El contable hindú (56 page)

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Authors: David Leavitt

—Es un terrier, no un perdiguero —dice Gertrude—. Seguramente, dentro de nada, intentará enterrarla.

—Entonces, ¿para qué me molesto?

—Nadie te lo ha pedido. —Su hermana esboza una sonrisa por encima de su labor de calceta, un curioso trozo de jersey que cuelga de sus agujas, con los bordes desiguales arrastrando los restos de comida de su plato—. La verdad es que deberías agenciarte otro gato.

—Supongo que lo haré. ¡Aquí, Daisy! —y se levanta y sale corriendo detrás de Daisy, que disfruta como una loca. Suelta la pelota, la empuja con el hocico, espera hasta que él está a punto de cogerla y la agarra otra vez—. ¡Maldita sea! —grita Hardy desesperado, porque se ha dado cuenta de que lo que ella quiere es hacerle sufrir. Y, como si lo hiciera aposta, no deja de llevarlo hasta el punto donde, treinta y cinco años antes, balanceó un bate de críquet, oyó un crujido, se tambaleó hacia atrás y vio a su hermana espatarrada, con la falda levantada por encima de los bombachos. Siempre el mismo punto. La hierba siguió roja durante meses, hasta que llegó la primavera y el jardinero la cortó y volvió a ser verde.

Lo curioso del caso es que Gertrude no se acuerda de nada. Pero él sí. De repente una mariposa distrae la atención de Daisy. Ahora es el momento.

—¡Te he cogido! —grita atrapando a la perra, que se retuerce para liberarse, consigue hacerlo, y de un salto lo tira al suelo. Gertrude se echa a reír.

Hardy se levanta y se limpia la ropa con la mano.

—¡Qué animal más absurdo! —le dice a Daisy, que se queda sentada ante él, meneando la cola, con la pelota firmemente cogida entre los dientes.

4

Un mes después de su ingreso, Ramanujan sigue en el sanatorio de Thompson's Lane. Hardy va a visitarlo todas las veces que puede. Le lleva trabajo cuando se acerca hasta allí: papel de apuntes, plumas, notas sobre lo que ya han hecho. Desgraciadamente, Ramanujan está apático y no contribuye prácticamente nada. Por lo visto nadie sabe exactamente qué es lo que le pasa, sólo que continúa con dolor de estómago. Ahora lo describe como un dolor sordo; y para Hardy «sordo» es exactamente la palabra, sobre todo después de llevar semanas escuchando al doctor Wingate especular sobre su causa. Se le echó la culpa a la úlcera gástrica hasta que apareció una «pirexia intermitente». La «pirexia», aprendió Hardy rápidamente, simplemente significaba «fiebre». ¡Qué insoportables son los médicos con su lenguaje especializado y esa pomposidad suya! Sin embargo, y con gran fastidio por su parte, enseguida se ve empleando el mismo lenguaje. Cuando llega de visita por la tarde, le pide a la enfermera jefe que le informe sobre la pirexia de Ramanujan. «Le ha bajado un grado», dice ella. O: «Le ha subido medio grado a las tres en punto.» La fiebre, en otras palabras, es caprichosa. Viene y va a su antojo, hasta que en julio (por razones que nadie parece capaz de determinar) adquiere una pauta fija. Ahora ya no hay pirexia durante el día. En cambio, todas las noches a las diez se le dispara la temperatura. Tiembla y suda tanto que hay que cambiarle las sábanas, y mientras se las cambian la enfermera le dice a Hardy que Ramanujan bisbisea en plan misterioso, asustando a las enfermeras:

—Seguramente habla en tamil —dice Hardy—, su lengua materna.

—Pues yo no creo que sea ninguna lengua —dice la enfermera—. Es como si fuera el demonio.

¡No es de extrañar que Ramanujan esté cansado durante el día! Las noches son un auténtico vía crucis para él. Al examinarlo una tarde, el doctor Wingate dice:

—Hay una alta probabilidad de que sea tuberculosis. —Suena a predicción del tiempo.

