Authors: David Leavitt
Según el Times, ya es oficial: la mitad de los hombres de Cambridge se han ido a la guerra. «Y del cincuenta por ciento que aún residen allí», lee Hardy, «la mayoría son extranjeros y orientales, y muchos otros están por debajo de la edad límite o han sido rechazados por los médicos a causa de sus defectos físicos.»
¿Y eso en qué situación le deja?
El Times también cuenta que la universidad ha interrumpido de momento las actividades deportivas: «No hay hombres, ni ganas de río o de campos de juego.» Pues casi está tentado de escribir que al menos hay un hombre que tiene ganas de críquet; de hecho, para un hombre por lo menos, es casi insoportable enfrentarse a la perspectiva de una primavera sin críquet. Pero no manda esa carta, a pesar de que la redacta.
Doquiera que vaya, ve indios. Nunca se quitan la toga ni el birrete, tal vez para asegurarse de que nadie cuestione su presencia en este sitio. En el mejor de los casos, estarán nerviosos. Y ahora parece que la guerra no ha hecho más que acentuar su timidez. Una tarde, por ejemplo, mientras va caminando por el Coen Exchange, ve cómo un ráfaga de viento le tira el birrete a un joven indio con la toga del King's College. Divertido, aunque con un poco de pena, observa que el joven se vuelve para salir en persecución del birrete y luego se agacha para recogerlo, con la mala suerte de que el viento se lo lleva volando otra vez (como jugando cruelmente con él). Al final, el birrete aterriza a los pies de Hardy. Lo rescata, le quita el polvo, y se lo tiende al indio, que está sin resuello de tanto correr. El indio le da las gracias, y después sale corriendo en dirección contraria.
Unos minutos más tarde, Hardy lo vuelve a ver, formando un grupito en la esquina de Trinity Street con Bridge Street con tres de sus paisanos. Uno de ellos es Chatterjee, el guapo jugador con el que (parece que hace un siglo) asoció a Ramanujan. El segundo es alto, está un poco encorvado, y lleva gafas y turbante. El tercero es el propio Ramanujan. Saluda con la cabeza a Hardy. ¿Y qué se supone que tiene que hacer Hardy en respuesta? ¿Saludar con la mano? ¿Acercarse y decir hola? En esta ocasión decide limitarse a saludar.
A la mañana siguiente, le pregunta a Ramanujan con quién estaba.
—Con Chatterjee —responde Ramanujan—. Es de Calcuta. Y con Mahalanobis, que también es de Calcuta y está estudiando Ciencias Naturales en King's, y con Ananda Rao.
—Ah, ya —dice Hardy—. ¿No era el que venía a Inglaterra en un barco austriaco? Creo recordar que le preocupaba a usted que no pudiera llegar.
—Fue toda una aventura. Cuando él y Sankara Rao llegaron a Port Said, ya había estallado la guerra. Cerca de Creta un barco inglés empezó a dispararles y les ordenó que se detuvieran. Afortunadamente, su barco no llevaba armas. Si las hubiera llevado, y los soldados les hubiesen devuelto el fuego, los habrían hundido.
—¿Y después qué pasó?
—Los cogieron a todos prisioneros y los llevaron a Alejandría, donde el barco fue incautado. A los indios y los ingleses los metieron en otro barco y los mandaron a Inglaterra. Así que él y Sankara Rao llegaron sanos y salvos.
—¿Y el tamarindo?
—No se estropeó.
—¿Y qué ha hecho ahora con él?
—
Rasam
. Es una sopa fina de lentejas. Muy especiada y muy amarga. Los ingleses de la India la llaman «agua con pimienta». Si quiere, le hago un poco, Hardy. Ahora ya sabe a
rasam
. Cuando usaba sus limones, no.
—Me gustaría probarla.
—A lo mejor debería dar una cena. Voy a invitar a algunos amigos. A Chatterjee y Mahalanobis, quizá.
