Authors: David Leavitt
Pero, bueno, ¡qué raro! Hardy apenas sabe cómo interpretarlo. Aun así, debe confesar que le gusta cómo, gracias al peso de Ramanujan, le tira la ropa de cama, le aprieta, le envuelve. Es como sentirse dentro de un capullo.
Se queda dormido, pero se despierta tras lo que le parecen segundos para ver la luz del amanecer en la ventana.
—Harold —dice una voz, ¿la de Ramanujan? No. Sólo es la de Gaye.
Se sienta en el borde de la cama.
—Hay que ver… —dice—. Vaya nochecita, ¿eh?
—¿Qué quieres decir?
—Un drama tanto en el escenario como fuera. Quiero decir que es el tipo de cosa que Shakespeare debería haber escrito, y podría haber escrito, de hecho, aunque no para que se representase, claro. Ya sabes, los amantes soldados separados por la guerra. Como algo sacado de la poesía griega.
—Tú eres el experto en clásicas.
—Siempre me ha encantado
La tempestad
. —Gaye se saca de un bolsillo lo que parece una lima—. Y Bliss daba un Calibán muy aprovechable, ¿no crees? Brillante no, pero aprovechable…
—¿Te estás limando las uñas?
—¿A un muerto le crecen las uñas? Seguro que te acuerdas de lo que yo decía siempre, que hay que ver a Shakespeare representado para comprenderlo realmente. ¡Y qué poesía! Escucha. —Se lleva la mano al diafragma—. «Y yo os amé y os mostré las virtudes de la isla…» Igual que tú le has enseñado a tu amigo indio las virtudes de la isla, Harold. «Frescas fuentes y marismas, parajes yermos o fértiles…» Y luego, al final, el remate brutal: «¡En mala hora lo hice!», que anula todo lo anterior. Porque de lo que se da cuenta Calibán es de que ha amado, que es algo noble, pero también de que, por haber amado, ha perdido lo que más quería. «¡En mala hora lo hice!»
Hardy casi se incorpora. Casi se pone a discutir. Aunque sabe que Gaye no va a estar ahí para escucharle.
Típico de él dejarle así, con las palabras colgando, y sin oportunidad de poder responderle jamás.
Finales de agosto. Cerca de la casa de los Neville, en Midsummer Common, ha acampado el Tercer Batallón de la Brigada del Rifle (irlandesa). Alice se despierta a las siete con el ruido de sus ejercicios de entrenamiento y ese oficial al mando que grita sus órdenes con un marcado acento irlandés. Eric ya se ha ido a su despacho del College. Y ella desayuna con Ethel, que le enseña una postal que su hijo le ha mandado desde Woolwich Arsenal. Él está en los Reservistas. Ethel se pasa toda la mañana trajinando en la cocina, mientras Alice se queda sentada junto a la ventana del cuarto de estar, mirando a los soldados, esperando…, ¿el qué? ¿Que el mundo se acabe? ¿La visita de Ramanujan?
Llega justo después de las once. Sin avisar. Cuando oye llamar a la puerta, se coloca en la banqueta del piano y espera a que Ethel lo haga pasar. No quiere que se dé cuenta de lo mucho que se alegra de verle, o de que Eric no esté. El puzzle sigue donde él lo dejó. Para fastidio de Ethel (y diversión de Eric) no quiere ni oír hablar de deshacerlo. Le sirve un café (le ha enseñado a Ethel cómo hervir la leche a la manera de Madrás) y luego se sientan juntos al piano. Ella le enseña canciones. Ahora le está enseñando «Greensleeves».
Tus promesas has roto, también mi corazón; ay, ¿por qué seguiré de esta pasión esclava? |
Se oye una detonación repentina de fuego de rifles: los soldados que practican en el Common.
—¿Por qué siempre tienen que hacer eso cuando estoy tocando? —se pregunta Alice, enfadada—. Venga, vamos a empezar otra vez.
Tus promesas has roto, también mi corazón; ay, ¿por qué seguiré de esta pasión esclava? Ya vivo por mi cuenta, liberada de ti, pero mi corazón me tiene aprisionada. |
¿A quién verá él cuando ella canta esa letra? Cada vez que le hace una visita, le pregunta si ha sabido algo de su esposa, y él siempre le responde que no. Al principio decía que no le preocupaba. «Estoy seguro», decía, «de que la semana próxima tendré carta.» Luego, cuando no llegaba ninguna: «Está claro que la guerra está interfiriendo el reparto del correo.» Sin embargo siguen llegando cartas de su madre.
Más fuego de rifles. Y ninguna carta.
—No creo que pase nada —dice Alice—. Habrá ido a visitar a su familia.
—Me lo habría dicho.
—¿Y su madre no la menciona en sus cartas?
—No.
—¿Y no le puede preguntar?
—No sería… No, no puedo.
Apoya el codo en el borde de madera del piano, con delicadeza, para no tocar las teclas. Luego apoya la cabeza en la mano. ¡Y cómo desea Alice acariciarle ese pelo negro! Pero acariciárselo sería como admitir el rayo de esperanza, incluso de alegría, que la invade cada vez que él le cuenta que no aún no sabe nada de Janaki. Porque si Janaki lo ha dejado de verdad, o se ha marchado, o se ha muerto, entonces él la necesitará más que nunca. Y si la necesita, vendrá más a menudo; hasta puede que vuelva a mudarse a su casa.
Cuando ya se ha ido, ella se suelta el pelo. Lo cepilla. Se mira en el espejo. «Eres una mujer horrenda», se dice, y le parece cierto. Ha tenido unos pensamientos terribles. Por ejemplo, ha estado pensando: ¡qué pena que Eric tenga tan mala vista! Porque, si la tuviera normal, podría alistarse e ir a Francia. Entonces los desconocidos la tratarían con mucha amabilidad, sabiendo que tenía un marido luchando en Francia. Se quedaría sola en la casa. Y podría estar a solas con Ramanujan.
No es exactamente que esté enamorada de él. O, al menos, no está enamorada de él de la manera en que lo estaba (o lo está) de Eric. Ya que el atractivo de Eric radica en lo familiar que le resulta. Desde un principio, la atrajo precisamente porque era muy fácil conocerlo. Era el típico libro abierto, con las frases escritas en las letras de molde grandes y legibles de una cartilla infantil. En ese aspecto no podría haber sido más distinto que su hermana Jane, una criatura manipuladora con varias capas, cuyas palabras solían ser cebos o trampas. Eric, en cambio, era incapaz de andarse con subterfugios. Con gafas, virginal y perpetuamente alegre, vivía para su trabajo (la perspectiva de tener que volver a él por la mañana bastaba para mantenerle despierto gran parte de la noche) y para hacer el amor, aunque sea bastante torpe en eso. Pero lo intenta. Ahora es más lento que antes. La espera. Por mucho que la exaspere, no puede evitar sentirse conmovida por sus gruñidos de placer y por la gratitud subsiguiente. Es curioso: son precisamente los aspectos del carácter de su marido que la crispan más (su despiste, su estupidez) los que le despiertan una mayor ternura.
Y luego está Ramanujan. Con Ramanujan nada, o casi nada, es directo. Lejos de ser una cartilla infantil, es más bien un texto escrito en un lenguaje que no sabe cómo interpretar. Ni siquiera cuando está con ella, cuando se sienta físicamente a su lado, consigue adivinar sus pensamientos. Los de Eric no le cuestan nada, y casi siempre acierta. A Ramanujan, por el contrario, lo ve como una puerta cerrada tras la que hay incalculables tesoros. Cosas que ni se imagina. Misteriosas técnicas amatorias orientales, tradiciones secretas y una cierta sabiduría antigua. No alcanza a entrever nada concreto, sólo percibe vagamente un ambiente muy distinto al de su cuarto de estar: una tienda drapeada con telas de colores chillones como las especias, en las que destellan trocitos de espejo, perfumada con pétalos de jazmín puestos a secar en un cuenco de plata.
A veces tiene la sensación de que su vida se ha reducido a una alternancia de expectación y ansiedad. Por las mañanas se obsesiona con la idea de si él vendrá. Y si no viene, cae en la desesperación. Y si lo hace, empieza a preocuparse, casi desde el mismo instante en que entra por la puerta, por lo que hará en cuanto se vaya. Y cuando se va de verdad, el miedo se cierne sobre ella igual que el crepúsculo en invierno.
A la mañana siguiente se despierta, como siempre, con la voz del comandante del batallón, y se da cuenta de que ya no lo soporta más. Ni la espera, ni las descargas de los rifles. Sin decírselo a nadie, ni siquiera a Ethel, coge el paraguas y el sombrero, se va andando a la estación, y se sube en el primer tren a Londres. El andén está lleno de jóvenes que van a incorporarse a sus regimientos. Sólo algunos llevan uniforme. Cada día la reserva de juventud de Cambridge disminuye un poco más, piensa, mientras se sienta en un compartimento cuyos otros ocupantes son tres de esos jóvenes, uno con un caqui polvoriento, y los otros dos con uniforme de campaña. Los del uniforme hablan de las últimas noticias llegadas de Bélgica en un tono muy animado, como si la guerra fuera un partido de fútbol, mientras que el del caqui mira desganadamente por la ventanilla.
Como no quiere llamar la atención, Alice abre el bolso y saca un ejemplar del Times. «Casi todas las personas a quienes les he preguntado», lee, «tenían historias que contar sobre las atrocidades de los alemanes. Decían que había pueblos enteros que habían sido pasados a hierro y fuego. Un hombre al que no vi le contó a un oficial de la Sociedad Católica cómo había visto con sus propios ojos a soldados alemanes cortándole de un tajo los brazos a un niño que se agarraba a las faldas de su madre.»
Con un resuello, el tren sale de la estación. Alice deja el periódico, y ve que las vías dan paso a otro tren que viene en dirección contraria, y luego los patios traseros de casas pobres. En uno hay un niño contemplando un iris. El joven lánguido saca un libro de su mochila,
La guerra de los mundos
. Uno de los favoritos de Eric. ¿Y qué va a pasar si Alemania invade Inglaterra? ¿La defenderá este joven? ¿La violarán los hunos? ¿Le clavarán una bayoneta al pobre Ramanujan? No debería estar haciéndose esas preguntas, lo sabe. Al fin y al cabo, es una pacifista. Y estos chicos…, podrían ser los estudiantes de Eric, esos a los que a veces invita a casa a tomar el té y estudiar geometría diferencial.
Reanuda su lectura: «Todos los hombres con los que he hablado estaban de acuerdo en que, aparte de su artillería pesada y su número abrumador, no hay nada que temer de los soldados alemanes. Describen el comportamiento del enemigo como demasiado brutal para cualquier nación civilizada, y muchos de ellos han visto cómo obligaban a aldeanos belgas a ponerse delante de ellos para que les sirvieran de parapeto. Un hombre declaró que una de las estratagemas favoritas de los alemanes es aterrorizar a los lugareños belgas poniéndolos justo delante de su artillería pesada, donde, debido a la elevación de sus cañones, se encuentran bastante a salvo. Su experiencia ha sido que los alemanes no respetan a la Cruz Roja, y que de hecho esperan a que recojan a los heridos, y luego disparan».
En Liverpool Street, tira el periódico a la papelera. Coge un taxi para que la lleve hasta St. George's Square, a una dirección que consultó a escondidas en una agenda de Eric justo antes de salir. No es que tenga ninguna razón para pensar que Gertrude se encontrará allí; pero, aun así, conserva la esperanza. Necesita hablar con alguien, con otra mujer.
Después de pagarle al taxista, se acerca hasta el edificio. Es alto y estrecho, y pertenece a una fila de casas que dan la sensación de estar demasiado juntas, como libros apretados en una estantería. Al ribete de la ventana le hace falta un repintado. En uno de los timbres (cuya placa de bronce necesita que le saquen un poco de brillo) pone «Hardy». Lo hace sonar, y se queda aliviada cuando, aproximadamente un minuto después, se abre la puerta y tiene a Gertrude delante, ataviada con un sayo bastante lúgubre, parpadeando sorprendida.
—Señora Neville —dice:
—Hola —dice Alice—. Espero que no le importe que me presente así. Tenía…, tenía que salir de Cambridge.
—Pero mi hermano no está.
—Ya sé. Pero no quería ver a su hermano.
Parece que Gertrude no se alegra especialmente de oír eso.
—Ah, ya, pues pase —dice luego, mientras se aparta para dejarla pasar en el angosto pasillo—. Me temo que no tengo mucho que ofrecerle —añade mientras suben la estrecha escalera, cuyos peldaños crujen bajo los zapatos de Alice.
—No hace falta.
—Y el piso tampoco es que esté muy limpio.
—Da igual, de veras.
Entran juntas. Gertrude cierra la puerta, y después lleva a Alice, pasando por un cuarto de estar mohoso y casi vacío de muebles, hasta una cocina con un suelo de linóleo moteado marrón y una mesa sobre la que están esparcidos varios periódicos.
—Siéntese, por favor. ¿Quiere un poco de té?
—Sí, gracias. —Alice se quita el sombrero. No sabría decir por qué, pero por alguna extraña razón se siente inmensa en esta cocina. No es que sea tan pequeña, o que ella sea muy grande; es más bien que, cada vez que se mueve, tropieza con algo. Primero le da un tantarantán con el codo al escurreplatos. Luego se da con la cabeza en el dintel de la puerta. Después, mientras está retirando de debajo de la mesa la silla que Gertrude le señala, le pega un golpe sin querer contra la pared.
—Perdone, querida —dice—. Espero que no deje señal.
—Da igual. ¿Quiere leche?
No debería haber venido.
—Sí, por favor. —El ejemplar del Times de Gertrude está abierto precisamente por el artículo de las atrocidades belgas—. ¿Ya lo ha leído?
—Sí, acabo de leerlo.
—Me pregunto si serán verdad todas esas historias…, si los soldados alemanes les estarán cortando realmente las manos de un tajo a los niños pequeños.
—Me lo creo perfectamente, viniendo de la nación que nos dio el
Struwwelpeter
.
—¿El qué?
—Pedro el Greñudo. Es un libro de cuentos infantiles alemanes. Y en uno hay un niñito que se chupa el dedo, y su madre le dice que, como se lo siga chupando, el sastre grande y alto vendrá y le cortará los pulgares con sus enormes tijeras afiladas, y él se los sigue chupando, y, mire por dónde, viene el sastre alto y grande y le corta de verdad los dedos.
—Qué horror.
—Las ilustraciones son increíbles, con una sangre de un rojo muy vivo brotando a chorros de donde se los han amputado.
—¿Y eso es para niños?
—¡Por qué cree que los soldados alemanes no se chupan el dedo!
Gertrude le pone la taza de té delante a Alice, se sienta enfrente de ella y cruza los brazos. De repente parece impaciente, como si dijera: «Bueno, ya está bien de jueguecitos, ¿por qué ha venido a incordiarme?» ¿Y para qué ha venido Alice a molestarla?