Authors: David Leavitt
Se levanta muy despacio. Alisa las arrugas que ha dejado en la colcha; lo suficiente como para dar una sensación de pulcritud, pero no tanto como para que Ramanujan no advierta que alguien se ha sentado en su cama. Luego regresa distraídamente al pasillo. Se está poniendo el sol. Los hombres siguen hablando. Debería ofrecerles un té. Lo sabe. Debería bajar, poner unas cuantas galletas en un plato y el agua a hervir. Pero no se mueve.
Ramanujan se queda con los Neville mes y medio. Dan cenas de vez en cuando, a las que invitan a toda una serie de lumbreras de Trinity, para que puedan ponerle por fin la vista encima a la «Calculadora Hindú»,
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como lo ha apodado recientemente uno de los tabloides. Russell acude, como lo hacen Love, Barnes, Butler. Una noche le piden a Hardy que lleve a Gertrude. A esas alturas, la comida horrorosa de los Neville se ha convertido hasta tal punto en materia de cotilleo en Trinity que Hardy se cura en salud cenando antes con Littlewood y su hermana en sus aposentos, para poder ser capaces, cuando se vean obligados a enfrentarse a la última aberración elegida por la señora Neville (trucha vegetal, pastel de «carne» vegetal), de disculparse por su escaso apetito con total impunidad.
Sin embargo, esta noche les espera una sorpresa. En vez de preparar un simulacro de carne, la señora Neville anuncia que (gracias a la reciente llegada de ciertas especias encargadas en Londres), ha preparado un curry de verduras.
—En la tierra del señor Ramanujan, lo comería con los dedos, claro —le dice a Gertrude—, pero, como ya le he explicado a él, a la mayoría de los ingleses esa costumbre les hace sentirse tan incómodos como a él al principio un tenedor. Aunque ahora ya se ha convertido usted en un experto con nuestros cubiertos, ¿verdad, señor Ramanujan?
Ramanujan menea la cabeza. A Hardy le lleva un rato acostumbrarse a ese gesto suyo, una especie de sacudida con el cuello, que ya ha aprendido a comprender que significa un sí provisional. Pero no hay que confundirse: Hardy no siente más que gratitud hacia los Neville. Han tratado muy bien al señor Ramanujan y le han hecho sentirse como en casa; le han enseñado a moverse por los vericuetos de Cambridge y los pasillos de Trinity, le han dado cama y comida, y por lo visto están dispuestos a continuar haciéndolo durante el resto de su estancia. Dicho esto, a Hardy más bien le molesta que lo traten siempre, o al menos en presencia de los demás, como si fuera algo suyo, como a un mono domesticado e inteligente al que están entrenando para que actúe como un hombre. ¡Y miren! Esta noche, en honor al mono, ¡cenaremos plátanos! Bueno, tal vez exagere un poco. Pero lo cierto es que, al preparar ese curry, Alice Neville pretende lucirse ante Gertrude. Por alguna razón, a Alice le parece de suma importancia causarle una impresión positiva.
Hardy se vuelve para echarle un vistazo a su hermana. Su cara no expresa ninguna reacción en absoluto. No hay nadie en el mundo de quien se sienta más cercano que de Gertrude, y aun así, en ciertos aspectos fundamentales, no acaba de entenderla. ¿Qué piensa, por ejemplo, de la decoración de los Neville, que ella asimila, como lo asimila todo, fríamente, sin comentario alguno? Littlewood coquetea con Gertrude cada vez que se ven. ¿Qué verá en ella? Está flaca y no tiene pecho, y lleva un vestido que parece un saco marrón, ni nuevo ni a la moda. Entonces a lo mejor es eso; quizá lo que le atraiga de su hermana sea esa carencia absoluta de autoconsciencia. Esa misma cualidad fue lo que atrajo a Hardy de Littlewood en su día.
Se sientan para comer. Les sirven el arroz de un cuenco de porcelana, y el curry (que está aguado y amarillento, y en el que bailotean pedacitos de verduras sin identificar) de una sopera de plata.
—Por supuesto, señorita Hardy —dice la señora Neville—, en Madrás un curry de este tipo llevaría muchísimas más especias. Me he permitido algunos cambios para satisfacer a los paladares ingleses.