—Por mí encantado —dice Hardy. Pero Ramanujan cambia de opinión o se olvida incluso de su oferta, porque la invitación (para fastidio de Hardy) nunca llega.
Nueva sala de conferencias,
Universidad de Harvard
El último día de agosto de 1936, mientras se desvanecía la luz en el exterior, Hardy prosiguió con su conferencia imaginaria, sin dejar de escribir ecuaciones en el encerado y de elucubrar en voz alta sobre las series hipergeométricas:
Me pregunto (no dijo) si puedo darles a entender a ustedes (siendo como son jóvenes americanos, educados por sus padres para sentirse vencedores y, en consonancia, ostentadores de ese saber que conquistaron y obtuvieron en ella), me pregunto, pues, si puedo darles a entender qué oscuros e inútiles y extraños fueron aquellos años para Inglaterra. Para mí fue una época ajetreada (mientras revolvía cientos de cuencos con el dedo, y trataba de taponar, por así decirlo, cientos de diques), pero a la vez aburrida y sombría, en la que parecía que nunca iba a parar de llover, y siempre había oportunidad de agobiarse y anticiparse a los acontecimientos, por muy ocupados que tuvieras los días. Porque deseábamos sentir que nuestra vida, y el mundo en el que vivíamos, eran reales, a pesar de aquellas cosas tan irreales que (con el visto bueno del gobierno) nos suministraban rutinariamente los periódicos. En un determinado momento del otoño de 1915, por ejemplo, nos dijeron que a partir de entonces a «Servia» se la conocería como «Serbia», para que sus honorables habitantes no pensasen que los tachábamos de «serviles». Los anuncios de «equipos de guerra de entrega rápida» venían en la misma página de los periódicos que los de automóviles. Al posponer prácticamente a la fuerza la mayoría de los deportes recreativos, la prensa populachera empezó a cogerle el gusto a tomarse la guerra como un partido de críquet. Un tal capitán Holborn de la división de artillería cogió por costumbre tirar un balón de fútbol al territorio enemigo antes de lanzar un ataque. Y eso se consideraba un comportamiento digno de alabanza. Hasta los pasatiempos del Strand comenzaron a tener nombres relacionados con la guerra: «Entrenando a los espías», «Evitando las minas». Lo que no me impidió seguir entreteniéndome con ellos.
Hoy en día, claro, sabemos la verdad. Tenemos las memorias y las cartas, el testimonio del horror que fue Francia, las ratas y los piojos y los miembros amputados volando. Cosas que los que no estábamos allí no tenemos derecho a describir (ni tampoco permiso para hacerlo). Y también sabemos que fue un despilfarro escandaloso («desperdicio» era el término burocrático para las muertes en el campo de batalla), y lo estúpida que fue la guerra en la teoría y en la práctica, y lo estúpidamente que jugamos a ella.
