Authors: David Leavitt
—Pero, cariño…
—Es la pura verdad. No puedes pretender que me pase el resto de mi vida ahí sentada sin hacer nada, a tu entera disposición.
—Está bien, cariño.
—Y no es como si me fuera todos los fines de semana de compras o a los conciertos; este trabajo es importante. A su manera, es un trabajo bélico.
—Está bien, ya me ha quedado claro. Es sólo que…, bueno, que últimamente siempre estás fuera y… cuando vuelves es para encerrarte en este cuarto. Si no te conociera bien, pensaría que tratas de evitarme.
Ella cierra los ojos. Así que por fin lo ha entendido… Casi es un alivio.
—Pero, evidentemente, no es lo que pienso… Maldita sea.
—Siento ser tan egoísta. —Le revuelve el pelo—. Y tienes razón, tuviste mucha paciencia conmigo todos esos años. Y ahora la tengo que tener yo contigo.
Retrocede de puntillas, en plan teatral; cierra la puerta a su espalda; vuelve a abrirla y asoma la cabeza.
—¿Quieres que te traiga algo? ¿Una taza de té?
—No, nada.
—¿Algo de comer?
—No, no me hace falta nada, Eric.
—Entonces, perdona. —Su voz es un susurro. Y una vez más cierra la puerta.
Alice respira hondo. Luego se queda mirando la página que tiene delante (la traducción) y se fija en un borrón justo al final de una frase en la que estaba trabajando. Seguro que se le ha movido la pluma cuando Eric la ha asustado.
Bueno, por lo menos se ha ido.
¿Y cómo es posible, después de todo este tiempo, que no acabe de captar la verdad, que no acabe de darse cuenta de que ella, efectivamente, lo ha dejado, o al menos lo está dejando?
¿Y por qué? ¿Ya no le quiere?
Cuando empezó a trabajar con la señora Buxton, la razón que se dio a sí misma fue que no podía soportar ni un día más encerrada en casa con Ethel, cuando tenía tan tremendamente cerca el fragor de la guerra. A pesar de sus esfuerzos por parecer alegre, Eric no era capaz de esconder su preocupación. Ella sabía que tenía problemas con Butler por su oposición a la guerra. Pensaba que había alguna posibilidad de que perdiese su cargo docente. Admiraba su estoica devoción a sus ideales (¿cómo no iba a admirarla?) y, sin embargo, a pesar de todo el respeto que le inspiraba, no podía soportar que la tocara. Incluso después de que su fantasía sobre que Ramanujan se enamorara de ella acabara suponiendo una humillación, tampoco podía soportar que la tocara. Y él estaba siendo increíblemente tonto.
Él le preguntó qué pasaba. En pocas palabras, ella se quejó de aburrimiento, de su deseo de hacer algo, en vez limitarse a estar allí sentada. Él mencionó toda clase de posibilidades. En Cambridge, el Cuerpo de Emergencia Femenino se había empeñado en ocupar a las mujeres en hacer juguetes. Otras mujeres trabajaban como revisoras de trenes o rastrillando la tierra. Ella intentó no echarse a reír ante su ingenuidad. Lo que quería hacer, claro, era escribir (artículos brutales y sesgados que aniquilaran la complacencia inglesa respecto a la guerra, sin siquiera mencionarla; esa clase de cosas). No obstante, aunque tuviera el talento necesario, no tenía los contactos. No se movía, como la tía Daisy e Israfel, en círculos literarios. Así que se quedó en casa, volviéndose cada vez más irritable, hasta que una mañana recibió una nota de Gertrude contándole, como lo más normal del mundo, que en su tiempo libre había empezado a traducir para la señora Buxton. Y evidentemente, dado que Alice, igual que su marido, se había convertido en una fiel seguidora de las «Notas de Prensa Extranjera», inmediatamente pensó en la posibilidad de que tal vez ella también pudiese echar una mano con las traducciones. Al fin y al cabo, ¿cuántos ingleses podía haber que entendieran el sueco?
