El contable hindú (29 page)

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Authors: David Leavitt

—Supongo que se estará preguntando qué hago aquí —dice—. La verdad es que no lo sé muy bien. Es simplemente que Cambridge… me parece muy triste ahora mismo.

—Eso dice mi hermano.

—Hoy el tren iba lleno de jóvenes. Estudiantes. Cada día la reserva de jóvenes de Cambridge disminuye un poco más.

No hay respuesta. Y eso que Alice estaba orgullosa de esa frase.

—Hay un batallón acampado al otro lado de la calle de nuestra casa. De Irlanda. Todas las mañanas hacen prácticas, y empiezan al amanecer.

—¿Y su marido?

—Va tirando. En el College ponen a los heridos fuera, en Nevile's Court. Y los oficiales cenan en el Hall.

—Eso me cuenta mi hermano.

—¿Y el señor Hardy se va a presentar voluntario?

—Dice que aún no se ha decidido, aunque cuesta imaginárselo con uniforme. ¿Y el señor Neville?

—Tiene mala vista. —Alice le da un sorbo a su té. Y luego añade—: Es una pena, la verdad, porque es muy valiente. Nada muy bien. El invierno pasado se tiró al Cam para salvar a un niño que se estaba ahogando.

¿Por qué ha dicho eso? Seguro que Gertrude sabe perfectamente que, aunque Eric tuviera buena vista, nunca se presentaría voluntario. Jamás ha ocultado su pacifismo. Y, sin embargo, de repente considera sumamente importante que Gertrude sepa que no es ningún cobarde.

—La otra noche, Eric le oyó decir a alguien: «Al paso que vamos, Trinity se va a quedar vacío enseguida, a no ser por Hardy y un puñado de indios.»

—Me parece un poco exagerado.

—Puede… De todos modos, ¿no sería increíble que, dentro de unos meses, él y el señor Ramanujan fueran los únicos que quedaran en Trinity?

—También se quedará su marido. Y el rector.

—Ya sé, estaba exagerando.

—¿Y cómo lo lleva el señor Ramanujan?

—Todo lo bien que se podría esperar, supongo. Tampoco es que lo vea mucho últimamente.

—¿Quiere decir desde que ya no vive en su casa?

—Claro que viene unas cuantas veces a la semana… Le estoy enseñando a cantar.

—¿A cantar?

—Tiene una voz preciosa. Ayer le enseñé «Greensleeves».

—Me gustaría oírlo…

—Pero es muy tímido para cantar delante de desconocidos. Sólo se atreve conmigo.

—Es bueno saber que ha encontrado una buena amiga en usted, señora Neville.

Alice levanta la vista. Hasta el momento ha conseguido evitar la mirada de Gertrude. Ahora, en cambio, se topa con esos ojos inquietantes. El derecho la está evaluando; mientras que el izquierdo… ¿cómo decirlo? flota en el aire.

Y de repente, sin pararse a pensarlo, le pregunta:

—¿Cómo ocurrió?

—¿El qué?

—¿Cómo perdió ese ojo?

Es como si Gertrude retrocediese sobre su silla. Igual que un gato. Bien. Desde que ha llegado, Alice ha querido llevar las de ganar. Hacer que Gertrude se acobardara. Bien.

—Espero que no le importe que se lo pregunte.

—¿Cree que es la primera?

—Bueno…

—Pues no. La gente no para de preguntármelo. Sobre todo, las mujeres.

Para sorpresa de Alice, descruza los brazos.

—Para su información, fue cuando tenía nueve años. Harold me pegó con un bate de críquet en la cara. Un accidente. Me quedé inconsciente. Y luego, cuando me desperté, estaba en el hospital y me lo habían quitado. El ojo. Y no hay más que contar.

—Pero eso es terrible.

—Supongo. Era tan pequeña que casi no me acuerdo de cómo era antes la cosa… Después, claro, lo más importante era no herir a Harold.

—¿Por qué?

