Authors: David Leavitt
—Entonces, ¿no deberíamos casarnos?
Ella vuelve la cara hacia él.
—¿Qué estás diciendo, Jack?
—¿Y por qué no? Tú y Arthur…, como tú has dicho, no habéis…
—Pero tú nunca habías hablado antes de matrimonio.
—Ya lo sé. Pero si…
—¿Si estoy embarazada?
—No, no es eso. Sino que el hecho de que estés embarazada… me hace darme cuenta de lo mucho que te quiero, de lo importante que es lo nuestro.
—Podrías decirlo un poco más convencido.
—Estoy totalmente convencido.
—Pues no lo pareces.
Tiene razón. No lo parece. Debe encontrar rápidamente un motivo, para que ella no piense que es un ser despreciable.
—Eso es porque me ha cogido totalmente por sorpresa. Ni siquiera me ha dado tiempo a hacerme a la idea.
Ella se pone la chaqueta.
—Vamos a dejar una cosa clara —dice—. No tengo intención de divorciarme de Arthur ni de casarme contigo. Y si lo piensas detenidamente, verás que tengo razón. Tú y yo no estamos hechos para el matrimonio, por lo menos entre nosotros dos. Estamos hechos para vivir al margen de las normas. —De repente le pone la mano en la mejilla—. No es que no te quiera. Tal vez es que te quiero demasiado. —O, a lo mejor (piensa él, aunque no lo dice), es que quieres demasiado a Treen; que te gusta demasiado esta vida tuya en la que yo ando entrando y saliendo todo el rato, pero nunca me quedo del todo. No me quieres ahí siempre. Y, si he de ser sincero, yo tampoco quiero estar ahí siempre.
—¿Qué va a decir Arthur? ¿Se va a enfadar?
—Seguramente. Y si se enfada…, pues tampoco se puede hacer nada, ¿no? —Coge el sombrero—. Criaremos al niño como si fuera suyo. Él o ella creerán que Arthur es su padre, y tú el tío Jack. Igual que los demás.
Littlewood se lleva la mano a la frente. Para su propio asombro, está llorando.
—No sé qué decir —contesta—. No sé cómo encajar todo esto.
—Vas a tener que encajar cosas peores. Como todos. —Le besa en la frente—. Y ahora tengo que irme o perderé el tren.
—¡Pero también es mi hijo! —Lo dice como si acabara de darse cuenta.
—
Nuestro
hijo —le corrige ella.
—¿No va a cambiar nada?
—Va a cambiar todo. —Ya está en la puerta—. Pero no necesariamente a peor.
—Anne…
—No —dice ella con firmeza y repentinamente formal. Y luego se va.
Sin Anne, el piso parece sórdido, dudoso. Una casa de citas, no sólo las suyas. Otros hombres, lo sabe, vienen aquí. Con otras mujeres. Y, por lo que él sabe, con otros hombres.
Tan rápido como puede, se lava, se pone el uniforme y hace la maleta. Cuando está bajando las escaleras, se topa con una mujer que lleva una bolsa de verduras. Ella lo mira de arriba abajo, como si dijera: sé de qué piso ha salido. Tiene una marca de nacimiento escarlata en la mejilla, una especie de rubor permanente que le resulta extrañamente atractiva. Pero, cuando se ofrece a ayudarla con las verduras, ella dice no, gracias, y sigue subiendo rápidamente las escaleras.
