El contable hindú (59 page)

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Authors: David Leavitt

—Voy a traer el café. Me temo que no tenemos leche, y sólo un poco de azúcar, así que no puede ser un auténtico café de Madrás. El racionamiento…

—Comprendo. ¿Y cómo está el señor Neville?

—Como era de esperar —dice ella desde la cocina—. Hoy está fuera, en Reading.

—¿Ah, sí?

—Puede que la universidad de allí le ofrezca un puesto.

—Eso espero.

—Sí, supongo que yo también. Aunque eso signifique dejar Londres ahora que acabo de acostumbrarme a esta ciudad. —Tras poner el café a hervir, regresa al cuarto de estar y se sienta en el otro sillón. ¡Podría decirle tantas cosas (a él o a cualquiera) sobre lo que ha aprendido estos últimos meses! En un matrimonio lo que mata es la rutina: la repetición de las comidas, de las conversaciones, de las riñas («¿Qué tal has dormido?» «Te he dicho que nunca me lo vuelvas a preguntar»), del sexo o la ausencia de sexo, de las costumbres (las gotas de orina de él en el asiento del váter, los gases de ella), del dolor (las largas siestas con el alma en pena), de la lavandería, de la propia rutina (curiosamente, repasar las cuentas dos veces, por culpa de la aritmética de Eric, da peor resultado que repasarlas sólo ella), de la inconsciencia de él y la dureza de ella, de su manía de llamarla «cariño», de la conciencia de que siempre habrá cosas en él que ella nunca entenderá y cosas en ella que él jamás comprenderá, de la absoluta certeza de que, por mucho tiempo o por muy lejos que él se vaya, siempre regresará.

Sí, piensa ella, en un matrimonio lo que mata es la rutina. Y también lo que lo salva.

Se vuelve hacia Ramanujan. Sólo ahora se da cuenta de cuánto peso ha perdido. La cara, despojada de su relleno, es delgada y seria, y ella percibe su belleza como por primera vez: los ojos negros y atormentados, las cejas espesas, la nariz ancha y chata. Ramanujan se ha echado brillantina en ese pelo tan denso y lo ha peinado con la raya a la derecha. Lleva el cuello de la camisa abierto. Lo que en su día escondía una carne firme (los fibrosos tendones del cuello) con la enfermedad ha quedado al descubierto. Nunca le había visto con el cuello desabrochado, salvo una vez, en sus habitaciones.

—Creía que no volvería a verle —dice sin sentimiento alguno, como una mera constatación—. Y, sin embargo, aquí está.

—Sí.

—Es curioso. Han cambiado muchas cosas, pero todo sigue igual. Los mismos muebles en una casa diferente.

—Es un placer sentarse en este sillón otra vez. Su casa fue mi primera impresión de Inglaterra.

—¡Si por lo menos pudiéramos encontrar un sitio para cada cosa! Pero ya ve que es una cosa temporal, lo de este piso. Hasta que Eric consiga trabajo. Es ridículo, la mesa apenas cabe en el comedor. Ni siquiera se pueden retirar las sillas sin que choquen contra la pared.

—¿Y cómo está Ethel?

—Me temo que ya no va a volver con nosotros. Ya sabe que mataron a su hijo.

—No, no lo sabía.

—Se escapó del frente. No podía soportarlo. Lo fusilaron por desertor.

—¿Quiere decir los ingleses?

Alice asiente.

—Intentamos que se viniera con nosotros a Londres, pero ella no quería estar tan lejos de su hija. Lo entiendo perfectamente. Así que ahora sólo tenemos una mujer de la limpieza que viene un par de veces a la semana.

—Por favor, dele recuerdos si le escribe.

—Se los daré. La guerra es tan horrible, señor Ramanujan. Aunque por lo menos he encontrado mi sitio. —Y le habla de su trabajo, de la señora Buxton, de la casa de Golders Green. No para de hablar, hasta que se da cuenta de que lo está dejando a un lado, de que lo está ignorando—. Perdóneme —dice—, ni siquiera le he preguntado qué lo ha traído a Londres.

—Una visita médica.

—Claro, su enfermedad. ¿Y qué le ha dicho el médico?

—¡Ha habido tantos médicos que han dicho tantas cosas! Y por lo visto ahora tengo que ir a un sanatorio. Mendip Hills. Cerca de Wells. El médico que lo lleva es indio. Y la mayoría de los pacientes también.

—¿Pero no es un sanatorio para tuberculosos?

—Sí. Mis síntomas no coinciden con otro diagnóstico, así que por eliminación se ha llegado a la conclusión de que debe de ser tuberculosis.

—Pero usted no tose.

—No tengo nada en los pulmones. Sólo el dolor y la fiebre. Siempre igual. Todos los días lo mismo. Estar enfermo es un auténtico aburrimiento, señora Neville.

—La rutina… —dice Alice débilmente. Y de repente se acuerda del café y sale corriendo hacia la cocina; lo echa en las tazas y las lleva al salón—. Tengo un poco de azúcar.

—No hace falta. Me lo tomaré así.

Ahí están, sentados en una pequeña habitación cuadrada, en Bayswater, bebiendo un café oscuro y amargo. Ella piensa que la habitación es como uno de esos puestos del mercado de las Pulgas de París que están decorados para parecer habitaciones, pero habitaciones en las que ningún ser humano podría vivir, porque no hay suficiente espacio para moverse. Así son las cosas: sus vidas están a la venta. ¿Qué ocurrirá después? Sólo la separan unos pasos del canapé, de la mesa en que Ramanujan montó el puzzle, del piano… Se queda mirándolo, y luego lo mira a él.

—¿Sigue usted cantando?

Él niega con la cabeza.

—«Soy el mejor prototipo de modernos generales…» ¿Se acuerda?

—«Tanto sé de vegetales, minerales o animales…»

—¡Se acuerda usted!

—Pues claro.

Entonces, los dos juntos:

—«De Inglaterra sé los reyes, y recito las contiendas de Waterloo a Maratón de corrido y a la inversa.»

Terminan la canción riéndose.

—Jamás hubiera pensado que recordase la letra —dice ella.

—La recuerdo entera.

Una vez más, ella se vuelve hacia el piano.

—Hay que afinarlo. No sé qué tal sonará. Hace meses que no lo toco.

—Da igual.

Se levantan y se sientan juntos en el banco. Ella siente el calor de su proximidad; lo siente hasta los tuétanos. De todos modos, no le toca el brazo. No le toca la mano. Coloca la partitura en el atril.

El sol del atardecer se cuela por la ventana. En alguna otra parte de Londres, una mujer recibe un telegrama con la noticia de que su hijo perdido sigue vivo. Hardy intenta escribirle una carta a su hermana. Russell da una conferencia. Y en el tren que viene de Reading, Eric Neville se ajusta las gafas y abre un ejemplar manoseado de
Alicia en el País de las Maravillas
. Está contento, porque Reading le dará un cargo, y su mujer acaba de decirle que está embarazada.

Los dedos en las teclas: el sencillo acompañamiento suena raro en ese piano desafinado. Y mientras cantan el pasado los envuelve, y los muebles son testigo.

9

Nueva sala de conferencias,

Universidad de Harvard

Esta mañana, caminando por las calles de su hermosa ciudad, este otro Cambridge, he tenido una alucinación muy extraña. Estaba en Harvard Square, mirando el escaparate de una librería, cuando me fijé por casualidad en los reflejos de la gente en el cristal, superpuestos a los libros, y de repente me pareció (o más bien estoy seguro de que lo vi) que una mujer tenía anzuelos colgando de la carne. Los anzuelos le sobresalían de las mejillas, los brazos, las piernas, el cuello. Parte de las heridas eran frescas y sangraban, mientras que en otros sitios la carne parecía haberse endurecido en torno a los anzuelos, como si los hubiese aceptado. Y entonces, cuando me volví (como lo que estoy describiendo es sin duda un ensueño, recurriré a las expresiones de Milton), cuando me volví, seméjome que veía pasar a un hombre cuya carne también estaba perforada por anzuelos, y luego, detrás de mí, otro hombre, otra mujer, hasta que me percaté de que todos los que paseaban por la plaza esta mañana llevaban anzuelos colgando de la carne; algunos arrastraban trozos de sedal, mientras que en otros casos el sedal no estaba cortado: estaba tirante, de modo que estos hombres y mujeres se debatían en sus esfuerzos por librarse de sus captores. Sí, algunos intentaban escapar; en cambio otros parecían felices de seguir la trayectoria marcada por los sedal es, como si lo hicieran voluntariamente. Y entonces… seméjome que veía, allí en Harvard Square, una maraña de sedal enredando a aquella pobre gente, sus pies y sus cuerpos. Todo el mundo atrapado, enganchado, sujetando su carrete aun cuando estuvieran tirando de ellos por otro lado.

¿Y qué relación guarda esta visión con Ramanujan? Es cierto que, al cruzar Harvard Square esta mañana, iba pensando en mi amigo fallecido, ensayando mentalmente la conferencia que iba a dar en su memoria. Así que tal vez la diosa Namagiri me deparó esta visión, como forma de indicarme el sedal (perdón por la comparación) que Ramanujan, quien a día de hoy seguro que se ha reencarnado en alguna forma superior, quiere que siga. O quizá la alucinación fue simplemente producto de una imaginación cada vez más enfermiza y envejecida. No lo sé. Lo único que puedo ofrecerles es una interpretación: todos nosotros nos pasamos la vida intentando enganchar a los demás. Picamos y hacemos picar. A veces tratamos de liberarnos, otras mordemos el anzuelo agradecidos, nos lo clavamos en la propia carne, y otras intentamos burlar a quienes nos han echado el gancho echándoselo a ellos, como yo intentaba constantemente hacer picar a Dios en mis años de juventud.