En aquella época, sin embargo, a pesar de que el racionalista que llevo dentro intentaba tener en mente el engañoso propósito de la propaganda, mi lado sentimental obtenía placer y a veces consuelo en la idea de que la guerra era una especie de juego alegre. «Todo muy divertido», como dijo Rupert Brooke una vez. Tampoco ayudaba que Brooke se pusiera lírico en sus cartas sobre lo de bañarse con aquellos hombres «desnudos y espléndidos» de su regimiento. Evidentemente, Brooke podía sentirse desnudo y espléndido por derecho propio, cosa que yo no podía hacer. Aun así, no voy a fingir que la sola idea de bañarme desnudo con un cuerpo militar de jóvenes desnudos no me excitara. De niño había devorado relatos de guerra, de gloria y de victoria. Estaba un poco enamorado del joven príncipe Harold. Cuando le clavaron una flecha en el ojo en Hastings, me habría encantado estar allí con él, haberle curado sus heridas y haberlo acurrucado entre mis brazos. Solía tener una fantasía erótica muy intensa (creo que fue la fantasía en la que me recreé la primera vez que me toqué con una intención carnal) en la cual yacía herido en un campo de batalla, con la ropa medio desgarrada, y dos oficiales, uno de ellos médico, me ponían en una camilla y me llevaban a una tienda donde procedían a despojarme de aquella ropa, hasta que me quedaba completamente desnudo… Pero esa fantasía nunca pasaba de ahí. Lo que sucedería luego no podía ni imaginármelo. Y entonces, en los primeros años de la guerra, la fantasía regresó, más poderosa que nunca, quizá porque entretanto había tenido experiencias que me permitían prolongar la visión más allá del momento en que me despojaban de la ropa, hasta otro en el que el médico se inclinaba pasa besarme, e incluso más…
De alguna forma soñaba con la posibilidad de morirme, y hasta me regodeaba en ella. Cuando leía las listas de los muertos de Cambridge que publicaba la Cambridge Magazine, intentaba insertar mi nombre entre aquellos hombres de Trinity, a los que evidentemente conocía al menos de vista, y a algunos de los cuales había dado clase. Hardy entre Grantham y Heyworth. ¡Qué bonito quedaba! Grantham, Hardy, Heyworth. ¡Y los nombres de los regimientos! Sólo Inglaterra podía hacer poesía al poner nombre a sus regimientos: Séptimo de los Montañeses de Seaforth, Primero de los Reales Fusileros Galeses, Noveno de los Guardabosques de Sherwood, probablemente con Robin Hood al mando, y Friar Tuck y todos los demás miembros de la alegre banda.
Como verán, la acción, por no hablar del horror, estaba en Francia. En cambio en Trinity las noches eran lo bastante tranquilas como para soñar. Yo intentaba convencerme a mí mismo de que agradecía aquel silencio, cuando en realidad echaba de menos los cánticos de los borrachos que solían despertarme, las discusiones filosóficas debajo de mi ventana, y las declaraciones taciturnas pronunciadas (como sólo los jóvenes pueden hacerlo) con un entusiasmo de rapsoda. Porque ése había sido siempre el aroma de las primeras semanas una vez comenzaba el curso. Uno podía regocijarse con los jóvenes en su libertad recién estrenada; la libertad de acostarse tarde, de discutir y decir: «Cuando la juventud se acaba, se acaba la vida. Me mataré cuando llegue a los treinta.» (El que había expresado ese sentimiento en concreto, como supe más tarde, no pasó de los diecinueve.) Hasta echaba de menos aquellos rituales que en su día había afirmado detestar: los mocetones invadiendo las habitaciones de los estetas, rompiendo su porcelana y arrojando los trozos a New Court. Puesto que ahora ya no había mocetones (los fuertes y los sanos se habían ido a luchar) y había pocos estetas, porque también muchos de ellos estaban luchando, y parecía que ninguno de los que quedábamos teníamos ánimos para cantar o discutir.
Una mañana de principios de aquel invierno, estaba sentado leyendo en mis aposentos, con Hermione sobre el regazo, esperando a Ramanujan. Alcé la vista y vi que estaba cayendo la primera nevada. Y de alguna manera su inocencia, su aparente olvido de la situación del mundo, me conmovió y me puso triste. Porque probablemente la nieve también estaría cayendo en las tierras hendidas de Francia y Bélgica: cayendo en las trincheras donde los soldados aguardaban lo que podría ser su última puesta de sol. Y caería también en Nevile's Court, para que la contemplaran los heridos echados en sus literas. Y en Cranleigh, donde mi madre, medio demenciada, la estaría mirando por la ventana de su dormitorio; lo mismo que mi hermana por la ventana de un aula en la que niñas con uniforme estarían pintando un jarrón con flores. Levantando a Hermione de mi regazo, me incorporé y me acerqué hasta la ventana. Afuera hacía todavía el suficiente calor como para que la nieve no cuajara; se derretía inmediatamente cuando tocaba el suelo. Y allí estaba Ramanujan, parado en el patio debajo de mí. Los copos se le fundían en la cara y le escurrían por las mejillas. Se quedó así cinco minutos como mínimo. Y entonces me di cuenta de que ésa debía de ser la primera vez en la vida que veía nevar.
