Authors: David Leavitt
Le suplico que no se sienta ofendida con estas confianzas que me tomo, y espero que no le ponga objeción alguna al hecho de que, durante mi estancia aquí, le escriba en ocasiones para compartir con usted aquellos aspectos de nuestra aventura que se le puedan pasar por alto a mi marido. Los matemáticos son más listos que la mayoría de nosotros, ¡pero Dios nos coja confesados si el señor Baedeker les pidiera que le escribiesen sus guías!
Bonita frase. ¿Pero pensará Gertrude lo mismo? Sabe que Gertrude escribe poesía. Una poesía cáustica e ingeniosa. Esa clase de poesía que deja entrever cierto…, bueno, cierto sentimiento ambivalente sobre su vida como profesora de dibujo en un colegio femenino de provincias.
Hay una chica a la que no soporto. Su nombre preferiría callarme. ¡Creo que me hará falta savoir dire si alguna vez topo con sus padres! «Las mates no son mi fuerte», comenta. «Papá en el cole ni sumar sabía.» Y me encantaría poder decirle: «¡Vaya pedazo de burro sería!» |
Cuando Gertrude le enseñó a Nice estos versos, publicados en la revista del colegio, Nice sonrió tristemente. ¿Cómo iba a admitir que ella tampoco había podido nunca con las mates? Ella, la mujer de un matemático… Gertrude, sospecha Nice, la despreció en un principio porque era todo lo contrario a ella: femenina, fértil, y amada por un hombre al que ella a su vez amaba. O tal vez Gertrude la despreciase porque daba por supuesto que Alice tenía que despreciar necesariamente a la esquelética e informal Gertrude. Lo cual habría sido una ridiculez. Pues lo cierto era que, desde un principio, Alice sólo había admirado a Gertrude: su ingenio, y aquel humor distante y a la par mordaz. Ahí teníamos a una mujer que, como Israfel, no aguantaba a los idiotas encantada de la vida; una mujer tan delgada como un signo de exclamación, e igual de tajante. Eran las ventajas de la invisibilidad: Gertrude podía observar el mundo desde la seguridad de unos escondrijos en los que posiblemente Alice, con aquellas caderas tan anchas, nunca encajaría.
Debo decirle que, de momento, no he tenido el placer de conocer al señor Ramanujan. Sin embargo, el señor Neville va a encontrarse hoy con él. De hecho, sospecho que el señor Ramanujan debe de ser la razón por la que mi marido tarda en volver al hotel para la cena…
¿Será cruel recordarle a Gertrude lo que ella, Alice, tiene y Gertrude nunca tendrá? O, más exactamente, ¿lo que Gertrude ha decidido no tener nunca? Porque si es una solterona, sospecha Alice, es sobre todo por propia voluntad. Como su hermano, Gertrude se considera mucho más fea de lo que es en realidad; razón por la cual, seguramente, en vez de buscarse un trabajo en Londres, ha elegido vivir aislada entre unas alumnas a quienes (si la muchacha del poema es un ejemplo) aborrece con todas sus fuerzas.
«En el dictado saqué un menos dos; y es que no me sé bien un solo verbo; cuando me piden que escriba el futuro de rego , siempre me sale regebo .» |
Su hermano es igual de raro. Unos meses antes de que Eric y ella se embarcaran hacia la India, fue a tomar el té a su casa con Littlewood; dos hombres bien parecidos, ambos de escasa estatura, uno rubio y otro moreno. Se comportaron, le comentó luego a Eric, como una pareja de casados, terminando el uno las frases del otro. «¡Pues no se lo digas a Littlewood!», le respondió Eric.
Hardy la ignoró durante todo ese rato en que estuvieron tomando el té. A ella le recordaba más que nada a una ardilla, siempre alerta y nerviosa y tímida a la vez. Sólo habló con Eric, y exclusivamente del indio, de quien aseguraba que podría tratarse de otro Newton. Littlewood, por lo menos, hizo un esfuerzo. Dijo que el papel pintado de William Morris era «muy estético». Elogió su vestido y le comentó que le sería de gran ayuda a su esposo en el viaje.