—¿Pero la tuberculosis no es pulmonar?

—Normalmente sí.

—¿Y ha tenido algún problema pulmonar?

—De momento sus pulmones están sanos. Aun así, los indios en Inglaterra siempre contraen la tuberculosis. El cambio de dieta —añade, haciendo un gesto explicativo con la mano—. Por no hablar de este clima tan frío. Tenemos que vigilarlo atentamente. Pronto deberían empezar a manifestarse los demás síntomas.

Después de que se vaya el doctor Wingate, Hardy regresa junto a la cama de Ramanujan. Espera ser capaz de leer en su cara cómo ha encajado su amigo la noticia. ¿Será un alivio para él que por fin le hayan dado un diagnóstico? Al menos la tuberculosis tiene tratamiento; y a veces, hasta cura. Hay sanatorios para eso. Pero Hardy no puede adivinar si Ramanujan se siente aliviado, o aterrorizado o dolido, porque permanece impasible. ¡Tuberculosis! En
Un verano en la Toscana
(Hardy ya lo ha leído a escondidas) otro genio joven, un pianista, contrae la tuberculosis. Retazos de romance envuelven la enfermedad. A lo mejor Ramanujan está reflexionando sobre la completa estupidez del razonamiento anterior del doctor: como muchos indios cogen la tuberculosis, tiene que ser tuberculosis. El hecho de que no muestre síntomas de la enfermedad da igual. Lo único que hay que hacer es sentarse a esperar a que aparezcan la tos y los esputos.

Pero ahí está la cosa: que no aparecen. El verano toca a su fin, y los pulmones de Ramanujan siguen sanos. Y eso de que los pulmones no se comporten como se supone que deberían hacerlo parece desconcertar tanto al doctor Wingate como a Hardy. Si también desconcierta a Ramanujan no está muy claro. En la mayoría de las visitas de Hardy, yace lánguidamente sobre la cama, mirando al río. Sigue sin demostrar demasiado interés por las matemáticas, y en consecuencia el trabajo sobre las particiones y las propiedades de los números compuestos sufre un parón. Incluso cuando Hardy le cuenta que ha leído
Raymond
y le pide su opinión sobre la sesión de espiritismo, se limita a mascullar una respuesta muy vaga.

Llega un momento en que Hardy se pregunta si debería seguir yendo a visitarlo.

—¿De qué le sirve? —le dice a Mahalanobis, que se queda mirándolo con expresión de sufrimiento.

—Pero, señor Hardy —responde Mahalanobis—, todos los días antes de que usted venga, pregunta si va a venir. Le hacen más ilusión sus visitas que cualquier otra cosa.

¿Será posible? No parece muy probable. De todas formas, Hardy le toma la palabra a Mahalanobis y continúa con sus visitas. A veces, cuando llega, hay otro paciente echado en la cama de al lado, por lo general un catedrático mayor con problemas pulmonares o un estudiante al que han devuelto del frente con una infección. Pero esos acompañantes desaparecen siempre en cuestión de días. Ramanujan, que él sepa, nunca cruza palabra con ninguno. Y, por lo visto, ellos tampoco se molestan en presentarse. A Hardy esa situación le trae a la cabeza un chiste que oyó una vez sobre dos ingleses atrapados en una isla desierta durante treinta años. Un barco los rescata por fin, y el capitán se sorprende mucho al enterarse de que nunca se han dirigido la palabra. Así que pregunta por qué, y uno de ellos dice: «Es que no nos han presentado.»

No obstante, si el hombre de la cama de al lado conoce a Hardy, entonces habla con
él
. Normalmente hablan de la guerra. Ya han llegado noticias a Inglaterra de las explosiones bajo la Messines Ridge. Los mineros británicos llevaban más de un año excavando túneles bajo las líneas alemanas, y sembrando el terreno con montones de dinamita que fueron detonados todos a la vez, el mismo día. Los explosivos hicieron saltar la cima de la cordillera. Se oyó la explosión hasta en Dublín. Lloyd George afirmaba que pudo oírla en Downing Street.