Sale fuera. Hace frío y llueve un poco. Una ráfaga de aire le da en la cara como un puño, como el golpe final que sabe que viene hacia él, que merece e incluso desea. Pronto se le entumece la parte izquierda de la cara. Camina (calle tras calle, sin fijarse en sus nombres), y luego se detiene y mira el reloj. Cuatro horas y veinte minutos hasta que tenga que regresar a Woolwich, una hora y veinte minutos hasta que tenga que encontrarse con Hardy en el salón de té que hay cerca del Museo Británico, siete minutos hasta que Anne coja el tren. ¿Y cómo se supone que va a enfrentarse a Hardy —el seco y asexuado Hardy— y hablar de matemáticas, o de la política de Trinity, o de críquet, ahora que Anne le ha metido una cuchillada al mismísimo tejido de su vida? Su vida: una superficie que se estira sin rasgarse, una superficie (cuyas propiedades espaciales se preservan bajo deformaciones «bicontinuas». Topología. Así era como la veía antes de esta mañana. Pero ahora Anne ha abierto un tajo en pleno centro. Necesita una cerveza. No puede enfrentarse a Hardy sin una cerveza.
Entra en el primer pub que ve. Son exactamente las doce de la mañana. En los tiempos que corren, gracias a la Ley para la defensa del reino, los pubs sólo abren desde las doce hasta las dos y media, y luego desde las seis y media hasta las once. Se bebe una jarra de un trago, y después pide otra. Piensa: ¿por qué estoy con ella? Para él, ella es un misterio. Siempre lo ha sido. Se conocieron más o menos por casualidad, hace cinco años, cuando él se encontraba en Treen de vacaciones. Hubo una fiesta al aire libre, y ella había ido con Chase, que le había oído hablar de Littlewood a Russell, y entablaron conversación. Evidentemente, Chase quería hacer buena impresión, pero fue su mujer, que estaba distraída jugando con un perro, la que le impresionó. Mientras Chase seguía hablando, ella hizo que el perro se pusiera de pie sobre sus patas traseras, y consiguió que se mantuviera así (porque los contó) nada menos que cuarenta y cinco segundos, sólo a base de zarandear delante de su morro un trozo de comida imaginario, que fingía sostener entre los dedos. Tenía un cutis tostado y con pecas. Y, en cierta forma, le quedaban mal los zapatos. Parecía formar parte hasta tal punto de la costa que se veía por la ventana, el oleaje, la arena y las rocas, que dio por sentado que había nacido y vivido en Treen, cuando en realidad se había criado en las Midlands. Había ido a parar a Treen al casarse con Arthur, cuya familia era la propietaria de aquella casa.
—Nadie se lo cree —le dijo ella, cuando por fin se pusieron a hablar—, pero hasta que tenía diecisiete años nunca había visto el mar. Y entonces vine aquí y, en el momento en que me bajé del carruaje, supe que había encontrado mi sitio en el mundo. Me consideré muy afortunada. Tengo la teoría de que cada uno de nosotros tiene su sitio en el mundo, aunque sólo unos pocos lo encuentran, porque Dios es caprichoso. No, caprichoso no. Malintencionado. Nos desperdiga por la Tierra sin ton ni son, no nos planta en nuestro sitio. Así que uno puede haber nacido en Battersea y no enterarse nunca de que su verdadero lugar, su lugar en el mundo, era un pueblo de Rusia, o una isla lejana de la costa de América. Yo creo que por eso la gente es tan desgraciada.
—¿Y usted es feliz —le preguntó— ahora que ha encontrado su sitio?
—Podría serlo más —le respondió— si encontrarlo no hubiera supuesto ceder algo a cambio. Pero, seguramente, todos estamos condenados a ese tipo de tratos.
A la mañana siguiente de conocerla, para su desgracia, tuvo que regresar a Cambridge. Sin embargo, se moría de ganas de volver a Treen, y cuando, unas semanas más tarde, le escribió para decirle que estaba planeando otra visita, ella lo invitó a su casa. Y entonces él fue y, afortunadamente (lo cual resultó muy sospechoso en su momento), Arthur no estaba; una emergencia de última hora lo había obligado a quedarse en Londres el fin de semana.
—Eres mi sitio —le dijo él esa noche. Y era cierto. Por mucho que le gustara Treen, Treen no era su sitio. Era Anne. Parecía una extensión de la costa, como si la playa, temiendo los avances de un dios marino, hubiese tomado forma humana y hubiera salido a tierra sobre trémulas piernas de arena. En ese mito que se inventó Littlewood se podía reconocer a la ninfa marina por la arena que siempre dejaba como estela por mucho que se adentrase en tierra: la arena que siempre podías rastrear a la inversa, como un rastro de migas de pan, hasta los acantilados y las playas de Cornualles. Y a esa primera noche supo de alguna forma que se pasaría lo que le quedara de vida (o la mayor parte al menos) intentando seguir ese rastro hasta su origen.
Después de eso, se adaptaron a una rutina adúltera. El compromiso, para los dos, significaba rutina. La mayoría de los viernes él cogía el tren a Treen. Ella le esperaba en la estación, y le ofrecía una cena de última hora en su cuarto de estar. Al día siguiente, a las ocho exactamente, un café en la cama; y luego, por la mañana, una sesión de trabajo en la veranda, sentado en una silla rota, con los pies apoyados en un tronco y los papeles sujetos con piedras cogidas en la playa. Al mediodía, se daban un baño de veinte minutos, rigurosamente cronometrado. Después la comida. Y luego la siesta. Por la tarde, otro baño; o, si hacía demasiado frío, un paseo. Tras el té, un solitario. Tras el solitario, la cena con una cerveza. Tras la cena, más cartas, más juegos, y a veces los niños. Y más cerveza.
¡Más cerveza! ¡Eso es lo que le hace falta! Pide una tercera jarra. Esos fines de semana antes de la guerra, siempre dormía en el cuarto de invitados del tercer piso, separado de los niños. Ella solía unirse a él después de acostarlos, para volver a su dormitorio justo antes del amanecer. Arthur (de algún modo, se daba por hecho) aparecía solamente el tercer fin de semana de cada mes, y ese fin de semana en concreto, Littlewood (eso también se daba por hecho) siempre tenía alguna obligación urgente que le impedía ir. Porque estaba claro que ella había hecho una especie de pacto con Arthur, que en alguna parte de las profundidades del dormitorio que compartían los dos (porque, que él supiera, seguían compartiéndolo) había habido algún intercambio de palabras, tal vez de recriminaciones, y se había llegado a algún acuerdo con determinadas condiciones. Cuáles eran exactamente esas condiciones, no lo preguntó: que no hiciera preguntas era parte del trato que tenía con Anne. Tampoco estaba permitido protestar. Porque él notaba que, si a Anne le parecía inevitable cierto equilibrio, una compensación del placer con el sacrificio, era porque creía que ese equilibrio formaba parte del orden natural. Anne quería a Treen y quería a Littlewood. Los tenía a ambos, pero no decía cuánto debía ceder a cambio.
Y ahora está embarazada.
Se termina su tercera jarra; mira el reloj. Dentro de veinte minutos ha quedado con Hardy. Qué lata. Así que paga la cuenta y vuelve a salir al frío. Una vez más, el viento le pega en la cara. Ahora se le entumece la mejilla derecha. Cruza una calle. Pasa un automóvil, tan cerca que siente el metal rozándole la piel. El conductor le grita:
—¡Maldito idiota, a ver si mira por dónde va!
«Podrías decirlo un poco más convencido».
¿Habría podido? Cree que sí. «Cásate conmigo», podría haberle dicho de rodillas. Si le hubiese suplicado, ¿se habría ablandado? Ella solamente había hecho aquella insinuación, abierto por un instante una puerta que él podría haber empujado. Pero no lo hizo, y ahora, lo sabe, la puerta se ha vuelto a cerrar. Ha perdido su oportunidad, y la ninfa ha regresado a su playa.
Pasa otro automóvil a bastante velocidad. Al otro lado de la calle, una mujer pasea a un perro parecido a aquel al que Anne hizo bailotear sobre sus patas traseras tanto tiempo. Igual que sigue haciéndole bailotear a él.
¿Y cuál es
su sitio
? Su verdadero sitio, independientemente de Anne.
