Authors: David Leavitt
Que fue precisamente lo que pasó. De hecho, yo diría que aquella estrategia se volvió en su contra, con el resultado de que Russell fue encontrado culpable y condenado a pagar una multa de cien libras, que se negó a abonar. Y lo irónico del caso es que podría haberse librado fácilmente. La causa de la Corona contra él era increíblemente débil. Ahora sospecho que en realidad su juego era mucho más sutil de lo que cualquiera de nosotros podía imaginar; que, habiéndose percatado de la debilidad de la causa, había elegido a propósito emplear un enfoque que molestaría al juez y le aseguraría su condena. Al negarse a pagar la multa, todos los bienes de sus aposentos de Trinity serían sacados a subasta. Los periódicos informarían sobre esa subasta, y él sería el mártir perfecto.
Por otro lado, dudo mucho que esperara que el Consejo de Trinity lo despidiese realmente. Yo, desde luego, no me lo esperaba. En definitiva, una cosa es negar el permiso a un grupo pacifista para que se reúna en los dominios del College, y otra rescindir el contrato a un hombre tan eminente, respetado y famoso como Bertrand Russell. Y aunque los estatutos del College daban al Consejo el derecho de despedir a cualquier miembro convicto de un delito, no le
obligaban
a hacerlo. Había que elegir, y eligiendo el Consejo demostró ser despótico y cobarde, minando (quizá para siempre) los mismísimos cimientos de libertad intelectual sobre los que el College se había construido, y provocando la ira tanto dentro como fuera de Cambridge.
Pero aún fue peor que eso. De los once miembros del Consejo que votaron en contra de Russell, cinco eran Apóstoles (McTaggart y Jackson entre ellos). Sigo pensando que McTaggart, aquel individuo tan despreciable, debería haber sido anatemizado y «robyzado» por lo que hizo, porque Roby simplemente había decidido que la sociedad no merecía que le dedicara su tiempo, mientras que McTaggart se volvió en contra de un hermano que en su día lo había considerado su mentor. Ese año, siempre que veía a McTaggart arrastrándose junto a una pared, o montado en su decrépito triciclo, echaba a andar en dirección contraria, porque tenía miedo de perder los nervios si nos encontrábamos y de pegarle una patada. Al final entendí por qué, cuando estaba en la escuela, los otros chicos no podían resistirse a la tentación de andar a patadas con él.
Desde luego, si a Russell le afectó, pareció que lo superaba bastante pronto. De hecho, a los pocos días ya me estaba contando que el despido era lo mejor que podía haberle sucedido, porque «zanjaba la cuestión», por decirlo con sus propias palabras. Ahora se libraría de Trinity de una vez por todas, y podría viajar por el país ofreciendo «alimento intelectual» a los trabajadores, mineros y gente de ese tipo. Si se lo creía de verdad o simplemente había hecho un pacto con su propio orgullo no lo sé. Pero fue a Gales y a otros sitios, y dio conferencias. Y tampoco parecía, en una ocasión en que lo vi en Londres, que echara de menos Trinity en absoluto. No le culpo. Yo también detestaba Trinity.
Sí, odiaba Trinity. Y lo digo hoy sin pena ni vergüenza, a pesar de que, entretanto, he dejado Oxford y regresado de nuevo. Al despedir a Russell, y en eso todos estábamos de acuerdo, el Consejo se había pasado de la raya. Y, sin embargo, estábamos divididos respecto a cómo debíamos reaccionar; algunos (incluido yo mismo) pensábamos que era necesaria una acción militante, otros creían que debíamos pasar desapercibidos hasta que hubiera terminado la guerra. Al final llegamos a un acuerdo. En vez de publicar una declaración tajante en la Cambridge Magazine, decidimos hacer circular por el College una petición más suave:
Los miembros del College abajo firmantes, si bien no se proponen emprender ninguna acción en el transcurso de la guerra, desean dejar constancia de que no están satisfechos con la decisión de l Consejo de apartar al señor Russell de su cargo docente.
Lo que me sorprende, visto desde ahora, es que incluso con ese lenguaje tan desleído sólo consiguiéramos recoger veintidós firmas. Fueron sobre todo los miembros con un cargo permanente (cuyas firmas habrían tenido más peso) los que se negaron a firmar. Tampoco es que Russell nos lo pusiera muy fácil cuando escribió al portero de Trinity y le pidió que tachase su nombre en los libros del College. Que un gesto así se considerara una provocación puede que les resulte desconcertante, pero en el Trinity de aquellos años, cualquier actuación que se pudiera interpretar como una expresión de desdén a la tradición se tomaba muy pero que muy en serio. Por esa misma razón, a punto estuvimos de renunciar a nuestro esfuerzo, pensando que, si Russell no quería que le ayudaran, no debíamos arriesgar nuestro futuro por intentarlo. Porque en ese momento se lo estaba pasando bastante bien, bebiendo cerveza con sus nuevos colegas mineros y durmiendo con tres mujeres a la vez, aunque no sé cómo podían soportar su aliento.
