Authors: David Leavitt
Uno no puede menos que preguntarse qué habría sucedido si no hubiese estallado la guerra. Se lo pregunta mucha gente por toda clase de razones.
Pero, evidentemente, no hay respuesta.
Alemania invade Bélgica, y al principio Hardy siente lo mismo que con una bonita demostración: la llegada de la guerra parece a la vez inevitable e inesperada.
Casi toda la gente con la que habla ahora se jacta de haberla visto venir; sin embargo, echando la vista atrás al mes pasado, sólo se acuerda de Russell diciendo que estaba cantada. En cambio, la crisis nacional (huelgas, el malestar en el Ulster) dominaba las conversaciones en la mesa del profesorado. Los asesinatos de Sarajevo, claro, también provocaron muchos comentarios. ¡Pero Serbia estaba tan lejos! Un país pequeño y primitivo. Nada de lo que ocurriese allí podía afectar a Cambridge.
Russell, por el contrario, estaba aterrorizado. La mayor parte de julio se la pasó yendo y viniendo de Londres a Cambridge, anunciando a los cuatro vientos que no conocía a nadie que estuviera a favor de la guerra, que todas las personas con las que había hablado consideraban una locura esa posibilidad. Como si la opinión pública hubiese influido alguna vez en las decisiones del gobierno. Como si decir que algo no podía ocurrir impidiese que ocurriera.
El día siguiente a que saltara la noticia, Russell alcanzó a Hardy en medio de Great Court.
—Pues ya está aquí —dijo, sin ningún deje de alegría en plan «ya os lo decía yo», sino en un tono de estupefacción y desaliento a la vez—. Todas las cosas en las que creíamos se han acabado.
Y ahora las declaraciones de guerra se presentan como tarjetas de visita.
Para Hardy todo esto es muy desconcertante. La guerra con Alemania, al fin y al cabo, significa la guerra con Gotinga, su amada Gotinga, la tierra de Gauss y Riemann. Sin embargo, Alemania ya ha invadido Bélgica apuntando a Francia. Para defender Bélgica, Inglaterra debe forjar una alianza con Rusia (la indómita y autocrática Rusia), y todo con el objetivo de derrotar a Alemania, la tierra de Gotinga, la tierra de Gauss y Riemann… ¡Qué apropiado que sólo Russell se pusiera en lo peor! Hardy se deja llevar por su imaginación en una regresión infinita: el barbero que sólo afeita a los hombres de su ciudad que no se afeitan solos. Y la ciudad (¿cuál si no?) es Gotinga.
Tan pronto se declara la guerra, el tono entre sus conocidos pasa del rechazo a la negación. En lugar de tranquilizarse mutuamente diciéndose que Inglaterra permanecerá neutral, intentan tranquilizarse afirmando que la guerra, en caso de comenzar, durará poco. Lord Grey acaba de admitir en navidades, por ejemplo, que ha mantenido conversaciones secretas con Francia. ¿Podría llevar eso a un rápido armisticio? Resuenan palabras de aliento por New Court y Nevile's Court, pero tras ellas Hardy puede percibir el tenue e incesante balbuceo de la desesperación.
—Es el fin —dice Russell.
Acaba de llegar del enésimo viaje a Londres. El día antes de que estallase la guerra, su amante, Ottoline Morrell, lo mandó llamar, ya que su marido tenía que dar un discurso en el Parlamento, para instar al gobierno inglés a no participar en la contienda. Al no conseguir acceder a la tribuna, Russell estuvo paseándose por Trafalgar Square, y se desanimó mucho al escuchar a los hombres y mujeres que estaban sentados debajo de los leones expresar su entusiasmo, y hasta su regocijo, ante la perspectiva de una guerra.
—Hoy ya no es como ayer —dice Russell, refiriéndose a las reacciones del ciudadano corriente.