—Porque fue un accidente, ¿no?, y a él le gustaba tanto el críquet que más valía no crearle ningún sentimiento de responsabilidad o de culpa. Así que me dijeron que nunca hablara de ello.

—¿Quién? ¿Su padre?

—Mi madre.

—¿Le importó?

—Sólo al principio. Pero luego me di cuenta de que, en realidad, estaba siendo muy sensata. Estaba empeñada en que nadie se desviase de su rumbo, ¿comprende? Incluso entonces, sabíamos que Harold era un genio. Lo último que queríamos era que eso se interpusiese en su camino. Ya mí también me ayudó. Tener que hacer desde el principio como si no hubiera pasado nada me permitió convertirlo en mi…
modus operandi
.

—Déjeme verlo.

—¿El qué?

—El ojo. Sáqueselo. Déjeme verlo.

Gertrude se echa a reír.

—¿Por qué le parece gracioso? —pregunta Alice.

—Porque todas las que han querido verlo alguna vez se creen que han sido las primeras en pedírmelo.

—¿Siempre somos mujeres?

—Siempre. En cualquier caso, encantada de complacerla… Pero, por favor, mire hacia otro lado mientras me lo saco.

Alice aparta la mirada. Oye, o se imagina que oye, una especie de desajuste, un plop y un pop, y entonces Gertrude dice:

—Ya está. Ya puede mirar.

Alice se vuelve. Gertrude está de espaldas a ella. Tiene la mano derecha detrás de la espalda, con los dedos encogidos sobre… algo.

El objeto pasa de su palma a la de Alice. Alice lo examina. El ojo es un globo blanco, más pesado de lo que se imaginaba, del tamaño de una canica grande, y con el iris y la córnea formando un pequeño relieve. ¡Además es una auténtica obra de arte: con ese marrón a juego con el del auténtico ojo de Gertrude, y el blanco grabado con unas diminutas rayas rojas que imitan las venas!

—¿Me lo puede devolver?

—¿Cómo funciona? ¿Cómo se lo pone?

—Simplemente se retira el párpado y se encaja. La órbita se ajusta perfectamente.

—¿Es incómodo?

—Al principio se me hacía un poco raro. Aquel cuerpo extraño tan enorme… Pero uno se acaba acostumbrando. Ahora casi ni me entero. ¿Me lo devuelve, por favor?

—¿Se seca? ¿Tiene que mantenerlo lubricado?

—La glándula lagrimal no resultó afectada. ¿Me lo devuelve?

Gertrude pone otra vez el brazo detrás de la espalda. Alice deposita el ojo en la palma de su mano.

—No mire.

Alice cierra sus propios ojos. Luego Gertrude dice:

—Ya está.

Y cuando Alice vuelve a mirar, la cara de Gertrude se encuentra al otro lado de la mesa. Una expresión de cordialidad, incluso de cariño, parece haberla embargado.

—Bueno —dice—, ¿satisfecha?

—Mucho, gracias.

—Me alegro de que ya hayamos pasado por eso. —Mira por la ventana de la cocina—. Está quedando un día muy bonito, ¿no? ¿Le apetecería ir al zoo?

—¿Al zoo?

—Sí, ¿por qué no?

—Me parece una idea maravillosa —dice Alice. Y se levanta, volviendo a golpear la silla contra la pared ya rozada.

4

Hay un cuarto, un piso, un sitio, al que van a veces cuando los dos están en Londres. Normalmente, a requerimiento de Littlewood. Igual que C. Mallet del Ministerio de la India, el propietario es un amigo de su hermano. Pasan allí un par de horas, y luego, al salir, parece que Anne no consigue ajustarse la ropa interior. Como el piso queda cerca de Regent's Park, van andando hasta el zoo y se sientan en un banco delante de una jaula por la que se pasea un tigre bengalí. Se está terminando septiembre, y Littlewood acaba de decirle que dentro de un mes se marchará, seguramente a Francia. Va a unirse a la Guarnición Real de Artillería en calidad de subteniente.