Así empezó la cosa. Enseguida le escribió a Gertrude, que le contestó al día siguiente diciéndole que debía presentarse en Londres lo antes posible. Gertrude le había hablado a la señora Buxton de ella, de sus conocimientos de sueco y alemán, y la señora Buxton le había rogado que le pidiera a Alice que le echara una mano. ¡Y qué estimulante había sido aquello: sentir por fin que podía servirle de ayuda a alguien! Conque ese sábado cogió el tren a Londres, y después el metro hasta Golders Green, donde vivía la señora Buxton. Gertrude le abrió la puerta para hacerla pasar. Salían toda clase de ruidos del interior: máquinas de escribir, voces discutiendo en varios idiomas, la mayoría desconocidos… Un chaval pasó pitando, el hijo de los Buxton. Luego Gertrude la llevó hasta el cuarto de estar, que era un caos: recortes de periódico cubriendo todas las superficies disponibles y una gran parte del suelo, mientras que en los distintos sillones y sofás y, en algunos casos, sentados con las piernas cruzadas sobre la alfombra, había hombres y mujeres leyéndose mutuamente cosas en voz alta en multitud de idiomas, y pasando sin parar las finas páginas de diccionarios y tesauros, y contrastando entre sí diferentes posibilidades. Un hombre que trabajaba en un artículo italiano le preguntó a una mujer que estaba escribiendo a máquina:
—¿Cómo traduciría
maggari
?
—¿Quizá?
—No, eso sería forse.
Maggari
es más… «ojalá».
—¿Cómo es la frase?
Pero antes de que Alice pudiera escuchar la frase (y su italiano era lo bastante bueno como para poder dar una opinión) Gertrude la había llevado hasta el comedor, donde dos mujeres estaban sentadas a ambos lados de una mesa cubierta de periódicos, como el suelo del cuarto de estar. Una de las mujeres se levantó. Tenía un rostro hermoso y adusto, un poco como un jarrón Wedgwood; llevaba ropa elegante pero cómoda: una falda larga y una blusa cuyos dibujos almenados recordaban las vidrieras de las iglesias.
—Usted debe de ser la señora Neville —dijo, tendiéndole la mano—. Bienvenida; siéntese, por favor. Le presento a mi hermana, Eglantyne Jebb.
Le hermana se levantó. Era a la vez más masculina y menos directa que la señora Buxton: el efecto de su vigoroso apretón de manos un poco menguado por su renuencia a mirar a Alice a la cara. Cuando hablaba mantenía las manos en el aire, gesticulando, menos por enfatizar sus palabras, sospechó Alice, que por taparse la cara.
La señora Buxton, por el contrario, era un oasis de calma en medio de aquel pandemonio en que se había transformado su hogar, un pandemonio que aceptaba alegremente, aunque con una pizca de pesar, porque le dijo a Alice:
—Discúlpeme por este desorden. Acaban de llegar los periódicos. Usted lee en alemán, ¿verdad?
—Y en sueco.
—Estupendo. Con el sueco no acierto una. No le encuentro sentido por ninguna parte. El alemán, en cambio, lo leo lo suficientemente bien como para por lo menos poder opinar sobre las traducciones que hacen los que tienen más conocimientos de ese idioma que yo. —Abrió un ejemplar del Vorwärts—. A lo mejor puede ayudarnos dándonos su opinión, señora Neville. Un lector bastante impertinente nos ha mandado una carta quejándose de que hemos traducido mal la palabra
Ausnahmegesetze
. Es el tipo de palabra que no viene en los diccionarios. ¿Cómo la traduciría usted?
Alice se sentó, rígida. ¿La estaban poniendo a prueba, aunque fuera de una manera tan sutil?
—A ver.
