Authors: David Leavitt
Le presentan a Littlewood con menos ceremonias. Luego todos toman asiento, y entra la señora Neville, deshaciéndose en excusas por el retraso, y recuerdos para Gertrude, y preguntas sobre Gertrude… Se sienta al lado de su marido, que pone el brazo en el respaldo del canapé, de modo que sus dedos descansan sobre su nuca.
Sigue un silencio incómodo, que nadie sabe muy bien cómo llenar, hasta que una vez más la voz de director de escuela retumba en la garganta de Hardy.
—Bueno, señor Ramanujan —dice—, ¿y qué tal el viaje?
—Bastante agradable, gracias —responde Ramanujan.
—Aunque se pasó mareado la mayor parte del tiempo —interviene la señora Neville.
—Sólo la primera semana.
—¿Y qué le parece Inglaterra hasta el momento? —pregunta Littlewood.
—He de admitir que la encuentro bastante fría.
—No es de extrañar —dice Neville—. Hoy en Madrás debe de hacer treinta y ocho grados.
—Pues para nosotros, señor Ramanujan, hoy hace calor —dice la señora Neville.
—Aun así —dice Hardy—, estoy seguro de que los Neville le habrán hecho sentirse muy a gusto.
(¡Qué charla más estúpida! Se le rebela todo el cuerpo. Le gustaría rasgar telas, romper ventanas.)
—Muy a gusto, sí. Han sido muy buenos conmigo.
—¡Anoche no cerró su puerta! Y esta mañana le he dicho, Ramanujan, ¿por qué no ha cerrado su puerta? Pero Alice me ha recordado que, cuando estábamos en el hotel de Madrás, los huéspedes indios nunca cerraban la puerta.
—Eric, no hagas que el señor Ramanujan se ruborice.
—No lo estoy haciendo. Sólo hago una pregunta. ¿Por qué a los indios no les gusta cerrar la puerta?
—En nuestras viviendas no tenemos puertas que cerrar.
—¡Mientras que los ingleses lo hacemos todo a puerta cerrada! —dice Littlewood, echándose a reír y rascándose el tobillo.
—Sí, me temo que somos muy puritanos —dice Alice—. Me han comentado que en los almacenes de Londres sólo les está permitido a las señoras cambiarles la ropa a los maniquíes femeninos.
—¿En serio? —pregunta Hardy.
—Evidentemente, los tiempos están cambiando. Por ejemplo, creo que puedo decir sin miedo a equivocarme que, de todos los que estamos aquí presentes (me refiero a los ingleses), ninguno ha tenido padres que durmieran en el mismo dormitorio.
El silencio que sigue a esa hipótesis también la confirma. Neville tose, incómodo. Qué mujer más descarada es esta Alice, piensa Hardy, ¡O por lo menos aspira a ser! Afortunadamente, Ethel anuncia que la comida está lista. Sujeta la puerta abierta, y los cinco entran en fila en el comedor, que da a la parte trasera de la casa. Aquí el mobiliario, lo mismo que el papel pintado, también es de William Morris, y las sillas tienen respaldo de tablilla y asientos de junco. Por lo que respecta a la mesa, Hardy juraría por el modo en que está puesta que a la señora Neville ésta le parece una gran ocasión. Ha sacado la plata, la mejor porcelana de bodas y unas servilletas blancas almidonadas. En el medio hay un centro de flores primaverales (campánulas, violetas y azafranes en un cuenco acanalado).
Ethel hace una ronda con una botella de vino, que Ramanujan rechaza cortésmente. Sin duda, otra exigencia impuesta por esa locura de religión.
¿Y su vegetarianismo? Durante unos instantes bastante desagradables, Hardy lo pasa mal pensando si la señora Neville habrá dispuesto el típico almuerzo dominical (un asado y pudin de Yorkshire y un par de verduras con patatas) para darle la bienvenida al forastero e introducirlo en las costumbres inglesas. En cuyo caso, ¿qué hará? A Hardy le da pánico la mera perspectiva de ese pobre indio teniendo que rechazar incluso las patatas, que habrán sido asadas con la carne, hasta que recuerda que, habiendo estado en la India, la señora Neville sabrá perfectamente que Ramanujan es vegetariano y le habrá preparado, como mínimo, un menú alternativo.
