El contable hindú (49 page)

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Authors: David Leavitt

No se debe escribir NADA en este lado, salvo la fecha y la firma del remitente. Las frases innecesarias serán tachadas.
Si se añade algo más, la tarjeta será destruida.

Y luego, debajo, las distintas frases que se podían marcar:

Estoy bien.

Me han ingresado en el hospital {enfermo} {herido} y me estoy recuperando, y espero recibir pronto el alta.

Me han devuelto a la base.

He recibido su

Carta con fecha_______

Telegrama ___________

Paquete _____________

Escribiré a la menor oportunidad.

No he recibido ninguna carta suya {últimamente} {hace mucho tiempo}

{Solamente la firma}

Fecha ______________

Anteriormente, Thayer siempre había marcado únicamente la frase que decía: «Escribiré a la menor oportunidad.» Esa vez, en cambio, también había marcado «herido». Pero no «y espero recibir pronto el alta».

La auténtica carta llegó al día siguiente. Sólo constaba el nombre del hospital militar, uno a las afueras de Oxford.

Cogí el primer tren que pude, y llegué a primera hora de la tarde. Como el hospital era más pequeño que el de Cambridge, y estaba emplazado, de hecho, en un edificio de verdad, un colegio femenino requisado temporalmente, no me llevó casi nada encontrar a Thayer.

Descansaba tranquilamente en su cama, casi igual que la primera vez que había hablado con él. Tenía la cara intacta. Me sentí muy aliviado cuando sonrió al verme.

—Así que te llegó mi carta —dijo.

—Sí —le dije—. Esta mañana. He venido en cuanto he podido.

Me senté, cerré el puño y lo apoyé suavemente en la carne de su hombro. No se rió.

—¿Qué te ha pasado, entonces?

—Me dieron en la otra pierna, ¿ves? —Retiró la sábana para enseñarme la pierna vendada; los vendajes le llegaban por encima de la rodilla—. Así que tengo las dos piernas fuera de combate, un brazo mal y otro bien.

—¿Qué te ha pasado en el brazo?

—Ah, eso fue hace semanas. Una bala. No me hizo mucho daño, lo justo para no poder volver a levantarlo nunca del todo.

—¿Y esta vez?

—Un buen trozo de metralla. Aunque no voy a perder esta pierna. O eso me han dicho. Pero me duele. Me duele muchísimo. Buena señal.

—¿Te dispensarán de volver a filas?

—Lo dudo. Parece que no tengo la suerte de que me hieran lo suficiente como para eso. Seguramente tendría que perder la pierna para que me dispensaran, y francamente… —Bajó la voz—. La verdad es que no quiero volver. A Inglaterra, quiero decir, por lo menos hasta que se acabe todo. Es difícil de explicar. Allí, en las trincheras, eres un pobre desgraciado pero estás vivo. Y entonces vuelves, y todo sigue igual, como si no pasara nada. Y te sientes como… si estuvieras muerto. Y te parece que todos los demás también lo están. Y te mueres de ganas de regresar al frente porque no te apetece estar entre tanta gente muerta. —Frunció el ceño—. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Perfectamente.

—No sé. Ya no sé nada, en realidad.

Tras unos segundos de silencio, le dije:

—Me alegro de que me hayas escrito.

—Sí, me hubiera gustado hacerlo antes, sólo que los últimos permisos… Mi hermana va a tener un niño, ¿sabes?, así que he pasado bastante tiempo en Birmingham. Estuve en Birmingham por el brazo. Nunca bajé hasta Londres.

¿Haría alguna alusión a lo ocurrido en Pimlico? ¿O esperaba que lo mencionase yo? ¿O quizás había decidido fingir que nunca había sucedido?

—¿Cuánto tiempo vas a estar en este hospital, entonces?

—Una semana o así. Luego tendré unos días libres. —Alzó la vista tímidamente—. ¿Sigue esa señora, esa amiga de tu hermana, en tu piso?