Es un momento crucial, de eso Hardy está seguro. Por fin, tras meses de conducir a sus hombres al matadero, Inglaterra ha hecho algo inteligente. Plumer ha cogido a los alemanes por sorpresa; ha minado, literalmente, su complacencia, las trincheras donde, si hay que dar crédito a los rumores, sus oficiales dormían en cómodas camas, comían carne en platos de porcelana, y bebían sus schnapps en copas de cristal sobre mesas cubiertas con manteles, en búnkers iluminados con luz eléctrica. Pues eso se acabó. Un crudo despertar: esa frase resuena en la mente de Hardy, porque la batalla de Messines ha supuesto un despertar también para él. De repente tiene muy claro lo mucho que se ha habituado a vivir en un estado de guerra permanente. Ahí afuera, en el mundo, Russell se ha convertido en un agitador; los mineros excavan túneles; y en Cambridge también los excavan con intención de socavar ciertos cimientos, esos donde los miembros del Consejo de Trinity posan sus enormes culos. Sin embargo, ¡qué humilde es su ambición! Solamente se trata de reintegrar a un filósofo que ha adoptado una postura decididamente ambivalente con respecto a ser reintegrado; y aun así, sólo cuando se haya terminado la guerra. ¿Pero cuándo será eso? ¿Y qué hace Hardy para que llegue ese día? Nada.

Una tarde va a ver a Ramanujan y se encuentra con Henry Jackson echado en la otra cama. No ha hablado con él desde la reunión en la que Jackson dijo que esperaba que la guerra continuase tras su muerte. Ahora yace en la cama contigua a la de Ramanujan con el pie izquierdo vendado asomando entre las sábanas, los pesados párpados arrugados y cerrados, y Hardy piensa: tus deseos se harán realidad. A juzgar por tu aspecto, la guerra durará más que tú.

Con la esperanza de no despertar a Jackson, se sienta como de costumbre junto a la cama de Ramanujan. Le pregunta qué tal se encuentra, y su voz basta para despertar al hombre somnoliento, que bate un poco los pesados párpados y luego los abre, dejando entrever las rendijas coloradas de sus ojos.

—Hardy —dice—. ¿Qué le trae por aquí?

—He venido a hacerle una visita a Ramanujan —responde Hardy.

—Ah, la Calculadora Hindú —dice Jackson, como si Ramanujan ni siquiera estuviera allí. Luego dice—: Yo estoy aquí por la gota. Estoy mal de la gota. Ya soy viejo, Hardy. Tengo setenta y ocho años. Estoy casi sordo, y tengo reuma aparte de la gota. Mi vida no es más que dolor. —Sin asomo de vergüenza, suelta una ventosidad—. Y además ahí está la guerra. Siempre la guerra.

—Siento que no se encuentre bien.

—¿Qué? —Se lleva la mano a la oreja—. Bueno, me alegra un montón ver a las tropas entrenándose en Nevile's Court.

—Ya sabe lo que opino de eso, Jackson.

—¿Qué?

—Ya conoce mi postura.

—Han muerto tantos… Amigos, estudiantes. Apenas queda nadie de Cambridge. No hacemos más que darle vueltas a la noria.

Jackson tiene razón. El estatismo (un estatismo desdichado) es la condición de sus vidas. Las explosiones bajo la Messines Ridge sacudieron las cosas una temporada.

—Me temo que tiene razón —dice Hardy. Pero Jackson se ha quedado dormido.

Después la guerra recupera su paralizante y trituradora inmovilidad. De nuevo fracasan las ofensivas mal planeadas, se publican los nombres de los muertos en los periódicos, se devuelve a casa a los traumatizados que no paran de tartamudear y, en cuanto se les «trata», se les reincorpora al frente. De cuando en cuando se habla de un armisticio; la esperanza brilla tenuemente en el horizonte, y luego se aleja. Hardy aprende enseguida a recibir cualquier mención de un armisticio con el mismo escepticismo con que él y Gertrude recibían los vaticinios del médico de su madre de que su muerte era inminente. No hay que dar nada por sentado, sino ponerse en lo peor.