Luego subió y nos pusimos a trabajar. No puedo decir exactamente en qué estábamos trabajando. Es difícil recordarlo tratándose de Ramanujan, porque siempre andaba ocupado en dos o tres cosas a la vez, o había tenido otro sueño y tenía algo extraño que compartir. ¿Ya habríamos llegado, por ejemplo, a la teoría de los números redondos? Era la clase de cosa en la que podía entretenerse días y días, repasando todos los números del 1 a 1.000.000, y luego ordenándolos según su «redondez». «1.000.000, Hardy, es muy redondo», me dijo un día. «Tiene doce factores primos, mientras que si cogemos todos los números que van del 999.991 a 1.000.010, el promedio es solamente de cuatro.» Me gustaba imaginarlo sentado en sus habitaciones, haciendo listas de ese tipo. Aunque hacía mucho más que eso. Estaba sentando las bases para la fórmula asintótica de la redondez que perfeccionaríamos más tarde.
A mediados de octubre, ya se habían llevado a todos los heridos de Nevile's Court. Estaban construyendo nuevas instalaciones hospitalarias en los campos de críquet de Clare y King's, uno de los mejores campos de la ciudad, apunté tristemente en su momento.
Aun así, visitaba el hospital. La primera vez llevé a Ramanujan conmigo. Los pabellones se extendían más de un kilómetro, y había diez bloques con sesenta camas cada uno. Lo curioso del caso era que sólo tenían tres paredes. Donde debería haber estado la cuarta, sólo había cielo abierto, nubes y césped.
Le pregunté a una hermana por qué faltaban aquellas paredes.
—Es por el aire fresco —me respondió frotándose los brazos para entrar en calor—. El aire fresco acaba con los gérmenes. Y también con el dolor de cabeza y la apatía.
—¿Y qué pasa cuando llueve?
—Hay persianas. Aunque, si le digo la verdad, tampoco es que funcionen muy bien. Pero da igual. Estos hombres están acostumbrados a dormir al aire libre, y en condiciones mucho peores.
Cerca de allí, un soldado empezó a gemir. No se entendía lo que decía. Tal vez fuera belga. La hermana se alejó para atenderle, y yo me quedé mirando a los hombres, la mayoría de los cuales se hallaban envueltos en capullos de mantas y vendas. ¿Cómo iban a conservar el calor en invierno?, me pregunté. O quizás ahí radicase la cosa. Quizá la idea fuera que, si estaban demasiado cómodos, aún tendrían menos ganas de volver al frente. Era fácil imaginar el triunfo de una idea como aquélla en círculos militares.
Más tarde, Ramanujan expresó su pasmo ante la pared que faltaba.
—A los enfermos de tuberculosis se les trata de la misma forma —le conté, sin la menor idea, claro, de lo que sucedería después—. ¡Aire fresco! ¡Aire fresco! Los ingleses tienen mucha fe en el poder curativo del aire fresco.
—Pero ¿y si llueve?
—Pues se mojarán.
Aquella tarde, precisamente, llovió. Cayeron grandes cortinas de lluvia. No conseguía permanecer sentado en mi habitación contemplando aquel diluvio, así que cogí el paraguas (el que le había robado a Gertrude) y regresé al pabellón. La hermana se estaba peleando con las persianas, que tableteaban y batían con el viento. A sus pies la lluvia iba formando charcos. Se había puesto unas botas de goma. Cuando venía una ráfaga de viento, finas cortinas de lluvia salpicaban a los hombres que se encontraban más cerca de las persianas, y algunos maldecían o se reían, mientras que otros se quedaban quietos, ignorando aparentemente el azote del agua.