—Sólo entre semana. Los fines de semana no. —Tomé aliento—. Ahora nos llevamos mejor. Me deja sándwiches preparados. Supongo que no tendrás libre ningún sábado, ¿no?

Sonrió.

—¿Para ir a tomar el té?

—Exactamente.

—Ya me las arreglaré —dijo.

Y eso hizo. Dos sábados después. Y también se las arregló la siguiente vez que estuvo de permiso. En esa ocasión le habían dado en el otro brazo.

—Los dos brazos y las dos piernas —dijo—. ¿Qué vendrá luego?

—Espero que no sea esto —le contesté, agarrándosela a lo bruto, que era lo que quería.

Y lo increíble del caso es que nunca le daban de baja en el ejército. Lo rompían en pedazos, lo mandaban a casa para que lo repararan, y lo volvían a romper. Más tarde me di cuenta de que, de una forma muy parecida, nosotros también destrozamos a Ramanujan, le pusimos unos refuerzos, y lo volvimos a destrozar, hasta que conseguimos sacarle todo el partido posible. Y hasta que él ya no pudo arreglárselas más.

Sólo entonces le dejamos regresar a casa.

Séptima parte
El tren infinito
1

Mientras el fuego languidece, Gertrude aguarda a que llegue su hermano. Son las cinco de la tarde y ya es totalmente de noche, y ella está leyendo una cosa que le ha dado Nice, una novela ambientada en Italia. «¡Qué país más absurdo!», le dice la protagonista a su amante. «¡Ya son casi las doce, y hace tanto calor que no me hace falta el echarpe!» Las palabras no funden la escarcha, sin embargo, a no ser que las arrojes al fuego, y Gertrude adora demasiado los libros (hasta los libros malos) como para quemarlos. Así que deja la novela y llama a su fox terrier, Daisy, que duerme junto a la chimenea. Daisy tiene un buen gusto increíble: masticó Ouida pero dejó a D. H. Lawrence intacto. Ahora Gertrude le tiende el libro (
Un verano en la Toscana
) y Daisy lo olfatea, lame el lomo, se aparta y vuelve a su cesta. Indiferencia. Gertrude se echa a reír. Suenan las campanas de la iglesia, despertando a su madre en la habitación de aliado.

—¿Margaret?

—No pasa nada, mamá —le grita.

—¿Isaac?

—Estate tranquila. Sólo han sido las campanas de la iglesia.

Sophia Hardy (nunca ha usado su verdadero nombre, Euphemia) suelta un gemido y se da la vuelta en la cama. Últimamente habla más con los muertos que con los vivos. Parece que se va aproximando, como tantas otras veces, a la frontera de un mundo desconocido. La pregunta es: ¿la cruzará esta vez? Gertrude espera que sí. El médico también lo piensa. Según él, la situación es lo bastante grave como para hacer venir a Harold desde Cambridge. Porque querrá despedirse de su madre, ¿verdad? Pero, como ella bien sabe, Harold ya no se cree nada. Ha hecho ese mismo viaje, por el mismo motivo, demasiadas veces.

Otro gemido (esta vez más hondo), y Gertrude, con un suspiro de aburrimiento, se levanta de nuevo y se acerca al salón, el dormitorio de su madre para la ocasión. A pesar de su nombre italiano, la señora Hardy es una criatura aún más norteña que su hija, tan pálida que se le ve el fino encaje de las venas en la cara, y delicada como una ninfa, pero una ninfa invernal, de los helados bosques de abedules plateados. Y delgada. Gertrude la recuerda jactándose de que aún cabía en su traje de boda cuando cumplió setenta años. Luego se lo probó y se puso a dar vueltas por la sala, ajena al paso del tiempo, como una señorita Havisham actual. Esa vez pensaron que empezaba a perder la cabeza. Pero después había vuelto a la realidad. Siempre volvía.