A pesar de que aquí en Cambridge, donde se supone que nadie es corriente, hay un runrún subrepticio de patriotismo. Incluso entre los hermanos. Rupert Brooke, por ejemplo, ha dicho que está dispuesto a presentarse voluntario («influenciado sin duda por ese odioso pequeño, Eddie Marsh», dice Russell), mientras que Butler ha ofrecido todas las instalaciones de Trinity College para el esfuerzo bélico.
—Es el fin —repite Russell, y luego se vuelve a Londres porque no soporta estar lejos de donde se cuecen las cosas—. Por horribles que sean —añade—, tengo que enterarme de las noticias en cuanto se produzcan.
La ironía, evidentemente, está en que a menudo las noticias llegan antes a Trinity que a las oficinas del Times. Los hermanos tienen conexiones envidiables (Keynes con Hacienda, y Marsh, a través de Churchill, con el 10 de Downing Street). Norton le escribe a Hardy que vio a Marsh en una fiesta en Londres «pavoneándose por allí en traje de etiqueta, impecable, dándoselas de importante». Brooke iba con él. «Está viviendo en el piso de Marsh. Ha desdeñado a Bloomsbury y a los muchachos en beneficio de la virilidad y de los uniformes. Así que ¿no resulta curioso que haya escogido precisamente a Edwina como mentora?»
Y, mientras tanto, no deja de ser verano. Lo cual es una angustia. Cambridge prácticamente se ha vaciado por las vacaciones. Littlewood sigue en Treen, y regresa, supuestamente, sólo cuando el doctor Chase se encuentra en casa. Hardy divide sus semanas entre Trinity y la casa de su madre en Cranleigh. Cuando está en Trinity, pasa días enteros sin ver a nadie más que a Ramanujan, con el que da largos paseos por el río, y a veces se sienta en la orilla. Orientado hacia el sol por naturaleza, levanta la cara hacia él siempre que se abre paso entre las nubes. La verdad sea dicha, disfruta de esa tranquilidad. Parece inconcebible que el mundo pueda acabarse en semejante estación.
Intenta ver a Ramanujan todo lo posible. De pie y de perfil en la penumbra, a la orilla del río, con los brazos doblados a la espalda y el estómago sobresaliéndole un poco, podría ser la silueta de un caballero victoriano, recortada en papel negro y pegada a un fondo blanco. Comedimiento y disciplina, cierto retraimiento, o quizás incluso esquivez, ésos son sus rasgos más característicos. Salvo cuando discuten de matemáticas, raramente habla a no ser que le dirijan la palabra; y cuando le preguntan, casi siempre responde sumiéndose en lo que Hardy imagina como una reserva de respuestas estereotipadas, sin duda adquiridas en la misma tanda de compras en Madrás en las que se abasteció de pantalones, calcetines y ropa interior. Respuestas como: «Sí, es precioso.» «Gracias, mi madre y mi esposa están bien.» «La situación política es, en efecto, muy compleja.» A fin de cuentas, aquí lleva ropa inglesa y pisa suelo inglés, y aun así Hardy ni siquiera puede empezar a penetrar ese caparazón de discreción cortés. Sólo en contadas ocasiones Ramanujan deja que se le escape algo: un soplo de pánico o de pasión (¡Hobson! ¡Baker!) se le cuela hacia el exterior, y entonces Hardy percibe el alma de ese hombre como un misterio, como un rápido hormigueo bajo la piel.
En esas tardes, la mayoría de las veces hablan de matemáticas. Integrales definidas, funciones elípticas, aproximaciones diofánticas. Y de números primos, claro, y de su diabólica tendencia a desconcertar al más pintado, que Hardy no quiere que Ramanujan pierda nunca de vista. Por ejemplo, Littlewood ha hecho otro importante descubrimiento últimamente. Tiene que ver con cómo Riemann perfeccionó la fórmula de Gauss para contar primos. Hasta hace poco, muchos matemáticos daban por sentado que la versión de Riemann siempre ofrecería un cálculo más exacto que la de Gauss. Pero ahora Littlewood ha demostrado que, aunque la versión de Riemann puede ser más precisa para el primer millón de números primos, a partir de ahí la versión de Gauss es a veces más acertada. Pero sólo a veces. Ese descubrimiento es de suma importancia para unas veinte personas. Desgraciadamente, la mitad están en Alemania.
Mientras van andando, le pregunta a Ramanujan si conoce la historia de la tremenda ama de llaves de Riemann, y cuando Ramanujan menea la cabeza, se la cuenta.
—Por supuesto —concluye—, probablemente la historia es falsa.
—¿Qué edad tenía cuando murió?
—Treinta y nueve. Murió en el Lago Mayor, de tuberculosis. Así que ¿por qué iba a sentirse el ama obligada a quemar sus papeles? Todo encaja demasiado bien, como diciendo: «Sí, la demostración existe, pero hay que encontrarla.»
Ramanujan se queda callado un momento. Luego le pregunta a Hardy por Gotinga, y Hardy le cuenta lo poco que sabe de ese lugar; le describe la rathaus en cuya fachada está pintado el lema «Lejos de aquí no hay vida», y las calles adoquinadas por las que (en su imaginación) Gauss y Riemann —liberados ahora de las restricciones del tiempo— deambulan juntos mientras discuten sus hipótesis. Cada pocos pasos, cuando Riemann llega a un punto crucial de su demostración perdida, la pareja se detiene, desviando a los viandantes igual que una roca desvía un arroyo. Del mismo modo, cuando hablan de matemáticas, Hardy y Ramanujan también se detienen a veces, aunque en esta época del año no hay muchos transeúntes a los que estorbarles el paso.
Le pregunta a Ramanujan por su infancia. ¿Jugó alguna vez al ajedrez? Ramanujan vuelve a menear la cabeza. Sólo aprendió a jugar al ajedrez cuando se fue a Madrás, dice. Sin embargo, cuando era muy pequeño, él y su madre jugaban a un juego de dieciocho fichas: quince representaban ovejas, y tres eran lobos.
—Cuando los lobos rodeaban a una oveja se la comían. Pero cuando las ovejas rodeaban a un lobo, lo inmovilizaban.
—Me imagino —dice Hardy— que sería bastante difícil que ganaran las ovejas.
—Sí. De todas formas, yo era capaz de calcular las posibilidades del juego rápidamente, y a partir de ese momento, ya jugara con los lobos o las ovejas, siempre le ganaba a mi madre.
—¿Y a ella le importaba?
—No, nada.
—¿Cuántos años tenía usted?
—Seis. O cinco tal vez.
A Hardy no le sorprende. A los cinco él le ganaba a su madre al ajedrez.
—Mis padres, como se dice, estaban dotados para las matemáticas. Mi madre, sobre todo. Aunque tampoco es que tuviera oportunidad de desarrollar ese talento. Era maestra.
Ramanujan no dice nada.
—¿Y los suyos?
—Son gente pobre. No recibieron ninguna educación. Mi padre es
gumasta
, un simple contable.
Se paran a contemplar el río. No hay bateas deslizándose por allí. Hardy oye el canto de los pájaros, y el débil silbido de las ramas con la brisa. Cosa rara, Ramanujan vuelve la cara hacia él, y sus ojos, tan negros y tan profundos, sobrecogen a Hardy. Esos ojos, piensa, llevarían a la mente más ascética a escribir mala poesía: Líquidos charcos de mena fundida, / portales de un mundo que está detrás… A veces de noche, en su fuero interno, compone ese poema que nunca llega a anotar.
—Hardy —dice—, ¿es cierto que en Bélgica los alemanes están incendiando pueblos enteros?
—Eso es lo que cuentan los periódicos.
—¿Y que están matando niños y deshaciéndose de los viejos?
—Eso parece.
Ramanujan frunce el ceño.
—Estoy preocupado por dos jóvenes de Madrás que van a venir aquí a estudiar, Ananda Rao y Sankara Rao. Traen mucha comida para mí, incluyendo tamarindo.
—No hay por qué preocuparse —le dice Hardy—. Nadie va a atacar un barco inglés de pasajeros.
