El contable hindú (30 page)

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Authors: David Leavitt

El destino de un hindú en la otra vida, en cambio, estriba completamente en cómo se comporta. Si observa las normas, se reencarnará en un miembro de una casta superior. Si las quebranta, regresará como un escarabajo, o un intocable, o un hierbajo, o algo parecido. Da igual lo que crea. Así que, cuando un hindú se adhiere a ciertas prohibiciones o constricciones por mor de la corrección y el decoro, más que porque acepta las doctrinas de su religión como verdaderas, no está actuando de la misma forma hipócrita, diríamos, que yo lo haría si fuera a la iglesia, o asistiese a misa, o diera gracias al Señor por la cena.

Puedo adivinar cuál sería la reacción de la señora Neville ante esta afirmación. Me diría: «Bueno, Hardy, pues si ése es el caso, entonces ¿por qué no comía carne? Especialmente cuando estalló la guerra, y se hizo tan difícil conseguir provisiones de la India, ¿por qué decidió arruinar su salud antes que infringir las normas dietéticas de su religión? Debió de ser porque creía.»

No, señora Neville, no fue porque creyera. Siguió siendo vegetariano, en primer lugar, porque el vegetarianismo era su segunda naturaleza. No había comido carne en su vida, y la sola idea le repugnaba. También le preocupaba que, si su madre se enteraba de que estaba adoptando costumbres occidentales, le pondría las cosas muy difíciles cuando volviese a Madrás. Porque Komalatammal, como la llamaban, no era ni de lejos esa figura devota y cariñosa que los admiradores indios de su hijo han pintado. Y eso hay que dejarlo claro de una vez por todas. Por el contrario, era lo que mi antigua encargada de la limpieza, la señora Bixby, habría denominado un «hueso duro de roer». Lista, posesiva y abusadora. No me sorprendería enterarme de que contrataba a otros estudiantes indios de Cambridge como espías, para asegurarse de que su hijo no se apartaba de la buena senda. También podría haberlo acosado, o amenazado con acosarlo, por medios ocultos.

Una admiradora de Ramanujan me ha enviado hace poco una fotografía suya. En ella, una mujer muy bajita está sentada en una silla muy alta, tan alta que sus pies descalzos apenas tocan el suelo. Tiene una cara pequeña y ruin, pero no estúpida en el mismo sentido en que podría serlo la cara de una oveja, por ejemplo; no, en esa cara hay un destello de inteligencia primitiva. Mira audazmente a la cámara como para cuestionar su potencia, o hipnotizar al espectador atrayéndolo hacia el punto negro dibujado entre sus ojos. No, no es una foto que pueda contemplar mucho tiempo.

Déjenme que les haga una breve semblanza de su vida. Provenía de una familia brahmín pobre pero educada. Su padre era una especie de funcionario de justicia y, como es costumbre en la India, sus padres arreglaron su matrimonio. Por los datos que tengo, durante los primeros años después de la boda no consiguió quedarse embarazada, así que su padre y sus abuelos decidieron interceder rezándole a la diosa Namagiri. Supuestamente, la abuela ya tenía una relación consolidada con Namagiri, porque de cuando en cuando caía en trances durante los cuales la diosa hablaba a través de ella, y en una de esas ocasiones había anunciado que, si Komalatammal daba a luz a un hijo, también hablaría a través de él. Así que se pusieron de rodillas y le rezaron a la diosa para garantizar la fertilidad de Komalatammal y, miren ustedes por dónde, nueve meses más tarde nació un niño.