La vejez, piensa muchas veces Gertrude, puede parecer una segunda infancia. Desde luego, es muy fácil caer en el hábito de tratar a los mayores como si fueran niños, igual que trataban las monjas a sus compañeras jubiladas en el Hogar para Ancianas Desamparadas, metiéndolas en orgías de ganchillo, costura y acuarelas: a unas mujeres que, veinte años antes, habían dado clases de química, matemáticas, o sobre la obra de Shakespeare… En el Hogar para Ancianas Desamparadas el año está marcado por las fiestas: muérdago en Año Nuevo, corazones hasta el día de San Valentín, verde el día de San Patricio, corderos y huevos en Pascua. «Es para que no pierdan la noción del tiempo», le explicó la madre superiora a Gertrude cuando fue allí por primera vez, cuando todavía creía que su madre podría quedarse y ella podría cambiar de trabajo y trasladarse definitivamente a Londres. Pero no pudo ser.

—Mamá, ¿estás bien? —Gertrude le ahueca las almohadas.

—¿Te importaría frotarme las piernas? —pregunta la señora Hardy.

—Voy. —Sentándose, Gertrude saca los bordes de las mantas del pie de la cama y las vuelve hacia arriba; mete las manos por debajo del camisón de su madre y empieza a masajearle las piernas rítmicamente, sin parar, desde los muslos hasta los tobillos enfundados en sus medias; cosa que a la señora Hardy, por razones que Gertrude no consigue entender del todo, parece proporcionarle un gran alivio. De atrás adelante, piel y huesos. ¡En qué poca cosa se ha convertido! Apenas tiene carne, y no pesa nada. Sea cual sea el problema, se da cuenta, es un problema sin solución. El médico no habla de eso, y Gertrude no le pregunta. Sólo sabe que ya van dos veces que el dolor se hizo tan insoportable como para necesitar morfina. En este momento, sin embargo, la señora Hardy está tranquila. Descansa mientras deja escapar pequeñas sibilancias.

—Margaret, lleva las flores a la cocina —dice. Y continúa—: Pela los guisantes. —Y añade—: ¿Llevas el ojo puesto?

Gertrude se estremece. La señora Hardy suelta un gritito.

—Lo siento.

—Aunque no te vea nadie —dice la señora Hardy—, alguien te está mirando. Acuérdate de eso.

—Sí, mamá.

—Tienes que casarte. Pero es una muchacha poco agraciada.

—¿Quién?

—Margaret.

—¿Quién es Margaret?

—Daba clases conmigo. En la normal.

—¿Y era poco agraciada?

—Qué va. Parecía una estampita.

—Entonces, ¿quién era poco agraciada? —Pero sabe la respuesta, y sigue frotando. Tampoco es que le moleste especialmente. En esta casa ya no se andan con delicadezas, ahora que la hija, con una eficiencia enérgica que hasta le sorprende, lava dos veces a la semana esas partes de su madre de las que, décadas antes, salió ella misma. «Entrañas.» ¡Menuda palabra! Lava las entrañas de su madre, sus partes pudendas (otra expresión que le encanta), casi lampiñas a estas alturas. Como la cabeza de un viejo.

Llaman a la puerta. Sólo está Gertrude para ir a abrir. Maisie, que se encarga de limpiar la casa, ya se ha ido.

—¡Ya voy! —grita; retira las manos suavemente de debajo del camisón de la señora Hardy, y estira las mantas.

—Te dejo un momento, mamá, para ir a abrir la puerta. Es Harold.

—¿Ha venido Harold?

—Sí, ha venido a verte.

—¡Pero si estoy hecha un espanto!

Gertrude se incorpora. Daisy la lleva a empujones hasta la puerta; se pone a pegar saltos y a ladrarle al tirador.

—Para —le dice Gertrude sin mucha convicción, porque sabe que a su hermano no le gustan los perros. Fue la razón principal por la que se hizo con Daisy.