Por favor, dígale a su hermano que le envío mis más calurosos recuerdos y que puede estar seguro de que mi marido y yo haremos todo lo posible para convencer al señor Ramanujan de ir a Cambridge. Dicho esto, creo que debo confesarle, señorita Hardy, lo desconcertada que estoy ante tal perspectiva. Al igual que usted y su hermano, no me considero cristiana, en el sentido puritano del término. ¿Pero nuestra decisión de vivir al margen de la religión organizada nos da derecho a tachar la piedad ajena de superflua y absurda?
Como en señal de advertencia, el reloj de una iglesia da las cinco. Ahora Eric está tardando de verdad. Aunque todavía no ha anochecido, la luz que entra por las ventanas se va haciendo más difusa. Como a través de una nube, ve que los hombres de los periódicos se están yendo. Las señoras con los sombreros de plumas recogen sus bolsos, listas sin duda para volver con sus maridos, que estarán aguardando la cena. Y de repente Alice se da cuenta de que, en cuanto se marchen las señoras, será la única clienta que quede en el amplio salón. Los camareros, sin dejar traslucir nunca su impaciencia, seguirán encendiéndole los cigarrillos, fingiendo que no les importa que sea la única que les impide proseguir con su trabajo, sustituir las tazas y las cucharillas de té por los cubiertos de pescado y los platos de la cena: el interminable cambio de vajilla que supone la transformación de la mañana en la tarde, de la tarde en la noche, de un día en otro… ¿Algo sobre lo que escribir? Tiene la copa casi vacía. Lo que queda de la bebida agria y dulzona el hielo derretido lo ha vuelto de un color amarillo claro. Mira el reloj y descubre que Eric lleva una hora de retraso.
Aquella tarde en Cambridge, cuando los cuatro estaban sentados juntos en las habitaciones de Hardy (Hardy, Gertrude, Eric y ella misma), Hardy dijo algo que la molestó. Fue justo antes de que la conversación derivase hacia el derecho al voto. Eric estaba hablando de Wittgenstein el austríaco, de que Wittgenstein había dicho que, si se podía demostrar que algo no se podía demostrar nunca, le encantaría saberlo. «¿Qué te parece la idea?», le preguntó Eric a Hardy. Y Hardy respondió: «A mí me gusta cualquier demostración. Si pudiera demostrar lógicamente que te ibas a morir en cinco minutos, lamentaría que te fueras a morir, pero mi pena se vería mitigada en gran parte por el placer que me proporcionaría la demostración».
Tras eso, se hizo un silencio momentáneo. Y luego todos se echaron a reír. Gertrude, encogida sobre la silla de caña, se rió tan fuerte que la gata saltó de su regazo.
«Aunque mis padres no saben hablar ni escribir ningún idioma extranjero.» ¡Pues nadie se habría perdido nada si los dos hubiesen muerto hace tiempo! |
Ay, ¡dónde andará Eric! ¿Lo habrá atropellado un gharry? ¿Yacerá inconsciente en algún hospital? De ser así, las señoras angloindias podrían ayudarla. Seguro que conocen a médicos, a jueces. Pero se han ido. Está sola con los camareros. Mira hacia el techo y distingue otro cuervo, que hace ochos entre las balaustradas. Le viene a la cabeza una frase de Israfel («la encarnación del espíritu de la danza»), y entonces, con una especie de torva elegancia, el cuervo se deja caer en picado y pasa rozando su mesa, tirando la copa, de modo que el agua amarillenta se derrama sobre la carta que está escribiendo, el libro, el mantel, su regazo.
Inmediatamente vuelve el camarero con su abanico. Mientras golpea al cuervo, uno de sus compañeros empapa el líquido derramado, meneando la cabeza y murmurando disculpas. Ella se fija por primera vez en sus dientes rojos.
—Tranquilo, no pasa nada —le dice, incorporándose torpemente mientras por encima de ella, fuera de su alcance, el cuervo da vueltas subiendo y bajando.
¿La está mirando ese pájaro? ¿Quiere algo de ella? Cuando venían de vuelta de las habitaciones de Hardy, le preguntó a Eric por aquel ojo izquierdo de Gertrude que no se movía, y Eric le respondió: «Es de cristal. Un accidente de la infancia, me han dicho. ¡Y pensar que está totalmente apegada a su hermano!»
