Authors: David Leavitt
Y entonces, inesperadamente, se abre la puerta. Los dos se ponen de pie, ruborizados, como si los hubieran pillado en medio de algo incorrecto.
—Hola, cariño —dice Neville acercándose, sus pasos precediendo otros distintos: los de Hardy y Littlewood.
—Hola —responde Alice, y corre a recibir el beso de su marido.
—He traído a Hardy y a Littlewood a tomar el té. Espero que no te importe.
—Pues claro que no.
—¿Qué habéis estado haciendo los dos? El puzzle, ya veo. Están empeñados en acabar este puzzle, Hardy. ¿Y esto? ¡El piano abierto! ¿Le has estado enseñando a tocar a Ramanujan?
—No, a cantar. —Alice llama a Ethel con la campanilla mientras Neville se acerca hasta el piano para examinar la partitura.
—La canción del General —dice—. Pero, Ramanujan, ¿ha estado usted interpretando a Gilbert y Sullivan?
Ramanujan no dice nada. Sigue sentado, muy tieso, en la banqueta.
—Nunca deja usted de sorprenderme, señora Neville —dice Littlewood—. ¡Menudo favor nos hace, familiarizando a Ramanujan con todo lo inglés! Nosotros no hablamos más que de matemáticas con él.
Alice se sienta enfrente de Ramanujan, en uno de los sillones individuales.
—¿Y por qué has vuelto tan temprano? —pregunta, mientras Ethel trae el juego de té.
—Una noticia maravillosa. Littlewood le ha encontrado sitio a Ramanujan en el College. En Whewell's Court. Ya se puede mudar la próxima semana.
¿Qué dirá su cara? Nada, espera. Tampoco es que su marido fuera a darse cuenta aunque dejara entrever alguna cosa. Detrás de esa amabilidad, lo sabe perfectamente, se ocultan la indiferencia y el egocentrismo.
Pero Hardy sí. Eso es lo que le da miedo. Que vea algo en su cara y se lo cuente a Gertrude.
¿Y Ramanujan? ¿Estará notando algo? Ethel le sirve el té, y él se queda mirando la taza. Coge la leche y luego la revuelve.
Alice sonríe. Más tarde, se sentirá orgullosa de ello. Pero, de momento, es como si una niña furiosa hubiese llenado los carrillos de aire y tirado de un soplo al suelo las pequeñas piezas que componen el mundo.
Coge su té.
—Qué noticia más maravillosa —dice—, no tener que andar tanto… Será mucho mejor para sus pies, señor Ramanujan.
8 de junio de 1914
Cambridge
Querida señorita Hardy
:Espero que no considere una impertinencia que le escriba para confiarle un asunto que, al menos en apariencia, no nos concierne directamente. A sugerencia del señor Hardy, el señor Ramanujan dejará en breve mi casa, donde se ha encontrado sumamente a gusto estas seis semanas, para trasladarse a sus aposentos de Trinity. No sé expresar hasta qué punto me parece que va a ser una decisión desastrosa. Aquí cuidamos muy bien al señor Ramanujan. Yo me aseguro de que tenga toda la leche y todas las frutas que desee, y permanezco escrupulosamente atenta a sus necesidades, tanto dietéticas como de otro tipo. ¿Cómo se supone que se las va a apañar en el College? No tolera esa comida y dice que cocinará por su cuenta en un hornillo de gas.
Aunque comprendo el deseo del señor Hardy de tener más a mano al señor Ramanujan, de modo que puedan dedicar más horas del día a las matemáticas, también me temo que su hermano no acierta a considerar la necesidad de garantizar que el señor Ramanujan lleve una vida ajena a las matemáticas. Ha hecho un viaje muy largo y se está adaptando a un mundo radicalmente distinto al suyo. Echa de menos a su esposa y a su familia. Seguro que merece la pena un paseo de media hora por las mañanas si eso significa que esté más saludable y más satisfecho.
Sé que usted posee una influencia considerable sobre su hermano, y le rogaría que intercediera en este asunto por el bien del señor Ramanujan. También le suplico que no mencione mi nombre al respecto ni que le he escrito a usted. Sigo siendo, como siempre, su querida amiga
Alice Neville
—Bueno, ¿qué te parece? —dice Gertrude, dejando a un lado la carta.