Pues sí que es cierto. Si se puede decir algo de ese curry, es que es mucho más suave que otras variantes que la madre de Hardy preparaba de vez en cuando. Dicho esto, es de agradecer ese respiro en la dieta de ganso vegetal. De hecho, se fija en que el propio Ramanujan lo está engullendo con delectación, sin duda agradecido por este vago remedo de la comida a la que está acostumbrado. Y, entretanto, la señora Neville sigue hablando de Madrás y de la manera india de comer (envolviendo la comida en una especie de torta) mientras el señor Neville la observa, divertido y plácido. Ramanujan no dice nada; se limita a sacudir la cabeza de cuando en cuando. Porque hasta él debe de tener claro, como lo tiene Hardy, que esta representación es realmente para Gertrude. ¡Las mujeres son unas criaturas tan insondables, tan conscientes de las demás como posibles competidoras, aliadas o presas! Si uno no supiera nada de ellas, podría pensar que Gertrude debería envidiar a Alice; siendo Gertrude la encarnación misma de la maestra solterona inglesa. Y, sin embargo, es Alice la que desea ganarse su aprobación. ¿Por qué? Tal vez imagina que Gertrude es una especie de dechado de ingenio distante y urbanidad, el símbolo de un mundo en el que Alice, tal como es, se sentiría irremediablemente a disgusto. Tampoco importa que Gertrude no sea esa clase de mujer en absoluto, y que en realidad se sintiera tan intimidada como Alice por las hermanas Stephen, o por Ottoline Morrell. Aunque hay que decir a favor de Gertrude que se le dan bien los juegos. Sabe que, en cuanto te pasan la pelota, sales corriendo con ella. Así que, en presencia de Alice, juega el papel que ésta le ha asignado. Se muestra distante y ligeramente condescendiente, negándose siempre a otorgar el beso de aprobación que Alice anhela. Se lo reserva y, al reservárselo, hace que Alice se maldiga a sí misma por necesitar el amor de un hombre hasta para conocerse.
Ambas mujeres observan a Ramanujan atentamente. Es como si, para ellas, todas las facetas del indio, incluida su genialidad, tuvieran un aroma exótico y picante como la comida que Alice está describiendo. ¿Pero esas miradas lo desconciertan siquiera un poco? No puede estar acostumbrado a esas atenciones. Está acostumbrado a la soledad.
Todas las mañanas, después de que la señora Neville le haya dado de desayunar y le haya elegido la ropa según las condiciones atmosféricas, cruza el Cam, atraviesa Midsummer Common, y luego se dirige por King Street, Sussex Street y Green Street hasta Trinity. Media hora andando, con unos zapatos que aún le hacen ampollas en los pies. Durante el resto de la mañana, él y Hardy trabajan juntos, normalmente los dos solos, aunque a veces Littlewood se suma a ellos. Trabajan sobre Riemann. A esas alturas Hardy ha establecido irrefutablemente que existe una infinidad de ceros en la recta crítica. Pero, tal como le explicó a la señorita Trotter, eso no significa que no haya también una infinidad de ceros que no estén en la recta crítica. Así que, en realidad, Hardy no ha demostrado nada; solamente ha dado un paso en la dirección correcta.
Lo primero que tiene que hacer es explicarle a Ramanujan por qué su propia mejora del teorema de los números primos es errónea. Y para eso debe andarse con pies de plomo. Por un lado, Hardy necesita hacerle comprender por qué su manera de pensar era defectuosa, y en concreto, convencerle de que la exactitud de 1.000 enteros, en matemáticas, no significa nada. Y por otro, no quiere desalentar a Ramanujan. Quiere hacerle entender que su fracaso (porque es un fracaso) es, en cierta forma, más maravilloso que cualquiera de sus triunfos. Puesto que el problema que soñó resolver en Kumbakonam, a los mejores matemáticos de Europa les llevó un siglo simplemente formularlo. Y ninguno de ellos (ni Hadamard, ni Landau, ni Hardy) lo ha resuelto. Tal vez Ramanujan…
Desgraciadamente, tiene poca paciencia. Se muere de ganas de publicar, le dice a Hardy, para poder demostrarles a los hombres de Madrás que le animaron que el tiempo y el dinero que emplearon en él no fue en vano. Y también por algo más, Hardy lo tiene muy claro. Ningún ser humano, da igual lo evolucionado que esté espiritualmente, está libre de vanidad. Ramanujan hasta debe de soñar con pasarles su éxito por las narices a aquellos que no consiguieron apreciarlo en su justo valor, y, de ese modo, hacerles sentirse tan miserables como ellos le hicieron sentirse a él. Y no sólo a los mezquinos burócratas provincianos que le retiraron sus becas en Kumbakonam. Ese deseo también es extensivo a Cambridge.
