, habría sido capaz de recitar el enunciado y el capítulo de cada ecuación, sólo con que le dijeran su número. 954: «El círculo de nueve—puntos es el círculo descrito como D, E, F, la base de las perpendiculares sobre los lados del triángulo ABC.» 5.849: «El producto pd tiene el mismo valor para todas las geodésicas que tocan la misma línea de la curvatura.» En total, 6.165 ecuaciones.
Y las memorizó todas.
Empezó a descuidar las otras materias. Ignorando la historia, entretenía a sus amigos haciendo lo que él llamaba «cuadrados mágicos»:
1 | 2 | -3 |
-4 | 0 | 4 |
3 | -2 | -1 |
o bien:
9 | 10 | 5 |
4 | 8 | 12 |
11 | 6 | 7 |
Juegos de niños. Cada columna suma la misma cifra, verticalmente, horizontalmente y diagonalmente. Lo increíble es que Ramanujan podía construir sus cuadrados mágicos en cuestión de segundos. Durante la clase de historia griega se sentaba en su pupitre, fingiendo que tomaba apuntes cuando en realidad estaba haciendo sus cuadrados mágicos. (Ni que decir tiene que había deducido un teorema mucho más general sin siquiera darse cuenta). O hacía una lista de los sucesivos números primos, tratando incluso entonces de encontrar un orden en ellos.
Y, por supuesto, cuanto más se entregaba a las matemáticas, menos atención les prestaba a las otras materias. La fisiología, decía, era la peor porque le horrorizaban las disecciones. Yo creo que le pasaba como a muchos matemáticos, que le daba horror lo físico. (Tras ver cómo su profesor anestesiaba con cloroformo a varias ranas marinas, le preguntó: «Señor, ¿ha cogido estas ranas marinas porque nosotros somos ranas de charca?» Una salida típica de su ingenio. Ya sabía que Kumbakonam era como una charca). Y tampoco se le daba muy bien el inglés, lo que me sorprende, porque cuando lo conocí su inglés hablado era perfecto, mientras que el escrito, aunque no fuese digno de Shakespeare, era aceptable. En cualquier caso, al acabar el primer curso, suspendió su examen de inglés escrito. A pesar de su evidente talento para las matemáticas, le retiraron la beca. La política era la política. Ahora iba a tener que pagar por su educación, o al menos sus padres tendrían que hacerla. Y sus padres eran pobres. Su padre era una especie de contable, y su madre cosía en casa y cantaba en el templo del pueblo para cuadrar las cuentas. A veces no tenían qué comer y no le quedaba más remedio que comer en las casas de sus compañeros de colegio.
De las muchas ocasiones en que se escapó, ésa fue la primera. Lo que hizo mientras estaba fuera no me lo contó; sólo que se marchó a otra ciudad, al norte de Madrás. Visakhapatnam. Al cabo de un mes había regresado a casa.
Creo que me puedo imaginar cómo se sentía: tan enfadado consigo mismo como con el sistema (despiadado, inquebrantable) del que dependía su éxito. El Government College lo había expulsado porque no seguía sus reglas de juego; y a la vez que le ponía furioso que se esperase de él que las siguiese (como observaría Littlewood, incluso entonces sabía que era importante), también se despreciaba por su propia incapacidad (¿o era mala disposición?) para ser el niño bueno que se esperaba que fuera. ¿Pero a quién tenía para asegurarle que su fe en su propia grandeza no era un espejismo o pura vanidad?
Y mientras tanto, en Cambridge, Mercer continuaba viniendo a verme todos los días. Yo sostenía el cronómetro. Canturreaba los números de los lemas newtonianos, y él los recitaba. Luego trabajamos con el
Cours d’analyse
.
Al principio, esas tardes, Gaye se entretenía en su lado de nuestro apartamento. A veces dejaba la puerta abierta. Luego (después de que yo me levantara una vez en medio de una clase para cerrarla) ya no volvió a hacerlo.
Estuve en la lectura de la lista de honores de ese año, de pie en el interior del Rectorado a las nueve de la mañana, formando parte de una vasta multitud en cuya penumbra pude distinguir a O. B. con Sheppard, que debía de haber apostado dinero por el favorito. La galería estaba reservada para las damas. Había muchachas del Newnham y del Girton amontonadas en tres o cuatro filas contra la barandilla. Sin duda esperaban, como todos los años, que se repitiera lo de 1890, cuando Philippa Fawcett había vencido al
senior wrangler
y sus hermanas se habían puesto histéricas. Desde entonces, ninguna mujer había conseguido hacerlo mejor.
Todo el mundo hablaba a la vez. Debería decir que los supuestos candidatos a
senior wrangler
no estaban allí. Por tradición, permanecían en sus habitaciones durante la lectura de la lista de honores, esperando que sus amigos les llevaran las buenas o las malas noticias. No obstante, se escuchaban sus nombres en labios de la gente, y de esa forma estaban más presentes de lo que lo habrían estado si se hubiesen encontrado realmente allí en carne y hueso.