¿Y qué opinaba Ramanujan de todo aquello? ¿Era siquiera consciente de lo que sucedía? Me gustaría saberlo. Me gustaría habérselo preguntado. Pero no lo hice.
Sin duda, el momento más absurdo de todo el asunto, y el que proporcionó mayor satisfacción a Russell, fue la subasta de sus bienes. Eso fue fruto, como recordarán, de su negativa a pagar la multa. No obstante, desde el principio controló veladamente todo el proceso. Recuerden que tenía dos domicilios. Además de sus aposentos en Trinity, tenía un piso en Londres. Y se las había apañado para convencer al tribunal de dejar el piso de Londres al margen, e incautar solamente lo que había en Trinity. Sospecho que, desde su punto de vista, subastar las cosas de Trinity debía de ser doblemente beneficioso: no sólo el espectáculo de la subasta aseguraría su reputación pública, sino que le eximiría de la necesidad de volver a Trinity a despejar sus habitaciones, que ya iba a vaciar de todas formas. Así no necesitaba interrumpir su ciclo de conferencias en Gales. Además (o eso dijo al principio) no le importaban demasiado las cosas que había en Trinity. Lo cierto es que no tenían mucho valor. En circunstancias normales, nunca habrían alcanzado la suma de ciento diez libras (cien de multa y diez de costas) que se le exigía a Russell si quería evitar la cárcel. Porque eran cosas bastante horribles, elegidas aposta, o eso pensábamos Norton y yo, para dar a entender la clase de estudiada indiferencia con respecto al entorno que Russell consideraba apropiada para un intelectual.
Ahora, cuando repaso el anuncio de la venta (la secretaria de toda la vida lo ha conservado con cariño), me llama realmente la atención su brutalidad. Los subastadores, los señores Catling e Hijo, eran expertos en el uso de determinado tipo de lenguaje con la sola intención de estimular el apetito de anticuarios y coleccionistas predadores. Pues han de saber que la mayoría de las cosas eran de mal gusto y de escaso valor, que fue por lo que Norton y yo nos echamos a reír cuando vimos una mesita especialmente fea descrita como «Mesita de té en madera de Coromandel, decorada con diez medallones chapados», o el escritorio hecho polvo de Russell convertido en una «Escribanía de nogal con hueco en el centro para las rodillas», o aquellas alfombras andrajosas, llenas de manchas, descritas como «Magníficas alfombras turcas». En realidad, de todos los muebles de Russell, sólo uno (un sofá Chippendale de seis patas) era un poco bonito, y ése, al final, me lo compré yo.
Toda la hilaridad que pudiera haber provocado aquel anuncio, sin embargo, cesaba al leer el primer párrafo. Porque inmediatamente después de enumerar «más de 100 onzas de vajilla de plata, Artículos Chapados, Reloj de Oro de Caballero con Cadena», los señores Catling e Hijo se saltaban una línea y anunciaban (ahí el texto está centrado y en mayúsculas) el plato fuerte: «MEDALLA DE ORO BUTLER DE LA UNIVERSIDAD DE COLUMBIA, concedida a Bertrand Russell en 1915.» Y luego los libros:
Royal Society Proceedings and Transactions, London Mathematical Society Proceedings; las obras completas de Blake, Bentham, Hobbes; Baldwin’s Dictionary of Philosophy and Psychology; Cambridge Modem History
. ¡Vender la medalla de un hombre! ¡Y sus libros! Hasta Russell debió de sentir, ante la perspectiva de todas esas pérdidas, una sacudida lo bastante fuerte como para reconsiderar su deseo de verlo todo vendido; porque unos días antes de que tuviera lugar la subasta escribió que, aunque no le importaba deshacerse de los libros de filosofía y matemáticas, no le apetecía quedarse sin los de literatura. Además (hilando más fino todavía), si bien era cierto que no le importaba deshacerse de los libros de filosofía y matemáticas, pensaba que le habría gustado conservar las obras completas de los grandes filósofos, ya que habían pertenecido a su padre. Y también estaba la mesita de té, por la que parecía sentir un apego desproporcionado. Pero la medalla de oro le daba igual. Sería toda una noticia que fundieran aquel emblema de su fama allende los mares y entrara en el mercado como oro en bruto. Le encantaba la idea.
La mañana de la subasta, le pregunté a Ramanujan si quería venir conmigo y me dijo que sí. Era el tipo de día cálido del que habría disfrutado muchísimo más en tiempos de paz. Porque ahora no me apetecían ni el sol, ni las hojas, ni el río, sino cierta lobreguez que, por lo menos, se aproximara un poco a la de Somme. Y supongo que a los demás debía de pasarles lo mismo, porque cuando llegamos al Corn Exchange vimos que la subasta sólo había atraído a una pequeña multitud. Norton, naturalmente, andaba por allí, con un bloc y un lápiz en la mano, ya que llevaba las cuentas de la recaudación, y necesitaba anotar los precios que alcanzaran los lotes. No había representantes de la prensa, ni siquiera de la Cambridge Magazine. Hasta el subastador parecía percibir la mezquindad del asunto, porque su parloteo carecía de convicción, y bajaba el mazo sin entusiasmo y sin fuerza. Si Russell hubiera estado presente, supongo que se habría sentido muy decepcionado.