—Supongo —dice Hardy— que simplemente confirma lo que ya sospechábamos desde hace tiempo.
—¿El qué?
—Que está enamorada de él.
Le da una calada a su pipa. Es un sábado de junio por la mañana, y están en la cocina del piso de St. George's Square. Littlewood ha venido a pasar el día con ellos para verse con Anne, aunque no se lo ha dicho. A pesar de que está sentado a la mesa, fingiendo leer el Times, ha estado escuchando con mucha atención la lectura de Gertrude, y preguntándose cómo podrá ignorar tan despreocupadamente la petición de la señora Neville de que no comparta la carta con nadie.
—Si quieres saber mi opinión —dice Hardy—, esto zanja el asunto. Tiene que mudarse al College en cuanto sea posible.
—¿Por qué tanta urgencia? —pregunta Littlewood.
—Está claro. Mientras siga bajo el techo de los Neville, seguirá bajo el control de la señora Neville. Necesita ser libre.
—Pero a lo mejor es más feliz allí. Ya viste aquella escena tan hogareña, Hardy… El fuego y el puzzle y el piano. A mí me resultó encantadora.
—Yo diría asfixiante, en cambio.
—Pero eso para ti. Y ella tiene razón en lo de la comida.
—No sé por qué. A Ramanujan no le preocupa lo más mínimo tener que cocinar por su cuenta. De hecho, más bien me dio la impresión de que lo estaba deseando. Un respiro de esos mejunjes horrorosos que la señora Neville siempre anda sacándose del libro de cocina de George Bernard Shaw o como se llame.
—Desde luego en eso no te vaya llevar la contraria…
—Espero que no. Tú eres el que le ha buscado las habitaciones.
—De todos modos, no puedo evitar preguntarme si al final no sería mejor que se quedara en casa de los Neville, donde estaría bien atendido…
—…por una mujer con una obsesión erótica enfermiza.
Y entonces Gertrude se echa a reír. Su risa sorprende a Littlewood; es más aguda y aflautada de lo que habría imaginado.
—¿Qué es lo que tiene tanta gracia?
—Vosotros dos —dice ella, riéndose todavía más.
—¿Por qué? —pregunta Hardy—. ¿Por qué somos tan graciosos?
—¿Alguno de los dos ha pensado en preguntarle a él dónde le gustaría vivir?
El baúl de Ramanujan está listo. Descansa ante la puerta del 113 de Chesterton Road, junto a su propietario, que está muy derecho y muy atento, como si estuviera asistiendo a una ceremonia militar o religiosa. Delante de él se encuentran los Neville y Ethel. Todos van vestidos para la ocasión. Nadie lleva zapatillas.
En unos momentos, llegará el hermano mayor de Neville en su coche Jowett, el mismo coche en el que fue a buscar a Ramanujan cuando atracó su barco. El hermano se quedará a pasar el fin de semana.
—Y pensar que eso sólo fue hace… ¿cuánto, Alice? ¿Seis semanas?
—Siete —dice Alice.
—Pues siete. Debo decir, Ramanujan, que me parece que lleva usted aquí toda la vida.
Ramanujan se mira los zapatos. Tiene la frente cubierta de gotas de sudor.
—Le vamos a echar de menos por aquí, ¿verdad señoras? —Neville rodea con el brazo a Alice, que se estremece. Pero, para sorpresa de todos, es Ethel, la criada, la que se echa llorar.
—Ethel, por favor… —dice Alice, cerrando los ojos.
—Lo siento, señora —dice Ethel—. Es que ya no va a ser lo mismo sin el señor para cortarle la fruta.
—Pues le diré una cosa —dice Neville, riéndose—, espero que esta noche nos ponga un asado de cordero de cena.
Todos se ríen con eso. Ethel saca un pañuelo del bolsillo y se suena la nariz.
Luego se oye una bocina.