A partir de entonces, siempre que hablaba de la concepción de su hijo, Komalatammal invocaba el nombre de la diosa. Jamás mencionaba a su marido, Kuppuswamy, a pesar de que él debía de tener bastante que ver en el asunto. Y Kuppuswamy tampoco se quejaba. Por lo que me han contado, era una persona humilde y poco eficiente, que pronto se dio cuenta de las ventajas de mantenerse al margen del cruel camino de su esposa. Porque Komalatammal era, sobre todo, ambiciosa. Se dice que, ya desde un principio, leyó la carta astral de su hijo y dedujo que, o bien se haría famoso en todo el mundo y moriría joven, o bien permanecería en la sombra y viviría hasta una edad muy avanzada. Según se cree, era una auténtica experta en materias tanto astrológicas como numerológicas. Debió de decidir que, si cabía la posibilidad de que él muriese joven, ella sacaría partido de su talento mientras pudiera. En consecuencia, desde el momento en que él dio muestras de precocidad matemática, cuando tenía tres o cuatro años, ella contó con su asistencia en las diversas manipulaciones numerológicas en las que se entretenía, con el fin de interpretar su propio futuro y asegurarse de que sus enemigos sufriesen algún daño. Con el padre sonriendo tontamente en un segundo plano, madre e hijo trabajaban juntos, unidos por un vínculo en muchos aspectos más íntimo que el de marido y mujer.

No es de extrañar que Komalatammal también se preciara de ser una experta intérprete de sueños, y de haberle pasado esa habilidad a su hijo, que más tarde afirmaba ser un auténtico entendido en el tema. No me cabe la menor duda de que la última parte de esta frase (que Ramanujan afirmaba ser un auténtico entendido en el tema) es absolutamente cierta. Puesto que habría sido muy típico de él pretender poseer poderes psíquicos, si al hacerlo podía asegurarse su posición social o ayudar a un amigo. Todo lo que entendemos por profecías, en definitiva, es puro razonamiento inductivo revestido de pañuelos gitanos.

Dos ejemplos, tomados de unas cartas que me enviaron unos conocidos indios de Ramanujan, serán suficientes.

En el primero, el señor M. Anantharaman me escribe para contarme que una vez, en el Kumbakonam de su infancia, su hermano mayor le explicó a Ramanujan un sueño que había tenido. Ramanujan dijo entonces que el sueño significaba que pronto habría una muerte en la calle de detrás de su casa, y hete aquí que, unos días más tarde, falleció una anciana que vivía en esa calle.

Vamos a observar este caso con más detenimiento. Ramanujan llevaba viviendo en Kumbakonam casi toda su vida. Debía de conocer a la mayor parte de sus habitantes, y estar al tanto, a través de su madre, de las desgracias financieras, el estado de sus matrimonios y las diversas dolencias que padecían. Imaginen pues que la madre de Ramanujan le informa un día de que la vieja señora X, que vive en la calle trasera de la casa de los hermanos Anantharaman, está a las puertas de la muerte. Al día siguiente le piden que interprete un sueño. No hay que tener poderes psíquicos para vaticinar —y anunciar— la inminente defunción de la anciana.

El segundo ejemplo viene del señor K. Narasimha Iyengar, que también me saluda desde Kumbakonam y, durante un tiempo, compartió habitaciones con Ramanujan en Madrás. En su carta, este caballero describe la preparación de un examen en el Christian College de Madrás, cuya parte matemática temía suspender. Según recuerda, el día del examen, Ramanujan «sintió intuitivamente» que debían encontrarse y, cuando lo hicieron, le dio unos cuantos «consejos proféticos», gracias a los cuales pudo aprobar el examen de matemáticas con la nota mínima requerida de un treinta y cinco por ciento de respuestas acertadas. Sin la intervención de Ramanujan, dice el señor Iyengar, habría suspendido.

Evidentemente, éste es un caso más complejo. Lo que parece sugerir el señor Iyengar es que una fuerza externa inspiró a Ramanujan los consejos para el examen. Tal vez se los escribieron en la lengua. Pero, en realidad, como matemático y víctima desde hada tiempo del sistema educacional indio, Ramanujan debía de saber exactamente con qué tipo de problemas se toparía el señor Iyengar en un examen así. Explicando pacientemente esos problemas, y atribuyendo luego su perspicacia a una intervención espiritual, fue capaz de rebajar la ansiedad del joven e infundirle la confianza necesaria para obtener una mejor puntuación. Porque por encima de todo (cosa que a menudo se olvida) era una buena persona.