El jugo le ha manchado el vestido. Probablemente lo ha estropeado. Le apetece echarse a llorar o ponerse a gritar, porque lo cierto es que no es ninguna aventurera, sólo una jovencita en una ciudad desconocida que nunca vagabundeará por los callejones sucios de Triplicane, nunca probará un plato autóctono, nunca será siquiera lo bastante valiente para alejarse de la mirada protectora de Govindran. Echa de menos a la tía Daisy. A su marido. A una muñeca que tenía cuando era pequeña.
Alice se aparta de la mesa. Es hora de regresar a su habitación, de cambiarse de vestido, de hacer lo que pueda por salvar a Israfel. Y, sin embargo, de momento no le apetece volver a su habitación. Le apetece quedarse exactamente donde está, con los camareros con sus espléndidas vestimentas.
Eric entra en tromba, y ella apenas le escucha mientras llena la estancia resonante con sus disculpas, su exuberancia, los detalles de su encuentro con el indio que no puede evitar que se le escapen sin querer. Ella le para la mano cuando va a cogerla por la cintura y señala al techo:
—Mira a ese cuervo —le dice. Y él lo mira.
—¿Cómo ha entrado aquí ese maldito pájaro? —le pregunta—. ¿Pero qué le ha pasado a tu vestido?
—No ha sido nada —dice ella. Quiere echarse a reír, como se reiría Gertrude. Cogidos de la mano, salen del comedor, Eric hablando del indio, y Alice recordando cómo, cuando su hermano se movía por la habitación, uno de los ojos de Gertrude lo seguía, mientras el otro no dejaba de apuntar a un busto de la repisa de la chimenea, con una mirada tan fija y despiadada que cualquiera habría jurado que veía.
19 de enero de 1914
Hotel Connemara
Madrás
Mi querida señorita Hardy:
Mil gracias por su amable respuesta a mi anterior carta, que no llegó hasta ayer. Me encanta saber que está usted recuperándose de su resfriado, y espero que, mientras escribo estas letras, ya no queden síntomas que la molesten. Gracias también a su hermano por sus amables recuerdos. Por favor, dígale que mi marido y yo estamos deseosos de verlo cuando regresemos a Inglaterra.
Me alegra especialmente saber que he conseguido interesarla en los escritos de Israfel, cuyo libro Pavos reales y simios de marfil ha significado tanto para mí en este viaje. Espero que esa obra le proporcione tanto placer como a mí. Pero le puedo contar muy poco de la verdadera identidad del autor, salvo que, a pesar de su nom de plum (masculino, es en realidad una dama, con quien mi tía Daisy ha tenido cierta relación. Por respeto al deseo de la dama de permanecer anónima, la tía Daisy se ha negado a compartir incluso conmigo su auténtico nombre. Sí sé que se dedica a la música, y que entre sus otros trabajos se cuenta una colección de «Fantasías Musicales» que incluye retratos de Paderewski, De Pachmann e Isaye. ¿Frecuenta usted los conciertos? A lo mejor podemos asistir juntas a alguno un fin de semana, cuando estemos las dos en Londres. Es una pena que su hermano muestre tan poco interés por la música. ¡Esperemos que el señor Littlewood acabe siendo una buena influencia para él a este respecto!
Pero, cambiando de asunto, sé que el señor Neville le ha escrito al señor Hardy para contarle sus encuentros con Ramanujan, el genio indio. De los cuatro que han tenido lugar hasta hora, he tenido el privilegio de estar presente en dos. El señor Ramanujan es un hombre fornido y de escasa estatura, con la piel menos oscura que la mayoría de sus paisanos, aunque bastante morena, claro, para lo que estamos habituados. Tiene una cara redonda con las cejas casi pegadas a los ojos, una nariz ancha y chata, y una boca fina. Los ojos son fabulosos y oscuros, pero habría que ser una Israfel para describirlos. Lleva la frente afeitada, y el resto del pelo retirado en una especie de copete al que llaman kudimi. Se viste a la manera convencional, con túnica y dhoti. No lleva zapatos, sólo unas sandalias muy ligeras.
Afortunadamente, tan pronto como mi marido y yo nos sentamos con el señor Ramanujan para disfrutar de un té indio, la alarma que hubiera podido provocamos su aspecto exterior se desvaneció. Pocas veces he conocido a un hombre con un encanto, un atractivo, una modestia y una delicadeza de trato de ese calibre. El inglés del señor Ramanujan, aun conservando cierto acento de su lengua materna, es fluido, y su vocabulario mucho más amplio y preciso que el del común de los trabajadores británicos. Y aunque en un principio puede parecer tímido, una vez empieza a sentirse a gusto con las personas que le acompañan, se abren las compuertas y demuestra ser el más afable de los conversadores.
Nuestro primer encuentro tuvo lugar en la cantina del rectorado de la universidad (un edificio, debería añadir, señorita Hardy, de una fealdad sin parangón). Mi esposo inició la conversación pidiendo al señor Ramanujan que nos contara algo sobre su educación. Y un relato de frustración, decepción e injusticia brotó entonces de sus labios. Proviene de una familia de casta alta pero escasos recursos, y se crió en la ciudad de Kumbakonam, al sur de aquí, en una casa pobre y pequeña de una calle con el curioso nombre de Sarangapani Sannidhi Street. Es el mayor de tres hijos. El padre es contable; por lo poco que el señor Ramanujan habló de él, entendimos que su carencia de pretensiones rayaba la irrelevancia.
Respecto a su madre, por otro lado, no hacía más que deshacerse en halagos, explicándonos que, a pesar de haber tenido solamente una educación muy rudimentaria (una situación bastante común, debo añadir, entre las mujeres indias), esta señora mostró desde un principio un aprecio intuitivo por su talento e hizo todo lo que pudo para fomentarlo; es decir, a pesar de que no podía ayudarle realmente con sus estudios, se encargaba de que, mientras él trabajaba, la casa estuviese tranquila, sus platos favoritos preparados y demás.
También es, nos dijo, una astróloga muy capaz, y ya desde el principio le dijo que había leído sus estrellas y que sus estrellas le habían dicho que estaba destinado a realizar grandes empresas.
Pero ¡ay, los maestros de su escuela no fueron tan solícitos! Quizá sea que las personas verdaderamente originales están condenadas a no ser comprendidas. En el caso de Ramanujan, su asombroso talento fue pasado por alto. En parte porque, desde sus primeros días de colegio, la intensidad de su interés por las matemáticas le llevó a prestarle escasa atención a las demás materias en las que se veía obligado a demostrar cierta habilidad. A resultas de lo cual, no lo hizo tan bien como habría podido en los exámenes necesarios para su progreso.
Contó una historia que me pareció especialmente conmovedora. A modo de premio en matemáticas, un año le obsequiaron con un ejemplar de los poemas de Wordsworth. Pero semejante antología, que cualquiera de nosotros hubiera apreciado mucho, no significaba nada para él. Sin embargo, su madre guardó el libro como oro en paño, y hoy en día tiene un lugar de honor en la diminuta habitación que comparte con ella, sus hermanos, su abuela, y su mujer en una pobre callejuela sin pavimentar llamada Hanumantharayan Koil Street.
Desgraciadamente, ese triunfo fue una excepción en una trayectoria marcada más bien por la desmoralización y el fracaso que por el apoyo y el éxito. Habiendo superado el periodo de lo que aquí se entiende por «enseñanza media», el señor Ramanujan obtuvo un par de becas; primero para el Government College de Kumbakonam y luego para el Pachaiyappa's College de Madrás. En ambas ocasiones, su interés por sus propias investigaciones matemáticas era tan absorbente que descuidó sus estudios más cotidianos, y como resultado suspendió los exámenes y perdió las becas. A esas alturas, sus exploraciones del universo matemático eran lo único que le importaba.
Ahora iba a la deriva. El sistema de enseñanza le había rechazado por completo, y se vio abandonado a su suerte, sin sustento, ingresos o perspectivas, en la casa de su madre en Sarangapani Sannidhi Street. ¿Cómo consiguió conservar la conciencia de su propia valía, se preguntará usted, a pesar de todo eso? ¿Qué le inspiró la confianza necesaria para perseverar, cuando todas las autoridades en la materia le habían repudiado? Ésa fue la siguiente cuestión que le planteó mi marido.