El primer lote, dijo el subastador, ya estaba vendido. Consistía en la plata, el reloj con cadena, la medalla, y la mesita de té a la que Russell le tenía tanto cariño, y había sido pagado con los fondos recolectados por Morrell y Norton a través de una suscripción. También se habían adjudicado la mayor parte de los libros, así que sólo quedaban los muebles, la ropa blanca, las alfombras, y unas cuantas cosas sueltas sacadas del fondo de los cajones. Todo eso sumaba en total poco más de veinticinco libras. Conseguí el sofá Chippendale por poco más de dos, el único gesto de sutil represalia que me permití. Norton compró algunos manteles daneses, mientras que Ramanujan, para mi sorpresa, pujó por un pequeño retrato de Leibniz que yo recordaba haber visto sobre la repisa de la chimenea de Russell, apoyado entre dos candelabros de plata. Nadie más pujó por él, y se lo llevó por casi nada.
Después, los tres dimos un paseo por el río.
—Naturalmente, le devolveré los manteles —dijo Norton.
—¿Para qué le vas a devolver unos manteles con manchas de té? —le pregunté—. Seguramente ni se acordará de ellos.
—Pero es una cuestión de principios —dijo Norton—. Supongo que tú le devolverás el canapé.
—No, creo que quedará mucho mejor en mis habitaciones que en las suyas —le dije—. Puede que hasta lo tapice. Estaba pensando en una
toile de Jouy
. Un estampado sobre fondo blando. Estaría bien para variar, ¿verdad, Ramanujan?, mientras trabajamos en la fórmula de las particiones.
Ramanujan no dijo nada. Era evidente que no sabía lo que era una
toile de Jouy
.
—Seguro que el señor Ramanujan encuentra la preocupación que tenemos los ingleses por los muebles y la decoración bastante curiosa —dijo Norton.
—Por cierto, ¿por qué ha comprado usted el retrato de Leibniz?
—Leibniz era un gran matemático. Pero, por supuesto, se lo devolveré al señor Russell si creen que es lo correcto.
—No, quédeselo. Si hubiera querido conservarlo, se lo habría hecho saber a Norton.
Nos sentamos en un banco. Unos cisnes estaban saliendo del río en la orilla de hierba.
—Qué animales más brutos —dijo Norton, y se puso a contar una historia de cómo un cisne les había atacado a él y su madre cuando era pequeño. Antes de que hubiera terminado, sin embargo, Ramanujan tosió fuerte, se levantó y dijo:
—Disculpen, me temo que debo regresar a mis aposentos. —Y se fue.
—Qué raro —dije yo, mientras lo veía alejarse dando traspiés—. ¿Será que no se encuentra bien?
—¡Eso parece! —dijo Norton.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté.
—¿No te has dado cuenta? —respondió—. Estas últimas semanas parece un muerto en vida.
Me quedé mirando a los cisnes. Su belleza acicalada, la cuidadosa atención que le prestaban a su propio plumaje blanco, contradecía su intrepidez y su crueldad. Se dejaban llevar por la corriente, aunque yo sabía muy bien que su aparente indiferencia ante nuestra presencia no era más que una ilusión, la perenne ilusión que suscitan en las criaturas que tienen los ojos en el frente de la cara las que los tienen a los lados. Nuestro error, como siempre, consistía en suponer que la perspectiva del otro era la misma que la nuestra, interpretando como falta de atención una vigilancia hostil. Sí, nos estaban vigilando.
Nos levantamos y volvimos andando al College. Tal vez deba disculparse el hecho de no notar los cambios físicos del compañero con el que pasamos la mayor parte del tiempo. Norton, que lo veía menos a menudo, los apreciaba rápidamente.
—Seguramente es porque ha estado trabajando demasiado —dije—. A veces se pasa toda la noche en vela. Hasta se olvida de comer.
—Es muy probable —dijo Norton—. De todas maneras, ¿no deberías mandarlo al médico?
—¿Para qué?
—Bueno…, como medida preventiva.
—Ya, pero si le pregunto si se encuentra mal, me va a decir que no tiene ningún problema. Que no le hace falta ir al médico. Además, incluso si le mandan reposo, no lo va a hacer. Está obsesionado con su trabajo.
—La obsesión con el trabajo te puede llevar a una crisis nerviosa —dijo Norton, recordando sin duda su propia experiencia.
Nos separamos en New Court, y yo regresé a mis habitaciones, donde esa noche estuve pensando en Ramanujan como no había hecho en bastante tiempo. Era verdad que una pátina de tristeza parecía velar siempre su estudiada cortesía. Entonces, ¿el problema era el clima, como de costumbre? ¿La dificultad de encontrar comida que pudiera digerir? Si no se hubiera tratado de Ramanujan, le habría preguntado qué era lo que iba mal. Pero, tratándose de él, me habría contestado que todo iba bien, cuando en realidad no era así, aunque yo no me enteraría de los detalles hasta más tarde.