Ausnahme
sería… excepción, supongo, y
gesetze
, legislación, ¿no? Así que… ¿legislación excepcional?
La señora Buxton sonrió.
—Exactamente. ¿Ves?, te lo dije, Eglantyne, ese señor no tenía razón. —Le pasa una carta a Alice—. Tras varios párrafos de escatimar alabanzas, el remitente, un tal señor Marx, deja caer con cierta arrogancia que, en su opinión, hemos traducido mal esa palabra, que debería ser traducida por «legislación de emergencia». Pero una «legislación de emergencia» no sería
Ausnahmegesetze
, sino más bien algo así corno
Notstandsgesetze
. —Cerró el periódico—. ¿Lo ve, señora Neville?, una tiene que andarse con ojo. Y, por mucho que trabajemos, siempre habrá alguien que se queje. Aun así, hay que hacerlo.
—No sé cómo explicarle —dijo Alice— lo mucho que admiro la honradez de su labor.
—Gracias —dijo la señora Buxton, y luego exclamó de repente—: Cielo santo, no le he ofrecido nada de beber. ¿Le apetece algo? Afortunadamente tengo dos mujeres por ahí que, como no saben escribir a máquina y no hablan más idioma que el inglés, se han ofrecido a llevar la cocina. Cosa que, debo añadir, mi marido y mis hijos agradecen mucho. Ya ve, tengo una suerte tremenda. Hay tanta gente con ganas de ayudar… Bueno, ¿y qué le podemos ofrecer?
—No me apetece nada —dijo Alice—, pero gracias por preguntar. La verdad es que estoy deseando ponerme a trabajar.
—Eso es maravilloso. Pues ¿por qué no empieza con este artículo de Vorwärts? Me será muy útil en mi discusión con el señor Marx, porque contiene tanto la polémica
Ausnahmegesetze
como
Sondergesetz
, que está más cerca de lo que él dice.
—Me emociona mucho —dice Alice, cogiendo el periódico— que me den esta oportunidad.
—Me temo que no va a pensar lo mismo dentro de unos días. ¡A lo mejor quiere salir corriendo como una loca! Pero no se preocupe. En cualquier caso, le agradeceremos todos los minutos u horas que pueda dedicamos.
—No voy a salir corriendo como una loca —dijo Alice, aunque le hubiera gustado añadir: éste es el sitio al que he venido corriendo… Pero no dijo nada.
Así que en eso se ha convertido su vida: cinco días en Londres, en los que se queda en el piso de Gertrude, y luego el fin de semana en casa. Llega tarde los viernes, y se va tarde los domingos. Dos noches con Eric es lo máximo que puede soportar. Como para celebrar su presencia, a Ethel le ha dado por preparar comidas muy elaboradas los fines de semana, carne y faisanes asados, y un pato al curry que le recuerda, con cierta nostalgia, los días en que cocinaban para Ramanujan. Pero ella ya no puede con todas esas cosas. En Londres su vida se caracteriza por una sofisticada frugalidad. Bebe té claro y come sándwiches que consisten en la loncha de queso más fina del mundo entre dos rebanadas de pan igual de finas. De vez en cuando, una naranja. Ha perdido peso, cosa que a Eric no le gusta nada. «Me gustan las mujeres con carne en los huesos», dice a la vez que le pega un azote en esas posaderas ya no tan anchas.
Ella no le hace caso. ¿Cómo le va a explicar algo a un hombre que apenas entiende su propio sufrimiento? Tal vez debería decirle: «Eric, lo que estás sintiendo es pena, porque tu mujer, a la que amas, ya no te ama a ti», y entonces él comprendería. Sin embargo, si le dijera: «En este momento no puedo soportar que me den cama y comida tan ricamente, tengo que salir al frío con botas y paraguas, tengo que dormir en un piso difícil de calentar en una cama que es una tortura para la espalda», ¿sería capaz de comprender esa necesidad de autocastigo, de penitencia? Una necesidad quizá de experimentar siquiera un ápice (como mínimo) del sufrimiento que están experimentando los soldados. O la necesidad de librarse de ese terrible sabor de boca, el sabor del té que tenía el aliento de Ramanujan, cuando apretó sus labios contra los suyos y él…
Le parece imposible haber hecho algo así. Haberse humillado de esa manera. Es algo que nunca le podrá contar a Eric.