¿Y Ramanujan? Él vive en su propio estancamiento, sus condiciones ni mejoran ni empeoran. Se recurre a los especialistas. Multitud de médicos le palpan y le hurgan con los dedos. El dolor sordo, apuntan, es ahora constante. Comer y beber ni lo alivian ni lo agravan. No se trata de la típica tuberculosis. Así que ¿qué es lo que tiene? Algún misterioso germen oriental, sugiere un médico, pero no va más allá. Los especialistas visitan a Ramanujan, alzan las manos desconcertados, y recomiendan a otros especialistas, que a su vez también alzan las manos desconcertados y recomiendan a aún más especialistas, hasta que se decide que Ramanujan debe ir a Londres para que lo vea Batty Shaw. Batty Shaw es el hombre indicado. El especialista de pulmón. Batty Shaw sabrá perfectamente qué es lo que hay que hacer.

5

Le ayudan a vestirse, Hardy y Chatterjee. Tras tantas semanas en cama no se sostiene muy bien sobre las piernas. Los pantalones le quedan grandes, incluso con el cinturón abrochado en el último agujero; prueba de lo mucho que ha adelgazado. «Tiene que comer más», le dice Hardy cada vez que va a verlo. Pero Ramanujan no come nada. Incluso cuando Mahalanobis le proporciona a la cocinera las recetas de los platos que le gustan, Ramanujan se queja de que no sabe prepararlas. Y no se fía de que no fría las patatas en manteca de cerdo.

Cogen un taxi hasta la estación, el tren hasta Liverpool Street, y otro taxi hasta la consulta de Batty Shaw, que está en Kensington. Durante el examen, Hardy y Chatterjee permanecen sentados en la sala de espera. Chatterjee lee la Indian Magazine, con sus fibradas piernas de jugador de críquet sacudiéndose nerviosas entre los holgados pliegues de franela. En cuanto a Hardy, no ha traído ningún libro. Se encuentra demasiado cansado como para ponerse a leer. Estas últimas semanas no ha dormido bien. Tan pronto se mete en la cama, comienza a pasar toda una serie de imágenes ante sus ojos: Jackson llevándose la mano a la oreja, el párroco comiendo un sándwich, un buzón en el muelle de Esbjerg. Únicamente puede descansar tranquilamente durante el día, y eso sólo en momentos como éste, cuando dormir un rato es imposible. De hecho, nada más siente que se le empiezan a cerrar los párpados, resulta que les llama la enfermera de Batty Shaw. Chatterjee deja la revista, y ella les lleva por un largo pasillo hasta un estudio lleno de libros, diagramas, mapas y oscuras pinturas antiguas. Hardy distingue en un estante un modelo a escala de un pulmón. Cerca de él, algo turbio bulle en formol. Hay tres sillas frente a un enorme escritorio de roble, tras el cual un hombre de unos sesenta y tantos años con la parte superior del cráneo bastante plana y una frente alta, reluciente y arrugada, lee un libro de medicina. Ramanujan se sienta en una de las sillas, mirándose las manos entrelazadas sobre el regazo.

Se sientan y Batty Shaw levanta la vista. De su nariz cuelgan los anteojos más diminutos que Hardy haya visto nunca. Se levanta, les tiende una mano grande y seca para que se la estrechen, y se vuelve a sentar.

—He estado estudiando detenidamente el caso del señor Ramanujan —dice—. El doctor Wingate (corríjanme si me equivoco) refiere pirexia nocturna, un dolor abdominal constante que no parece guardar relación con la digestión, pérdida de peso y un recuento de glóbulos blancos más bajo de lo normal, si no llamativamente bajo.

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