El contable hindú (51 page)

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Authors: David Leavitt

Le lleva una hora leer el artículo sobre las particiones. Cuando ya lleva como diez minutos leyendo, llega Littlewood, en uniforme y con aspecto de haber salido malparado. Se sienta cerca del fondo, luego saca un lápiz y lo que parece una postal de su macuto, y se pone a tomar notas como loco. De hecho, cada vez que Hardy levanta la vista, está tomando notas; y siempre en la misma postal, a la que no cesa de darle la vuelta, probablemente para encontrar otro hueco donde apuntar sus cifras. Es su estilo habitual de maniático, que tanto fastidia a Hardy, quien cree en la caligrafía, en el papel ahuesado de ochenta gramos, en lo legible. Si Hardy comete un error mientras está escribiendo, no lo tacha; vuelve a empezar en una hoja limpia. A Littlewood, en cambio, parece complacerle especialmente la propia suciedad de la página, como si, en cierta forma, de esa ciénaga de símbolos y ecuaciones y borrones, fuera a surgir una visión.

Neville no toma notas. No parpadea, ni tampoco se mueve. Tiene las manos entrelazadas sobre el regazo.

Hardy tiene las cosas muy claras respecto a cómo se debe leer un artículo en voz alta. Algunos de sus colegas, cuando se enfrentan a un público, se convierten en actores aficionados; no paran de soltar ocurrencias, usan sus punteros como si fueran floretes, se permiten las florituras más espantosas.

Hardy, por otro lado, cree que el trabajo debería ocupar el centro de la escena, y por consiguiente hoy trata de hablar en el tono más neutro del que es capaz, lo que provoca que dos o tres de los miembros mayores de su público se queden dormidos. Cuando termina, recibe el más tímido de los aplausos. Nadie comprende la importancia de ese artículo. Le hacen dos preguntas, una Littlewood y otra Barnes, ambas técnicas, tras lo cual la reunión se disuelve, y se encuentra rodeado de un grupo de catedráticos predadores de oscuras universidades, todos con preguntitas absurdas, las típicas preguntas que parecen pensadas para hacerle caer en una trampa o pillarle en una equivocación. De todos modos, Hardy desvía esos golpes tan débiles con muy poco esfuerzo, y sus perseguidores se marchan desilusionados sin su recompensa.

El corro se rompe, dejando entrever a Neville, que coge la mano derecha de Hardy entre las suyas.

—Un trabajo excelente —le dice—. Da gusto ver todo lo que ha conseguido hacer Ramanujan desde que está aquí.

—Cierto.

—Una pena que no haya podido venir.

—Bueno, ya sabe cómo es Ramanujan, no le gustan estas cosas.

—¿Pero usted se lo pidió?

—No, yo…, últimamente no se encuentra muy bien.

—Lo siento por él. —Luego Neville sonríe y mira a Hardy a los ojos, como buscando pistas o algún indicio. Algo. Pero Hardy aparta la vista. Porque no se atreve a decirle, tal como desearía: «Neville, es lo que se temía. Lo van a despedir, aparentemente porque piensan que es usted un mediocre (afirmación con la que, por cierto, estoy bastante de acuerdo), pero en realidad para castigarle por su pacifismo, por ser miembro de la UCD, por defender a Russell. . Es horrible, es injusto, pero es así. No es usted lo bastante famoso para pelear por ello. No es usted Russell. Nos estamos deshaciendo de usted.» Y de repente, por un momento, se pregunta si deberla decírselo a Neville, si podría suavizar el golpe que se enterara por él, en vez de por Butler. Sólo que ése no es su papel. Bastante carga lleva ya encima.

—¿Y va a ver a Alice mientras esté aquí?

Neville se echa a reír.

—No —responde—. Está demasiado ocupada con sus traducciones como para verme. Me vuelvo directamente a Cambridge después de esto. Alice volverá mañana. —Baja la voz—. Curioso, ¿verdad?, que se quede en su piso. Si no le conociera tan bien, le diría: «¡Ni se le ocurra tocar a mi mujer!»

Con una carcajada, Neville le da un pequeño puñetazo en el hombro.

—Bueno, por ese lado no hay que preocuparse —dice Hardy—, porque la verdad es que no la veo nunca. No uso el piso de lunes a viernes, sólo los fines de semana.

—Ya lo sé. Estaba de broma. Hola, Littlewood.

—Neville —dice Littlewood—. Hardy.

—Littlewood. —Hardy nota que le huele el aliento a cerveza.

—Bueno, me tengo que ir —dice Neville. Pero titubea—. Hardy… —No hay respuesta—. Bueno, nada. Nos vemos.

Les dice adiós con la mano y desaparece entre las enormes puertas oscuras.

Littlewood se queda mirándolo.

—Pobre hombre —dice.

—Ya.

—Me pregunto qué pensará Ramanujan.

—Oye, Littlewood, ¿debería haberle pedido a Ramanujan que viniera hoy?

—Lo daba por hecho.

—No, yo… quiero decir, yo di por hecho, en cambio, que aunque se lo pidiera no iba a venir.