Y si no puede contárselo a Eric, si no puede explicárselo a él, y mucho menos a sí misma, lo que sintió aquella tarde, mientras volvía andando a casa desde Trinity, ¿cómo le va a explicar por qué le hace falta la austeridad de la estrecha cama de Gertrude, en ese piso deprimente?
Hardy aún no ha regresado. Al menos desde aquella visita. Tampoco es que le haya preguntado a Gertrude si ha hablado con su hermano sobre que Alice se quede allí.
Curioso que en el transcurso de esa noche, la noche en que tanto Hardy como ella durmieron en el piso, no hablasen una sola vez de Ramanujan. Ella no mencionó en ningún momento, y él tampoco, la cena a la que no la invitaron, de un modo tan significativo. Ni la desaparición de Ramanujan, y su posterior reaparición. O la correspondencia tan tensa que desencadenó esa desaparición.
Eric tampoco habla nunca de Hardy. Ni de Ramanujan. ¿Por qué será? ¿Tal vez porque, aunque no lo reconozca, percibe lo que la incomoda la sola mención de sus nombres? Evidentemente, tiene que verlos a los dos. A Hardy todos los días. Cuando no hablan de matemáticas, deben de hablar de política, de la negativa de Russell a mantener la boca cerrada, del esfuerzo casi premeditado que hace por provocar a Butler. A Eric le encanta contarle a Alice todo lo que pasa en Trinity. Pero por alguna razón, cuando lo hace, nunca saca a relucir a Hardy.
Cae la tarde. Está contenta. Una noche más, un día más, y ya podrá volver a Londres. Se muere de ganas de volver a Londres. Y no sólo porque últimamente sea más feliz allí que aquí. Sino también porque ha entrado alguien en su vida cuya sola presencia basta para hacer revivir en Alice esa sensación de posibilidad… Aunque lejanas, surgen perspectivas de placer ante ella cuando quiera que vea a esa persona. Esa persona a la que vio por primera vez la semana pasada, en casa de la señora Buxton. Una nueva recluta.
—Ah, Alice —dijo Dorothy, ahora ya se trataban de tú—, ¿te importa explicarle un poco a esta señora cómo funciona esto? Ha venido a recoger algunas cosas para llevárselas a casa. Vive en Cornualles y habla perfectamente italiano.
Alice se volvió. Ante ella, radiante y muy embarazada, estaba la señora Chase. La amiga de Littlewood con la que Gertrude y ella habían coincidido, aunque sólo fuera un momento, en el zoo.
—Ya nos conocemos —dijo Alice.
La señora Chase arrugó la frente, desconcertada.
—¿Ah, sí?, pues perdóneme entonces —dijo la señora Chase—. Tengo muy mala memoria últimamente. Es curioso, éste es mi tercer embarazo, y siempre me pasa algo raro. En el último me moría de sed.
—No pasa nada —dijo Alice—. Soy Alice Neville. Nos conocimos en el zoo… Parece que han pasado siglos… Yo estaba con Gertrude Hardy.
Entonces se hizo la luz, una luz visible en los ojos de la señora Chase. ¿Pero era un recuerdo agradable?
—Claro… —dijo, sonriendo—. Qué alegría verla.
Y alargó la mano, y cogió a Alice del brazo, y misteriosamente, de una forma casi excitante, la besó en la mejilla.
Nueva sala de conferencias,
Universidad de Harvard
A finales de 1916, teníamos la fórmula de las particiones.
Se escribía así: