El contable hindú (36 page)

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Authors: David Leavitt

—Pero si sabes que tiene algún problema…

—No es más que un cotilleo. Me lo contó alguien en la Sala de Profesores.

—¿Quién te lo contó?

—No me acuerdo. Chapman, creo.

—Pregúntale. Entérate de lo que le pasa. Podría estar planeando comprar un certificado médico de exención. He oído que se pueden comprar en el mercado negro por quince libras…

—¡Tranquilízate! —Neville se inclina sobre la mesa y le coge la mano a su mujer—. ¿A qué viene todo esto, Alice? ¿Por qué te acaloras tanto por Hardy?

Ella retira la mano.

—No me acaloro. Sólo me gustaría que se decidiera y tomase partido.

Neville se quita las gafas y las limpia.

—Es por Ramanujan, ¿verdad?

—En parte sí. En parte es por él. No lo vaya negar. Siempre me ha dado la sensación de que Hardy lo ve como, no sé, una especie de máquina matemática a la que hay que sacarle todo lo posible antes de que se rompa. Pero no le preocupa en absoluto lo feliz que sea ese pobre hombre, lo que pueda necesitar, o cómo se las apañe con el mal tiempo. Lo exprime como a un caballo de tiro.

—Pues, por lo que yo vi el otro día, parece que Ramanujan está perfectamente.

—¿Pero qué viste?

—Iban andando juntos, y Ramanujan iba sonriendo. Riéndose más bien. Y, además, no es como si se dedicara a las matemáticas veinticuatro horas al día. Fue a Londres la semana pasada.

—¿Ah, sí? ¿Con quién? ¿Lo llevó Hardy?

—No, fue con otros indios.

—Ay, ya entiendo. Entonces, estupendo.

—Y se ha mudado. Se ha trasladado al Bishop's Hostel.

—¿Por qué?

—Para estar más cerca de Hardy, supongo. —Neville se pone de pie—. Deberías dejar de preocuparte por él, Alice. Está muy bien.

—Me gustaría creerlo.

Él se inclina sobre ella.

—Mi querida madrecita —le susurra entre el cabello—. Lo que necesitas es un niño. Un pequeño Eric Harold en miniatura.

—Eso no depende enteramente de nosotros.

—Más de lo que tú te piensas. Ya sabes lo que quiero decir. —Neville hace una pausa para subrayar lo dicho. Ella aparta la mirada. Entonces él le acaricia la cabeza, como si ella fuera la niña—. Bueno, tengo que irme.

—Adiós.

Él le da un beso en la mejilla; titubea un momento y la besa en la boca. Con la mano en su cuello.

Entra Ethel, y se separan.

—Llévese todo esto, por favor —dice Alice. Luego se levanta de la mesa y se va hasta el cuarto de estar. El puzzle sigue allí, después de todo este tiempo. Se queda mirándolo. Temblando. ¿Por qué? Malditos sean todos esos hombres: Hardy, Eric, Ramanujan… Así que Hardy no se va. Pero Ramanujan sí. Y puede que a Eric lo obliguen. Malditos sean.

Se queda mirando el puzzle; al par de caballeros a lo Beau Brummell, y al posadero que les sirve las bebidas. Tres hombres más. ¿Y cuánto tiempo llevan sentados ahí? ¿Un año? ¿Año y medio? ¿Custodiados, protegidos por ella? ¿Y por qué?

De repente estira el brazo de golpe y tira el puzzle al suelo.

Lo hace sin pararse a pensarlo. Así que eso es lo que se siente, lo que debió de sentir Jane en aquellas tardes en el antiguo cuarto de los niños, exultante de rabia.

A Alice se le desboca el corazón. Algunos fragmentos (una pieza suelta o dos unidas) vuelan sobre la alfombra, mientras que grandes ringleras del cuadro, diez o doce piezas unidas, se quedan colgando y luego se caen desde el borde de la mesa, como escombros en un desprendimiento de tierra. Y cuando caen, algo se derrumba también en su interior. Las consecuencias. Siempre las consecuencias.

Cuando entra Ethel, está de rodillas, recogiendo las piezas.

—El puzzle del señor Ramanujan —dice Ethel.

—Ha sido sin querer —dice Alice—. He tropezado con la mesa.

—Déjeme a mí, señora. —Ahora Ethel también se arrodilla.

—Gracias. Ah, mire, ésta tiene forma de tetera.

—Debo decir que me alegro. Ahora ya puedo barnizar la caoba.

—¿En serio? —Alice se detiene y mira a Ethel—. ¿Se alegra de verdad?

—Sólo sirven para coger polvo —dice Ethel. Con mucha eficiencia deshace los trozos grandes y, barriéndolas con la mano, forma un montón con todas las piezas. Cuando ella y Alice hayan acabado, no quedará ni una sola señal de violencia. Y si Eric pregunta, Ethel no dirá nada que contradiga a Alice cuando le explique: «Decidimos que ya era hora de deshacerlo.»

11

Incluso para ella (una mujer que anduvo por Madrás en
gharry
y que lee a Israfel) es una jugada arriesgada. Lo sabe. Una cosa es viajar a Londres en tren, para presentarse de improviso en el umbral de una amiga. Y otra es atravesar los patios de Trinity College a plena luz (una mujer, la esposa de un profesor) y cruzar, a la vista de los catedráticos y los estudiantes con sus togas, la puerta que da a la escalera D del Bishop's Hostel.

No sabría decir qué es lo que se ha apoderado de ella, sólo que, dadas las circunstancias, las normas de decoro que presidieron su juventud ya no parecen atarla. Es todo muy simple. Él no va a visitarla. Así que ella va a visitarlo a él. Curiosamente, no tiene ni pizca de miedo. Como en un sueño, sube las escaleras y llama a la puerta que sabe que es la suya.

Cuando responde, la cara de pasmo que pone la saca de su sueño. Cielo santo, ¿qué está haciendo? Pero ya es demasiado tarde.

—Señora Neville —dice él.

—Hola —contesta ella—. Espero no molestarle.

—No. Pase, por favor.

Retrocede; le abre del todo la puerta, que enseguida cierra.

Es entonces cuando ella se da cuenta de que va vestido con ropa india, una camisa holgada y un
dhoti
teñido de un color lavanda claro. Lleva en la frente la marca de su casta, y en los pies las zapatillas que ella le regaló. Las piernas son más musculosas de lo que habría pensado, y más velludas.

—Espero no interrumpirle.

—No, en absoluto. ¿Le apetece un té?

—Sí, me encantaría. ¿Té indio?

Él menea la cabeza, y luego desaparece en el cuarto de servicio, donde por lo visto ha montado su cocina provisional. La habitación está limpia y es espartana. El baúl está en un rincón. Aparte de eso, hay pocos muebles: un escritorio, una silla, un sillón viejo procedente del propio desván de Alice. A través de una puerta entornada, ve la cama, perfectamente hecha. Las paredes no tienen cuadros. En realidad, el único objeto decorativo que puede ver es la estatuilla de Ganesha con la que se topó por casualidad cuando se puso a revolver en su baúl. Ahora descansa sobre la repisa de la chimenea.

—Sus habitaciones son muy bonitas —dice.

—Gracias.

—Supongo que se ha mudado hace poco.

—Sí. En Whewell's Court estaba en la planta baja. Aquí estoy en la segunda.

—¿Y lo prefiere?

—Hay menos ruido.

Ella examina el libro que reposa sobre el brazo del sillón, escrito en tamil.

—¿Qué está usted leyendo, señor Ramanujan?

Él sale rápidamente del cuarto de servicio.

—Ah, nada.

—¿Algo de matemáticas?

—No, es el
Panchangam
. Lo que nosotros llamamos un
Panchangam
. Una especie de almanaque.

—Fascinante… —Ella coge el libro y lo hojea—. ¿Y para qué lo utilizan ustedes?

—No es más que una antigua tradición —dice—. El
Panchangam
abarca el año entero, con mapas de la posición de las estrellas y la luna. Así que en mi tierra lo consultan para determinar el momento y el día más favorable para… acontecimientos importantes.

—¿Como por ejemplo?

—Las bodas. Los funerales…

—Pero no vamos a tener ninguna boda ni ningún funeral, ¿no?

—No, no es sólo para eso. También para los viajes. Cuáles son los mejores días para viajar, y en cuáles no hay que viajar y esas cosas.

—¿Quiere decir que hay días en los que uno debería o no debería ir a Londres?

Él menea la cabeza.

—¿O mudarse?

Se queda callado.

—Ay, qué mal —dice Alice—. Debe parecerle que le estoy interrogando. No es mi intención. Pero entienda que yo no soy como los demás, señor Ramanujan. Realmente quiero saber.

Ella le mira directamente a los ojos. Él se encuentra con su mirada; le tiemblan los párpados, aunque no aparta la vista.

Luego el hervidor empieza a silbar.

—Disculpe —dice, y regresa a la habitación gris, de la que sale al poco rato con dos tazas en una bandeja.

—Siéntese, por favor.

—¿Dónde se va a sentar usted?

—Aquí.

Así que ella se sienta en el sillón, y él cerca, en el suelo. Con las piernas cruzadas y la cabeza a la altura de sus rodillas más o menos. Le alarga una taza de té.

—¿Siempre lleva su
dhoti
en sus aposentos?

—Cuando espero visita, no.

—Entonces ha sido una suerte no haberle avisado de que venía.

Él sonríe e intenta disimular su sonrisa.

—¿Lleva alguna vez su dhoti en clase, señor Ramanujan? ¿O cuando va a ver al señor Hardy?

—No. Claro que no.

—¿Por qué no?

—No sería correcto.

—Pues a mí me encantaría que lo llevara cuando me haga una visita.

—Siento no habérsela hecho últimamente. He estado muy ocupado con mi trabajo.

—Claro. Para eso ha venido. Para trabajar. —Deja su taza—. ¿Sabe una cosa, señor Ramanujan? Le decía en serio lo de que no soy como los demás. Como Hardy o incluso como… mi marido. Los demás no creen en su religión. Y piensan que usted tampoco cree en ella. Que simplemente practica sus… rituales… por costumbre, o para complacer a su gente. Pero yo creo que usted cree. Y me interesa. Me interesa de verdad. ¡Qué pena que no pueda comprender su lengua! Así podría enseñarme a leer las estrellas.

—No soy un experto.

—Espero no ofenderle con mis preguntas. No es mera curiosidad. ¿Sabe, señor Ramanujan? Me gustaría tanto tener algo en lo que creer… Sobre todo últimamente, con esta guerra. Es como si todas las viejas garantías, que si te portabas bien y comías verduras… Pero eso ya no garantiza nada, ¿verdad? Porque todos esos jóvenes, o la mayoría de ellos… Aunque si se pudiera leer las estrellas, si se pudiera leer el futuro…

—No es algo que pueda enseñarse.

Ella se inclina hacia él.

—Hábleme de la primera vez que tuvo ese sueño.

—¿Qué sueño?

—Que Namagiri le escribía en la lengua.

—Pero la primera vez no salía Namagiri en mi sueño. Era Narasimha.

—¿Quién es Narasimha?

—Es el avatar con cabeza de león de Vishnu. —Ramanujan deja su taza cerca de él, en el suelo—. Disculpe. Tengo que explicárselo. En la religión hindú un dios puede manifestarse de muchas formas. Y Narasimha es una de las formas que adopta Vishnu. La cuarta forma. La enfadada. Es que había un rey demonio llamado Hiranyakashipu que detestaba a Vishnu. Llevó a cabo muchos actos de penitencia para obtener el don de la inmortalidad de manos de Brama, pero Brama sólo le concedió la posibilidad de elegir su manera de morir. Así que Hiranyakashipu respondió que no quería que lo matara ni un animal ni un hombre, ni morir de día ni de noche, ni dentro ni fuera de casa, ni en la tierra ni en el aire, ni por un arma animada ni inanimada. Creyó que había engañado a Vishnu y que ahora era inmortal, y se nombró a sí mismo rey de los tres mundos. Pero lo que no sabía era que su hijo, Prahlada, era devoto de Vishnu. Así que, cuando se enteró, Hiranyakashipu intentó matar a su hijito. Intentó ponerlo a hervir, prenderle fuego y deshacerse de él. Pero a Prahlada lo protegía su devoción por Vishnu. Y entonces, un atardecer en su palacio, Hiranyakashipu rompió una columna de pura rabia, y de la columna salió Narasimha, y como era medio hombre, medio animal, no era ni animal ni humano. Y como se estaba poniendo el sol, no era de día ni de noche. Empezaron a pelear, y luego, en el umbral del palacio, que no era ni fuera ni dentro de su casa, Narasimha puso al demonio de rodillas, que no era ni en la tierra ni en el aire, y usando sus garras, que no eran un arma animada ni inanimada, hizo jirones a Hiranyakashipu.

—Qué historia más extraordinaria.

—Mi abuela me la contó muchas veces cuando yo era niño. Y me contó también que la señal de la gracia de Narasimha son las gotas de sangre que se ven en sueños. Eso fue la primera vez. Caían gotas de sangre, y entonces fue como si… como si se desenrollasen unos pergaminos ante mí conteniendo las más bellas y complejas matemáticas. Unos pergaminos infinitos. Con fórmulas infinitas. Y luego, cuando me desperté, me apresuré a escribir lo que había visto.

—¿Qué edad tenía usted?

—Diez años.

—¿Y desde entonces?

—Siempre ha sido así. Lo que veo en sueños no tiene límites. Los pergaminos nunca se terminan.

—Debe de ser bonito —dice ella— eso de los pergaminos desenrollándose.

—Ah, no, es horrible.

—¿Horrible? ¿Por qué?

—Porque lo que puedo aportarle al mundo es sólo un pequeñísimo fragmento de lo que leo en los pergaminos. ¡Siempre hay tanto que no me puedo traer de mis sueños! Y cada vez que me lo dejo atrás es como si me hicieran jirones. Es un sueño horrible, sí.

Baja la vista mientras lo dice. No está llorando. Tiene las manos plácidamente cruzadas sobre el regazo.

—Sufre usted, ¿verdad? —pregunta Alice. Él no contesta.

Entonces ella se levanta. Y Ramanujan, quizá porque interpreta que tiene intención de irse, se levanta también y se queda mirándola.

—No es usted mucho más alto que yo —dice ella—. Dos o tres centímetros como mucho. —E, igual que antes estiró el brazo y tiró el puzzle al suelo, ahora alarga la mano para salvar la corta distancia y tocarle la mejilla.

Él pega un respingo, pero no se mueve. Ella se acerca más. Él sigue sin moverse.

Ella le pone la mano en la nuca, como se la ha puesto Eric a ella más temprano esa misma mañana. Percibe humedad y calor y los pinchazos de los pelitos. Le acerca la cara y él no se resiste cuando posa los labios sobre los suyos. Aunque tampoco le devuelve el beso. Está completamente inmóvil. Sus labios se rozan. Pero no es un beso.

¿Qué se supone que debe hacer ahora? Le da la sensación de que podría llevarlo hasta el dormitorio, empujarlo sobre la cama, subirle el dhoti, subirse la falda y montarse encima, y él no protestaría. Pero tampoco la animaría. Ni la animaría ni la desanimaría.

Su aliento es cálido y sabe a té. Tiene los labios secos. Aun así no se abren.

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