—Pues hubiera sido un detalle por tu parte. Al fin y al cabo, es el coautor. Querido, me parece que nos están dando el pasaporte —dice, porque a esas alturas la estancia se ha vaciado, y una chica espera en la puerta, impaciente por ponerse a limpiar. Él y Hardy enfilan la salida.

—Sentimos haberte hecho esperar, cielo —dice Littlewood, guiñándole un ojo, así que ella les sonríe.

Recorren el pasillo, bajan las escaleras, y salen a la luz crepuscular de Piccadilly.

—¿Por qué no paseamos un rato?

—Como quieras. ¿Adónde vas?

—De vuelta al maldito Woolwich. Se me acaba un permiso muy corto, que he pasado en su mayor parte, siento decir, envuelto en actividades la mar de malsanas.

¿Con o sin la señora Chase?, se pregunta Hardy. Pero no se lo dice, no porque sepa, como antes, que no debe, sino porque no sabe cómo.

—¿Has visto a Winnie, la amiga de Ramanujan, últimamente?

—Hace siglos que no voy al zoo. —Se paran delante de Hatchards, miran en el escaparate toda una serie de novelas que proclaman su capacidad de llevar a los lectores lejos de Londres, lejos de la guerra—. Oye, Hardy —dice Littlewood—, no te importaría dejarme usar el baño de tu piso, ¿verdad? Estoy asqueroso, y las probabilidades de poder darme un baño decente en Woolwich a esta hora del día son casi nulas.

—¿Un baño? —Hardy centra su atención en una de las novelas:
Un verano en la Toscana
. ¡Un baño! Pero aparte de que Littlewood nunca ha estado en su piso, está el problema de Alice Neville, y además… Sin embargo, ¿cómo le va a negar un baño a un viejo amigo cuando es evidente la falta que le hace? Y afeitarse. Por no hablar de dormir un poco. Porque, a pesar de que en el rostro de Littlewood puede reconocer aún (aunque sea vagamente) al joven que solía salir corriendo desnudo hasta el Cam todas las mañanas, capas y más capas de preocupación y fatiga parecen asfixiarlo.

—Pues claro que puedes darte un baño —dice Hardy—. Vamos a coger el metro, ¿no?

—Gracias. —Y bajan al metro. Desde el vestíbulo donde venden los billetes, una escalera mecánica les va introduciendo, sin ningún esfuerzo, bajo tierra. Hardy oye el rugido del mecanismo, contempla las caras cansadas de los hombres y las mujeres al otro lado de la separación, que suben mientras Littlewood y él descienden.

—¿Sabes que una vez te vi subirte a un árbol? —dice Hardy.

—¿Qué? ¿Cuándo?

—Justo antes de que te examinaras del
tripos
. Recuerdo que me chocó muchísimo que anduvieras subiéndote a los árboles cuando el resto de los aspirantes a
wrangler
debían de estar resolviendo problemas contrarreloj.

—No recuerdo haberme dedicado nunca a semejante cosa. Aparte de eso, sí que intentaba tener una actitud relajada con respecto al
tripos
. Me iba tomando las cosas como venían.

—Al contrario que Mercer.

—Pobre Mercer. Se lo tomaba todo muy en serio. Demasiado.

Llegan al andén justo cuando entra el tren. La estación huele a bollería. El vagón está abarrotado. Cerca de donde ellos van de pie, sujetos a las correas para mantener el equilibrio, una mujer trata de tranquilizar a un bebé llorón. Cuando Littlewood la ve, le cambia un poco la expresión, y Hardy, para evitar una escena, dice:

—Si estas incursiones aéreas no aflojan un poco, creo que vamos a tener que vivir todos bajo tierra…

—Yo me sentiría más segura —dice la mujer con el niño.

—Pero si últimamente ya han aflojado —dice Littlewood.

—Hombres por el cielo en globos enormes —dice la mujer—. Eso no es natural.

Aunque tampoco lo pretende, a Hardy no le apetece entablar conversación con esa mujer. Sin embargo, Littlewood (es su estilo) siempre se las arregla para comunicarse con los desconocidos.

—¿Qué tiempo tiene su niño?

—Tres meses. Se llama Oscar.

—Pobre chaval, no creo que le gusten los sitios llenos de gente. Yo también soy padre.

—¡No me diga!

—Sí, desde hace unos meses. De una niña.

—¿Cómo se llama?

—Elizabeth.

—Elizabeth… Qué nombre más bonito. Pues mi hermana acaba de tener una niña, y se ha empeñado en ponerle Lucretia a la pobrecita. Yo le dije, por favor, dale una oportunidad a la niña, llámala Gladys, Ida. Pero no. Mi hermana siempre dándose aires… ¿Y su mujer cómo está? A veces, después del parto, las mujeres se ponen muy sensibles.

—Bueno, en realidad…

Pero esto se tiene que terminar, decide Hardy, así que se inclina hacia Littlewood, y le pregunta en voz baja, con intención de excluir a la mujer de la conversación:

—¿Crees que habrá una revolución en Rusia?

—Russell sí.

—Ah, ¿pero lo has visto últimamente?

—Cenamos juntos la semana pasada.

—¿Qué tal está?