Entonces, el señor Ramanujan apoyó la mano en la cabeza y se lo pensó un poco. Luego miró al señor Neville directamente a los ojos, y le explicó que no podía darle una respuesta sencilla. Había habido momentos, dijo, en que su desesperación era tan grande que había pensado seriamente en abandonar completamente las matemáticas. En un par de ocasiones incluso pensó en suicidarse. Pero entonces le entraba una rabia tremenda contra las instituciones que lo habían tachado de inútil, y de repente se proponía firmemente demostrarles que estaban equivocadas.
Pero, ay, la energía que despertaban en él esas rabietas flaqueaba invariablemente a los pocos días. Más crucial para su capacidad de seguir luchando era el inquebrantable apoyo de su madre, que le alentaba en el logro de unos objetivos que excedían sus conocimientos, con su consuelo y sus atenciones.
De todos modos, había otra razón para su perseverancia en esos años míseros y desgraciados. Y era ésta: los números le seguían fascinando, así de simple. Durante su época de estudiante, ni siquiera sus estudios de matemáticas acababan de llenarle, porque se veía obligado a transitar por caminos trillados y ocupar aquella imaginación tan fértil en ejercicios aburridos y en la exploración de un terreno de escaso interés. Ahora que se había liberado de la academia, sin embargo, podía hacer lo que le viniese en gana. Ya no estaba atado a sistemas en los que creía tanto como ellos creían en él. Era libre, por el contrario, de pasar sus días como le apeteciese, sentado en el porche de la casa en la que había transcurrido su infancia, trabajando en fórmulas y ecuaciones en su pizarra (no podía pagarse el papel), soñando e inventando. De hecho, me contó que sus amigos solían reírse de él porque tenía el codo negro; le llevaba demasiado tiempo, decía, limpiar la pizarra con un trapo, ¡así que usaba el codo en su lugar!
Creo que ahora debería dejar claro, señorita Hardy, que nuestra conversación esa tarde no siguió exactamente el curso que le he descrito. Parecía más bien que el señor Ramanujan se distraía continuamente de aquel relato tan interesante con cuestiones de interés matemático que le venían a la cabeza al recordar alguna que otra anécdota. Entonces hacía partícipe de esas cuestiones a mi marido, anotando cifras en trozos de papel de periódico o de envolver que guarda en el bolsillo (un signo más de su pobreza), y los dos se enzarzaban en una discusión que para mí no tenía ni pies ni cabeza, hasta que el señor Neville, observando mi desconcierto, llevaba discretamente de nuevo la conversación a temas a mi alcance. Y a mí (aunque le agradecía a mi esposo esos detalles) también me daba pena que el pobre señor Ramanujan, por culpa de mi ignorante presencia, estuviese perdiendo la rara oportunidad de ampliar sus conocimientos en materias en las que mi esposo era, sin duda, mucho más docto que cualquier persona a la que hubiera conocido en su vida. De hecho, lo animado que parecía el señor Ramanujan durante esas rondas de intercambio matemático me convenció de que, si no se trasladaba a Inglaterra, se privaría de una fuente fundamental de alimentación.
Le pregunté entonces por su mujer. Frunció el ceño. Como ya debe usted saber, señorita Hardy, el matrimonio en la India es algo mucho más ritual que en nuestro país. Por ejemplo, cuando el señor Ramanujan se casó con Janaki (así se llama la muchacha), ella tan sólo tenía nueve años. El matrimonio lo arreglaron las familias consultando a los astrólogos. Antes de la boda, los novios sólo se vieron una vez; y después (tal como manda de nuevo la tradición) ella regresó con su familia, y sólo se fue a vivir a la casa de su marido cuando alcanzó los catorce.