Les pongo estos ejemplos porque quiero subrayar que Ramanujan, a pesar de haber representado el papel de un devoto hindú, y hasta haber proclamado sus poderes sobrenaturales, no era ni lo más remotamente sensible a los caprichos del así llamado sentimiento religioso. En realidad, y en el fondo de su corazón, era un racionalista convencido. Puede parecer una paradoja. Pero, bajo mi punto de vista, lo describe perfectamente. Si en ocasiones se reservaba parte de su verdad, lo hacía porque antes había sopesado los pros y los contras y llegado a la conclusión de que, en ciertos casos, era necesario, si no mentir, dejar al menos que subsistieran ciertas falsas impresiones. Por ejemplo, recordarán que, cuando debió trasladarse a Europa, un «sueño» muy apropiado le permitió soslayar el mandamiento brahmín en contra de cruzar los mares. Y fue su madre la que tuvo ese sueño. Sospecho que ella también estaba lejos de ser la criatura piadosa que se ha descrito. Por el contrario, comprendió el beneficio que le supondría que él marchara a Inglaterra, y, tal como había explotado su talento en su infancia al forzarle a ayudarla en sus aventuras numerológicas, intentó obtener gracias a él no sólo cierta fama, como la santa madre de la «Calculadora Hindú», sino también a su muerte una considerable cantidad de dinero.

Sí, señora Neville, ya la oigo. Se queja usted de que estoy juzgando a la pobre mujer con demasiada dureza. Sacrificó muchas cosas por su hijo, trabajó mucho para pagar su educación y cuidar de él, nunca perdió la fe en su genio, ni siquiera cuando le dieron con la puerta en las narices. Todo eso es cierto y, aun así, era una mujer codiciosa e interesada.

Lo cual queda absolutamente patente en sus tratos con su nuera, Janaki.

De la propia Janaki, no sé muy bien qué pensar. Parecía que Ramanujan le tenía mucho cariño. La llamaba «mi casa». Cuando, tras una larga temporada en Cambridge, seguía sin haber recibido una sola carta de ella, le dijo a Chatterjee, el jugador de críquet: «Mi casa aún no me ha escrito.» «Las casas no saben escribir», le contestó Chatterjee alegremente; una ocurrencia poco feliz seguramente, porque, de hecho, el que no llegaran las cartas esperadas constituía una fuente de sufrimiento para Ramanujan; si era porque echaba de menos a la muchacha, o porque temía que su madre la hubiera matado, ya no lo puedo decir. Según el señor Anantharaman, Ramanujan no conocía la «felicidad conyugal» con Janaki, porque ella era, empleando sus propias palabras, «muy desgraciada». Aunque el señor Anantharaman también me recuerda que, poco después de casarse, a Ramanujan lo operaron de un hidrocele (una inflamación del escroto debida a una acumulación de líquido seroso), tras el que fue incapaz de mantener relaciones sexuales durante más de un año. Otras fuentes insinúan que Komalatammal se negó a permitir que durmieran juntos, empleando el hidrocele como excusa. Probablemente, quería a Ramanujan para ella sola. Pero no puedo decirles si Ramanujan veía esa abstinencia forzosa, cualquiera que fuese su causa, como una desgracia o una bendición.

En cualquier caso, debió de ser perfectamente capaz de imaginarse lo que sucedía en su casa. Hasta en las mejores circunstancias, la suegra india es una déspota, a la que por tradición se le consiente reñir, e incluso pegar, a su pobre nuera para obligarla a hacer toda una serie de tareas desagradables, así como castigarla como se le antoje. A cambio, se supone que la nuera ha de tratar a su suegra con profundo respeto, sonreírle tontamente y aceptar todos los abusos de que sea objeto sin protestar. Sabe que su venganza vendrá más tarde, cuando tenga su propio hijo y él se case y ella tenga oportunidad de infligir a su nuera las mismas crueldades a las que fue sometida. Así se perpetúa el ciclo generación tras generación, en la mayoría de los hogares indios. Y, teniendo en cuenta esas circunstancias (la volubilidad de Komalatammal, la ausencia del hijo y marido mediador, la juventud y el carácter rebelde de la nuera), pues es fácil imaginar el barril de pólvora que debió de ser esa casa de Kumbakonam.

