El contable hindú (33 page)

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Authors: David Leavitt

El más callado de todos (sólo me fijé en él en ese momento) era un muchacho trigueño de ojos verdes. Un vello sólo un poco más oscuro que el pelo de la cabeza le sobresalía del camisón. Me acerqué tímidamente a un costado de su cama.

—¿Puedo? —le pregunté, abriendo el paraguas por encima de su cabeza.

—No creo que deba darle las gracias —me dijo.

—¿Y eso?

—Porque abrir un paraguas en un sitio cerrado trae mala suerte —me respondió.

—Este paraguas no —le dije—. Éste es un paraguas de la suerte. Y, además, no estamos exactamente en un sitio cerrado. Estamos más bien… en el umbral, ¿no? Ni dentro ni fuera.

—¿Es usted catedrático?

—Sí. ¿Cómo lo sabe?

—Porque habla como un catedrático.

—¿De veras?

—Dice muchas bobadas.

Me alegré de que me considerara lo suficientemente joven como para tomarme el pelo. Le pregunté si podía sentarme con él un rato.

—No hay ley que se lo impida —me dijo. Así que me senté en la silla que había cerca de su cama, teniendo cuidado todo el tiempo de que no se me ladeara el paraguas.

—¿Cómo se llama? —le pregunté.

—Thayer —me contestó—. Infantería. Birmingham. Tengo metralla en una pierna de una granada que me estalló cerca de Ipres.

—¿Ipres?

—Sí, ya sabe, en Bélgica.

—Ah, Ypres.

—Sí, Ipre.

—¿Le duele?

—La pierna no. No siento nada en la pierna. Dicen que tengo el cincuenta por ciento de probabilidades de perderla. —De repente alzo la vista hacia mí—. No sentir dolor es mala señal, ¿verdad? ¿Tengo que dar esta pierna por perdida? Porque Dios sabe que no hay quien me responda claramente en este sitio.

—Me gustaría poder contestarle —le dije—. Pero sólo soy matemático.

—Nunca se me dieron bien las divisiones complicadas.

—A mí tampoco. —Lo dije sin pensar siquiera en el efecto que le producirían mis palabras. Se rió—. ¿Le duele en otro sitio entonces? Aparte de la pierna, quiero decir.

—Me duele mucho la cabeza. Una especie de martilleo. Desde la explosión. —Señaló una palangana que estaba cerca, con un paño húmedo dentro—. La hermana lo empapa de agua caliente y me lo pone sobre la frente, y parece que me ayuda un poco. ¿Le podría pedir que me lo volviera a poner? Está frío.

—¡Cómo no! —le dije. Y me levanté para ir a buscar a la hermana. Pero seguía peleándose denodada y desesperadamente con las persianas; una lucha de la que la apartaba de cuando en cuando el aullido de algún paciente.

Miré alrededor. Había otro par de hermanas por allí, atendiendo a los pacientes. Entonces me fijé en una cocina de una esquina. Sobre uno de los hornillos había una cazuela con agua, de la que se alzaba el vapor.

—Un momentito —le dije. Y apoyé el paraguas lo mejor que pude en la silla, para que siguiese manteniéndolo siquiera un poco seco—. Vuelvo enseguida —añadí. Luego cogí el paño de la palangana y me lo llevé hasta la cocina, donde lo empapé en agua caliente y lo escurrí.

—Ya está —dije al volver—. ¿Puedo?

Levantó la barbilla con una especie de abnegación caballerosa. Con mucho cuidado le eché el pelo hacia atrás. Después cogí el paño y se lo puse sobre la frente. Se estremeció y soltó un gran suspiro de alivio.