—Supuestamente, les seré útil en cálculos balísticos —dice—. A Hardy le va a dar algo cuando se entere.

—Preferiría que no lo hubieras hecho.

—Pensé no hacerlo. Pero luego pensé que tampoco es que vayamos a tener mucha elección sobre el tema mucho tiempo. Te puedo asegurar que pronto empezarán con el reclutamiento. Churchill ya lo está pidiendo.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Por Hardy. El secretario de Churchill es uno de sus Apóstoles.

Anne enciende un cigarrillo. Al otro lado del sendero, el tigre se recuesta y se lame una garra. Como la gata de Hardy, sólo que desprende un olor más almizclado. El mismo al que debe de oler la impaciencia, piensa Littlewood. Y ahora se acerca una niña con su niñera a ver al tigre. La agarra fuerte de la mano, manteniendo una distancia prudencial.

—¿Cuándo nos vamos a ver?

—Con suerte estaré en Londres dentro de unos meses. O cerca. En Woolwich, probablemente.

—¿Pero vas a poder acercarte hasta Treen?

—No tanto como ahora, me temo.

Anne le coge una mano. Está reprimiendo las lágrimas. De repente el tigre se incorpora de un salto, soltando un rugido de mal humor, lo que asusta a la niña, que se echa a llorar. La niñera se la lleva de allí, en dirección a los elefantes.

—¿Qué va a ser de ti? —pregunta Anne, llorando.

—Cariño, no tienes por qué llorar. No me va a pasar nada.

—Pero ¿y si te mandan al frente? He leído los reportajes.

—Pues ahí está la cosa: no me van a mandar. A la gente como yo no la mandan al frente. Somos demasiado valiosos en la retaguardia.

—Lo siento. —Saca un pañuelo del bolso y se seca los ojos—. Me siento tan estúpida… A lo mejor es por los niños. No paran de preguntar, ¿sabes? Es todo tan… horrible. No creo que pueda explicárselo a mis hijos.

—Siento muchísimo que tengas que hacerlo.

—Y, mientras, Hardy sigue con sus cosas… Ya veo que él no se siente obligado a presentarse voluntario.

—A lo mejor aún se presenta. Sé que se lo está pensando.

—Entonces, ¿por qué no puedes hacer tú lo mismo que él: esperar?

—Porque, si lo pospongo, puede que no consiga un puesto tan seguro.

—Pero, con todos los contactos que tiene, ¿Hardy no podría garantizártelo?

—Sus influencias no llegan a tanto, me temo. Yo no formo parte de ese círculo. Seguramente sólo puede protegerse a sí mismo.

—¡Y luego dice que no puede trabajar sin ti!

—No le eches la culpa.

—¿Y por qué no? Tengo que echársela a alguien.

—Pues échasela a Kitchener. O a Churchill. Si ni siquiera conoces a Hardy en persona.

—Porque tú nunca…

—Ssh. Ahí viene su hermana.

Anne levanta la vista. Paseando por el sendero, dos mujeres se están acercando a la jaula del tigre.

Sin pensarlo, le suelta la mano a Littlewood. Él se levanta.

—Señorita Hardy, señorita Neville. Qué agradable sorpresa.

Gertrude mira a Anne de arriba abajo.

—Hola, señor Littlewood —dice—. ¿Y qué le trae a usted por el zoo?

—Fácil… Una tarde preciosa. ¿Y a usted?

—Es un pequeño ritual nuestro —dice Alice—. Cada vez que aparezco por Londres.

—Ah, ¿les puedo presentar a la señora Chase?

Anne también se levanta. No le queda más remedio que estrecharle la mano a Alice con la izquierda, porque tiene el pañuelo engurruñado en la derecha.

—¿Y las puedo invitar a un té? —pregunta Littlewood, siempre tan galante y tan capaz de adaptarse a lo que se le ponga por delante.