Abre la puerta, y Hardy entra, sacudiendo el paraguas.

—¡Vaya tiempecito! —dice, y le da un beso en la mejilla.

—¿Qué tal el viaje?

—Agotador. Últimamente lleva horas llegar a cualquier parte. Ya sé, ya sé… —Daisy se pone a pegar brincos y a darle con la pata en las manos—. Ya sé que te alegras de verme. Pero para ya, por favor.

—Lo siento —dice Gertrude, cogiendo a Daisy en brazos.

Hardy cuelga el sombrero en la percha.

—¿Cómo está entonces? ¿Muy mal?

—Ven y compruébalo tú mismo.

—Espera un momento. Déjame relajarme un poco.

—Harold, ¿eres tú?

—Sí, soy yo, mamá.

—Ven a decirme hola.

Mira con rabia a Gertrude, como si el tono insistente de su madre fuera culpa suya. Luego se alisa el pelo, y entran juntos. La señora Hardy sonríe. De repente está lúcida y locuaz. Quiere que la incorporen. Y también una bolsa de agua caliente.

—¿Qué tal una partida de Vint? —pregunta—. ¿Cuánto tiempo te vas a quedar?

—No lo sé seguro. Tengo que estar en Londres el lunes. Tengo un asunto pendiente con la Sociedad Matemática.

—Bueno, pero puedes ir y venir.

—Ya veremos.

Pero ella no va a conformarse con una negativa por respuesta. Quiere charlar, quiere jugar al Vint, quiere que Harold le prometa que va a quedarse. Es como una niña que se niega a ir a la cama, a la que hay que hablarle para que reconozca su propio cansancio.

Al final, tras muchos mimos y componendas («duérmete, mamá, y mañana por la mañana echamos una partida de Vint»), y muchas protestas («¡pero si no tengo ni pizca de sueño!»), la señora Hardy se queda dormida sin avisar. Así que, tal como acostumbran, Gertrude y Hardy ya pueden retirarse a la cocina. Gertrude prepara unos huevos, puestos por sus propias gallinas. Se toman un té.

—Bueno, ha costado menos de lo habitual—dice Gertrude.

—¡Menos, dice!

—Porque sabía la hora que era. Ayer me despertó a las dos de la mañana, pidiéndome la comida. Bueno, por lo menos miró bien el reloj… —Gertrude pincha su huevo, y la yema se deshace—. Pues, aunque tengas que ir a Londres el lunes, me alegro de que te quedes el fin de semana. Necesito ir al centro mañana a hacer unas compras.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

—Alguien tendrá que quedarse con ella.

—¿Y Maisie?

—Maisie sólo tiene dieciséis años. No se puede fiar uno de ella. Tampoco es para tanto, Harold; lo único que hay que hacer es llevarle la comida y procurar que esté a gusto.

—¿Y si necesita ir al baño?

—De eso se puede encargar Maisie.

—Pero se supone que mañana he quedado con un amigo a tomar el té…, en Londres precisamente.

—¿Qué amigo?

—Uno que tú no conoces.

—¿No lo puedes dejar para otro día?

Hardy posa su taza.

—Me has mentido para obligarme a venir —dice—. Me dijiste que se estaba muriendo…

—Es que el médico dijo que se estaba muriendo…

—…así que me dijiste que se estaba muriendo, cuando en realidad lo que quieres es ir de compras.

—Hasta yo necesito ropa interior, ¿no?

Él hace una mueca ante la mención de la ropa interior.

—Soy un hombre ocupado, no puedo hacer la maleta y largarme a las primeras de cambio…

—Está bien —dice Gertrude—. Vete. Vete a Londres a ver a tu amigo, que ya me quedo yo aquí como todos los sábados, por si pasa algo. Y cuando me llame, pues iré. Y el domingo, igual. Y el lunes, a clase. Y por la noche, otra vez a cuidarla…

—Ya sé que no debe de ser fácil.

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