—Ahí está Eddie —dice Neville, mientras abre la puerta para saludarle con la mano—. ¡Tan puntual como siempre! —le grita, antes de volverse hacia Ramanujan—. Bueno, para no andarme con rodeos, le vamos a echar de menos. Todos.
—Pero no voy a estar tan lejos —dice Ramanujan—. Sólo en el College.
—Sí, y puede venir a cenar siempre que quiera. ¿Verdad, Ethel? Se lo prometo, aún no ha cocinado usted su último ganso vegetal.
—¡Ay, señor! —dice Ethel, tapándose la cara.
Eddie Neville entra en la casa. Tiene la cara colorada y jovial: una versión más madura de la de Eric. Le da unas buenas palmadas a Ramanujan en la espalda, y después los hermanos cogen el baúl y cargan con él hasta el coche. Ramanujan se vuelve hacia Alice.
—Le agradezco muchísimo su amabilidad —dice—. Y no sólo yo, mi madre también.
—No me diga.
—Sí, me ha escrito una carta donde me pedía que se lo dijera.
—¿Y Janaki?
—No he recibido ninguna carta de ella. Pero estoy seguro de que también se lo agradecería.
Entonces todos se dan la mano. Todo muy inocente y muy afectuoso. Y, como Alice se recuerda a sí misma, no es como si no quisiera irse. Se podría haber negado.
Después de que los hombres se hayan ido, la casa parece muy silenciosa. Ethel desaparece en la cocina, sin duda para empezar a preparar el asado solicitado. Tampoco es que Alice pueda negar que se le hace un poco la boca agua ante la perspectiva de volver a comer carne después de un paréntesis tan largo.
Cruza la sala hasta donde está el piano, se fija un instante en el puzzle de la mesa…, y se queda sin aliento. ¿Será posible?
Sí. Lo ha terminado. Debe de haberse quedado levantado toda la noche. Ahí están: los huéspedes pintorescos y el posadero. Un vaso y un sombrero de copa reposan sobre la mesa. Las tablillas del suelo llevan hasta los flecos del borde de la alfombra. Y, sin embargo…, se inclina sobre la mesa, tratando de no soplar. Sí, hay algo que está mal. Falta una pieza. En la esquina inferior izquierda del marco, donde acaba la alfombra y empieza el entarimado, se ve la veta de madera de la mesa. En realidad, la verdadera madera y la madera del cuadro tienen un color tan parecido que, si uno no se fija mucho, no se da cuenta. Pero Alice sí lo nota, y al hacerla se acuerda de aquellos tremendos ataques de rabia de su hermana y de como ella misma buscaba después las piezas en el suelo afanosamente. Así que no es nada raro que la pieza se haya perdido. De hecho, es un milagro que no se hayan perdido más.
Con los dedos, repasa la forma del hueco. Piensa en el antiguo cuarto de los niños, en el canapé y las cortinas descoloridas con motivos florales. De alguna manera, la última vez que volcó las piezas dentro de la caja, una marrón con rayas negras debió de quedarse fuera. Su ausencia es lo que retiene ahora entre las manos; así que las abre, dejando que vuele por la habitación con su forma de mariposa.
Nueva sala de conferencias,
Universidad de Harvard
En un determinado momento de mediados de la década de 1920 (dijo Hardy en la conferencia que no dio) la señora Neville vino a verme. Yo me encontraba entonces en Oxford, y ya llevaba allí varios años. Neville estaba en Reading. De hecho, habíamos dejado Trinity el mismo año, 1919. Yo, porque después de aquella historia con Russell, ya no soportaba aquel sitio; Neville, porque no le habían renovado su cargo. Acertadamente, creo, sospechaba que en venganza por haber aireado tanto sus ideas pacifistas durante la guerra. Casi tanto como Russell.
No habíamos seguido en contacto, aunque yo había sabido por Littlewood que los Neville habían tenido un niño, y que el niño había muerto antes de cumplir un año. Littlewood y yo publicábamos entonces conjuntamente varios artículos al año, escritos gracias a un intercambio de cartas. Nos veíamos, como mucho, una vez cada dos o tres meses.