Me pasé la tarde allí sentado. Habló conmigo, sospecho, no porque tuviera especial interés en mí, sino porque tenía cosas que contar y yo estaba dispuesto a escucharle. Debo ser sincero al respecto. Me habló del frente, y de las ratas grandes como perros, y de lo curioso que resultaba no ver casi nunca al enemigo («nunca vi a Jerry»,
[13]
fue como lo dijo), pero sentir siempre su siniestra cercanía. De algún modo sabías que estaba allí, en su propia trinchera, a menos de doscientos metros de distancia, y cuando en determinadas ocasiones al otro lado de esa tierra de nadie se producía alguna señal de vida (cuando oías algún canturreo u olías alguna fritanga) era como un
shock
.

—¿Pero qué cantaban?

—Las canciones de Jerry. Sólo una vez (una cosa muy rara) oí una radio sonando, y era un programa inglés. Una comedia. Y se reían con ella.

No paraba de llover. Los hombres se quejaban y gemían y pedían (o suplicaban) cigarrillos. Cada veinte minutos o así, yo cogía el paño y lo empapaba en agua caliente. La lata era que, en esos intervalos en que yo me alejaba hasta la cocina, el paraguas apoyado en la silla siempre se caía. Así que la lluvia le enmarañaba el pelo y mojaba las mantas. Yo hacía todo lo posible por secarle. Y luego me volvía a sentar y trataba de mantener el paraguas derecho, a pesar de que me dolía el brazo al hacerlo. Ya ven, estaba empeñado en que no le cayese ni una gota de agua, aparte del agua del paño de la cabeza.

La tormenta cedió por fin. La exhausta hermana pudo por fin quitarse las botas de goma e irse a tomar una taza de té. Thayer se estiró, y le aletearon los párpados. En ese momento habría hecho cualquier cosa para protegerlo. Me habría pasado toda la noche sosteniendo aquel paraguas. Pero temía que el hecho de quedarme mucho rato les pareciera improcedente a la hermana o al propio Thayer. Así que cogí el paraguas y dije:

—Bueno, será mejor que me vaya.

Y, para mi sorpresa, él me preguntó si volvería al día siguiente. Y si, antes de irme, podría empaparle el paño una vez más y ponérselo sobre la frente.

Le contesté que por supuesto: que le empaparía el paño y regresaría al día siguiente. Y volví. Volví todos los días durante un par de semanas. Hablábamos mucho. Me pidió que le contara a qué tipo de matemáticas me dedicaba, y yo traté de explicarle a Riemann; y, para asombro mío, captó lo esencial. También hablábamos de críquet. (Él compartía mi admiración por Shrimp Leveson-Gower.) O él me hablaba de su madre y sus hermanas, y de su amigo Dick Tarlow, a quien se había prometido una de sus hermanas; y de cómo, en Ipres, Dick había saltado en pedazos, y de lo mucho que lo echaban de menos tanto él como su hermana.

Al final, Thayer no perdió la pierna. Sino que, una tarde que llegué al hospital con un regalo para él (el primer regalo que me atrevía a llevarle, un ejemplar de
La máquina del tiempo
de Wells), la hermana me contó que le habían dado el alta esa misma tarde, y lo habían mandado a casa de su familia, en Birmingham, para que descansara unas semanas antes de regresar al frente. Aproximadamente un mes después, me mandó una de aquellas horribles cartas ya impresas que el gobierno repartía a los soldados en aquella época, y en la línea marcada ponía: «Me mandan a la base. En cuanto pueda le escribo.» Sólo la firma del final (J. R. Thayer) daba a entender cierta conexión entre el formulario y el muchacho que lo había rellenado.