—No hace falta —dice Alice—. No queremos interrumpirles.

—No interrumpen nada.

—Bueno, si se empeña…

—No, tenemos que irnos —dice Gertrude, tajante, y coge a Alice del brazo—. Un placer verle, señor Littlewood. Y encantada de conocerla, señora…

—Chase.

—Eso, Chase. Que pasen un buen día.

Siguen caminando por el sendero. Unos metros más adelante se paran delante de los elefantes, y se quedan mirándolos con una curiosidad científica. No parece que hablen entre sí.

Littlewood y Anne vuelven a sentarse, y de repente Anne se echa a reír. Se ríe tanto que tiene que secarse los ojos otra vez.

—¿Y ahora qué demonios pasa?

—Nada, es que me parece tan gracioso… Quiero decir, ¡qué más da que se den cuenta!

—Siento decírtelo, cariño, pero no somos precisamente un secreto de Estado.

—Ya lo sé. Por eso me río.

—¿Por qué no ha querido usted pararse a tomar el té?

—Porque es evidente que tienen un lío. O algo así.

—¿Pero ella quién es?

—¿Es que no se da cuenta?

—¡Ah!… Pero él nos la ha presentado como la señora Chase.

—Bueno, ¿cómo cree que Russell presentaría a Ottoline Morrell?

Se están acercando a la jaula de los murciélagos. Gertrude tiene cara de diversión maliciosa, pero en cambio para Alice es como si hubiera surgido una nueva idea en el mundo. Russell y la señora Morrell. Littlewood y la señora Chase.

Bueno, ¿y por qué no?

Y entonces decide que volverá a ver a la señora Chase. La buscará. A esa mujer de pelo castaño y piel morena y con ese aspecto tan… radiante, diría Alice, a pesar de sus lágrimas; sí, radiante. Ahí tiene a una mujer con la que podría hablar. La clase de mujer que, si tiene suerte, podría llegar a ser.

5

Nueva sala de conferencias,

Universidad de Harvard

En esa conferencia que no dio, Hardy dijo:

Hoy en día, creo, hay una desafortunada tendencia (que sólo se acrecentará con los años, me temo) a retratar a Ramanujan como uno de esos vasos místicos donde el inescrutable Oriente ha vertido su esencia. No es de extrañar. Al fin y al cabo, ahí tenemos a un joven que nunca llevaba zapatos hasta que se embarcó rumbo a Inglaterra; que no podía comer en el Hall por miedo a contaminarse; que afirmaba públicamente que las fórmulas que había descubierto se las había escrito en la lengua una deidad femenina. Tampoco se molestaba en refutar ese mito sobre sí mismo (al contrario, más bien lo alimentaba), razón por la cual, para aquellos que no le conocieron, su legado siempre desprenderá un perfume a incienso y a templos. Y sin embargo, aquellos que sí le conocimos, ¿cómo vamos a explicar que el mito no tiene nada que ver con el hombre?

El Ramanujan que yo conocí era, por encima de todo, un racionalista. A pesar de las eventuales excentricidades de su comportamiento, cuando estaba conmigo siempre se mostraba como una persona cuerda, razonable y astuta. Por temperamento era agnóstico, con lo que quiero decir que no veía especialmente bien, ni especialmente mal, el hinduismo o cualquier otra religión. Tal como nos contó la tarde que fuimos a ver
La tempestad
en Leintwardine, todas las religiones eran para él igualmente verdaderas en mayor o menor medida. En el hinduismo, tengo entendido, la observancia importa mucho más que la fe. La fe, como concepto, es propia del cristianismo. Forma parte de su nocivo esfuerzo por esclavizar a sus fieles sosteniendo ante ellos el precioso sueño de una nueva Jerusalén, un premio que se les adeuda en recompensa por una vida de piedad. Y no basta con guardar las apariencias. El cristiano debe creer de corazón que Dios existe si quiere alcanzar el Cielo.

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