Debería decir que no se coló en mis habitaciones sin previo aviso. Me mandó primero una nota, explicándome que ella y Neville iban a pasar un día en Oxford, porque él debía dar una conferencia en uno de los otros colegios. Neville andaría muy ocupado, pero ella tendría tiempo de sobra y esperaba poder hacerme una visita. Yo le respondí que, naturalmente, sería bien recibida.
Le di instrucciones a mi asistente para que encargara té y sándwiches a la cocina (para los que no estén familiarizados con estos arcanos, lo que se llama un «gyp» en Cambridge se llama un «scout» en Oxford),
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y a su debido tiempo, después de dejar pasar los cinco minutos de rigor tras la hora de nuestra cita, se presentó la señora Neville, un poco más rechoncha de lo que había sido en su juventud, pero conservando aquel aspecto un poco húmedo, como si acabara de salir del baño. Toda la colección de horquillas y pasadores que adornaban el cabello todavía rojizo seguían siendo incapaces de mantenerlo en su sitio. Su perfume (de violetas de Parma) era el mismo de siempre, el mismo que llevaba mi madre.
Se sentó frente a mí, y tras unos minutos de cháchara sumamente aburrida y cortés (no le mencioné al hijo muerto), fue directamente al grano, explicándome que unas semanas antes un matemático indio había ido a verla. Se llamaba Ranganathan, y había venido hacía poco a estudiar el funcionamiento de la biblioteca de Reading. Al igual que Ramanujan, el tal Ranganathan era de Madrás, así que, al enterarse de que Neville se encontraba en Reading, le había preguntado si podría acercarse hasta allí para hablarles de Ramanujan, quien por lo visto, en los años transcurridos tras su muerte, se había convertido en una especie de mito para los matemáticos de Madrás. De hecho, Ranganathan tenía en mente escribir la biografía de Ramanujan.
Dada su forma de ser, la señora Neville se preparó para esa visita hirviendo té indio y haciendo una especie de tarta india, una receta que había encontrado en uno de sus libros de cocina. Me recalcó esto último, y ahora que lo pienso, debería haberlo interpretado como una señal del estallido que vendría a continuación; en Cambridge siempre había tratado de socavar mi amistad con Ramanujan insistiendo en que ella lo «entendía» mucho mejor. Y, en el caso de Ranganathan, su estratagema debía de haber tenido su recompensa, porque él le confió muchas cosas. Se presentó en su casa a la hora indicada, me dijo, llevando un turbante. Lo cual a ella le chocó mucho, me explicó, porque en Cambridge Ramanujan se le había quejado muchas veces de que le parecía una tortura llevar sombrero. ¿No habría estado mucho más cómodo con un turbante?, me preguntó.
Antes de que pudiera responderle, ya había reanudado su relato. Una vez asimilado lo del turbante, parece que le preguntó a Ranganathan si llevarlo le había ocasionado alguna vez algún problema en Inglaterra, y él le contestó que solamente en dos ocasiones le había hecho notar alguien su tocado. Una en Hyde Park, cuando en el Speaker's Corner un orador que reclamaba la independencia de Irlanda lo señaló desde su tarima y dijo algo así como que aquel «amigo de la India» seguro que entendía la persecución de una nación esclava por parte de Inglaterra. Otra, cuando Ranganathan iba en un tren a Croydon, un tren que avanzaba muy despacio por culpa de una reparación en las vías, y los operarios se quedaron mirándolo por la ventanilla y le llamaron «Señor A.», que era como los periódicos llamaban entonces a un príncipe indio implicado en una causa judicial. Ninguno de esos incidentes, dijo Ranganathan, le había molestado lo más mínimo; lo que llevó a la señora Neville a preguntarle por qué, entonces, no se le había permitido al señor Ramanujan llevar un turbante. Ranganathan respondió que tal vez en esa época, y en Madrás, se daba por hecho que a un hombre que paseara por las calles de una ciudad inglesa con un turbante se le reirían en la cara o incluso lo apedrearían. Al fin y al cabo, pocos de los defensores indios de Ramanujan habían estado alguna vez en Inglaterra, mientras que los ingleses llevaban lejos de allí muchos años.