Estoy seguro de que Ramanujan lo presagiaba todo: los apartes despectivos, los saris burdos, los cubos de porquería. El pobre Kuppuswamy, ahora casi ciego, se pasaba la mayor parte del tiempo tratando de apartarse de la trayectoria de los cacharros que salían volando y, durante todo ese tiempo (ésta es la gran ironía), la pobre muchacha no dejaba de escribirle cartas a su marido, largas cartas donde se lamentaba y le suplicaba que consiguiera llevársela con él a Inglaterra, aunque sólo fuera por escapar del despotismo de su suegra; pero Komalatammal interceptaba las cartas y las destruía antes de que fueran enviadas. Igual que interceptaba las de Ramanujan a su esposa antes de que Janaki pudiera hacerse con ellas. Una vez Janaki intentó escamotear una nota en un paquete de comestibles que le iban a mandar a Ramanujan, pero Komalatammal se la quitó antes de que saliera el paquete. Ya se pueden ustedes imaginar la rabia que le daría a Janaki.

Era una situación intolerable; y a Ramanujan, incluso desde tan lejos, le afectaban sus repercusiones. Más tarde, su madre dejó caer que su resentimiento hacia Janaki se debía a ciertas peculiaridades de la carta astral de la muchacha, que su familia había camuflado aposta antes de la boda. Al parecer, la carta astral, correctamente interpretada, daba a entender que el matrimonio con Janaki aceleraría la muerte de Ramanujan. Sus padres, a sabiendas de que eso recortaría las posibilidades de que aquella hija poco atractiva encontrase marido, recurrieron al engaño para deshacerse de ella. Aunque, al final, no se libraron por mucho tiempo.

Me gustaría haber entendido en ese momento, tan claramente como lo entiendo ahora, lo mucho que él sufría. Gracias a la misma intuición poderosa que, en épocas anteriores, había hecho pasar por el don de la profecía, debió de «ver» las horribles escenas de Kumbakonam. Sin embargo, no podía hacer nada. Debido a los ataques de los submarinos alemanes, no podía regresar a casa. Y mientras tanto, a falta de cartas, intentaba interpretar aquel silencio. Lo cual es una tarea peligrosa, aun en las mejores circunstancias. Lo sé, porque yo también lo he intentado a menudo. Cuando aquellos de los que quieres tener noticias no se comunican, o no se pueden comunicar, hablas tú «por» ellos; igual que, en nuestra juventud, Gaye solía hablar «por» la gata, diciendo cosas como: «No me encuentro muy bien», o «Hardy, eres cruel, no me frotas la barriga». Del mismo modo, Ramanujan debía de hablar «por» Janaki, y a su vez le respondía a esa Janaki que, por lo que sabemos, no se parecía lo más mínimo a la muchacha que había dejado en la India.

Y ése no era más que uno de sus numerosos problemas. La guerra le daba miedo, como nos lo daba a todos. Los alimentos que deseaba ardientemente, especialmente las verduras frescas, un elemento básico de su dieta, eran cada vez más difíciles de adquirir. Y además las costumbres inglesas, me contaba, le resultaban muy extrañas. No hay forma bonita de decir que le parecíamos sucios. En una ocasión, por ejemplo, oímos cómo una mujer se quejaba en un salón de té de que, si los miembros de la clase trabajadora olían, era porque sólo se bañaban una vez a la semana. «¡Si al menos se bañaran, como nosotros, una vez al día!», dijo la mujer. Ramanujan me miró, asustado. «¿Quiere decir que ustedes sólo se bañan una vez al día?», me preguntó.

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