Ramanujan, en los últimos meses de 1917 y los primeros de 1918, era un hombre de cuyo cuerpo colgaban muchos anzuelos. De todos ellos, en esa época en concreto, yo sólo era capaz de ver algunos. Había un anzuelo que lo ligaba a mí: a las ambiciones que yo tenía puestas en él, que él se sentía obligado a satisfacer, y a mi temor por su estado, que él se veía obligado a apaciguar; y también estaban el anzuelo de su enfermedad, que le obligaba a confiar en el cuidado de los médicos, y los anzuelos del deber y del amor que lo ligaban a sus tres amigos, Chatterjee, Rao y Mahalanobis; así como el anzuelo rapal (este último especialmente afilado y amenazador) que le había clavado su madre desde muy pequeño; y los anzuelos de la responsabilidad y el deseo que lo encadenaban a su mujer allende los mares; y el anzuelo de la guerra, incrustado en la carne de todo el mundo en aquellos años; y finalmente, el anzuelo de su propia ambición, que evidentemente él se había clavado a sí mismo.

¿Se dan cuenta de la situación en la que se encontraba? ¿Se dan cuenta de la maraña de deberes, esperanzas y espantos en la que se veía envuelto? Espero que sí, porque yo no, por lo menos en aquel momento. Al fin y al cabo, había tantas cosas de las que yo no estaba al tanto, y por las que no se me ocurría preguntar. A esas alturas ya había salido del sanatorio y estaba viviendo otra vez en Trinity. Su salud había mejorado lo justo como para no verse obligado a guardar cama. Podía volver a vestirse y lavarse él solo, y venir a verme por las mañanas, y en cierta ocasión hasta se sintió lo suficientemente bien como para acercarse hasta Londres, donde se alojó en casa de su querida señora Peterson, a quien pronto le partiría el corazón. Y, sin embargo, no se había recuperado en ningún sentido. Seguía doliéndole el estómago y teniendo fiebre. La enfermedad debía de haberle hecho vulnerable, y tal vez ésa sea la razón de que, en aquellos meses, se sorprendiese pensando más que nunca en su esposa Janaki, la muchacha con la que, de regreso en la India, había podido pasar tan poco tiempo porque su madre (como supe más tarde) les había impedido dormir en el mismo lecho, empleando la operación de él como excusa. Sí, me imagino que en su soledad y confusión (separado de su tierra natal por la guerra, desprovisto —también por la guerra— de todo aquello con lo que se alimentaba, salvo lo más elemental, y a la vista de Otro triste y frío invierno de Cambridge) muy bien podría haberse puesto a soñar con aquella muchacha a la que se refería, a la manera india, como su «casa». (Fue en esas semanas cuando le dijo a Chatterjee: «Mi casa aún no me ha escrito», y cuando Chatterjee le contestó: «Las casas no saben escribir.») Pero habría sido un error imaginar que soñaba con ella con auténtico anhelo. Había una gran amargura en Ramanujan, como no tardé en saber por medio de una fuente inesperada.

Lo que ocurrió fue lo siguiente. A principios de otoño recibí una carta de un amigo suyo de la infancia, un estudiante de ingeniería llamado Subramanian, donde me contaba que había ido a visitar a la madre de Ramanujan, y que ella, su padre ciego y sus hermanos se encontraban en un estado de gran agitación porque Ramanujan llevaba meses sin escribirles. Naturalmente, cuando Ramanujan vino a verme esa mañana, le hablé de la carta.

—¿Es cierto —le pregunté— que no le está escribiendo a su familia?

—Ellos apenas me escriben a mí —me respondió.

—¿Y eso?

Entonces me contó, por primera vez, que Janaki había huido de Kumbakonam a la casa de su hermano en Karachi.

—Ahora ni siquiera sé dónde está —me dijo—. Sólo me ha escrito unas cuantas cartas muy formales, pidiéndome dinero. Y mi madre… me ha escrito diciéndome que cree que he escondido a mi esposa en algún lugar secreto de la India, que he alejado a Janaki
de ella
y que Janaki me está escribiendo para ponerme en su contra, a la espera de que yo vaya y me una a ella en ese lugar secreto, sin que lo sepa mi madre, y que yo siempre le hago caso.

—Pero ella es su esposa. Es lógico que le haga caso.

—Mi madre se sintió ofendida cuando Janaki se escapó. Pero lo que no entiende es que Janaki también me ofende a mí, escribiéndome sólo esas cartas formales.

Los celos de la madre me parecían obscenos. Insinué que quizás era aquella actitud irracional la que había puesto en fuga a Janaki, y Ramanujan negó con la cabeza. Fue un no rotundo; no su habitual meneo ambivalente. Estaba claro que los dos anzuelos le daban punzadas.

Al final lo convencí, por lo menos, para que les escribiera y les asegurase que se encontraba bien. O, más bien, creía que lo había conseguido. Porque igual que, al mencionar la carta de Subramanian, Ramanujan se había abierto de repente a mí, ahora que volvíamos al tema de escribir cartas, reculó. Fue fascinante observar ese repliegue, parecido al de esas flores que cierran sus pétalos de noche.

—Puede decirle a Subramanian que usted ha conseguido que le prometa que le escribiré a mi gente —dijo. Una petición muy concreta que, como verán, no implica ninguna promesa. La transcribí en mi respuesta, palabra por palabra. De si realmente les escribió no tengo ni idea.

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