—Pero es que no vienen en un barco inglés, sino en uno austriaco. Tenían intención de llegar a Austria y luego venir hasta aquí en tren. ¿Y ahora qué va a pasar con ellos?
—Ah, un barco austriaco. —Un petirrojo pasa volando—. Bueno, en cuanto lleguen a Trieste, ya no… No sé por qué iba a haber problemas —dice—. Al fin y al cabo, son estudiantes.
Ramanujan vuelve a fruncir el ceño.
—Anoche soñé que se veían atrapados en un pueblo en llamas —dice—. Los vi quemarse.
—Eso no tiene por qué ocurrir. No van a pasar cerca de Bélgica.
Silencio. Continúan paseando. Ramanujan lleva los ojos fijos en el terreno que tienen delante. Y por un momento, mientras se vuelve a mirarlo, Hardy se hace a sí mismo una pregunta terrible, una pregunta que le avergüenza haberse planteado siquiera. ¿Qué es lo que le preocupa realmente a Ramanujan: la suerte de los jóvenes o su tamarindo?
El viernes siguiente a la declaración de guerra, Hardy toma parte en una excursión a Leintwardine Manar, en la frontera galesa, para asistir a una representación al aire libre de
La tempestad
. Alice Neville organizó el viaje a principios de junio, antes de que nadie se imaginara que la guerra era inminente. Tiene familiares cerca de Leintwardine, y la representación es en ayuda de una institución benéfica con la que están relacionados. El jueves, Hardy le mandó una nota preguntándole si, dadas las circunstancias, no preferiría cancelar la excursión, y ella le contestó que no veía ninguna razón para ello. («No hay combates en Hertfordshire, que yo sepa», le escribió). Eso irritó y decepcionó a la vez a Hardy, que tenía la esperanza de que, al menos, la guerra le proporcionase una excusa razonable para no hacer cosas que no le apetecía hacer.
Así que ese viernes se ha reunido en casa de Neville con los demás: Ramanujan, Littlewood, Eddie el hermano de Neville, y su amigo el señor Allenby. De todos los invitados, sólo Gertrude se ha escabullido, alegando un resfriado ficticio. Ramanujan y los Neville irán con Eddie en su Jowett. Hardy y Littlewood con el señor Allenby en su Vauxhall.
Una vez han partido, Cambridge desaparece rápidamente, dando paso al campo abierto. Hace muy buen tiempo. Aun así, el fastidio que le producen a Hardy el rugido y la peste del Vauxhall le impide totalmente disfrutar de la vista. Va sentado atrás, solo. Littlewood va delante con Allenby, que tiene las mejillas coloradas y una mandíbula marcada. Al igual que el Neville mayor, vive al norte de Londres, en High Barnet. Los dos son miembros de un club automovilístico; «nos vuelve locos el automovilismo», le explica a Littlewood, que asiente y pone esa sonrisa suya tan irritante e inevitable; Littlewood y su desconcertante capacidad para sentirse a gusto en cualquier parte, por terribles que sean las circunstancias… A Hardy, por el contrario, le parece que, cuanto mayor se hace, más a disgusto se encuentra cuando se aventura más allá de los muros de Trinity. Nunca le han gustado los coches, y Allenby no es lo que se diría un conductor conservador. Toma las curvas con tal ferocidad que a Hardy se le encoge el corazón, y todo sin parar de reírse y de parlotear con Littlewood por encima del estruendo del motor, mientras Hardy, alucinando, ve sobresalir puntas de rifle de los setos a los lados de la carretera. Las horas se convierten en semanas, luego en años, las puntas de los supuestos rifles le apuntan más imperiosamente a la barriga con cada kilómetro recorrido, hasta que por fin se detienen en el exterior de Leintwardine Manar. Dejan salir a Hardy del asiento trasero. Lleva tanto tiempo sentado que le da la impresión de que sus piernas no van a sostenerle. Necesita un retrete. Se acerca tambaleándose a Ramanujan, que parece bastante satisfecho, aunque un poco polvoriento.