Pero resulta que aún lo ha hecho mejor.
—En previsión de su llegada, señor Ramanujan, he estado estudiando cocina vegetariana.
—Para desgracia de la cocinera —añade Neville, riéndose.
—Eric, por favor… La última vez que estuvimos en Londres, el señor Neville y yo comimos en un restaurante vegetariano, el Ideal de Tottenham Court Road, y disfrutamos de una comida muy apetitosa.
—Aparte de la carne, lo único que le faltaba era un poco de sabor.
—Y me he agenciado un libro de cocina vegetariana. Espero que le gusten los resultados.
Ramanujan menea la cabeza de una forma que puede significar sí o puede significar no. Semejante esfuerzo por su culpa parece haberle dejarlo sin palabras. Por suerte, Ethel regresa en ese momento, trayendo una sopera. A un puré de lentejas (bastante decente, aunque un poco soso) le sigue una ensalada, tras la que la señora Neville desaparece en la cocina para volver con una enorme bandeja de plata tapada con una campana. La pone ceremoniosamente sobre la mesa.
—Como plato principal —dice—, hoy tenemos una receta especial. Un ganso vegetal.
Con una floritura, quita la tapa. Una terrosa masa marrón, rodeada de patatas cocidas y zanahorias y ramitas de perejil, descansa en el centro de la bandeja. Ramanujan abre mucho los ojos, sin dar crédito. También abre la boca. Entonces la señora Neville se ríe cantarinamente.
—Por favor, no se preocupe, señor Ramanujan —dice—, no es un ganso de verdad. No se ha empleado ningún ave de ninguna especie, se lo juro. Es que lo llamamos ganso vegetal porque…, bueno, es una especie de ganso de pega. Un ganso de pega relleno.
—Ya ve, señor Ramanujan —dice Neville—, nosotros los ingleses somos fundamentalmente hombres de las cavernas. Si nos dieran a elegir, arrancaríamos la carne cruda de los huesos con los dientes, así que, cuando comemos comida vegetariana, intentamos hacer cosas con la apariencia de las que nos encantan. Gansos vegetales, embutidos vegetales y pasteles de carne y riñones vegetales.
El menú es recibido con un silencio de estupefacción.
—¿Cree que estoy bromeando? Le he echado un vistazo al libro de cocina de Alice, y todas son recetas auténticas.
Ramanujan se ha puesto colorado. Esboza como puede una ligera sonrisa. Neville le está tomando el pelo, piensa Hardy, y disfrutando con ello.
—Llámenlo como quieran —dice la señora Neville, metiendo el cuchillo en la masa—, pero sólo es calabacín relleno de pan, salvia y manzanas, y luego asado.
De la primera incisión se escapa un vapor cargado de un fuerte olor a canela. Corta la primera tajada, la pone en un plato, y luego ante Ramanujan.
—Sólo hay una cosa que no entiendo —dice Littlewood, mientras se van distribuyendo los demás platos—. ¿Por qué demonios iba a querer un vegetariano comer carne de pega? Supongo que solamente se trata de…, bueno, de no comer carne. De comer vegetales.
—Personalmente, prefiero esto a un plato de nabos cocidos fríos —dice Neville, atacando su plato—. Delicioso, cariño.
—Gracias, Eric. ¿Y a usted qué le parece, señor Ramanujan?
—Muy sabroso —dice Ramanujan, todavía a disgusto, advierte Hardy, con su tenedor. Un utensilio primitivo, diseñado para pinchar carne. Pobre tipo. No debe de estar acostumbrado a esos sabores. El propio Hardy tampoco lo está. Para él, la empalagosa dulzura de la canela sólo hace aún más repugnante la masa de calabacín.