Ese invierno fue especialmente frío; tan frío que no soportaba la idea de visitar el hospital otra vez, por miedo a ser testigo de demasiado sufrimiento y desesperarme ante mi propia impotencia para aliviarlo. Lo que incluía mi propio sufrimiento. Por lo menos, había ayudado a Thayer a sentirse más a gusto, aunque nunca le toqué otra parte del cuerpo que no fuera la frente, sobre la que le ponía una y otra vez aquel paño húmedo y caliente. En esa época rogaba que lloviera por su bien. Todas las mañanas me levantaba y le pedía a Dios que lloviera. A veces me lo concedía, lo que no dejaba de molestarme. Me preocupaba que Él entrara en ese juego. La mayoría de los días, sin embargo, las nubes no rompían a llover y, un par de veces, hasta brilló el sol en el amplio espacio donde debería haber estado la pared sur del pabellón, animando a los soldados y dándoles motivo para sonreír. Esos días agradecía el paraguas, porque entonces lo podía dejar cerrado, apoyado contra la pared de la cama de Thayer. Cerrado, nos había traído suerte. Pero abierto, ¿quién sabe lo que nos habría deparado?

He de confesar que ahora me da miedo llegar a descubrirlo.

5

En marzo de 1915, Russell le envía una nota donde dice que ha invitado a D. H. Lawrence a visitar Trinity. ¿Le apetecería a Hardy unirse a ellos después de cenar, para tomar un jerez en las habitaciones de Russell?

La mayoría del personal ya se ha marchado, así que acude esa noche al Hall. Un hombre que le parece Lawrence está sentado enfrente de Russell y al lado de Moore. Hardy está demasiado lejos en la mesa de honor como para escuchar la conversación. De todas formas, podría jurar que es tensa. Se producen largos silencios que el eupéptico Moore aprovecha para comer con delectación, mientras que Lawrence se queda mirando su plato, con una expresión malhumorada en su cara oblonga. A pesar de que Hardy no ha leído ninguno de sus libros, ha oído hablar mucho del escritor: de su infancia en una ciudad minera cerca de Nottingham, y de los años que pasó como maestro de enseñanza primaria, y de su reciente matrimonio con una divorciada alemana con muchas curvas, hija de un barón, que le saca seis años. ¿Y qué pensará de esta gente de Trinity que corta su carne mientras Byron y Newton y Thackeray los contemplan? ¿Le parecerán ridículos con sus togas? ¿Se sentirá intimidado? ¿Le repelerá todo esto?

Tal como le han pedido, Hardy se presenta en los aposentos de Russell sobre las nueve. Ya han llegado unas cuantas personas más: Milne (antiguo director de Granta, y ahora de Punch), Y también Winstanley, que se las da de conocer la historia de Trinity mejor que nadie, y ya está pontificándole a Lawrence sobre la construcción de la biblioteca Wren en 1695. Moore también se encuentra allí, y Sheppard (sin Madam Cecil, gracia a Dios), esperando su turno para dirigirse al autor.

Lo que más le llama la atención a Hardy de Lawrence es su extrema delgadez. Para estar así de delgado hay que trabajárselo mucho. Con esa cabeza tan grande y esos hombros encorvados, muy bien podría ser una gárgola mal alimentada. Tiene un pelo espeso y castaño que parece cortado a la vieja usanza, colocando un cuenco al revés sobre la cabeza, la cual tiene una forma rara: abultada y prominente en la frente, para luego irse estrechando hasta rematar en una barbilla afilada, que la barba en punta no hace más que realzar. No habla mucho. En cambio, escucha con mucha atención; en este momento a Russell, que acaba de recibir por correo un artículo de Edmund Gosse, escrito para la Edinburgh Review al principio de la guerra.

—Escuchad esto —dice Russell—. «La guerra es el animal carroñero del pensamiento. Es el desinfectante por antonomasia, y su roja corriente de sangre es el Condy's Fluid que limpia las charcas estancadas y los conductos atascados del intelecto.» —Tira la revista—. ¿Alguno de vosotros ha visto realmente un frasco de Condy's Fluid? Tuve que preguntarle a mi señora de la limpieza. Y me enseñó uno. Una cosa morada. Dice que la usa para «quitar olores». ¡Y eso lo escribe un hombre que no ha salido de Londres en diez años! ¡Pero qué sabrá él! ¡Qué sabrá ninguno de nosotros!