Se detiene; cierra los ojos. Ve una chimenea encendida, una ventana a través de cuyos viejos cristales distingue arquitrabes y las sombras de los árboles. Trinity es muy antiguo. Ya llevaba décadas de existencia antes de que él atravesase sus puertas dando traspiés. Y sin duda continuará existiendo también durante décadas después de que su féretro cruce esas mismas puertas. (Si todo sigue así, claro; si no se muere en la guerra; si los alemanes no la ganan.) ¿Su sitio es Trinity, entonces? En ese caso, no es más que un espejismo. Al fin y al cabo, todas esas estancias que le parecen suyas, sólo lo son en el mismo sentido en que un trozo de mármol de la Roma Imperial que una vez robó en el foro. Ese tipo de cosas nos sobreviven. Las reclamamos como nuestras, las guardamos en casa, o nos guarecemos nosotros mismos en ellas. Pero sólo durante cierto tiempo. Y, sin embargo, sigue pensando en esas estancias como
suyas
.
Curiosamente, de joven apenas se preocupaba de Dios. Pero entonces conoció a Anne, y a Hardy, y ahora está convencido de que Dios, en Su Trono, se entretiene en sus horas libres trazando esos caminos que conducirán a sus súbditos a la desgracia lo más pronto posible. Almas humanas arrojadas de cualquier manera sobre la faz de la Tierra, confabulaciones con la naturaleza para asegurarse de que llueva en los partidos de críquet. ¿Y en el caso concreto de Littlewood? Pasión por una mujer a la que nunca podrá tener, combinada con apego a un sitio que nunca será suyo. Una especie de condena a la soltería perpetua.
Una vez más mira el reloj. La una menos cuarto. Enseguida deberá encontrarse con Hardy. ¿Le da miedo? No. Para su sorpresa, se da cuenta de que más bien lo desea. Porque nunca se va a casar con Anne. Nunca tendrá un hijo que lleve su apellido. Pero Hardy… Hardy no va a ninguna parte. Ardí es inamovible. Cónyuge o colaborador, al final es lo mismo. Y hay trabajo que hacer. Siempre. Siempre hay trabajo que hacer.
Llega el primero al salón de té; pide una mesa; mira por la ventana cuando Hardy, con bombín e impermeable, enfila tranquilamente la puerta. Tranquilamente, sí; ésa es exactamente la palabra. Es escueto y lustroso, como una nutria. Entra, cierra el paraguas, le hace un gesto de saludo con la barbilla.
—Littlewood —dice, mientras se quita un guante y le tiende la mano, que él estrecha. Una mano muy seca. Lo que contradice un poco la imagen de nutria. Un hombre como una cuña, todo aristas. ¿Qué sensación se tendrá al abrazarlo? Se estremece sólo de pensarlo.
—Siento llegar tarde. Acabo de bajar del tren.
—No te preocupes.
—Va todo bien, supongo.
Semejante afirmación no deja posibilidad de respuesta.
—Va bien, sí.
—Estupendo.
—Tengo algo que enseñarte. —Littlewood rebusca en su cartera—. Es mi primer artículo sobre balística. Recién impreso. ¿Ves esa motita al final de la última página?
—Sí, ¿qué es?
—Una sigma diminuta. Se suponía que la última línea debía decir: «De modo que σ debería ser lo menor posible.» —Littlewood se echa hacia atrás—. Así que el tipógrafo se lo tomó a pecho. Debe de haberse recorrido todas las imprentas de Londres buscando una tan diminuta.
Hardy se ríe tan alto que la camarera se vuelve y le echa una mirada.
—Me alegro de que te parezca gracioso —dice Littlewood—. Echaba de menos tener a alguien cerca que entendiera por qué era gracioso.
—A lo mejor nos juntamos pronto. Quién sabe. Parece que el reclutamiento está al caer.
—¡Y lo dice el secretario de la UCD! ¿Cómo va todo, por cierto?