Por ejemplo, desde muy pronto (de hecho, desde el día que recibió su primera carta), Hardy sospechó que no era la primera autoridad en la materia a quien había escrito Ramanujan. Y ahora que lo ha preguntado, recibe la confirmación de que, bueno…, pues antes de escribir a Hardy, Ramanujan escribió a sus colegas de Cambridge, Baker y Hobson. Pero ninguno se molestó en contestar.
A la mañana siguiente Ramanujan quiere averiguar todo lo que pueda sobre Baker y Hobson. ¿Dónde y cuándo dan clase? Si les pregunta a los porteros de otros colegios, ¿podrá enterarse de dónde viven? Hardy se lo explica, aunque de mala gana. No es que le dé miedo que Ramanujan llegue al extremo de encararse con esos hombres, ni con nadie que haya conocido. Es demasiado tímido. Y, sin embargo, a Hardy no le sorprendería nada que les metiese recortes de periódico, anunciando su llegada, por debajo de las puertas.
Enseñarle cosas no está resultando nada fácil. Las dos o tres primeras mañanas, Hardy las pasa intentando explicarle en qué consiste una demostración, pero Ramanujan no para de distraerse. En muchos aspectos sigue siendo el niño que hacía cuadrados mágicos para entretener a los compañeros de escuela. Es incapaz de concentrarse en Riemann, como le gustaría a Hardy; y, en cambio, su mente se mueve en veinte direcciones a la vez, y a pesar de que Hardy intenta que no se vaya por las ramas, no se atreve a interrumpir el vuelo de asociaciones fantasiosas que podrían llevarles a descubrimientos inesperados.
Una mañana, por ejemplo, están hablando del número π. Hardy sabe que, durante los años solitarios que pasó en el pial de su madre, entre otras muchas fórmulas matemáticas, Ramanujan se sacó de la manga varias que pretendían aproximarse al valor de π. A Hardy algunas le parecen bastante interesantes, aunque sólo sea porque son muy extrañas. Un ejemplo:
o este otro:
Ahora Ramanujan va tras algo mucho más complejo. Ha descubierto por su cuenta que, por medio de lo que se denominan ecuaciones modulares, es posible concebir rutas nuevas, increíblemente rápidas, para llegar a π: series que convergen a una velocidad asombrosa, permitiendo que el calculador, en muy poco tiempo, escriba el valor de π con un número altísimo de decimales. ¿Y de dónde se ha sacado esas ecuaciones? Por mera diversión, Hardy se lo imagina durmiendo en el cuarto de invitados de Neville, se imagina a Namagiri (en sus fantasías, con la tez oscura, un flequillo a lo Cleopatra, las mejillas coloradas y treinta brazos) apuntando pacientemente las fórmulas en su lengua. ¡Menudo genio debe de ser esa diosa para ser capaz de hacer lo que Moore no pudo, para vagar a su antojo por bosques inexplorados de la mente y regresar trayendo joyas y tesoros! Hardy empieza a distinguir un sendero apenas visible en la espesura, que lleva del fracasado esfuerzo de Ramanujan por mejorar el teorema de los números primos hasta la hipótesis de Riemann y tal vez aún más lejos. La cuestión estriba en si su ambición le ayudará o le estorbará en su incursión por ese sendero. O por decirlo de otra forma: ahora que Ramanujan ha cruzado los mares, ¿le habrá seguido Namagiri?
Así pasan las mañanas, y luego, por la tarde, Ramanujan asiste a sus clases o vuelve a casa de los Neville, donde quién sabe lo que hará con la señora Neville hasta que se ponga el sol, llegado el momento de esas cenas terribles, por lo menos un par de veces a la semana. Hardy ni se imagina lo que le dará de comer la señora Neville a Ramanujan cuando no hay invitados presentes.
Una noche sugiere que él y Littlewood podrían invitar a Ramanujan a cenar al Hall. Lo recogen en casa de los Neville, y se alejan de allí mientras la señora Neville los despide con la mano desde la puerta, tan desamparada como cualquier madre que manda a su hijo al colegio por vez primera. Neville se junta con ellos en Trinity, donde se recibe a Ramanujan con un cúmulo de atenciones. Lleva su toga por primera vez. Varios hombres le dan la bienvenida, y aunque no es lo corriente (no es uno de ellos), se sienta en esta ocasión entre Littlewood y Hardy en la mesa de honor. Como se ha advertido a la cocinera sobre su vegetarianismo, le ponen delante una mezcla muy poco apetecible de patatas cocidas, zanahorias y nabos, que él contempla con cierto recelo. Y tiene toda la razón. Sin embargo, esta noche no ha venido por la comida.