—La guerra no es buena —dice Lawrence—. Ese odio abstracto a un ogro alemán de cuento… Hay cosas mejores por las que vivir o morir.

Luego se queda callado otra vez. ¿El que haya mencionado al ogro se deberá a la influencia de su mujer alemana? Por lo que Hardy ha oído, ella dejó a su primer marido, también inglés, para casarse con Lawrence.

—Gosse es un mierda —dice Russell—. Y Eddie Marsh aún es peor, soltando tantas patrañas para poder vestirse de etiqueta y acudir con Churchill a las fiestas. Estos hombres son como insectos indecentes que se atreven a salir de sus rendijas y a adentrarse en la oscuridad, para trepar por encima de los cadáveres, contaminarlos con sus babas.

—Venga ya, Bertie —dice Milne—. Seguro que no son tan horribles.

—Sí que lo son.

—¡Pero qué tristes nos estamos poniendo! —dice Sheppard—. Cuando el único objetivo de esta noche era darle la bienvenida al señor Lawrence en Cambridge. —Y acto seguido se acerca rápidamente a Lawrence y se pone a hablarle de sus libros. Y la verdad es que es una maravilla, con ese don suyo para llevar una conversación por donde quiere. (Sheppard shepherds.). Si ha leído realmente los libros no tiene la menor importancia; lo importante es que da toda la impresión de haberlo hecho. Y está claro que algo ha leído, porque ahora se pone a citarle a Lawrence su propia obra—.
Hijos y amantes
, desde luego, es una obra maestra —dice—, aunque personalmente siempre sentiré un cariño especial por
El pavo real blanco
. Y ese capítulo del principio, «Un poema de amistad», ¡con los dos niños retozando en el agua y secándose mutuamente después! —Carraspea—. «Vio que me había olvidado de seguir frotándome, y riendo me agarró y se puso a frotarme vigorosamente, como si yo fuera un niño, o mejor dicho, una mujer amada a la que no le tuviera miedo. Me abandoné completamente en sus manos, y para sujetarme mejor me rodeó con los brazos y me apretó contra él, y la dulzura del contacto de nuestros cuerpos desnudos uno contra otro fue espléndida.» —Sheppard respira hondo—. ¡Qué lenguaje! Ya ve, hasta me lo he aprendido de memoria…

Un silencio acoge esa declamación inesperada.

—Gracias —dice Lawrence, y luego se aparta.

Entonces Russell se lo presenta a Hardy, cuya mano Lawrence estrecha calurosamente, fervientemente, demasiado tiempo. A lo mejor se limita a agradecer que lo hayan rescatado de la pequeña e insinuante representación de Sheppard. Mucho más agradable, sin duda, escuchar cómo Hardy, a petición de Russell, se pone a divagar sobre la hipótesis de Riemann. De hecho, incluso después de que Russell se haya ido a charlar con Winstanley, Lawrence se queda pegado a él; se inclina hacia él; se agarra a él casi como a una tabla de salvación. Y qué irónico es eso, considerando las propias…, ¿cómo decirlo?…, preferencias de Hardy. Sin embargo, se siente un poco orgulloso de esa mala interpretación; si Lawrence piensa que es normal, si no lo asocia a Sheppard, tanto mejor.

Y mientras tanto, al fondo, Sheppard no para de declamar. Resulta muy extraño, porque no tiene público, y sabe que Lawrence se empeña en no escucharle. Y, aun así, declama con una ironía casi malvada:

—«Aquello satisfacía en alguna medida los anhelos vagos e indescifrables de mi alma; y a él le sucedía lo mismo.»

—Tiene que haber una revolución de Estado —le dice Lawrence a Hardy—. Hay que nacionalizarlo todo; las industrias, los medios de comunicación. Y por supuesto la tierra. De una sola tacada. Así un hombre tendrá su paga ya esté sano, enfermo o viejo. Si cualquier cosa le impide trabajar, también recibirá su salario. No debería vivir con miedo al lobo.

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