Dadas las circunstancias, pensará usted que el señor Ramanujan considera a su esposa un mero accesorio o impedimento. En cambio, para nuestra sorpresa, hablaba de la muchacha con cariño. Cierto que el matrimonio le había supuesto determinadas cargas (ya no podía permitirse el lujo de pasar los días en el porche dedicándose a las matemáticas; tenía que conseguir trabajo y ganar dinero), pero, a pesar de que era consciente de esas cargas, no manifestó en ningún momento la menor inquina hacia la chica que las había motivado. Afortunadamente, a lo largo de los años, unos cuantos caballeros, tanto ingleses como indios, algunos de ellos matemáticos aficionados, habían acabado reconociendo la genialidad del señor Ramanujan, aunque no llegaran a comprender necesariamente su magnitud. A cambio, el señor Ramanujan había pasado a depender de ellos no sólo por su apoyo moral, sino también a veces económico. Uno le consiguió el empleo en la Autoridad Portuaria, que le permitió trasladar a su madre y a su esposa a una casa en Triplicane, prácticamente a la sombra del templo Parthasarathy.
Llegados a este punto, mi marido y yo nos vimos obligados a interrumpir nuestra conversación con el señor Ramanujan, que hasta el momento había durado casi dos horas. Antes de decirnos adiós, de todas formas, sacó un par de cuadernos con tapas de cartulina y se los ofreció al señor Neville. Esos cuadernos, nos explicó, contenían los frutos de sus trabajos matemáticos. ¿Le importaría a mi marido aceptarlos en préstamo y echarles un vistazo?
El señor Neville abrió mucho los ojos, maravillado. No, dijo, tendiéndole de nuevo los cuadernos, en buena ley no podía aceptar la custodia de algo tan valioso; pero el señor Ramanujan insistió, y regresamos al hotel llevando cada cual uno de los valiosos volúmenes. ¿Qué habría sucedido, me pregunto ahora, de haber embestido un rickshaw a nuestro gharry, o de haberse levantado de pronto un viento que nos hubiera arrebatado los cuadernos de las manos? Más tarde, mi marido me dijo que consideraba aquel préstamo el elogio más asombroso que le habían hecho nunca.
Esa noche el señor Neville no se acostó, sino que permaneció levantado hasta el amanecer, revisando los cuadernos a la luz de las velas. Cuando lo desperté a la mañana siguiente, me dijo que los consideraba los documentos inéditos más importantes que había tenido el privilegio de examinar en su vida. Lejos de verlo como una tarea onerosa, ahora le parecía su deber convencer al señor Ramanujan de que se desplazase a Cambridge.
Volvimos a encontramos con él a la tarde siguiente. En esta ocasión fue él quien vino a nuestro hotel. Si en un principió pareció que el ambiente tan inglés del comedor le hacía sentirse incómodo, una vez más, en cuanto se sentó con nosotros a tomar el té, se relajó visiblemente.
El señor Neville sacó entonces a colación el asunto más peliagudo: ¿el señor Ramanujan iba a reconsiderar su decisión previa de no trasladarse a Inglaterra? Así como comprendíamos su miedo a infringir una norma de su religión, también creíamos que, si permanecía en la India, les estaría haciendo un flaco favor al mundo y a su propia persona.
En ese momento el señor Ramanujan se quedó mirando solemnemente su taza. Me dio miedo que el señor Neville se hubiera extralimitado, que hubiese hablado demasiado. De hecho, estaba a punto de disculparlo cuando el señor Ramanujan levantó la vista y preguntó: «¿No ha recibido el señor Hardy mi última carta?
»Mi esposo respondió que no estaba seguro. No había sabido nada del señor Hardy desde nuestra llegada.
El señor Ramanujan dijo que le preocupaba que el señor Hardy perdiera interés en él una vez hubiese leído la carta, porque estaba escrita en su propio inglés; sus cartas anteriores, según nos dijo, «no contenían su lenguaje» sino que habían sido «escritas por un empleado de mayor rango». Luego él las había pasado a limpio personalmente. Entonces el señor Neville le preguntó si el «empleado de mayor rango» era el mismo que le había acompañado a la entrevista con el señor Davies, del Comité Asesor para Asuntos Estudiantiles. El señor Ramanujan respondió que así era. Y entonces salió a relucir toda la historia.
La situación es y no es tal como supuso su hermano. El señor Littlewood acertó al sospechar que, cuando el señor Davies le preguntó al señor Ramanujan a quemarropa si deseaba trasladarse a Cambridge, la pregunta en cuestión le dejó bastante desorientado. Sin embargo, no tuvo oportunidad de decir sí o no, porque antes de que pudiera hablar, su superior, el señor Iyer, respondió por él. Y la respuesta fue un no rotundo.