La comida remata con un pudin de sagú, tras el que el grupo regresa al cuarto de estar para el café, que, Hardy se complace en observar, Ramanujan acepta con gran entusiasmo. Mientras tanto, la señora Neville se dedica a explicar con su voz de guía, que el café se toma mucho en Madrás, incluso más que el té, aunque se prepara de distinta forma: hervido con la leche y luego azucarado. Todos apuran sus tazas y, disculpándose de una manera muy exagerada (tal vez lo haya acordado antes con Neville), ella dice que tiene muchas «labores caseras pendientes» y sale de la habitación. Hardy imagina que ahora es cuando se supone que deben hablar de matemáticas. Dios Santo, ¡qué horror! ¡Todavía peor que la cháchara de antes! Le gustaría salir huyendo, y se pregunta si Ramanujan tendrá la misma sensación. Pero entonces Neville le hace una pregunta a Ramanujan acerca de la función zeta, sobre la que Ramanujan procede a explayarse, al principio a trompicones, pero luego con mayor seguridad en sí mismo. Por lo visto, le han enseñado la demostración de Hardy (recién publicada) de que hay un número infinito de ceros en la recta crítica.
Sólo ahora consigue tener Hardy la presencia de ánimo suficiente como para verlo realmente. Esos ojos de párpados pesados, oscuros y escrutadores, miran por debajo de una frente abultada y ceñuda. El pelo, aunque lo lleve corto, es fuerte y frondoso. Quizá porque la señora Neville ya no está presente, se ha desabrochado la chaqueta, y como resultado parece que, en conjunto, se siente mucho más cómodo. Dice que cada vez le interesan más los que él denomina los «números altamente compuestos». Littlewood le pregunta qué quiere decir.
—Supongo que me refiero a los números —dice Ramanujan— que están tan lejos de un número primo como puede estarlo un número. Una especie de antiprimos.
—Fascinante —dice Littlewood—. ¿Podría darnos un ejemplo?
—El 24.
Hardy alza las cejas.
—Ninguno de los números que hay hasta 24 tiene más de 6 divisores. 22 tiene 4, 21 tiene 4, 20 tiene 6. Pero 24 tiene 8. 24 se puede dividir por 1, 2, 3, 4, 6, 8, 12, o 24. Así que defino un «número altamente compuesto» como el número que tiene más divisores que cualquier número que lo preceda.
¡Qué mente más extraña! ¡Qué mente más extraña y de cuánto alcance!
—¿Y cuántos números de ésos ha calculado usted?
—He hecho una lista de todos los números altamente compuestos hasta el 6.746.328.388.800.
—¿Y ha llegado a alguna conclusión con respecto a estos números? —pregunta Neville.
—Pues sí. Miren, se puede calcular una fórmula para un número altamente compuesto N. —Hace un gesto como de coger algo con los dedos, como buscando un lápiz invisible.
Y Neville se levanta y dice:
—Espere un momento.
Luego sale de la habitación y regresa enseguida con una pizarra con patas y un poco de tiza. Ramanujan se pone torpemente junto a la pizarra.
—Bueno —dice—, pues partiendo de que N sea un número altamente compuesto, podemos escribir la siguiente fórmula para N.
Y se lanza. Junto al encerado, la timidez que quizá sienta al hablar en inglés desaparece, igual que se desvanece la incomodidad de Hardy. Se pierden en disquisiciones; y cuando, una hora después, Alice Neville echa un ojo desde lo alto de la escalera, ve a cuatro hombres prácticamente desconocidos para ella, hablando un lenguaje que no puede esperar comprender.