—En plena forma. Dice que ha escrito una cosa muy mordaz sobre los ricos que disfrutan con la muerte de sus hijos, aunque Ottoline no le dejaría publicarla.

—Muy sensato por su parte, supongo. Sabes por qué han despedido a Neville, ¿verdad?

—Tengo mis sospechas.

Ahora el tren ha llegado a la estación de Charing Cross.

Littlewood se toca el ala del sombrero para despedirse de Oscar y su madre, y luego se bajan; cogen la línea District y van hasta Victoria. Mientras tanto el sol se ha puesto, y cuando se adentran en la penumbra del piso de Hardy, él enciende la luz eléctrica y de repente se ven los efectos personales de Alice desparramados por allí, ropa interior tendida a secar en la cocina, libros y periódicos esparcidos sobre la mesa. Hardy decía la verdad cuando aseguraba que nunca venía aquí entre semana (incluso cuando ha tenido reuniones de la Sociedad Matemática, se ha quedado en un hotel o en casa de algún amigo), y ahora ve por primera vez cómo vive Alice cuando él no está, porque los viernes siempre lo recoge todo y deja el piso impecable.

—¿Qué es esto?

—¿No lo sabías? La señora Neville se pasa aquí la semana. Trabaja para la señora Buxton. En lo de la prensa extranjera.

—Pero ¿y tú qué?

—En realidad esta noche pensaba volver a Cranleigh. Por mi madre, ya sabes…

—¿Entonces sólo has venido hasta aquí conmigo para que pudiera bañarme?

—No es ninguna molestia.

—Muy amable de tu parte, Hardy —dice Littlewood. Luego se quita el sombrero y el abrigo y se dirige hacia el cuarto de baño. Al quedarse a solas, Hardy examina las cosas que ha dejado Alice. Hay un artículo de periódico en alemán (no consigue entender mucho, aparte de que se refiere al ataque de un zepelín en París), y aliado, a medio terminar, la traducción: «…han hecho ofensivas incursiones en ciudades abiertas, como Stuttgart y Karlsruhe, e incluso han convertido en sus objetivos los palacios castillos de estas ciudades sin fortificar, de modo que la vida de la Reina de Suecia se ha visto en peligro…» Y junto a ella, abierta sobre la mesa, la misma novela que vio en el escaparate de Hatchards:
Un verano en la Toscana
. Al otro lado de la habitación, sobre el diván, un abrigo y (qué tentación) lo que parece ser el diario de Alice, que abre por la última página de la entrada más reciente:

la película que se forma sobre la leche caliente. ¿Por qué la gente no puede ser sincera? La señora Chase, por ej., insistiendo en que el niño es de su marido, o Hardy que piensa que nadie sabe que es marica. Sin embargo, nos empeñamos en creer que mentir es lo que hay que hacer, bloqueados por una actitud innata, cerrando las ventanas al sol y diciendo: «Qué pena que la lluvia lo…»

Hardy suelta el diario, como si le hubiera mordido. Desde el baño, le llega la voz de Littlewood cantando:

El soldado Perks fue marchando hasta Flandes,
con su sonrisa, su graciosa sonrisa.
Lo querían bien soldados y comandantes,
por su sonrisa, su graciosa sonrisa …

A Hardy se le viene de golpe a la cabeza que no hay toallas en el baño. Así que coge una del armario y llama con los nudillos a la puerta.

—¿Sí? —grita Littlewood.

—Te traigo una toalla.

—Pasa entonces.

Dudando un poco, Hardy entra. Sale vapor de la bañera, en la que Littlewood, desnudo y tan impúdico como siempre, está fumando y frotándose con un enorme cepillo anticuado que Hardy no reconoce. Debe de ser de Alice.

—Te la dejo colgada en este gancho.

—Gracias. —Littlewood levanta el brazo izquierdo para enjabonarse la axila. ¡Y qué curioso! Aquí en el baño muy bien podría ser de nuevo el joven que se subió a un árbol antes de examinarse del
tripos
, como si se hubiera quitado de encima no sólo la mugre de una noche de desenfreno, sino el tiempo, las preocupaciones y la edad. Para Hardy, su cabeza parece demasiado vieja en relación con su cuerpo, como si en un juego de niños la cara con bigote de un hombre maduro se hubiera colocado sobre el cuello y el torso de un joven: hombros estrechos, costillas salientes, las tetillas planas y rosas en contraste con la carne pálida. Littlewood tiene el brazo en el aire, y por un instante Hardy se queda petrificado al ver el vello de su axila; un remolino, agua negra blanqueada por trazas de espuma.

Mete las penas en tu vieja mochila
y sonríe, sonríe, y vuelve a sonreír…

—Gracias, Hardy.

—No hay de qué —contesta Hardy, y está a punto de salir cuando, justo en ese momento, se oye el ruido de la cerradura y el chirrido de la puerta del piso al abrirse—. ¡La señora Neville! —grita, y sale disparado del baño, cerrando la puerta a su espalda.

Desde donde se ha detenido, cerca del paragüero, Alice se queda mirándolo. Parpadea.

—¿Señor Hardy?

—No se preocupe, no voy a quedarme.

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