El contable hindú (58 page)

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Authors: David Leavitt

—No hace falta.

—¿Y qué progresos han hecho usted y el mayor?

Hardy se sonríe sin querer. Sabe que no debe dejarse tentar por cualquier clase de esperanza que pueda estar alimentando ahora, porque la experiencia le ha enseñado que no hay que confiar en la esperanza. Y tiene razón: la curiosidad que puede haber despertado en Ramanujan se desvanecerá enseguida. Y sin embargo, de momento, la esperanza es real, y se agarra a ella. La guerra le ha enseñado a hacer eso, a agarrarse a lo que uno puede mientras dura. Le cuenta a Ramanujan lo que ha estado pensando. Ramanujan menea la cabeza. Hardy saca lápiz y papel de su bolsillo, y durante una media hora, mientras el
rasam
mal preparado de Ananda Rao se enfría en su olla, se ponen a hacer lo que no hacían desde la primavera. Trabajan.

7

En su momento no se lo tomó demasiado en serio. ¿O sí? Se acuerda del temporal de aquel día, del pequeño barco atracado en el muelle de Esbjerg. ¿Recuerda el miedo? No. Es curioso (y quizás algo que haya que agradecer) que el miedo, como el dolor, no perdure en la memoria. Es decir, aunque Hardy recuerda haber experimentado miedo y dolor en varios momentos de su vida, no consigue recordar esa sensación. Expresiones como «respiración entrecortada» o «estómago encogido» no provocan, en sí mismas y por sí mismas, la falta de respiración o el encogimiento del estómago, tal vez porque el mero hecho de ser capaz de recordar signifique que fuera lo que fuese lo que provocase el miedo o el dolor lo hemos superado. Hemos sobrevivido a ello. El temporal, las olas, el pequeño barco subiendo y bajando. El agua salpicando la cubierta. El buzón del muelle.

Había ido a ver a Bohr a Copenhague. Antes de la guerra, solía ir a visitarlo a Copenhague. Bohr era más joven que Hardy (tendría unos veinticinco años) y había formado parte de la selección danesa de fútbol cuando obtuvieron el segundo puesto en los mundiales de 1908. No era exactamente guapo: el pelo castaño (lo llevaba largo) tenía tendencia a ponérsele de punta, mientras que las cejas espesas y caídas hacia abajo sobre aquellos ojos grandes hacían pensar a Hardy en el
accent grave
y el
accent aigu
en francés. De todos modos, había algo distinguido y digno de ser recordado en su cara. Y tenía un cuerpo delgado y derecho. Como a Littlewood, le apasionaban las mujeres y se fijaba en ellas, pero no le llamaban nada la atención los hombres.

Las visitas eran siempre iguales. Bohr recibía a Hardy en su apartamento de la Stockholmsgade, y luego, pasando por el cuarto de estar, lo llevaba directamente hasta la cocina, donde redactaban un temario para los días siguientes. El primer asunto era siempre el mismo: «Demostrar la hipótesis de Riemann.» Después daban un largo paseo por los fosos y los puentes de Ostre Aenlag Park, aunque fuera invierno, aunque los árboles estuviesen espolvoreados de fina nieve y los senderos fuesen traicioneros. A veces la gente se acercaba a Bohr y le pedía un autógrafo, que él les firmaba un tanto incómodo. Porque no era el autógrafo del matemático el que querían, sino el del jugador de fútbol. Parecía que era el destino de Bohr ir siempre de segundo: después de su hermano físico, Niels; y en aquella época, detrás de sí mismo.

En cuanto volvían a la cocina de Bohr, se ponían a trabajar. Normalmente tomaban café. A veces, cerveza. A Hardy le gustaba contemplar a Bohr garabateando en un bloc al otro lado de la mesa, con la jarra de cerveza tapándole un poco la visión de aquel pelo espeso que se le levantaba en la coronilla.

Otro hombre brillante con buenas piernas que amaba a las mujeres.

Hardy solía quedarse tres días. Nunca lograban demostrar la hipótesis de Riemann. Bohr siempre le acompañaba a la estación, donde cogía el tren a Esbjerg, iba andando hasta el muelle y esperaba el barco que le llevaría a casa. Un barco pequeño aquella vez, mecido por grandes olas. ¿Era seguro? El tiempo parecía malo: un cielo gris y amenazante y ráfagas de viento. Buscó al capitán y le preguntó si era seguro, y el capitán se echó a reír, y señaló el cielo borrascoso como si no importara nada.

Fue entonces cuando Hardy se fijó en el buzón. Pensó en Dios. Más tarde, se diría a sí mismo que sólo lo hizo para tener una buena historia que contar en el Hall. Y, de hecho, la contó muchos años en las comidas. Aunque en ese momento (debía admitirlo) sintió auténtico miedo. Se le entrecortó la respiración y se le encogió el estómago. Vio volcar al barco, y a los pasajeros manoteando en aquellas aguas tan frías.

Había una tiendecita en el muelle donde se vendían postales de Esbjerg. Compró un montón de ellas. No conseguía recordar cuántas. Y en cada una de ellas escribió: «He demostrado la hipótesis de Riemann. G. H. Hardy.» Luego compró sellos, las llevó hasta el buzón y las echó en él.

¿A quiénes se las mandó? A Littlewood, seguro (se acuerda de Littlewood tomándole el pelo después sobre aquello). Probablemente a Russell. Por supuesto, al propio Bohr. Y a Gertrude. ¿O fue a su madre? ¿O a las dos? Puede que le mandara la postal a su madre porque sabía que la guardaría, aun cuando no la entendiera. En cualquier caso, alguien se lo contó al párroco.

Porque la idea, una vez más, era ser más listo que Dios. Ya que si el ferry se hundía, y Hardy moría, las postales llegarían tras su muerte, y la gente creería que había demostrado la hipótesis de Riemann, y que la demostración había naufragado con el barco, lo mismo que la demostración de Riemann había sido pasto de las llamas. Hardy sería entonces recordado como el segundo hombre que había demostrado la hipótesis y perdido la demostración; y eso no lo habría consentido Dios. O eso creía Hardy. Para no ser superado por Hardy, Dios se aseguraría de que no muriese. Se encargaría de que el barco llegara a salvo a su destino, garantizando así que a Hardy se le negara cualquier gloria inmerecida.

Después fue un poco fastidioso tener que dar explicaciones. Recibió un telegrama urgente de Bohr que tuvo que contestar. Luego Bohr se rió de aquello. Y Littlewood también se rió, en cuanto se recuperó del pasmo inicial. Tal vez se quedaran decepcionados, tal vez aliviados. Porque, al menos, la hipótesis de Riemann seguía sin demostrar, lo que significaba que cualquiera de ellos podría ser el hombre que lo lograra. No se había terminado la partida.

Todo esto, evidentemente, había sucedido mucho antes de la llegada de Ramanujan. Era tan sólo una anécdota; y, como muchas anécdotas, había perdido la gracia de tanto contada. Hardy ya no disfrutaba contándola en las comidas.

Y entonces el párroco la sacó a relucir.

Lo que molestaba a Hardy era que parecía que el párroco pensaba que había obtenido cierta preeminencia sobre él, que había descubierto una falla en la armadura de su ateísmo. ¿Y quién podía negarlo? Porque Hardy sabía que haría el idiota pretendiendo que todo aquello no era más que una broma. Hardy sigue conservando la batería anti-Dios (jerséis, artículos, el enorme paraguas de Gertrude), y la sigue utilizando de cuando en cuando; igual que sigue poniéndose, a veces sin darse cuenta apenas, a rezar oraciones para conseguir lo contrario de lo que desea.

Pero en Cranleigh observa a Gertrude con atención. Lejos de abrazar su nueva libertad, cada día se enraíza más profundamente en la vida del pueblo. Sí, se ha atrincherado, exactamente igual que un soldado, entrando a formar parte del comité de varias organizaciones de caridad y aceptando, además de su trabajo de enseñanza habitual, dar clases particulares a algunas alumnas. Una de ellas la acompaña cuando Hardy llega una tarde de otoño: una niña de catorce años con pinta de bruta y cara de pocos amigos, a quien Gertrude intenta explicarle la conjugación del verbo francés
prendre
. Esta vez dos fox terriers yacen junto al fuego. ¿Dos? Sí, se ha agenciado otro, un macho. Epée. Espera cruzado con Daisy.


Je prends, tu prends, il prend, vous prendez…


Vous prenez.


Vous prenez, nous prendons …

Hardy se escabulle en su dormitorio. Es todo muy raro. Esa noche, a la hora de cenar, ella le dice que ha estado trabajando con el párroco en un plan para recoger fondos para la restauración de una vidriera de la iglesia. ¡Trabajando con el párroco! Entonces quizá sea Gertrude la que se ha ido de la lengua. ¿Estará pensando en casarse con el párroco? Le parece imposible, una locura. En cualquier caso, está jugando sus cartas con mucha discreción. Corta la carne disimuladamente, y evita mirarle a los ojos. Los perros están sentados a sus pies, con la esperanza de que les caiga algo; nunca se acercan a donde está Hardy, como si supieran que es mejor no hacerlo, aunque en realidad a él le importaría menos darles parte de su comida que a Gertrude. De hecho, la perspectiva de socavar los esfuerzos de su hermana por inculcarles cierta disciplina le hace bastante gracia.

No hablan de la casa. Como le ha sucedido todas las veces que ha venido desde la muerte de su madre, ha llegado dispuesto a sacar el tema, pero luego le ha faltado valor. Incluso parece que los perros impiden la mera mención del tema, ahí sentados a cada lado de ella, como centinelas. Duermen en la cocina, donde Hardy, que se despierta en mitad de la noche, les da las sobras del asado frío. Con la satisfacción de estar saltándose una de las normas de Gertrude, les oye tragar la carne de un solo bocado, sin dejar de mirar hacia él, mientras se relamen nerviosos los labios negros.

Antes de regresar a Cambridge, le hace una visita al párroco, que se sienta frente a él en su despacho, con las manos juntas sobre el regazo. Por alguna extraña razón, a Hardy las manos del párroco le dan más grima que cualquier otra parte de su cuerpo: más que sus mejillas perfectamente afeitadas o que el gesto presumido de su boca, o que ese pecho amplio sobre el que pende la cruz. Las manos son regordetas y lustrosas. Lleva un anillo en un dedo. Se echa hacia atrás y sonríe a Hardy, contento por su pizca de autoridad y la buena comida que se acaba de tomar. Cuando Hardy empieza hablar, suelta un eructo. Los dedos entrelazados.

—Disculpe —dice.

—Quiero hablar con usted de la postal —dice Hardy—. Doy por hecho, claro, que no le está permitido decirme quién se lo contó.

El párroco no dice nada; se limita a sonreír.

—De todos modos, me pareció importante explicarle mi razonamiento.

—Entiendo su razonamiento. Dio usted por supuesto que Dios le salvaría por despecho. Y que así no se haría famoso después de muerto.

—Le he dado muchas vueltas. Creo que fue una táctica psicológica, una manera de combatir la arbitrariedad de la naturaleza y del universo. Yo a esa arbitrariedad la llamo Dios, y la he convertido en mi adversario.

—¿Quiere decir que en ese Dios que afirma que es su enemigo…, quiere decir que no cree en Él?

—Dios es simplemente un nombre que le doy a algo… sin significado.

—Entonces, ¿por qué elegir el nombre de Dios?

—Por pura diversión.

—¿Y se divierte?

Hardy aparta la vista.

—Soy un racionalista. Ya se lo dije hace años, cuando era un niño. Una cometa no puede volar en la niebla.

—¿Y el barco aquel día se topó con niebla? ¿O sólo con viento?

—Con lluvia. Y un viento muy fuerte.

—Temió usted por su vida.

—Sí. Aunque me sentía protegido por lo de las postales.

—Así que Dios le protegió.

—No, Dios no…

—Entonces, ¿qué?

—Un talismán. Una manera de evitar el miedo hasta que llegáramos a Inglaterra.

—Dios le protegió. Le salvó. Tal vez Él pretenda que resuelva la hipótesis de Raymond.

—Riemann.

—Perdone. No soy matemático.

Hardy se inclina hacia delante sobre la silla.

—¿Quién se lo contó? Mi madre seguro que no. Se hubiera escapado a su comprensión. Tiene que haber sido Gertrude.

Una vez más, el párroco no contesta. Su sonrisa se hace más amplia.

—¿Pero para qué se lo iba a contar?

—¿Para qué ha venido usted?

—Para asegurarme de que sepa que no ha ganado. Sigo sin creer en Dios.

—Creer o no en Dios es una cosa —dice el párroco—. La otra es si Dios cree en uno.

8

Al principio, al salir de la estación de metro en Queensway con su bolsa de periódicos extranjeros, no está segura de que se trate de él: un hombre demacrado, demasiado menudo para la ropa que lleva, y más delgado de lo que lo recuerda. Está de pie, fuera de la estación, escrutando, con una especie de estudiosa fascinación, el plano que hay allí pegado. Luego se vuelve, y a ella no le da tiempo a decidir si quiere salir corriendo, y mucho menos a hacerlo.

—Señor Ramanujan —le dice.

—Señora Neville —responde él. Y sonríe—. Qué agradable sorpresa.

Ella le coge la mano. No quiere que se le note que, en cuestión de segundos, todas las convicciones a las que se ha agarrado para sobrevivir estos últimos meses se han ido al traste. El pasado ya no es una novela acabada y devuelta a su estante; y ella no es una mujer diferente a la que era, una londinense impermeable a las súplicas de los mendigos y el eco fúnebre de los trenes subterráneos. Porque él ha vuelto, y ahora ella es la misma Alice que vivía en Chesterton Road. Nunca ha dejado de estar enamorada de él.

Lo que ha ocurrido, se da cuenta mientras caminan juntos por Queensway, es que este encuentro casual la ha llevado más allá del momento que temía, el momento en que tendría que reconocer aquellas terribles visitas a sus aposentos. Es como si un viento la hubiera transportado y le hubiese hecho cruzar esa frontera que no se habría permitido cruzar voluntariamente, y ahora ya está aquí, del otro lado. Van caminando juntos hacia el piso. Ella le ha pedido que suba a tomar un café.

Suben las escaleras hasta la puerta. Aunque el piso es un segundo, él se queda sin resuello.

—La señorita Hardy me contó que no se encontraba bien —le dice, mientras lo hace pasar—. Lo siento muchísimo.

—He pasado varios meses en el sanatorio —dice él—. Pero ya estoy mejor. He vuelto al Bishop's Hostel. —La sigue hasta el pequeño cuarto de estar cuadrado, donde han metido como han podido la mayoría de los muebles que tenían en Cambridge: el piano, el canapé Voysey, los sillones como de solterona.

—Disculpe que esté todo tan apelotonado. El piso es mucho más pequeño que nuestra casa.

—Qué va —dice él, sentándose en uno de los sillones—. Es como encontrarse con viejos amigos. —Y acaricia el brazo tapizado con lo que a ella le parece auténtico cariño.

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