Alice recorre el pasillo y entra en el cuarto de invitados, cuya puerta Ramanujan ha dejado entreabierta. Su baúl (de cuero oscuro y con escasas rozaduras) descansa en el suelo, perfectamente cerrado. La superficie del escritorio está vacía; la jofaina, limpia. Parece que no ha dormido nadie en la cama. ¿Pero cómo es posible? Palpa debajo de las mantas y se da cuenta de que nadie ha tocado las sábanas. ¿Entonces ha dormido en el suelo? ¿O quizá sobre la colcha de pábilo, cuya superficie color crema ha alisado después de levantarse? Ningún olor desconocido ha impregnado la habitación, como si Ramanujan, con tanto recato, hubiese reprimido incluso los efluvios de su cuerpo. Así que sólo es capaz de oler la fragancia a limpio del suelo de madera recién fregado y el fresco aire primaveral.
A principios de semana, cuando preparaba esta habitación para Ramanujan, se encontró preguntándose qué opinaría él de esa cama alta y dura, de ese escritorio barnizado y esas paredes sin más adornos que unas cuantas reproducciones de Benozzo Gozzoli, adquiridas en su viaje de novios a Italia. Sabe que allí, en Madrás, Ramanujan no tenía cama. Como muchos indios, él y los demás miembros de su familia dormían en colchones enrollados que se podían recoger y guardar durante el día. Cualquier trozo de suelo vacío podía servir de dormitorio. Y ahora ya está en Inglaterra, donde los árboles acaban de empezar a retoñar y, para dormir, tiene que subirse a una cama. ¿Qué impresión le producirá todo esto? ¿Le horrorizará su extrañeza? ¿Se encogerá sobre la cama? ¿Le entrarán ganas de esconderse? ¿O le parecerá que en esa cama alta y extraña un nuevo Ramanujan (una versión de sí mismo que sólo puede aflorar en el extranjero, como afloró una nueva versión de Alice en la India) acaba de empezar a echar brotes, como los árboles?
Cierra la puerta. Abajo, los hombres alzan sus voces llenas de entusiasmo e impaciencia. No es probable que nadie la interrumpa mientras abre el baúl y les echa una ojeada a la ropa pulcramente doblada y los cuadernos que descansan sobre ella. En un neceser (también nuevo, a juego con el baúl) descubre un cepillo del pelo, tónico capilar, polvos dentífricos y un cepillo de dientes. Palpando bajo la ropa, pesca un libro titulado
La gula del caballero indio del protocolo inglés
, la fotografía de una muchacha que imagina será su mujer, y un pequeño y complicado objeto de latón que, cuando desenrolla su forro de tela, resulta ser una figura de Ganesha, el dios elefante hindú, dios del éxito y la educación, de nuevas empresas y comienzos prometedores, de la literatura. El Ganesha de Ramanujan tiene tripa y lleva corona. En la primera de sus cuatro manos sostiene un dogal, en la segunda una aguijada, en la tercera un colmillo partido para escribir y en la última un rosario. Tiene la trompa enrollada a un caramelo, y a su derecha está sentada la rata que él monta como los hombres montan caballos.
¿Por qué no lo ha sacado Ramanujan? ¿Por qué no lo ha puesto en el escritorio junto a la jofaina? ¿Por qué no ha desdoblado esa ropa tan incómoda, y colocado en alguna parte su cepillo de dientes y sus polvos dentífricos, y abierto la cama para poder acostarse entre las sábanas? Alice desearía hacer esas cosas por él. Aunque sabe que no se atreverá a hacerlas. Ella a él le cae bien (eso está claro), pero es demasiado tímido como para demostrar su cariño. ¿Y cómo va a obligarlo?
Con mucho cuidado, devuelve el libro y la figura de Ganesha al baúl, y luego baja la tapa y la pestaña del cerrojo. Después se sienta en la cama, estropeando la perfecta suavidad de la colcha. Piensa en los hombres de ahí abajo, y por alguna extraña razón, por un instante, siente como si fuera a morirse de soledad.
¿Por qué le preocupa tanto? ¿Qué le importa a ella la presencia de él en su casa? A Israfel no le importaría. Ella anhelaría poder deshacerse de él, poder endosárselo a Trinity; y cuando lo consiguiera juntaría las palmas de las manos diciendo: «Bueno, gracias a Dios, se acabó.» Pero Alice no es Israfel, así que lo que siente es pena.