El reloj de la iglesia de Great St. Mary empezó a dar las nueve, y Dodds, el presidente del tribunal, tomó posición en la parte delantera de la galería. Enseguida se hizo el silencio entre la multitud. Dodds iba vestido con el atuendo completo de su College, y sostenía en la mano derecha la lista de honores enrollada, que desató con cuidado para coincidir exactamente con el sonido de la novena campanada. Con religiosa dignidad entonó:
—Resultado del
tripos
matemático, Parte 1, 1905. —Pausa—.
Senior wrangler
, J. E. Littlewood, Trinity…
Antes de que Dodds pudiera terminar, estalló un aplauso entre la multitud. Así que Littlewood había vencido a Merced. Sentí una punzada de desilusión, que intenté mitigar recordándome a mí mismo lo mucho que detestaba el
tripos
. Miré a Sheppard, que tenía el ceño fruncido. Estaba claro que había apostado por Mercer por lealtad a mí. Entonces Dodds dijo:
—Por favor, por favor, ¡silencio! Si me permiten continuar…
Senior wrangler
: J. E. Littlewood, Trinity, compartido con J. Mercer, Trinity.
La cara de Sheppard, ensombrecida por el miedo momentos antes, se iluminó de repente. «Compartido» significaba que Littlewood y Mercer habían conseguido exactamente el mismo número de puntos. Habían empatado.
En contra de mi voluntad, solté un grito de júbilo. O. B. me echó una estupefacta mirada de desprecio. Cerré la boca y escuché mientras nombraban al resto de
wranglers
y
optimes
, hasta llegar al «cuchara de madera». Para entonces, la mayoría de la gente ya había salido fuera para ver pasar a los
senior wranglers
en toda su gloria. Les seguí. Vi a Littlewood bastante cerca, llevado a hombros de sus amigos. ¿Estaba eufórico? Yo lo dudaba. Aunque en esa época apenas lo conocía, me imaginaba que se tomaría aquella victoria con mucha filosofía. A Mercer no lo veía por ninguna parte.
Lo curioso del caso fue que, desde un principio, todo el mundo se comportó como si sólo hubiera ganado Littlewood. Mercer muy bien podría no haber existido. Una semana o así después, por ejemplo, salí a comprar la foto de Littlewood (casi en secreto, debo admitir) y descubrí, con gran contrariedad, que se había agotado.
—Pero tengo un montón del señor Mercer, señor —me dijo el quiosquero—. De hecho, las del señor Mercer están casi de saldo.
Tenía su lógica. Mercer era un enclenque de veintidós años, procedente de Bootle; mientras que Littlewood tenía diecinueve, rebosaba salud y tenía contactos en Cambridge con más de un siglo de antigüedad. Philippa Fawcett era prima suya. Y su padre había sido, en su época, noveno
wrangler
, y su abuelo, trigésimo quinto.
O. B. se hizo con las dos fotos.
—Mira cómo deja las piernas abiertas —decía de Littlewood—. Como si no tuviera la más remota idea de que está siendo provocativo. Y, por supuesto, ahí está la gracia…, en que no la tiene.
—Menudo paquete, por cierto —dijo Keynes, que estaba allí de visita, con aire soñador.
Yo intenté no fijarme en el paquete. Me centré en cambio en aquel rostro oblongo, perfectamente afeitado. La parte que limitaba con el pelo debían de haberla trazado con regla. Tenía los labios finos muy apretados, y las cejas espesas alzadas, como interrogantes. En conjunto, irradiaba una especie de energía reconcentrada, como si en cualquier momento fuera a saltar de la silla y a ponerse a hacer el pino.
En su foto, por el contrario, Mercer parecía indeciso, casi frío. Tenía unas ojeras oscuras, y un dedo apoyado en la frente, cuya uña se había comido hasta la carne.
¿Qué les puedo contar de Littlewood? Aunque huía de los focos (o quizá porque huía de los focos) tenía lo que ustedes, los americanos, llaman hoy «categoría de estrella». Por ejemplo, poco después de que empezáramos a trabajar juntos, demostró que en algún punto más allá de 1.010, el Teorema de los Números Primos, en vez de calcular por exceso la cifra de primos hasta cierto número n, empieza a calcularla por defecto. Y lo que es más importante, por encima de ese número inconcebiblemente lejano, el resultado alterna con una frecuencia infinita entre la estimación por exceso y la estimación por defecto. Era asombroso que hubiera conseguido demostrar semejante cosa, desmontando de paso una suposición que a la mayoría de los matemáticos nunca se les habría ocurrido cuestionar. Resultaba especialmente admirable que la demostración de Littlewood pusiera de manifiesto un cambio en el universo de los números primos tan alejado del campo de los cálculos humanos corrientes que, prácticamente, era imposible de concebir. Ya que el número en cuestión (el número por encima del que los primos empiezan a aumentar en vez de disminuir) es mayor que el número de átomos del universo.